015.ɪ ʟɪɢʜᴛ ᴜᴘ ʟɪᴋᴇ ᴀ ᴛᴏʀᴄʜ

ᴍᴇ ᴇɴᴄɪᴇɴᴅᴏ ᴄᴏᴍᴏ ᴀɴᴛᴏʀᴄʜᴀ

(Me ponen un apodo)

LEO

OJALÁ EL DRAGÓN NO HUBIERA ATERRIZADO EN LOS BAÑOS.

De entre todos los lugares posibles en los que caer, mi primera elección no habría sido una hilera de retretes portátiles. 

En el patio de la fábrica había una docena de cajas de plástico azules, y Festo las había aplastado todas. Por suerte, no se usaban desde hacía mucho tiempo, y la bola de fuego del choque quemó la mayoría del contenido; aun así, se filtraron unas sustancias químicas repugnantes de los restos. 

Tuve que abrirme camino con cuidado, procurando no respirar por la nariz. Estaba cayendo una fuerte nevada, pero la piel del dragón seguía tan caliente que humeaba. 

Por supuesto, eso no me molestaba.

Después de trepar por el cuerpo inanimado de Festo durante unos minutos, empecé a irritarme. 

El dragón parecía estar perfectamente. Sí, había caído del cielo y había aterrizado con un gran estallido, pero su cuerpo ni siquiera estaba abollado. Al parecer, la bola de fuego la habían provocado los gases acumulados dentro de los retretes, no el propio dragón. Las alas de Festo estaban intactas. Nada parecía estropeado. No había ningún motivo para que se hubiera detenido.

—No ha sido culpa mía. Festo, me estás haciendo quedar mal —murmuré. Entonces abrí el panel de control situado en la cabeza del dragón y se me cayó el alma a los pies—. Festo, pero ¿qué demonios...?

El cableado se había congelado. Sabía que el día anterior se encontraba en perfecto estado. Había trabajado muy duro para reparar los cables corroídos, pero algo había provocado un rápido congelamiento en el interior del cráneo del dragón, donde debería haber hecho demasiado calor para que se formara hielo. El cual hizo que el cableado se sobrecargara y quemara el disco de control. No veía ningún motivo por el que pudiera haber pasado. Cierto, el dragón era viejo, pero aún así no tenía sentido.

Podía cambiar los cables. Ese no era el problema. Pero el disco de control quemado no servía. Las letras griegas y los dibujos que tenía grabados en los bordes, que probablemente contenían toda clase de magia, estaban borrosos y ennegrecidos.

La única pieza del hardware que no podía sustituir... y estaba dañada.

Otra vez.

Me imaginé la voz de mi madre: 

—La mayoría de los problemas parecen peores de lo que son en realidad, mijo. Nada es irreparable.

Mi madre podía arreglarlo todo, pero estaba seguro de que nunca había trabajado con un dragón de metal mágico que tenía cincuenta años.

Apreté los dientes y decidí que tenía que intentarlo. No iba a ir andando de Detroit a Chicago en medio de un temporal de nieve y tampoco iba a ser el responsable de que mis amigos se quedaran tirados.

—Está bien —murmuré, quitándome la nieve de los hombros—. Dame un cepillo de púas de nylon, unos guantes de nitrilo y un bote de ese disolvente limpiador en aerosol.

El cinturón portaherramientas obedeció.  No pude por menos que sonreír al sacar los productos. Los bolsillos del cinturón tenían sus límites. No me daban artefactos mágicos, como la espada de Jason, ni el arco o la espada de Darlene, ni objetos muy grandes, como una sierra mecánica. Había intentado pedirlo. Y si pedía demasiados objetos al mismo tiempo, el cinturón necesitaba un período de recuperación para volver a funcionar. Cuanto más complicada era la petición, más largo era el período. Pero los objetos pequeños y sencillos, como los que se podían encontrar en un taller, solo había que pedirlos.

Empecé limpiando el disco de control. Mientras trabajaba, se iba acumulando nieve en el dragón. Tenía que parar de vez en cuando para arrojar fuego y derretirla. Pero, por lo general, puse el piloto automático, mientras mis manos trabajaban solas y mis pensamientos vagaban.

No podía creer lo estúpido que había sido en el palacio de Bóreas. Debería haberme imaginado que una familia de dioses invernales me odiarían de inmediato.

El hijo del dios del fuego entrando en un ático de hielo montado en un dragón que escupía fuego: sí, tal vez no había sido la mejor decisión. Aun así, no soportaba sentirme como un marginado. 

Jason, Darlene y Piper habían llegado a visitar la sala del trono. Yo había tenido que esperar en el vestíbulo con Cal, el semidiós aficionado al hockey con graves lesiones en la cabeza.

