014.ᴛʜᴇʏ ʜᴀᴠᴇ ᴍᴇ ɪᴍᴘʀɪꜱᴏɴᴇᴅɪ ᴍɪꜱꜱ ᴍʏ ʟᴏᴠᴇꜱ ꜱᴏᴍᴇᴏɴᴇ ɪꜱ ɢᴏɪɴɢ ᴛᴏ ᴘᴀʏ
ᴍᴇ ᴛɪᴇɴᴇɴ ᴘʀᴇꜱᴏ.
ᴇxᴛʀᴀÑᴏ ᴀ ᴍɪ ᴀᴍᴏʀ.
ᴀʟɢᴜɪᴇɴ ᴠᴀ ᴀ ᴘᴀɢᴀʀ
(Lo siento, mortales)
APOLO
¿CUÁNTO TIEMPO MÁS PIENSA ENCERRARME AQUÍ?
Golpeé la pared dorada con el puño por tercera vez. Nada. Ni un rasguño. Ni un eco. Ni siquiera un dios puede romper las barreras que Zeus impone. Quisiera decir que entiendo, que soy razonable, que confío en su juicio.
Pero eso sería una mentira. Estoy furioso.
Apreté los puños hasta que las uñas se clavaron en mis palmas. Me tienen encerrado aquí como si fuera un simple mortal, un prisionero con vista a las nubes. Por orden de Zeus, claro.
—No interfieras —mascullé, imitando la voz de Zeus con un dejo de desprecio.
«¿Por qué sigues obedeciendo?».
Como si pudiera quedarme quieto mientras mi mujer está allá abajo, enfrentándose a una loca primordial vengativa y sus deformes hijos sin personalidad, monstruos y quién sabe qué más. Y no puedo verla. No puedo hablarle. No puedo protegerla. Le prometí que la protegería, que no dejaría que nada más le pasara.
¡Y encima me perdí nuestro primer aniversario!
Escuchar sus constantes rezos sin poder responderlos me estaba matando; que pensara que estaba perdiendo el interés, cuando todo lo que quería era besarla hasta perder el aliento.
Y cómo si faltara algo más para complicar todo, mi Oráculo va y le dice que tiene que cumplir una misión. No. Darlene no debía hacer más misiones. Su única misión era ser feliz conmigo.
Hijo del rayo, de la tierra guárdate.
La venganza de los gigantes a los nueve verá nacer.
La fragua y la paloma romperán la celda.
La favorita del sol alumbra la senda por el camino incierto.
Y la muerte se desatará con la ira de Hera.
Ella no debía tener ninguna senda. Solo debía ser feliz. Conmigo.
«Le dije que no aceptara más misiones».
Estaba tan molesto. No debería enojarme, ella no lo decidió.
«¿No?».
—¡Basta! —espeté al aire vacío, deambulando en mi habitación. Confinado como un adolescente castigado. Mi padre me acusaba a mí de poner su paciencia a prueba, pero él seguía irritando mi capacidad para aguantar todos sus desplantes.
Miré el escudo reflector de Hefesto TV. Mi amor viajando sobre ese bicho horrible. Ella estaba destinada a mi carro, no a un dragón de cuarta. ¿Y si se caía? Bien, tenía alas, pero para empezar ella no tenía por que estar expuesta a caerse.
Caminé alrededor de la habitación como una pantera enjaulada. Cada segundo que pasaba lejos de ella, cada segundo que la veía exponerse al peligro me sentía más y más furioso.
Golpeé la pared otra vez. Mis nudillos se enrojecieron, pero la barrera dorada ni se inmutó.
—¡Déjame salir! ¡No puedes hacerme esto!
Mi grito quedó suspendido en el aire, sin respuesta. Por supuesto. Como si a él le importara. Como si a alguno de ellos les importara.
Miré a mi amor. Bueno, seguía bien por ahora. Con ella, los tres semidioses que la acompañaban. ¿Cómo se llamaban? ¿Acaso importaba?
Si uno de ellos caía en la batalla, ¿qué más daba? Si todos caían, ¿qué más daba? Lo único que me importaba era ella. Mi más grande amor.
