003.ᴛʜᴇ ᴅʀᴀᴍᴀ ᴏꜰ ʙᴇɪɴɢ ᴀ ᴅᴇᴍɪɢᴏᴅ

ᴇʟ ᴅʀᴀᴍᴀ ᴅᴇ ꜱᴇʀ ᴜɴ ꜱᴇᴍɪᴅɪᴏꜱ

(No hay reembolsos a tu antigua vida)

DARLENE

LLEVAMOS A PIPER HACIA LA ZONA DE LAS CABAÑAS PARA INSTALARLA CON LOS DE LA ONCE.

—La cabaña de Apolo —expliqué en cuanto pasamos por el prado central donde había un grupo de campistas jugando baloncesto. Por supuesto, ningún lanzamiento rebotaba en el aro, los triples entraban automáticamente.

Los miré a cada uno de ellos, había un infinito amor en mi corazón que ellos habían despertado sin querer. Aún cuando mirarlos me provocaba un dolor tan grande, como si aún sangrara por la pérdida de Michael, no podía verme lejos de ellos. Se habían vuelto una partecita de mi alma muy importante.

Lamentaba tanto haberlos apartado hace unos meses, no me había dado cuenta de lo mucho que los necesitaba.

—Una panda de presumidos con armas de proyectiles: flechas, balones de baloncesto... —dijo Annabeth con tono burlón—. Son los hijastros de Darlene.

Casi me tropecé y me di de lleno contra el piso. Me sonrojé levemente por el apelativo, que está bien, sí, osea...soy la novia de su padre, algún día seré su esposa y todo eso, pero...no es un tema que en sí hablemos porque a todos nos incomoda un poco.

—Annabeth...

—¿Qué? —dijo ella—. Es cierto.

—¿Sales con Apolo? —preguntó Piper asombrada. Le di una sonrisa, las únicas que me salían sinceras por completo eran las que tenían que ver con Apolo, y asentí—. ¿Eres hija de Eros, y sales con el dios Apolo?

—Irónico ¿no? —comentó Annabeth con tono divertido.

—Es una larga historia —murmuré—. Mi papá aún tiene esperanzas de que no dure. Más o menos. Al menos ya no interfiere en nuestras citas.

Bueno, tampoco es que hubiera mucho que interferir. Desde hacía un mes que no sabía nada de Apolo y cada día que seguía sin responder mis intentos por contactarlo, me sentía más y más al borde de un pozo.

Hace exactamente doce días que Apolo y yo habíamos cumplido un año de relación, había hecho en la clase de arte un precioso vitral tamaño foto de nosotros dos como regalo y le había preparado un delicioso pastel especial.

Me quedé todo el día esperándolo, pero nunca apareció.

Para entonces llevaba dos semanas y tres días sin saber nada de él. Quise creer que quizá estaba ocupado, tenía muchos trabajos y no siempre les prestaba atención, luego tenía muchos pendientes acumulados y tenía que irse por días para resolverlos y que Zeus no se enojara con él. Pensé que debía tratarse de esa situación, que debía estar tratando de dejar todo en orden para dedicarse completamente a mí en nuestro primer aniversario.

Pero nunca llegó. Y tuve que darle el pastel a los chicos de la siete. Y el vitral ahora acumulaba polvo en mi cabaña, a la espera de poder ser entregado a su dueño.

Y cada día que pasaba sin saber qué había pasado se habría más y más una grieta en mi pecho. Se sentía como un dolor repentino y localizado cerca de mi corazón y que a veces se extendía a mi brazo o al cuello.

Mis crisis de ansiedad habían regresado y me agarraban ataques en los peores momentos, pero trataba de disimular, no siempre funcionaba, aunque la mayoría de las veces me ocurría cuando estaba sola. Pero el dolor en el pecho estaba ahí todo el día, a veces era una sensación de ardor insoportable, otras era como recibir una descarga eléctrica con un toma corriente en mal estado, y otras era solo mi corazón yendo a mil por segundo hasta que me quedaba sin aliento.