—El fuego es malo —me había dicho Cal.

Eso lo resumía todo. Sabía que no podría ocultar la verdad a mis amigos mucho más. Desde que habíamos salido del Campamento Mestizo, no había dejado de acordarme de un verso de la Gran Profecía: “Bajo la tormenta o el fuego, el mundo debe caer”.

Además, era el chico del fuego, el primero desde 1666, cuando se había producido el incendio de Londres. Si le contaba a mis amigos de lo que realmente era capaz…

“Eh, ¿saben qué, chicos? ¡Podría destruir el mundo!"

¿Por qué iban a recibirme otra vez en el campamento? 

Tendría que volver a huir. Aunque ya sabía lo que tenía que hacer, la idea me deprimía.

Por otra parte, estaba Quíone. Jo, aquella chica era muy guapa. Sabía que me había portado como un tonto de remate, pero no había podido evitarlo.

Encargué al servicio de lavandería en una hora que me limpiaran la ropa, lo cual me había venido de perlas, todo sea dicho. Me peiné, cosa que nunca resultaba fácil, e incluso descubrí que podía conseguir caramelos de menta, todo con la esperanza de poder acercarme a ella.

Naturalmente, no tuve esa suerte esa suerte.

Siempre acababa excluido. La historia de mi vida. Por mis familiares, los hogares de acogida, todo. Incluso en la Escuela del Monte, pasé las últimas semanas sintiéndome como si estuviera aguantando la vela mientras Jason y Piper, mis únicos amigos, se convertían en pareja. Me alegraba por ellos y todo eso, pero aun así me hacía sentir como si ya no me necesitaran. 

Cuando supe que toda la estancia de Jason en la escuela había sido una ilusión, una especie de lapso de la memoria, en el fondo, me entusiasmé. Era una oportunidad de volver a empezar. 

Ahora Jason y Piper estaban convirtiéndose otra vez en pareja, pero era como si no supieran cómo avanzar sin las memorias de Jason. 

Y Darlene era una Mujer Maravilla en tacones que podría partirte el cuello si la molestabas demasiado. Hermosa, peligrosa e inaccesible. Era lógico que el único ser sobre la tierra digno de una chica así, fuera un dios. 

Y luego estaba yo. ¿Qué esperaba? Había acabado siendo otra vez el raro.

Quíone solo me había dejado de lado un poco más rápido que la mayoría.

—Basta, Valdez —me reprendí a mí mismo—. Nadie va a tocar violines por ti solo porque no seas importante. Arregla este estúpido dragón.

Me quedé tan absorto en el trabajo que no supe cuánto tiempo había pasado cuando escuché la voz.

«Te equivocas, Leo».

Tomé con torpeza el cepillo y se me cayó en la cabeza del dragón. Me levanté, pero no podía ver quién había hablado. 

Entonces miré al suelo. La nieve y los residuos químicos de los retretes, incluso el propio asfalto, se estaban moviendo como si se estuvieran convirtiendo en líquido. En una zona de unos tres metros de ancho, se formaron unos ojos, una nariz y una boca: la gigantesca cara de una mujer durmiente.

No hablaba exactamente. Sus labios no se movían. Pero podía oír su voz en la mente, como si las vibraciones atravesaran el suelo, entrando directo por mis pies y resonando en mi esqueleto.

«Te necesitan desesperadamente. En algunos aspectos, tú eres el más importante de los nueve, como el disco del cerebro del dragón. Sin ti, el poder de los otros no significa nada. Ellos nunca me alcanzarán ni me detendrán. Y me despertaré del todo».

—Tú. —Temblaba tanto que no estaba seguro de haber hablado en voz alta. No había oído esa voz desde que tenía ocho años, pero era ella: la Mujer de Tierra del taller de máquinas—. Tú mataste a mi madre.

La cara se movió. La boca formó una sonrisa soñolienta, como si estuviera teniendo un sueño agradable.

«Pero yo también soy tu madre, Leo: la Primera Madre. No te opongas a mí. Márchate ahora. Deja que mi hijo Porfirio se alce y se convierta en rey, aligeraré tu carga. Caminarás sin problemas por la Tierra» .

Tomé el objeto que encontré más cerca, el asiento de un retrete portátil, y se lo lancé a la cara.

—¡Déjame en paz!

El asiento del inodoro se hundió en la tierra líquida. La nieve y el fango formaron ondas, y la cara se disolvió.

Me quedé mirando el suelo, esperando a que la cara volviera a aparecer, pero no fue así. Quería creer que me lo había imaginado.