No me importaba si el mundo ardía. No me importaba si el Olimpo caía hecho cenizas. Si la guerra se cobraba miles de vidas. Si los titanes o los gigantes o cualquier otra maldita abominación despertaba y devoraba la tierra entera.
Solo la quería a ella. Aquí, conmigo.
Sana. Entera. A salvo.
Siendo adorada por mí, como debía ser.
Me llevé una mano al cabello, tirando de él con frustración. No podía hacer nada. No podía ir tras ella. No podía tomar su rostro entre mis manos y besarla hasta que olvidara todo lo demás.
Darlene tenía que vivir. No importaba el precio. Si tenía que sacrificar a cada héroe que la acompañaba, que así fuera. Si tenía que ponerme del lado de Gaia para asegurar su supervivencia, entonces no dudaría en traicionar a los Olímpicos. Ellos no habían hecho nada jamás por mí y ella había sido la luz en la oscuridad que se había vuelto mi existencia.
Mi lealtad estaba únicamente con ella.
Algo dentro de mí rugía con furia. Todo en mí gritaba su nombre.
—Cuidado, chicos. ¡Tenemos compañía!
Levanté la cabeza en cuanto las palabras de ese hijo de mi padre resonaron como un eco.
—Oh, genial —mascullé al reconocerlos.
Esos idiotas con alas de plumón y espadas dentadas. Quise atravesar la barrera y rebanarles la lengua. ¿Cómo se atrevían siquiera a mirarla?
Los dos energúmenos se pararon delante del dragón y permanecieron flotando con las espadas en ristre.
—No pasar.
—¿Cómo? —dijo el elfo.
—No tienen carta de vuelo registrada. Esto es un espacio aéreo restringido.
—¿Matar? —El primero lució su sonrisa mellada.
El dragón empezó a expulsar humo, preparándose para defenderse de ellos. Mi amor sacó tres flechas y apuntó con el arco.
Aquello me hizo sonreír. Si esos dos idiotas supieran a la máquina de matar qué tenían delante. Pobres ilusos.
—¡Esperen! Comportemonos, chicos ¿Puedo al menos saber quién va a tener el honor de matarme?
—¡Yo soy Cal! —gruñó el primero.
Parecía muy orgulloso de sí mismo, como si le hubiera costado mucho tiempo memorizar la frase.
—Es la forma breve de Calais —dijo el otro rodando los ojos—. Por desgracia, mi hermano no puede pronunciar palabras de más de dos sílabas…
—¡Pizza! ¡Hockey ! ¡Matar! —propuso Cal.
—... lo que incluye su nombre —concluyó su hermano.
—Yo soy Cal. ¡Y este es Zetes! ¡Mi tato!
Que desperdicio de aire consumido.
—Caramba. ¡Eso han sido casi tres frases, hombre! Así se hace.
Carl gruñó, visiblemente satisfecho consigo mismo.
—Estúpido bufón. Se están burlando de ti. Da igual. Yo soy Zetes, que es la forma breve de Zetes. Pero las señoritas... Pueden llamarme como quieran. Tal vez les apetezca cenar con un famoso semidiós antes de que los matemos.
¿Ese…acababa…de guiñarle un ojo a mi chica?
Darlene bajó su arco apenas un milímetro, su expresión transformándose en una sonrisa dulcemente letal. Oh, reconocía esa mirada. Era la misma que había visto antes de que disparara una flecha a través del corazón de un monstruo sin parpadear.
—No, gracias, prefiero arrancarme las pestañas una a una con una pinza.
Si no hubiera estado atrapado en esta ridícula celda, habría lanzado una flecha solar directo a la cara de ese cerdo en ese mismo instante. ¿Cómo se atrevía ese insignificante diosecillo a coquetear con ella?
—Ahh una chica difícil, me agradan de esas. No importa. —Zetes meneó las cejas.
Me incliné sobre el escudo. Su sonrisa no había cambiado ni un poco, pero su agarre en el arco sí. Apenas perceptible, pero yo la conocía. Lo suficiente como para saber que, en menos de cinco segundos, alguien iba a terminar en el suelo con una flecha en un lugar poco recomendable.
Y lo disfrutaría.