No sabía que estaba pasando, Apolo nunca me hubiera dejado plantada en algo tan importante para los dos. No sabía si estaba molesto o qué, y si lo estaba, ¿qué hice para hacerlo enojar? Nada que yo recordara, pero a pesar de que prometí intentar mejorar, a veces sigo haciendo cosas que sé que lo frustran.

Me aterraba la idea de perderlo como ya perdí a los demás. Él era el centro de mi mundo, literalmente porque es el sol, pero él es mi sol. Y no saber nada de él me estaba matando por dentro.

Trataba de convencerme de que algo más grande había pasado, algo peligroso porque no era solo él, eran todos los dioses que estaban callados, pero esa pequeña vocecita en mi mente que tanto odiaba seguía repitiendo que por más que algo hubiera pasado, Apolo habría encontrado la manera de venir igual, por lo que claramente habría usado de excusa lo que sea que estuviera pasando para no verme.

Me recordaba todo el tiempo que Apolo podría cansarse de mí en cualquier momento, que me dejaría y que no importaba cuánto hubiera prometido amarme por siempre, seguía siendo un dios, y por tanto, podría aburrirse o enamorarse de alguien más y yo me quedaría sola y con el corazón roto esperando su regreso para decirme que se equivocó o que no es lo que estaba pensando.

«Mierda, me estoy convirtiendo en la típica protagonista de fanfic sin personalidad que estaría dispuesta a perdonarle cualquier burrada a su novio» pensé amargada.

No quería eso, lo amaba, pero tampoco tanto como para perdonarle una infidelidad o algo así.

«Eso te gustaría creer».

Respiré profundo. Odiaba mi consciencia metiche que solo me creaba más y más inseguridades. Apolo iba a estar molesto si se enteraba que a veces seguía dudaba de su amor.

«Ves. Te has vuelto una patética jovencita, deseando cualquier muestra de afecto que te de, igual que un cachorro».

¿Qué había de malo en eso? Apolo también se comportaba así conmigo y era lo más lindo que pudiera haber. 

—Darlene.

La voz de Piper me trajo de regreso.

—Perdón, ¿qué?

—¿Que si es por eso que pareciera que los rayos solares te siguen a todas partes?

¿La verdad? Estaba algo desconcertada de que lo notara. Eran muy pocos quienes habían notado ese detalle.

—El sol brillará solo para ti, saldrá cada mañana para ti, y cada vez que estés bajo sus rayos, siempre tendrás mi atención.

Una sonrisa adornó mis labios. Me pasé la mano por la cabeza, sintiendo los rayos del sol como una caricia de sus dedos.

—Ah sí, un poco de las tendencias acosadoras de Apolo, siempre está pendiente de verme en cuanto salgo al sol —respondí sintiendo como si de repente hubiera envuelto mi corazón en una manta tibia, cómoda y suavecita.

Esa promesa, y que la estaba cumpliendo, era mi consuelo ante el silencio. 

Piper me miró como si me hubiera salido otra cabeza, pero no comentó nada al respecto.

Y quizá es mejor así, con las actitudes de los dioses a veces es mejor no opinar. Siempre salen con una sorpresita nueva.

Pasamos por delante de las fogatas, donde dos chicos estaban luchando entre ellos con unas espadas.

—¿Son espadas de verdad? —comentó Piper—. ¿No es peligroso?

—De eso se trata. Lo has clavado —dijo Annabeth—. Perdón. Un juego de palabras muy malo. Esa de ahí es mi cabaña. La número seis.

Señaló con la cabeza hacia la construcción gris con una lechuza tallada en la puerta. Dos chicas estaban dibujando un mapa que parecía un esquema de guerra.

—Hablando de espadas —dijo Annabeth—, ven aquí.