Entonces escuché un estruendo procedente de la fábrica, como si dos volquetes se hubieran chocado. Un metal se abolló y chirrió, y el ruido resonó por el patio. Inmediatamente, supe que Jason, Piper y Dari estaban en apuros.

«Márchate ahora», me había incitado la voz.

—Ni de puta broma —gruñí—. Dame el martillo más grande que tengas.

Metí la mano en el cinturón y saqué una masa de un kilo con una cabeza de doble cara del tamaño de una patata cocida.

A continuación salté del lomo del dragón y eché a correr hacia el almacén.

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Me detuve ante las puertas e intenté controlar la respiración. La voz de la Mujer de Tierra me seguía resonando en los oídos, recordándome la muerte de mi madre. Lo último que deseaba era meterme en otro almacén oscuro.

De repente sentí que tenía otra vez ocho años, solo e indefenso mientras alguien que me importaba estaba atrapado y en apuros.

«Basta. Así es como quiere que te sientas».

Pero eso no me hizo sentir menos asustado. Respiró hondo y me asomé dentro. Nada parecía haber cambiado. La grisácea luz matutina se filtraba por el agujero del tejado. Unas cuantas bombillas parpadeaban, pero la mayor parte del suelo de la fábrica seguía entre tinieblas.

Distinguí la pasarela en lo alto, las siluetas tenues de la maquinaria pesada a lo largo de la cadena de montaje, pero ningún movimiento. Ni rastro de mis amigos.

Estuve a punto de gritar, pero algo hizo que me detuviera: una sensación que no podía identificar. Entonces me di cuenta de que era un olor. Algo olía mal, como aceite para motores ardiendo y aliento agrio.

Algo que no era humano estaba dentro de la fábrica. Estaba seguro. Mi cuerpo se puso en tensión, con todos los nervios vibrando.

En algún lugar de la planta baja de la fábrica, Piper gritó:

—¡Socorro, Leo!

Pero me mordí la lengua. ¿Cómo podía haber bajado de la pasarela con el tobillo roto?

Entré sigilosamente y me escondí detrás de un contenedor de carga. Poco a poco, aferrando el martillo, me dirigí al centro de la sala ocultándome detrás de cajas y del chasis de camiones huecos. Llegué a la cadena de montaje. Me agaché detrás de la máquina que tenía más cerca: una grúa con un brazo robótico.

La voz de Piper volvió a gritar:

—¿Leo?

Esta vez menos segura, pero muy próxima. Eché una ojeada alrededor de la maquinaria. Colgando justo encima de la cadena de montaje, suspendido por una cadena de una grúa en el otro lado, había un enorme motor de camión pendiendo a diez metros de altura, como si se hubiera quedado allí cuando la fábrica fue abandonada. Debajo de él, en la cinta transportadora, había un chasis de camión y, apiñadas en torno a él, tres sombras oscuras del tamaño de carretillas elevadoras.

Cerca de allí, colgando de cadenas en otros dos brazos robóticos, había tres formas más pequeñas: tal vez más motores, pero uno de ellos giraba como si estuviera vivo.

Entonces una de las siluetas de las carretillas se levantó, y me di cuenta de que era un humanoide de enorme tamaño.

—Te dije que no era nada —rugió aquella cosa.

Su voz era demasiado profunda y salvaje para ser humana.

Uno de los otros bultos del tamaño de carretillas elevadoras se movió y gritó con la voz de Piper:

—¡Ayúdame, Leo...! ¡Ayúdame...!

Entonces la voz varió y se convirtió en un gruñido masculino.

—Bah, ahí fuera no hay nadie. Ningún semidiós podría estar tan callado.

El primer monstruo se rió entre dientes.

—Probablemente huyó si sabe lo que le conviene. O la chica mentía con respecto al cuarto semidiós. Vamos a cocinar.

Un ruido seco. Una intensa luz anaranjada se encendió crepitando, una bengala de emergencia, y quedé momentáneamente cegado. Me agaché  detrás de la grúa hasta que se me aclaró la vista. Entonces eché otra ojeada y vi una escena de pesadilla que ni siquiera la tía Callida podría haber soñado.

Las otras tres cosas que se balanceaban de los brazos de unas grúas no eran motores. Eran Jason, Darlene y Piper. Los tres colgaban boca abajo, atados por los tobillos y envueltos en cadenas hasta el cuello. Piper se agitaba, intentando liberarse. Estaba amordazada, pero por lo menos estaba viva. Jason no tenía tan buen aspecto. Colgaba sin fuerzas, con los ojos en blanco. Sobre la ceja izquierda tenía un verdugón rojo del tamaño de una manzana. Y a Darlene debían haberla golpeado de nuevo en la cabeza, porque la herida que antes había dejado de sangrar, estaba otra vez abierta y bastante fea.