—Los Boréadas somos gente muy romántica.
—Un minuto, ¿son los hijos de Bóreas?
—¡Ah, así que has oído hablar de nosotros! —Zetes parecía complacido—. Somos los guardianes de nuestro padre. Como comprenderás, no podemos dejar que personas no autorizadas vuelen en este espacio montados en dragones inestables, asustando a los necios mortales. Y, lamentablemente, por ese motivo —dijo Zetes, apartándose el pelo de su cara cubierta de acné—, vamos a tener que darles una muerte dolorosa.
—¡Muerte! —convino Cal, con un poco más de entusiasmo del que me gustaría.
Dari se paró, y bajo la mirada asombrada de todos, se arrojó de espaldas hacia el vacío. Sus acompañantes soltaron un grito ahogado. Desplegó sus alas, dando un giro por debajo del dragón y volando de nuevo hacia arriba, deteniéndose delante de los dos ineptos.
—Soy hija de Eros.
Mi cuerpo se paralizó al escucharla. Nunca la había escuchado usar un tono de voz tan sensual como aquel. Apreté la mandíbula, furioso y atontado.
Era como una ola cálida de terciopelo que me recorría la piel, como el primer rayo del amanecer sobre una tierra congelada, derritiendo mi furia, mi angustia, mi desesperación.
—Céfiro trabaja para mi papá. No creo que sea mucha molestia si hablamos un rato con Bóreas, ¿verdad?
Y por un segundo, solo uno, me dejé llevar.
Imaginé que era a mí a quien estaba hablando con ese tono.
Que era a mí a quien sus ojos buscaban mientras desplegaba sus alas y flotaba ante ellos como una visión celestial.
Quise olvidarme del encierro, del dolor, del miedo. Quería estar allí, bajo su influjo, cayendo por ella una y otra vez. Quería complacerla, rendirme a sus pies.
Pero después llegó la rabia.
La cruda, hirviente, incontrolable furia. Apreté la mandíbula con fuerza, sintiendo que algo se rompía dentro de mí.
«Así se comporta cuando no estás».
—Cierra la boca —repliqué.
Ella no tenía por qué hacer esto. No tenía por qué seducir a esos mocosos con alas podridas. No tenía que usar su poder, el legado maldito de su linaje, para protegerse.
La primera vez que lo uso estaba orgulloso de ella, pero ahora, tener que verla usarlo de nuevo porque yo no pude mantenerla a salvo como quería, me enfurecía.
«¿Y qué esperabas? La dejaste sola. Tú la dejaste sola, Apolo».
La forma en que su tono bajó, cómo la musicalidad de su voz acarició el aire...
Era tan perfecta. Tan suya.
Y sin embargo, tan ajena cuando no era para mí.
El corazón me latía con fuerza, un tambor salvaje contra mi pecho. Cada nota de su voz se me clavaba como una aguja bajo las uñas.
Lo peor de todo, era ver las miradas sobre ella. Saber que la deseaban, que pensaban en robarse lo que estaban destinado únicamente para mí.
—Por favor, tenemos que ver a Bóreas, ¡es urgente!
La forma en que sus pestañas bajaron con delicadeza. Esa sonrisa traviesa que le curvó los labios. El modo en que sus caderas se balancearon ligeramente al flotar.
—¡No les hables así! —le grité, sabiendo que no podía oírme—. ¡No los mires así! ¡No uses esa voz con ellos! ¡Maldita sea, Darlene, no juegues con fuego!
Me odié en ese momento. Odié ser tan posesivo. Odié que ella tuviera que usar su poder para salir viva de algo en lo que yo debería estar, a su lado, derribando idiotas alados. Odié sentir celos mientras ella salvaba su vida. Pero más que nada, odié al cielo por no quebrarse bajo mis manos y dejarme ir con ella.
Por fin los dejaron entrar. Los Boréadas fueron directos a la punta del tejado a dos aguas y no redujeron la velocidad. Entonces una parte del tejado inclinado se abrió deslizándose y dejó a la vista una entrada lo bastante grande para el dragón. La parte superior y la inferior estaban bordeadas de carámbanos que parecían dientes puntiagudos.
