006.ᴍʏ ʙᴏʏꜰʀɪᴇɴᴅ, ᴛʜᴇ ᴄʀᴀᴢʏ ꜱᴀᴅɪꜱᴛ

ᴍɪ ɴᴏᴠɪᴏ, ᴇʟ ʟᴏᴄᴏ ꜱᴀᴅɪᴄᴏ

(A veces olvido con quién estoy)

LA COPIA DE MI PAPÁ SE DESAPARECIÓ SIN SER CAPAZ DE RESPONDERME.

¡Ja! Adivinen quién le cerró el hocico al dios del amor en su propio juego.

¡Ésta nena!

Me regresé al interior del palacio. Subí los escalones tarareando.

I'm, I'm stronger. Than I ever thought that I could be, baby.

Entré al pasillo principal. Había un pequeño clap clap de mis sandalias en el suelo de mármol. Di un salto y giré sobre mis pies.

—¡Señora Darlene! —Meleis apareció primero, con las mejillas encendidas por la carrera. Detrás, Arise intentaba alcanzarla con la respiración entrecortada.

Ambas estaban pálidas, temblando y con expresiones de completo horror. Me asusté de solo verlas.

—¡¿Qué pasó?!

—El señor… —empezó Meleis, sollozando—. El señor requiere su presencia. Ahora.

—¿Qué? —pregunté, incrédula.

Arise asintió rápido, como si temiera que yo me negara.

—En una habitación privada. No podemos hacerle esperar. 

Me agarraron cada una del brazo y me arrastraron hacia arriba, mis sandalias resbalando contra los escalones de mármol. El corazón me latía con un ritmo irregular.

—¡¿Chicas, qué pasa?! 

—No pregunte, señora —susurró Arise con un hilo de voz—. Solo… no lo contradiga.

Me empujaron hasta una puerta dorada, enorme, que no recordaba haber visto abierta nunca. Las chicas la abrieron con esfuerzo y me hicieron entrar. Un calor sofocante salió de la habitación, como si el aire mismo estuviera ardiendo. Se cerró de golpe tras de mí.

Apolo estaba de pie en el centro, las manos machacas de dorado y hechas puños, sosteniendo algo en su interior. 

Frente a él, las Musas estaban arrodilladas, con los rostros bañados en lágrimas, de sus bocas salía mucho icor, tanto que me revolvió el estómago. Una de ellas —Terpsícore, creo— extendía las manos hacia mí, como si yo pudiera salvarlas.

Había una enorme diferencia entre las tontas arrogantes que me habían molestado no hace ni una hora, y ahora…

Sus cabellos brillantes y túnicas vaporosas estaban desordenados, su piel marcada por un resplandor que quemaba sin dejar cicatriz. Cadenas de brillante diamantina, las sujetaban contra el suelo, subiendo igual que serpientes alrededor de su cuerpo, sobre todo, incrustadas en sus cuellos heridos. Cada movimiento de ellas provocaba un destello incandescente.

Apolo las veía en silencio, con la calma cruel de un verdugo. En sus ojos dorados no había compasión, solo un orgullo implacable, como si aquellas súplicas fuesen la melodía exacta que había deseado arrancar de sus gargantas.

Yo quería apartar la mirada. No podía.

—Ah, así estás, mi amor —dijo, sin mirarme del todo. Su voz era calma, pero cada sílaba resonaba como un martillazo.

Avancé un paso, aunque las piernas me temblaban.

—¡¿Qué…!? —No podía pensar ni siquiera en algo para decir. Era una escena horrible. 

Apolo sonrió apenas.

—Advertí lo que pasaría si volvían a faltarte al respeto. Ellas eligieron reírse de mi palabra. Ahora aprenden lo que significa desafiar a un dios.

Alzó la mano, y las cadenas resonaron como cuerdas tensadas. El resplandor creció hasta envolver los cuerpos temblorosos de las Musas, grabando en su piel un fulgor ardiente que las hacía parecer estatuas de fuego vivo.

—Apolo… —murmuré, mi voz quebrada por la incredulidad.

Él giró lentamente hacia mí, y en su mirada no encontré el brillo travieso de siempre, sino un vacío insondable.

—Aparecieron por aquí buscando a mi padre, quejándose de que las habías molestado. Lamentablemente para ellas, mi padre no está disponible —dijo con una calma escalofriante, como si estuviera explicando algo obvio.

Recordé. Apolo me dijo lo que les haría si no obedecían. 

—Las envié a Delfos, el centro de mi poder, cuando levante su castigo, espero   un buen comportamiento para contigo, sino…

—¿Sino?