En la cinta transportadora, la plataforma de carga de la camioneta sin acabar estaba siendo utilizada como foso de una hoguera. La bengala de emergencia había encendido una mezcla de neumáticos y madera que, por el olor que desprendía, había sido mojada con queroseno. Una gran barra metálica se hallaba suspendida sobre las llamas: un asador, lo que significaba que era una lumbre para cocinar.

Pero lo más aterrador eran los cocineros.

Motores Monocle: el logotipo del ojo rojo. ¿Cómo no me había dado cuenta antes?

Tres enormes humanoides se encontraban reunidos alrededor del fuego. Dos estaban de pie, atizando las llamas. El más grande estaba agachado dándome la espalda. Los dos que se hallaban de cara a mí debían de medir tres metros cada uno, tenían el cuerpo peludo y musculoso, y una piel que emitía un brillo rojizo a la luz del fuego. Cada uno de ellos tenía una cara ruda con un solo ojo en el centro de la frente. 

Los cocineros eran cíclopes.

Me empezaron a temblar las piernas. Hasta el momento había visto cosas raras: espíritus de la tormenta, dioses alados y un dragón metálico al que le gustaba la salsa tabasco. Pero aquello era distinto. Aquellos eran monstruos de carne y hueso de tres metros de estatura que querían comerse a mis amigos para cenar.

Estaba tan aterrado que apenas podía pensar. Si tuviera a Festo... En esas circunstancias no le habría venido mal un  tanque de casi veinte metros de largo capaz de escupir fuego. Pero lo único que tenía era un cinturón portaherramientas y una mochila. 

Mi maza de un kilo parecía terriblemente pequeña comparada con los cíclopes.

A eso se refería la Mujer de Tierra. Quería que me marchara y dejara morir a mis amigos.

Eso me convenció. De ninguna manera iba a dejar que aquella mujer me hiciera sentir impotente... Nunca jamás. Me quité la mochila y empecé a abrir la cremallera sin hacer ruido.

El cíclope del taparrabos de cota de malla se acercó a Piper, que se retorció e intentó golpearle con la cabeza en el ojo.

—¿Puedo quitarle ya la mordaza? Me gusta cuando gritan.

Ella no gritó cuando se la quitaron. Respiró de forma temblorosa, como si estuviera intentando calmarse.

Mientras tanto, encontré lo que buscaba en la mochila: un montón de pequeños mandos a distancia que había tomado del búnker 9. Al menos, eso esperaba que fueran. El cuadro de mantenimiento de la grúa robótica era fácil de encontrar. 

—¡Grita, muchacha! ¡Me gustan los gritos graciosos!

Cuando Piper habló por fin, lo hizo en un tono sereno y razonable, como si estuviera corrigiendo a una mascota traviesa.

—Señor Cíclope, usted no quiere matarnos. Sería mucho mejor que nos dejara marchar.

El cíclope se rascó su fea cabeza. Se volvió hacia su amigo de la toga de fibra de vidrio.

—Es bastante guapa, Torque. A lo mejor debería dejarla marchar. 

Torque, el de la toga, gruñó.

—Yo la vi primero, Sump. ¡Yo la dejaré marchar!

Sump y Torque empezaron a discutir, pero el tercer cíclope se levantó y gritó:

—¡Idiotas!

Por poco se me cayó el destornillador.

El tercer cíclope era hembra. Medía varios centímetros más que Torque o Sump, e incluso era más fornida. La señora cíclope se acercó a Sump con paso airado, lo apartó de un empujón y lo arrojó sobre la cinta transportadora. Torque retrocedió rápidamente.

—La chica es hija de Venus —gruñó la señora cíclope—. Está utilizando el embrujahabla contigo.

—Por favor, señora... —comenzó a decir Piper.

—¡Grrr! —La señora cíclope agarró a Piper de la cintura—. ¡No intentes engatusarme, muchacha! ¡Soy Ma Gasket! ¡Me he comido a héroes más fuertes que tú para almorzar!

Temía que Piper acabara estrujada, pero Ma Gasket la soltó y la dejó colgando de la cadena. A continuación se puso a gritar a Sump lo estúpido que era.

Trabajé frenéticamente. Torcí cables y activé interruptores, sin apenas pensar en lo que estaba haciendo. Acabé de conectar el mando a distancia. Acto seguido me acerqué al brazo robótico más próximo mientras los cíclopes hablaban.

—¿... comernos la última, Ma? —estaba diciendo Sump.