Por dentro, el vestíbulo tenía unos techos abovedados de más de diez metros de altura, enormes ventanas con cortinas y exuberantes alfombras orientales. Al fondo de la estancia, una escalera subía a otro salón igual de grande, y más pasillos se desviaban a la izquierda y a la derecha. Pero el hielo daba un toque inquietante a la belleza de la sala.
Esto era ridículo. Una perdida total del tiempo. Me negaba a desperdiciar mi atención en ver al mocoso de Hefesto tratar de cerrar una maleta.
—Zetes, no hace falta la violencia, es un malentendido. Bajemos las espadas y hablemos.
Otro gruñido se me escapó en cuanto el baboseo ese respondió con un suspiro en soñador a la petición de mi novia.
—La chica es guapa, y obvio no puede evitar sentirse atraída por mi grandeza, pero por desgracia no puedo cortejarla en este momento.
Entonces Dari desenvainó a Resplandor. Había algo intenso, seductor y muy caliente en verla con mi espada.
—Si no se apartan, no dudaré en matarlos.
—Eso, preciosa —dije sonriendo—. Mátalos.
—No —insistió Jason—. Leo es hijo de Hefesto. No supone una amenaza. Piper es hija de Afrodita, Darlene ya les dijo, es hija de Eros, y no va a matar a nadie.
No presté atención a nada de lo que decían después de eso. No me interesaba. De todas maneras no podía concentrarme, no con esas voces...
«¿Y si no regresa? ¿Y si muere porque no estuviste ahí? No habrá una segunda oportunidad. ¿Podrías vivir contigo mismo si muere otra vez?».
—No... —susurré, la garganta cerrada.
«Entonces rompe el Olimpo, Apolo. Hazlo arder si es necesario. Pero no dejes que muera sola».
—Cállate —Apreté las manos contra mi cabeza. No quería escuchar. Todo iba a salir bien. Ella volvería a salvo.
«Vas a perderla. Y será solo tu culpa».
Las manos me temblaban, cerradas en puños tan apretados que sentí cómo las uñas rompían la piel. Sangre dorada, espesa y ardiente, goteaba por mis nudillos. Y ni siquiera eso logró aliviarme.
—Mi padre no es un hombre paciente —le advirtió Zetes— y, lamentablemente, la bonita Piper está perdiendo su peinado mágico muy deprisa. Tal vez luego pueda prestarle algo de mi amplio surtido de productos para el pelo.
—Gracias.
—Su única suerte sigue siendo la hermosa Darlene.
—Tengo novio, imbécil.
—Sí, eso acabo de oír, pero creo que un novio sol no es tan bueno, quizá te guste más un novio de nieve.
Sentí que me ardía la sangre. Esa frase. Esa maldita frase resonaba como un martillazo dentro de mi pecho. Me hervían las venas. Golpeé el muro con tal fuerza que el sonido retumbó como un trueno apagado. Estaba respirando mal. No por falta de aire, sino por exceso de ira. La magia a mi alrededor vibraba, crepitando con calor contenido, como un sol a punto de estallar. No podía soportarlo más. Iba a romper algo. O a alguien.
La puerta se abrió con un chirrido irritante. No se molestaron en golpear.
—¿Te estás volviendo loco o solo estás practicando para una obra de teatro? Porque si es lo segundo, te falta trabajo en el guion —bufó, apoyándose contra el marco con esa actitud descarada que siempre tenía. Pero había algo más. Algo en su mirada. Irritación.
Mi mirada se encontró con la suya.
—Lárgate, Hermes.
—No hasta que me prometas que vas a comportarte. —Dio otro mordisco—. Esto ya está dando pena ajena. Y papá dice que tu berrinche está empezando a…
No lo dejé terminar.
No pensé.
Solo lo empujé con toda la fuerza que tenía contenida. Su cuerpo liviano chocó contra la pared del pasillo con un golpe seco y rodó por el suelo como un saco de plumas.
—¡¿Qué?! ¡Apolo!
No iba a quedarme ni un segundo más viendo cómo mi mujer se veía obligada a tener que coquetear con otros para sobrevivir. No. Iba a sacarla de ahí. Ella era mía.