Llevamos a Piper por el contorno de la cabaña, en dirección a un gran cobertizo metálico que parecía hecho para guardar herramientas de jardinería. Annabeth lo abrió con una llave.

El cobertizo estaba lleno de toda clase de armas, desde espadas hasta lanzas, pasando por porras como la del entrenador Hedge.

—Todo semidiós necesita un arma —dijo Annabeth—. Hefesto confecciona las mejores, pero nosotros también disponemos de una selección muy buena. En la cabaña de Atenea sabemos mucho de estrategia: cómo encontrar el arma adecuada para la persona adecuada.

—Los pesados sabelotodo —bromé.

Annabeth me dio una mirada irritada, yo solo me encogí de hombros porque ambas sabíamos que era cierto. Todas las cabañas son un grupo de presumidos cuando se trata de la especialidad de sus padres.

Annabeth le entregó una espada enorme que Piper apenas podía levantar.

—No —dijimos las tres al unísono.

Annabeth hurgó un poco más en el cobertizo y sacó otra cosa.

—¿Una escopeta? —preguntó Piper.

—Una Mossberg 500 —corregí. Gracias a ser nieta de quién soy no se me hacía muy difícil entender qué tipo de armas era cada una, y todas las armas que son de largo alcance eran mi especialidad—. No te preocupes. No hace daño a los humanos. Está modificada para disparar bronce celestial, así que solo mata monstruos.

Annie comprobó el sistema de carga como si no fuera nada del otro mundo.

—Bueno...creo que no es mi estilo —dijo Piper.

—Hummm, sí —convino Annabeth—. Demasiado llamativa.

Puso la escopeta en su sitio y empezó a rebuscar en una hilera de ballestas cuando Piper preguntó:

—¿Qué es eso? ¿Un cuchillo?

Annabeth lo sacó y sopló el polvo de la vaina. Parecía que no hubiera visto la luz del día desde hacía siglos.

—No lo sé, Piper. No creo que te interese. Las espadas suelen ser mejores.

—Tú usas un cuchillo. —Piper señaló el que mi amiga llevaba sujeto al cinturón—. Y tú no tienes nada encima.

Enarqué una ceja y me crucé de brazos.

—La discreción a veces es la mejor arma —respondí.

Annabeth soltó una risita por lo bajo.

—Tal vez no lo parezca, Piper; pero Darlene está armada hasta los dientes. Además, es la mejor luchadora de cuerpo a cuerpo que hay en el campamento. Créeme, jamás la encontrarás desarmada.

Piper arqueó una ceja, claramente escéptica.

—¿De verdad llevas armas encima?

—¿Quieres comprobarlo? —pregunté mientras me desabrochaba la chaqueta y dejaba a la vista el cinturón que usaba para ocultar mis dagas.

—¿Cuántas tienes ahí? —Se inclinó para observar de cerca.

—Cuatro —dije, sacando una para mostrarle el brillo del bronce celestial bajo la luz. Las otras tres estaban bien escondidas, dos en la espalda y una en el costado.

—Y eso no es todo, ¿verdad? —preguntó Annabeth, con una sonrisa traviesa.

Suspiré, pero saqué la pequeña pistola que llevaba en el tobillo. Luego, saqué una navaja suiza del bolsillo. Eso sin mencionar mi arco y mi espada.

—¿Cómo escondes tanto? —preguntó Piper, claramente sorprendida.

Me encogí de hombros.

—Como nieta del dios de la guerra, las armas son una de mis especialidades. Me gustan mucho, y sé la importancia de que nunca te encuentres indefensa.

Piper nos miró a ambas como si estuviera decidiendo si todo esto era un sueño o la realidad. Finalmente señaló el cuchillo con la barbilla.

—¿Puedo probarlo?

—Sí, pero... —Annabeth se encogió de hombros—. Bueno, échale un vistazo si quieres.