—¡Idiota! —chilló Ma Gasket, y caí en la cuenta de que Sump y Torque debían de ser sus hijos. De ser así, sin duda la fealdad les venía de familia—. Debería haberlos echado a la calle cuando eran unas criaturas, como a los hijos de los cíclopes de verdad. ¡Maldigo mi corazón blando por haberme quedado con ustedes!

—¿Corazón blando? —murmuró Torque.

—¿Qué has dicho, ingrato?

—Nada, Ma. He dicho que tienes un corazón blando. Trabajamos para ti, te damos de comer, te limamos las uñas de los pies…

—¡Y deberían estar agradecidos! —rugió Ma Gasket—. ¡Y ahora atiza el fuego, Torque! Y tú, Sump, idiota, el bote de salsa está en el otro almacén. ¡No esperarás que me coma a estos semidioses sin salsa!

—Sí, Ma —dijo Sump—. Quiero decir, no, Ma. Quiero decir…

—¡Ve a buscarlo!

Ma Gasket tomó el chasis de un vehículo que había cerca y se lo estampó a Sump en la cabeza. El cíclope cayó de rodillas. Estaba seguro de que un golpe como ese lo mataría, pero al parecer Sump recibía golpes de ese tipo a menudo. Consiguió quitarse el chasis de la cabeza, se levantó tambaleándose y corrió a por la salsa.

—Vaya…señora se gana el premio a la madre del año —masculló una voz débilmente.

Miré por encima de mi hombro para ver a mis amigos, y sentí un alivio inmenso al ver que Darlene se había despertado. Su rostro estaba ensangrentado y sus ojos parecían perdidos, pero al menos estaba consciente.

—Cállate, niña —gruñó Ma Gasket—. Soy la mejor madre, otras se habrían deshecho de ellos.

—Quedarse con los hijos no siempre es sinónimo de amor, si ibas a tratarlos así, mejor que los dejaras ir.

—¡Silencio!

—Ésta huele a Cupido —dijo Torque—. Y también mucho a Febo. 

—¿Quién es Febo? —preguntó Piper.

—Hasta donde sé, es otro nombre de Apolo —respondió Dari—…tiene muchos.

—¡Basta! Torque ve a traer manzanas, eso las callará y les dará un buen sabor.

—Gracias, también tengo hambre —dijo Darlene.

—Sí, ma.

«Ahora es el momento. Mientras están separados» .

Terminé de conectar los cables de la segunda máquina y me dirigí a la tercera. Los cíclopes no me vieron moverme a toda prisa entre los brazos robóticos, pero las chicas sí. La expresión de Piper pasó del terror a la incredulidad, y dejó escapar un grito ahogado.

Ma Gasket se volvió hacia ella.

—¿Qué pasa, muchacha? ¿Eres tan frágil que te he roto? 

Por suerte, las dos pensaron rápido. Así que apartaron la vista de mí y Piper dijo:

—Creo que son las costillas, señora. Si me he roto por dentro, tendré un sabor terrible.

Ma Gasket se puso a rugir de la risa.

—Muy buena. El último héroe que nos comimos...Era hijo de Mercurio. Intentó usar una treta parecida. Dijo que se estaba medicando. ¡Pero sabía muy bien! Sabía a carne de cordero. Camiseta morada y hablaba latín. Un poco fibroso, pero bastante delicioso. 

Me paralicé en el cuadro de mantenimiento. Por lo visto Darlene pensó lo mismo que yo, porque preguntó:

—¿Camiseta morada? ¿Latín?

—Estaba sabroso —dijo Ma Gasket afectuosamente—. ¡No somos tan tontos como la gente cree, muchacha! Los cíclopes del norte no nos tragamos esos estúpidos trucos y acertijos.

Me obligué a volver al trabajo, pero los pensamientos se agolpaban en mi cabeza. Un chico que hablaba latín había sido atrapado allí... ¿con una camiseta morada como la de Jason? No sabía lo que eso significaba, pero tenía que dejar las preguntas a las chicas. Si quería tener una oportunidad de derrotar a esos monstruos, tenía que actuar rápido antes de que Sump y Torque volvieran con la salsa y las manzanas.

Alcé la vista al bloque del motor colgado justo encima del campamento de los cíclopes. Ojalá hubiera podido usarlo: habría sido un arma estupenda. Pero la grúa que lo sostenía estaba al otro lado de la cinta transportadora. No había forma de que llegara allí sin que me vieran y, además, se me estaba acabando el tiempo.

La última parte del plan era la más difícil. Saqué unos cables, un adaptador de radio y un destornillador más pequeño del cinturón y empezó a construir un mando a distancia universal. Por primera vez, di las gracias en silencio a mi padre, Hefesto, por el cinturón mágico. 