Y no la iba a compartir con nadie.
Me lancé por el pasillo a todpa velocidad, podía sentir cómo el mármol se quebrantos bajo mis pies.
—¡Artemisa, Ares! —gritó Hermes detrás de mí—. ¡Se está escapando!
Mi corazón latía como un tambor de guerra, la furia me nublaba la vista. No escuchaba nada, solo el eco de esa voz.
«Está asustada, se siente amenazada y tú no la estás protegiendo. Te dejaste controlar por Zeus y la abandonaste. Buscará a cualquier otro que pueda darle la seguridad que no le estás dando».
—¡Cállate! —rugí.
Una sombra se cruzó frente a mí y casi la atravieso por pura inercia.
—¡¿Estás loco?! —gritó Artemisa, bloqueando el pasillo con su cuerpo—. ¡Detente, Apolo!
—No te metas —dije con voz ronca, los ojos fijos en ella. Pero era mi hermana. No podía empujarla. No podía hacerle daño.
—¡Entonces compórtate! —gritó, extendiendo un brazo para detenerme.
Otro golpe de calor estalló a mi alrededor cuando Ares apareció por la izquierda, con la frente fruncida y una sonrisa que no era de burla, sino de desafío.
—Al fin algo interesante —gruñó. Me lanzó un puñetazo al hombro, no para lastimarme, sino para empujarme hacia atrás.
Lo esquivé. Ni lo pensé. Me impulsé con el pie y lo choqué con el cuerpo entero, haciendolo retroceder unos metros por el pasillo.
—¡No lo hagas más difícil, Apolo! —dijo Artemisa agarrándome de las muñecas.—. ¡No puedes salir así!
Hermes saltó sobre mi espalda, sujetándome por el cuello.
—¡Zeus te va a destrozar si cruzas esa puerta!
Ares me sujetó por el torso. Tres contra uno y aun así les costaba retenerte. Me debatí con una fuerza que no sabía que tenía. El calor salía de mi cuerpo en oleadas, como si mi piel estuviera hecha de lava.
Sentía los dedos de Artemisa temblar, escuchaba la respiración pesada de Ares mientras se aferraba a mí. Hermes aplicaba tanta fuerza que, de ser humano, me habria roto el cuello.
«Míralos. Tus hermanos. Tan rápidos para frenarte… tan lentos para defenderte».
—¡Déjenme ir! —bramé, las lágrimas empezando a quemarme los ojos—. ¡Voy a matarlo! ¡Voy a matarlo!
Artemisa se estremeció, pero no apartó la mirada. Su expresión era de dolor, de miedo.
—¡¿A quién!? ¡Apolo, estas actuando como un loco! ¡Para ya!
—¡Les dije que era mala idea darle el escudo!
—¡Es mía!
—¡No vas a acercarte a ella en este estado! —bramó Ares, ejerciendo tal fuerza que me empujó contra la pared, el golpe me arrancó el aire.
—¡Sueltenme! —volví a gritar, la piel ardiéndome, la magia vibrando como una amenaza apenas contenida.
«Y pensar que alguna vez creíste que podías confiar en ellos. Pobrecito. Mírate ahora. Humillado. Solo.”
Los ojos se me llenaron de fuego. Literal. No podía ver más que colores ardientes. Las voces de mis hermanos eran apenas un murmullo lejano, como si estuviera bajo el agua.
Empujé, forcejeé, y por un momento… por un momento los hice retroceder. Sentí cómo el poder me envolvía, la luz estallaba entre mis costillas, y los tres titubearon, intentando no soltarme.
Un trueno retumbó, no en el cielo, sino en el fondo de mi cráneo. El sonido fue tan absoluto, tan violento, que por un segundo pensé que era yo, que había estallado, que finalmente había perdido el control.
Pero no.
Era él.
—Basta. —Su voz no fue un grito, no fue un rugido. Fue un mandato. Sordo, grave, cansado. Como un relámpago que no necesitaba luz para dejarte ciego.
Mis rodillas se doblaron bajo el peso de su presencia, y la magia que me había envuelto se replegó de golpe, como si un viento helado hubiera sofocado mi fuego interno.