—Sino —murmuró por lo bajo, su voz tan parecida al siseo de una serpiente—, arrancaré sus cuerdas vocales para que no puedan volver a emitir sonido alguno, sus ojos para que no puedan apreciar la belleza del mundo, quemaré sus oídos para que no puedan escuchar las melodías de la naturaleza y cortaré sus dedos para que no puedan volver a crear arte. Servirán de ejemplo hacia cualquiera que ose ofenderte.

Me estremecí. En aquel momento a una parte de mí me pareció tan excitante. Pero ahora, viéndolo pasar…

Calíope me miró. Ella, a diferencia de las otras, tenía el cuello completamente abierto. 

«Les arrancó las…».

Me tapé la boca para no vomitar. Era demasiado.

Apolo ladeó la cabeza, viéndome con cuidado. Las miró y abrió la boca como recién se diera cuenta del problema. Sus ojos se volvieron más suaves.

—Oh, mi amor, lo siento —murmuró acercándose a mí—. No hace falta que veas esto. ¿Por qué no vuelves a la habitación? Iré enseguida cuando acabe aquí. 

Las musas se retorcieron aterradas. 

—¡No! —grité agarrando del brazo—. ¡Basta! ¡Es suficiente!

Apolo inclinó la cabeza, casi con ternura.

—Amor, no hace falta que sientas compasión. Esto no es nada que no hubieran provocado ellas mismas. Ahora el mundo recordará que mi palabra no es un juego.

Un escalofrío me recorrió la espalda. El dios frente a mí era el mismo que me había amado con dulzura la noche anterior, pero ahora… se parecía demasiado a lo que Hera me había advertido.

No. 

Este es el Apolo de los antiguos mitos. 

El mismo que le arrancó la piel al sátiro Marsias.

El mismo que mató a siete de los hijos de Niobe por insultar a la señora Leto.

El mismo que había maldecido a Cassandra por rechazarlo.

El mismo que había pensado en matarme hace tres años. 

El espectáculo me revolvía por dentro, un nudo en el estómago que no era solo asco por la violencia, sino por darme cuenta que esa podría haber sido yo.

«Tuvo muchas oportunidades y…».

No lo hizo. ¿Tuvo siquiera la intención de hacerme daño o por más que se decía a sí mismo odiarme, se sentía incapaz de hacerme algo así?

Y aun así, a pesar del horror, no pude evitar un estremecimiento: la intensidad en sus ojos. Amor. Devoción. Locura. 

Ese amor era tan absoluto que incluso en esa crueldad hallaba ternura, una fuerza que protegía lo que amaba. Era enfermizo y fascinante a la vez.

«Este es el amor de un dios» pensé con el corazón latiendo a mil. «Esto es ser amada por un Olímpico».

¿Qué tan diferente era de los otros? ¿Qué tan diferente era de mí cuando quería proteger a los que amo?

Me temblaron las piernas, y quizá lo notó porque soltó lo que tenía en las manos y me sostuvo por la cintura. No quise mirar el suelo y ver lo que era.

La puerta se abrió de nuevo. No me fijé en quién entró, estaba hipnotizada por sus ojos. Él tampoco dejó de verme.

—¡¿Apolo, qué hiciste?!

Solo entonces apartó la vista. Frunció el entrecejo con aburrimiento.

—Missie, ahora no.

Un borrón pelirrojo pasó por mi lado. Parpadeé, atontada, y me giré hacia la voz. 

Artemisa estaba de rodillas revisando a las musas. Nos miró con furia en los ojos. Estaba algo demacrada, bolsas púrpuras bajo los ojos y sus manos temblaban. No sabía si de horror, de enojo o por la dualidad.

—¡¿Te volviste loco?! —gritó, poniéndose de pie—. ¡¿Qué te pasa?!

Sin soltarme, se encogió de hombros. 

—Yo avisé, les di una oportunidad y no quisieron escuchar.

—¡Pero no tenías que hacer algo así! —Estaba de verdad enojada. 

—Artemisa… —dijo él, como si hablara con una niña caprichosa—. No tienes por qué dramatizar. Son solo unas lecciones. Van a aprender a mostrar respeto a mi futura esposa.

—¡No se trata de respeto! —ella avanzó un paso, pero se detuvo en seco, como si el aire a su alrededor se hubiera vuelto peligroso—. Estoy de acuerdo que tienen que respetar tus ordenes y a tu pareja, pero esto… —Señaló a las diosas—. ¡Es demasiado!

Apolo soltó una carcajada seca, como si la furia de su hermana le pareciera infantil.