«Sácame de esta y tal vez ya no me parezcas tan idiota».

Piper siguió hablando en tono elogioso.

—¡Oh, he oído hablar de los cíclopes del norte! —Me imaginé que era mentira, pero sonaba convincente—. ¡No sabía que eran tan grandes y tan listos!

—Los halagos tampoco te van a servir —dijo Ma Gasket, aunque parecía complacida—. Es verdad. Vas a ser el desayuno de los mejores cíclopes de la zona.

—Aquí están las manzanas, Ma.

Torque volvió trayendo una cesta repleta y la dejó en el suelo.

—Pero ¿los cíclopes no son buenos? —preguntó Piper—. Creía que hacían armas para los dioses.

—Yo soy muy buena. Soy buena comiendo gente. Soy buena dando mamporros. Y, sí, soy buena construyendo cosas, pero no para los dioses. Nuestros primos, los cíclopes mayores, sí que lo hacen. Se creen muy superiores porque son unos cuantos miles de años mayores. Luego están nuestros primos del sur, que viven en islas cuidando ovejas. ¡Imbéciles!

—Conocí uno de esos hace unos años —dijo Darlene—. Casi me caso con él. 

—¿Qué tu qué…?

Piper parecía igual de perturbada que yo.

—Iba a ser una boda muy bonita, al atardecer, con sátiro asado con salsa de mango en el banquete —siguió ella—, pero el novio ni siquiera quería hacerse un corte de pelo para lucir bien en el altar. Así que lo dejé, me merecía algo mejor que tan grande imbécil.

—Es verdad que sería una bonita novia —comentó Torque.

—Cállate —le gritó su madre y luego miró a Darlene—. Hiciste bien, niña. Son solo pastores de ovejas, no ganan nada y pasan hambre todo el tiempo. ¡Pero nosotros, los cíclopes hiperbóreos, el clan del norte, somos los mejores! Fundamos Motores Monocle en esta vieja fábrica: ¡las mejores armas, las mejores armaduras, las mejores cuadrigas, los mejores todoterrenos de bajo consumo! Y sin embargo, nada. Tuvimos que cerrar. Despedimos a la mayoría de nuestra tribu. La guerra acabó muy pronto. Los titanes perdieron. ¡Malas noticias! Ya no hacían falta las armas de los cíclopes.

—Oh, no —dijo Piper en tono compasivo—. Seguro que fabricaban armas increíbles.

Torque sonrió.

—¡El martillo de guerra chillón!

Tomó un gran palo con una caja metálica que parecía un acordeón en la punta. Lo estampó contra el suelo y el cemento se agrietó, pero también se oyó un sonido como si alguien hubiera pisado el patito de goma más grande del mundo.

—Impresionante —dijo Dari.

Torque parecía complacido.

—No es tan bueno como el hacha explosiva, pero este se puede usar más de una vez.

—¿Podemos verlo? —preguntó Piper.

—Si pudieras soltarnos las manos…

Torque avanzó con entusiasmo, pero Ma Gasket dijo:

—¡Estúpido! Te están engañando otra vez. ¡Basta de charla! Agarra al chico primero antes de que se muera. Me gusta la carne fresca.

«¡No! —Mis dedos se movían a toda velocidad conectando los cables del mando a distancia—. ¡Solo unos minutos más!»

—Espere —dijo Darlene, tratando de llamar la atención del cíclope—. Oiga, ¿puedo preguntarle...?

Los cables echaron chispas en mi mano. Los cíclopes se quedaron paralizados y se volvieron en dirección a mí. Entonces Torque tomó una camioneta y me la lanzó.

Rodé por el suelo mientras la camioneta arrollaba las máquinas. Si hubiera sido medio segundo más lento, habría acabado hecho pedazos.

Me levanté, y Ma Gasket me vio.

—¡Torque, pedazo de inútil, ve a por él! —chilló.

Torque echó a correr hacia mí. Accioné la palanca del mando a distancia. Torque estaba a quince metros. A seis metros.

Entonces el primer brazo robótico se encendió con un zumbido. Una garra metálica amarilla de tres toneladas golpeó al cíclope en la espalda tan fuerte que el monstruo cayó de bruces. Antes de que Torque pudiera recuperarse, la mano robótica lo agarró por una pierna y lo levantó.

—¡AHHHHHH!

Torque salió volando en la penumbra. El techo estaba demasiado oscuro y demasiado alto para ver lo que había pasado exactamente, pero, a juzgar por el fuerte ruido metálico, me imaginé que el cíclope había chocado contra una de las vigas.