La vaina era de piel negra gastada, ribeteada de bronce. Nada lujoso ni llamativo. El mango de madera pulida encajaba perfectamente en la mano de Piper. Cuando desenvainó, halló una hoja triangular de unos cincuenta centímetros de largo; el bronce relucía como si lo hubieran bruñido el día anterior. Los bordes tenían un filo mortal.

—Te sienta bien —comenté—. Este tipo de cuchillo se llama parazonio. Tenía un uso sobre todo ceremonial y lo llevaban los oficiales de alto rango de los ejércitos griegos. Demostraba que eras una persona con poder y riqueza, pero en una pelea te podía proteger perfectamente.

—Me gusta —dijo Piper—. ¿Por qué no te parecía adecuado?

Annabeth suspiró.

—Este cuchillo tiene una larga historia. A la mayoría de la gente le daría miedo reclamarlo. Su primera dueña... bueno, las cosas no le fueron muy bien. Se llamaba Helena.

—Espera, ¿te refieres a la misma Helena en la que estoy pensando? ¿Helena de Troya?

Annabeth asintió.

—¿Y está en tu cobertizo?

Aunque entendía el desconcierto de Piper, la verdad es que al final tenía mucho sentido.

—Estamos rodeados de cosas de la Antigua Grecia —dije mirando el arma—. Esto no es un museo. Las armas como ésta, están pensadas para ser usadas. Son nuestra herencia como semidioses.

—Exactamente. Esta daga fue un regalo de boda de Menelao, el primer marido de Helena.

—Antes de que mi abuela decidiera cagar su matrimonio y presentarle al guapísimo de Orlando Bloom de la antigüedad.

Un completo inútil, tanto que ni la magia de Afrodita fue suficiente para que Helena se enamorara. ¿Y cómo iba a hacerlo? Era espartana, estaba acostumbrada a hombres duros, valientes y sangrientos, y Paris se pasó la mitad de la guerra escondido detrás de los muros de Troya y detrás de su hermano Héctor.

—Ella la llamó Katoptris —siguió hablando Annabeth.

—¿Qué significa?

—Espejo —contestó—. Probablemente porque era para lo único que la usaba Helena. No creo que haya sido usada nunca en combate.

—En realidad, sí la usó —dije cruzándome de brazos. Annabeth me miró como esperando que argumentara el contradecirla. Ella detestaba cuando la contradecía—. Contra Deífobo, con ella lo apuñaló y esperó a Menelao para que él terminara de matarlo. Así fue como se reconciliaron.

Piper miró de nuevo la hoja. No sé qué vio en ella, pero algo la perturbó tanto que se le cayó de forma repentina.

—¿Piper? —Annabeth se apresuró hacia ella preocupada.

—¡Un médico! —grité hacia los chicos de la siete. Ellos detuvieron su juego de repente, en cuanto me escucharon—. ¡Necesito ayuda!

—No, no pasa... nada —logró decir Piper.

—¿Estás segura?

—Sí. Solo... —Tomó la daga con los dedos temblorosos—. Solo me he sentido abrumada. Hoy han pasado muchas cosas. Pero... quiero quedarme la daga, si no hay ningún inconveniente.

Annabeth y yo nos miramos, vacilando. A continuación, despaché con la mano a los dos chicos que se estaban acercando.

—De acuerdo, si estás segura —dijo mi amiga.

—Te has quedado muy pálida. Creía que te había dado un ataque o algo parecido —expresé aún mirándola preocupada.

—Estoy bien —aseguró Piper, aunque todavía tenía el corazón acelerado—. ¿Hay algún teléfono en el campamento? ¿Puedo llamar a mi padre?

—No nos está permitido tener teléfonos. Para la mayoría de los semidioses, usar un móvil es como mandar una señal que avisa a los monstruos de dónde estás.

—Pero yo tengo uno —dijo Annabeth y lo sacó del bolsillo—. Va contra las normas, pero si lo mantenemos en secreto...