Hermes se soltó con un jadeo. Artemisa aflojó sus manos, temblando. Ares dio un paso atrás, los dientes apretados.
Yo me mantuve de pie, pero apenas. Mi respiración era un jadeo roto, el pecho subiendo y bajando con violencia. Lo vi.
Zeus.
Al fondo del pasillo. Despeinado, con el rostro surcado por sombras de malhumor y ojeras profundas. Sus ojos brillaban, más amenaza que luz. Se frotaba la sien con dos dedos, como si mi existencia le estuviera provocando migraña.
—¿Quieres explicarme qué demonios estás haciendo, Apolo?
No respondí.
No podía.
La furia seguía allí, palpitando bajo mi piel, pero estaba atrapada. Contenida por esa autoridad asfixiante que solo él tenía.
«Ahí lo tienes. Ni siquiera necesitas gritar. Ya estás derrotado con una palabra suya.»
—¡Tú no entiendes! —logré escupir, con la voz rasgada por el esfuerzo. Sentí mis puños cerrarse, las uñas hundiéndose en mis palmas—. ¡Darlene…!
Zeus me miró con la calma cruel de quien ha vivido demasiado como para sorprenderse por nada. Sus ojos se entrecerraron.
—Estoy cansado de tus arrebatos de mocoso malcriado. Esa niña solo te ha puesto peor.
—¡Ella es…!
—Eres mi hijo. Uno que está a una orden de ser encadenado al monte Etna si no se tranquiliza. Ahora.
Las palabras me atravesaron como cuchillas. Pero lo peor fue la mirada. Ese desprecio cansado. Ese hastío disfrazado de autoridad.
«Ahí está. El padre que ama a sus hijos… siempre que no le causen molestias. Qué fácil es para él recordarte quién manda, pero nunca quién debería protegerte.»
Sentí los dientes crujir de tan fuerte que apretaba la mandíbula.
—Tienes cinco segundos para calmarte, Apolo —continuó Zeus, con voz plana—. O te calmo yo.
Vislumbré el rayo en su mano. A Zeus jamás le había temblado el pulso para arrojarlo contra sus hijos. La sola sensación de recordar el dolor que eso provoca, me hizo estremecer.
«Míralo. ¿Ese es tu rey? ¿Ese es el que te hace arrodillarte cuando tu mundo se cae a pedazos?»
Quise gritarle que no me importaban sus amenazas, que iba a buscarla aunque el mismísimo Tártaro se abriera bajo mis pies. Pero no pude.
Porque lo vi levantar un dedo. Solo uno.
Y el mundo pareció inclinarse.
Mi piel se erizó. El calor que me envolvía antes se convirtió en hielo. Y una fuerza que no pude resistir me obligó a dar un paso atrás. Luego otro.
La mirada de Artemisa se clavó en mí, desesperada. Hermes y Ares bajaron la mirada al suelo. Los tres habíamos recibido antes el poder de su rayo. Sólo los varones de nuestra familia sabíamos el sufrimiento que dejaba atrás. Siempre contra nosotros. Jamás contra sus hijas.
—Así me gusta —dijo Zeus, bajando la mano lentamente—. Ahora vas a ir a tu habitación, y no vas a salir de ahí hasta que se te pase el arrebato.
Me quedé ahí. Inmóvil. Ardiendo por dentro. Quemándome en silencio.
Zeus se dio media vuelta, como si ya no valiera la pena mirarme, y su silueta se perdió entre sombras de nubes que no deberían estar bajo techo.
«Cobarde. Te humilló delante de todos. Y ellos lo dejaron. Porque nadie te va a salvar, Apolo. Nadie. Excepto tú mismo.»
Apreté los puños. No me importaba nada. Aunque tuviera que soportar esos rayos mil veces. Si Zeus pensaba que estaba haciendo un berrinche, le mostraría un verdadero berrinche.
Nadie la iba a alejar de mí.
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DARLENE
Bajé las escaleras con Resplandor en la mano.
Me dolía todo el cuerpo, pero no era tanto comparado con otros golpes que había recibido en mis años siendo semidiosa.