Torque no bajó. En cambio, cayó polvo amarillo al suelo. Torque se había desintegrado.

Ma Gasket se quedó mirándome conmocionada.

—Mi hijo... Tú... Tú…

En el momento justo, Sump apareció a la luz de la lumbre con un bote de salsa.

—Ma, he traído la superpicante…

No llegó a acabar la frase. Giré la palanca del mando a distancia, y el segundo brazo robótico asestó un porrazo a Sump en el pecho. El bote de salsa estalló como una piñata, y Sump salió volando hacia atrás y se estrelló justo contra la base de la tercera máquina. Puede que Sump fuera inmune a los golpes de chasis, pero no a los brazos robóticos que podían ejercer más de cuatro mil kilos de fuerza. El tercer brazo de grúa lo estampó contra el suelo con tanta fuerza que estalló en forma de polvo como un saco de harina roto.

Dos cíclopes menos. Estaba empezando a sentirme como el Comandante Cinturón Portaherramientas cuando Ma Gasket me clavó la mirada.

Agarró el brazo de la grúa que tenía más cerca y lo arrancó de su pedestal lanzando un rugido salvaje.

—¡Has lastimado a mis chicos! ¡Solo yo puedo lastimar a mis chicos!

Pulsé un botón, y los dos brazos que quedaban se pusieron en marcha. Ma Gasket tomó el primero y lo partió por la mitad. El segundo brazo la golpeó en la cabeza, pero eso solo pareció sacarla de quicio. Lo agarró por las abrazaderas, lo arrancó y lo blandió como si fuera un bate de béisbol. 

No le di a mis amigos por unos centímetros. A continuación, Ma Gasket lo soltó, haciéndolo girar hacia mí. Lancé un grito y me aparté rodando mientras el brazo de la grúa arrasaba la máquina que tenía al lado.

Empezaba a darme cuenta de que una madre cíclope furiosa no era algo a lo que me convenía enfrentarme con un mando a distancia universal y un destornillador. El futuro del Comandante Cinturón Portaherramientas no parecía muy prometedor.

La señora cíclope se encontraba ahora, a seis metros de distancia de él, junto a la lumbre. Tenía los puños cerrados y enseñaba los dientes. Estaba ridícula con su vestido de cota de malla y sus coletas grasientas, pero, considerando la mirada asesina de su enorme ojo rojo y el hecho de que medía más de tres metros y medio. No me hacía ninguna gracia.

—¿Te queda algún truco más, semidiós? —preguntó Ma Gasket.

Alcé la vista. Si me hubiera dado tiempo a preparar el bloque de motor colgado de la cadena... Si pudiera conseguir que Ma Gasket diera un paso adelante...la cadena...aquel eslabón...no debería haber podido verlo, sobre todo desde tan abajo, pero mis sentidos me decían que el eslabón padecía fatiga del metal.

—¡Ya lo creo que me quedan trucos! —Levanté el mando a distancia—. ¡Si das un paso más, te abrasaré con fuego!

—¡Leo, no! —gritó Darlene sacudiéndose con fuerza, parecía en verdad desesperada—. ¡Apártate de ahí!

No sabía de qué estaba hablando. 

Ma Gasket se echó a reír.

—Ah, ¿sí? Los cíclopes son inmunes al fuego, idiota. ¡Pero si quieres jugar con llamas, déjame echarte una mano! 

Tomó unas ascuas al rojo vivo con las manos y me las lanzó. Cayeron alrededor de mis pies.

—Has fallado —dije con incredulidad.

—¡Leo, sal de ahí! —volvió a gritar Darlene. 

Entonces Ma Gasket sonrió y tomó un tonel que había junto a la camioneta. Solo me dio el tiempo justo para leer la palabra escrita en un costado: QUEROSENO, antes de que Ma Gasket lo lanzara. El tonel se rompió en el suelo delante de mí y derramó combustible por todas partes.

Las ascuas echaban chispas. Cerré los ojos, y las chicas gritaron:

—¡No!

Una tormenta de fuego estalló a mi alrededor. Cuando abrí los ojos, estaba bañado en llamas que se arremolinaban en el aire a seis metros de altura.

Ma Gasket se puso a chillar de regocijo, pero no serví de combustible para el fuego. El queroseno se consumió y se apagó hasta que solo quedaron pequeñas manchas de fuego en el suelo.

Piper dejó escapar un grito ahogado.

—¿Leo?

Darlene estaba llorando, mirándome con alivio.

—Era eso…la maldición de Hefesto, no iba a morir —dijo entre sollozos.

Ma Gasket se quedó pasmada.

—¿Sigues vivo? —Entonces dio un paso adelante y se situó justo donde la quería—. ¿Qué eres?