—¡No me vengas con sermones! —su voz tronó, aunque no llegó a gritar—. Tú también has hecho cosas peores. ¿Quieres que recuerde las aldeas enteras que borraste del mapa por haber osado cazar en tus bosques sagrados? ¿O los hombres que suplicaron clemencia y terminaste atravesando con tus flechas, solo porque osaron mirarte un segundo más de lo debido?

Artemisa palideció, pero no retrocedió. Se irguió con la cabeza en alto, aunque sus manos temblaban visiblemente.

—No te atrevas a compararme contigo —escupió, la voz cargada de veneno—. Sí, he castigado a mortales, a quienes me han ofendido o quebrantado mis leyes. Pero jamás, ¿me oyes? ¡JAMÁS he puesto mis manos contra otro dios!

La última palabra resonó como un trueno en la habitación.

Yo me quedé helada. El aire parecía más pesado, cargado de electricidad estática.

Apolo frunció el ceño, como si aquel argumento lo hubiera golpeado de verdad. Su sonrisa arrogante titubeó por un instante, pero se recompuso enseguida, dándome un apretón en la cintura como si buscara anclarse en mí.

—Ellas no son solo diosas, Artemisa. Son mis súbditas. Mis siervas. —Su voz era dura, pero había una nota defensiva que antes no estaba.

—¡Siguen siendo hijas de Zeus! —Artemisa dio un paso hacia él, desafiante, aunque noté el estremecimiento en sus rodillas—.  ¡¿Tienes idea de lo que papá hará cuando se entere?!

Apolo abrió la boca para replicar, pero ella continuó.

—Yo te conozco, hermano. Sé lo que haces… y sé hasta dónde puedes llegar. Pero ahora… —tragó saliva, sus ojos se humedecieron— ahora ni siquiera estás midiendo el precio.

Apolo ladeó la cabeza. Yo lo sentí tensarse a mi lado, su brazo más firme en mi cintura, como si temiera que me alejara.

—¿El precio? —repitió, sonriendo con un filo de ironía—. ¿Y cuál es el precio, hermana? ¿El precio de qué? ¿De defender a mi mujer?

—¡De provocar a Zeus! —escupió Artemisa, y por primera vez vi el miedo desnudo en su voz—. ¿Qué crees que hará cuando descubra que tomaste a las Musas, sus hijas, y las dejaste en este estado? ¡Se pondrá furioso!

Y me entró el pánico. No me había dado cuenta que eso podría pasar. Zeus no dejaría pasar algo así. Si lo viera, no perdonaría tal acto. 

La posibilidad de la ira del rey del Olimpo me hacía temblar por su seguridad, porque incluso Apolo, por poderoso que fuera, debía responder ante el orden divino. 

Pero él se rió por lo bajo, un sonido bajo y casi tierno que me erizó la piel.

—Padre… —susurró, casi como si saboreara la palabra—. Padre siempre tiene algo que decir. Pero dime, ¿acaso no nos enseñó él mismo que el poder es lo único que se respeta? ¿Acaso no aprendimos de su mano que la clemencia es sólo debilidad?

—¡No te atrevas a compararte con él! —Artemisa temblaba, esta vez sin intentar ocultarlo—. No eres Zeus. ¡Y no quiero que lo seas! —Su voz se quebró al volverse hacia mí—. Darlene, dícelo. Se ha excedido en sobremanera.

Sus manos se cerraron, contenidas, en mi ropa. 

—No, Dari —susurró él en mi oído, con esa voz que parecía veneno y caricia a la vez— No tienes que decir algo solo porque mi hermana te lo dice. No digas nada que no quieras decir.

Las cadenas seguían crepitando con un resplandor extraño. Las Musas lloraban, algunas inconscientes, otras llorando tan fuerte que me dolía verlas.

Me temblaron los labios. El corazón golpeaba tan fuerte que sentía que me iba a desgarrar.

Me acusaba a mí de ser imprudente, pero él también lo era. Se estaba exponiendo a algo que quizá no podría volver atrás. 

—Es…suficiente, Sunshine —murmuré, tragando saliva. Sentía los dedos helados—. Ya entendieron, ¿verdad?

Ellas asistieron desesperadas. Él frunció el ceño, inconforme con mi respuesta.

—Pero…

—Te desobedecieron y las castigaste —me apresuré a agregar, usando mi don para convencerlo—. Probaste que no deben desafiarte. Ahora prueba que también puedes mostrar clemencia.

Su mirada recorrió mi rostro, como si quisiera leer mis pensamientos, y por un instante, sentí que estaba dudando. El silencio pesaba más que cualquier palabra.

Finalmente, soltó un suspiro que parecía una mezcla de resignación y ternura. Las cadenas se aflojaron, retrocediendo hasta que sus cuerpos dejaron de estar atrapados en aquel resplandor abrasador. Algunas cayeron al suelo, tosiendo y con lágrimas en los ojos.