Sin duda, el golpe contra el árbol en mi tercer verano en el campamento se lleva el primer lugar. Literal me había roto todos los huesos del cuerpo. En segundo lugar, yo pondría el golpe que me dio Hiperión que me había roto las costillas.
¿Esto? No era nada en comparación.
El frío de la oscuridad era diferente al de la superficie; aquí se sentía espeso, muy húmedo y pesado. Bajé los últimos escalones apretandocon fuerza la espada, sintiendo su peso familiar y tranquilizador.
Su calor era reconfortante, me hacía sentir que no estaba sola, que Apolo estaba conmigo.
Trataba de volver mis pasos más suaves contra el concreto, no quería delatar mi presencia más de lo que ya lo habíamos hecho. Me detuve un momento, escuchando cualquier detalle que me indicara la presencia de los monstruos que sabía que ahí había. Nada. Ni un ruido. Sólo mi respiración.
Me sentía mal por dejar a Piper, pero tenía que asegurarme que Jason y Leo también estuvieran bien. No debí dejar que se alejaran solos.
Mientras Piper hablaba, me había puesto a mirar todo a mi alrededor y mi vista se había centrado en el símbolo de Motores Monocle que había en la pared dónde habíamos caído: un ojo rojo.
Una vocecilla en mi cabeza no dejaba de incordiar, advirtiéndome del peligro.
Un ojo rojo.
Un ojo.
Uno.
Un ojo rojo brillando como un mal augurio.
Y ahora ese maldito logotipo estaba en todas partes. Era aquí.
Él… en mi visión, Leo moría aquí. En este lugar exacto.
Necesitaba encontrarlo, y a Jason. Y luego volver por Piper. Porque si salvaba a uno, otro moriría. Lo ideal era que fueran los ciclopes.
Una parte de mí se sentía mal al pensar en Tyson y no sentir ninguna compasión por la idea de matar a los de su especie. Pero hace tiempo aprendí que no me importaría nada más que salvar a mis compañeros.
Estos cíclopes no eran Tyson. Estos cíclopes no eran mis amigos. Ellos no dudarían ni un segundo en matarnos. Así que yo no tendría piedad de matarlos a ellos.
El eco de los pasos del cíclope me taladraba los oídos, pero no lo veía aún. Me movía entre maquinaria abandonada y cadenas oxidadas, deseando no encontrarlo, pero temiendo llegar demasiado tarde.
Lo peor de todo era que la capacidad de los cíclopes para imitar a la perfección las voces, les daba una enorme ventaja sobre nosotros. No podía confiar en mi oído. Dependía únicamente del instinto.
Leo había salido a buscar a Festo, así que quizá era el que estaba más seguro de los cuatro, pero no veía rastros de Jason por ningún lado.
«Esto esta tan mal».
Miré las escaleras, preguntándome si no era mejor regresar con Piper. Ella estaba herida, era la más vulnerable de nosotros. Me mordí los labios. Pero Leo era el que tenía la sentencia de muerte en su cabeza.
Negué que con la cabeza. Decisiones. Las odiaba. Me apresuré a salir del galpón para buscar a Leo y regresar con Piper pronto. Esperaba que Jason estuviera bien hasta entonces.
Casi estaba llegando a la puerta cuando hubo un fuerte estruendo que me detuvo.
El eco cesó. Traté de regular mi respiración cuando el corazón me empezó a latir como loco. Estábamos en peligro.
«Bum».
Otra vez. Más cerca.
—¿Jason? —gritó Piper desde arriba.
Cuando la viera, iba a golpearla. ¡¿Cómo se ponía en peligro, delatando su ubicación, así sin más!?
—Sí —dijo él desde la oscuridad—. Estoy subiendo.
Sin duda, era la voz de Jason. Pero no era Jason. Confiaba más en mi cuerpo reaccionado a la inminente señal de alarma. El vello se me erizó y las piernas me temblaban.
—Tranquila —aseguró la voz de Jason.
Probablemente ya lo habían atrapado. Vi la sombra gigante subiendo las escaleras. Piper iba a ser la siguiente.
Un crujir a mi derecha. Me giré rápido. No lo suficiente. Todo se volvió oscuro.
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