—El hijo de Hefesto —contesté—. Y te he advertido de que te abrasaría con fuego.

Señalé al aire con un dedo e hice acopio de toda mi voluntad. Nunca había intentado hacer algo tan concentrado e intenso, pero lancé un rayo de llamas candentes a la cadena de la que colgaba el bloque de motor, apuntando al eslabón que parecía más débil.

Las llamas se apagaron. No pasó nada. Ma Gasket se echó a reír.

—Un intento de lo más impresionante, hijo de Hefesto. Hacía muchos siglos que no veía a un especialista en fuego. ¡Serás un sabroso aperitivo!

Cuando el eslabón se calentó hasta superar su límite de tolerancia, la cadena se partió, y el bloque de motor se cayó, mortal y silencioso.

—No lo creo.

A Ma Gasket ni siquiera le dio tiempo a levantar la vista.

¡Pum! Adiós al cíclope: solo quedó de ella un montón de polvo bajo un bloque de motor de cinco toneladas.

—Pero ¿no eras inmune a los motores, eh?. ¡Chúpate esa!

Entonces caí de rodillas; me zumbaba la cabeza. Al cabo de unos minutos, me di cuenta de que las chicas me estaban llamando.

—¡Leo! ¿Te encuentras bien?

—¿Puedes moverte?

Me levanté tambaleándome. Nunca había intentado provocar un fuego tan intenso, y el esfuerzo me había dejado totalmente agotado.

Tardé mucho rato en poder descolgar a Darlene de las cadenas. Casi se cae cuando tocó piso, pero alcancé a sujetarla. La herida había dejado de sangrar, aunque se veía muy mal, ella parecía bastante mareada, pero eso no le impidió abrazarme con fuerza.

—¡Gracias a los dioses! —exclamó llorando—. ¡Estás vivo!

—He…sí —Se sentía extraño que alguien se preocupara tanto por mí, nunca nadie había llorado por mí—. ¿Está es la típica vida de semidiós?

Ella se apartó, sorbiéndose la nariz y sollozando.

—Aún no has visto nada.

Luego bajamos juntos a Piper y Jason, que seguía inconsciente. Piper consiguió echarle unas gotas de néctar en la boca, y Jason gimió. El verdugón de la cabeza empezó a encoger, y recuperó un poco el color.

—Sí, tiene el cráneo duro —dije—. Se pondrá bien.

—Gracias al cielo —dijo Piper suspirando. A continuación me miró con algo que parecía miedo—. ¿Cómo has... el fuego... siempre has...?

—Siempre —Baje la vista—. Soy un peligro. Lo siento, debería habéroselos dicho antes, pero…

—No digas eso, Leo —dijo Dari—, por si no lo has notado. Todos tenemos lo nuestro, es parte del legado que nos dejaron los dioses. No eres peligroso, lo que hiciste fue… —Parecía no encontrar las palabras para expresarse—…nos salvaste. Lo hiciste estúpedo, Torch.

—¿Torch?

—Antorcha humana.

Me reí, nunca nadie me había puesto un apodo cool. 

—Estoy de acuerdo con Dari —dijo Piper dándome un puñetazo en el brazo, estaba sonriendo enormemente—. ¡Fue increíble! No lo sientas.

Estaba por decir algo ingenioso, pero al fijarme en algo que había junto al pie de Piper, la sensación de alivio se interrumpió.

Un polvo amarillo, los restos de uno de los cíclopes, tal vez de Torque, estaba moviéndose a través del suelo como si un viento invisible lo estuviera juntando de nuevo.

—Están recomponiéndose —dije—. Miren.

Piper se apartó del polvo.

—No es posible —dijo Darlene agáchandose a un lado y mirando el polvo—. Los monstruos se disipan cuando mueren. Vuelven al Tártaro y no pueden regresar durante mucho tiempo.

—Pues al polvo no se lo han dicho.

Observé como se acumulaba en un montón y luego se esparcía muy despacio, formando una silueta con brazos y piernas.

—Oh, no —Piper palideció—. Bóreas dijo algo sobre esto: que la tierra albergaba más horrores. “Cuando los monstruos ya no permanezcan en el Tártaro y las almas ya no estén encerradas en el Hades”. ¿Cuánto tiempo creen que tenemos?

Pensé en la cara que se había formado antes en el sueño: la cara de la mujer durmiente, sin duda un horror de la tierra.

El rostro de Darlene estaba serio, carente de cualquier emoción. Parecía que el fuego que había habido en la sala unos instantes antes se hubiera movido a sus ojos.

—No lo sé —respondió—. Pero tenemos que largarnos de aquí.

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