—Está bien —dijo. Tomó mi mano y me besó los nudillos—. Lo que desee mi amor. 

Desvió la vista hacia su hermana. Me giré y los ví a ambos. La manera en cómo se miraron. Era clarito que algo se estaba diciendo y a mí me estaban dejando fuera. Pero no lo mencioné.

Apolo se apartó, pero sin soltar mi mano. 

—Vamos, amor. Te llevaré de regreso a la habitación.

«¿Ahora vas a volver a encerrarme?».

Supongo que la pregunta estaba escrita en toda mi cara, porque suavizó sus ojos.

—Ya casi es hora de la cena —se justificó simplemente.

Artemisa solo negó con la cabeza, cansada, y salió de la habitación sin decir nada.

Miré a las musas. Habían desaparecido lo más rápido que pudieron. Imaginé que no volvería a ser un problema. Pero yo no podía apartar la vista de esas cadenas.

━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━

El sol apenas se filtraba entre las cortinas de hiedra.  Estaba sentada en un taburete bajo, mientras el peine deslizaba con delicadeza entre mis cabellos, y el roce suave de los dedos de Meleis me adormecía. Sentía cómo las manos de Arise y Keane ayudaban a sujetar y separar los mechones y llenarlos de flores de colores y perlas, trabajando en silencio, hasta que una de ellas habló.

Estaba cansada. Incluso estando en brazos de Apolo no había podido quitarme de la cabeza la imagen de las musas siendo torturadas. No era normal. 

O quizá, yo me había vuelto ciega de amor a los horrores que los Olímpicos estaban acostumbrados. Si lo pensaba, Apolo no había hecho nada que no hubiera hecho hace milenios. 

«Pero nunca contra otro dios» pensé recordando las palabras de Artemisa. 

Porque Zeus nunca aguantó sus ataques de ira, como cuando mató a los cíclopes y acabó castigado. 

—Durmió poco —observó Meleis en voz baja, como quien tantea terreno.

—¿Tanto se me nota? —Intenté sonar ligera, pero la voz salió ronca.

Arise soltó una risita breve, nada divertida.

—Cuando los dioses quitan el aliento, no se recupera en una noche.

Giré apenas la cabeza, sorprendida. Meleis me dio un golpecito suave en el hombro.

—Quietecita, que se deshacen las trenzas.

Keane, sin embargo, fue más directa.

—No fue la única.

Sentí un escalofrío correrme por la columna.

—¿Qué?

Arise bajó la voz hasta que casi era un susurro.

—Ayer… —murmuró Meleis, con un titubeo—. El señor castigó a un siervo por haber dejado enfriar el vino.

—No fue severo —se apresuró Arise, casi como una corrección automática—. Solo lo confinó en las bodegas. El error merecía una corrección, aunque pareciera pequeño.

Pero él era un dios y podía calentarlo sin siquiera pestañear. 

—Sí, pequeña equivocación, grande consecuencia —añadió Keane, bajando la voz—. Así nos enseña que nada debe pasarse por alto.

El peine se detuvo un instante, como si Meleis hubiese dudado en seguir.

—También la ninfa de las ánforas… fue obligada a permanecer toda la noche junto a la fuente de rodillas, sosteniendo el cántaro, porque dejó caer una gota fuera del vaso del señor.

Apreté las manos contra mi vestido, arrugando la tela. 

—Era una sola gota —intervino Arise, pero de inmediato rectificó—. Una sola gota que deshonraba el orden, dijo.

Me mordí la lengua. Sentía que debía preguntar algo, pero no estaba segura de si quería escuchar la respuesta. Las tres continuaban con sus movimientos, como si la conversación fuera parte de la rutina, y sin embargo, en cada palabra se respiraba una obediencia ciega, una certeza de que Apolo tenía razón aunque los castigos parecieran desproporcionados.

Keane, con su tono siempre dulce, concluyó:

—Es mejor así, señora. Su justicia no falla. Aunque a nuestros ojos las faltas parezcan pequeñas, a los de un dios son grandes como el cielo.

Sentí un escalofrío recorrerme la nuca. El peine se detuvo un instante y vi, reflejado en el bronce bruñido, los rostros inquietos de las tres. 

Podían hablar como si entendieran porque él actuaba así, pero yo había visto el pánico que habían tenido ayer, al llevarme a la habitación habían estado esperando que yo interfiera porque pensaban que lo que les hizo a las musas era demasiado. Y ahora veía el ligero temblor al hablar de él, y sentía el miedo crudo que desprendían.

Capitulo super corto la verdad pero no sabía que más agregar acá.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top