Piper lo aceptó con gratitud, procurando que no le temblaran las manos. Se apartó de nosotras y se volvió hacia la zona de recreo.

—¿Qué piensas de Piper?

Miré hacia donde la chica nueva estaba hablando, algo en ella me resultaba familiar, del tipo divino, pero también había algo raro en Piper, algo que intentaba ocultar pero sus emociones la delataban.

Se sentía confundida, aterrada, triste, culpable.

No quise lastimarla cuando le dije la verdad de su vínculo con Jason, pero no iba a mentirle. Las mentiras en las relaciones siempre hacen daño, mejor que lo supiera ahora y avanzar desde ahí que descubrirlo en unas semanas cuando el daño sea irreparable.

—No lo sé.

Annabeth me miró, pero asintió sin comentar nada.

Piper volvió a nosotras cuando colgó la llamada. Su expresión era malhumorada y preocupada, sea lo que sea que habló no la había dejado satisfecha.

—¿No ha habido suerte? —pregunté.

Piper no contestó. Annabeth echó un vistazo a la pantalla del teléfono y vaciló.

—¿Te apellidas McLean? Perdona, no es asunto mío, pero me resulta muy familiar.

—Es un apellido común.

Entrecerré los ojos.

«Sí, muy común» pensé empezando a notar cierto parecido con un póster que los de la cañada diez tienen.

—Sí, supongo. ¿A qué se dedica tu padre?

—Es licenciado en bellas artes —dijo Piper automáticamente—. Es un artista cherokee.

Contuve un jadeo.

¡Tenía razón! Sí era el tipo del póster.

Valentina era una de las más grandes fans de Tristan McLean y me había bombardeado de información hasta dejarme con dolor de cabeza.

Decidí guardarme la información, claramente a Piper no le apetecía hablar mucho de su padre y no era mi asunto andar contando lo que ella no quería contar.

—¿Te encuentras bien? ¿Quieres que sigamos? —pregunté cambiando de tema.

Piper sujetó su nueva daga al cinturón.

—Claro —dijo—. Quiero verlo todo.

La cabaña ocho era totalmente plateada y brillaba como la luz de la luna.

—¿Artemisa? —aventuró Piper.

—Sabes de mitología griega —comenté hacia Piper.

—El año pasado leí algo cuando mi padre estaba trabajando en un proyecto.

—Creía que hacía arte cherokee.

—Ah, sí. Pero... también hace otras cosas, ya sabes.

Las miré, esperando a ver si Annabeth se daba cuenta. Casi que resultaba muy obvio: McLean, mitología griega...

Pero no pareció establecer ninguna relación.

—En fin —continuó Annabeth—. Artemisa es la diosa de la luna y de la caza. Pero no tiene campistas. Fue una doncella eterna, así que no tiene hijos.

—Sí, ella no anda saltando de cama en cama como su hermano —comenté con tono seco.

Amaba a mis niños de la siete, pero no podía evitar pensar en lo mujeriego que había sido Apolo antes de mí. Más le valía cumplir lo que me había dicho y no caerme con sorpresas nuevas.

—Ah —Piper lucía algo decepcionada.

—Bueno, están las Cazadoras de Artemisa —comentó Annabeth—. A veces vienen de visita. No son hijas de Artemisa, sino sus criadas: un grupo de adolescentes inmortales que se aventuran a cazar monstruos y cosas por el estilo.

Piper se animó.

—Suena genial. ¿Son inmortales?

—A menos que mueran en combate o rompan sus promesas.

—¿Sabías que tienes que renunciar a los chicos? —dije divertida—. Nada de citas... nunca. Durante toda la eternidad.

—Oh —dijo Piper—. Da igual.

Las tres nos echamos a reír, y por un momento, era como si toda el aura triste entre nosotras se hubiera desvanecido.

Pasamos a la siguiente cabaña, la número diez, y el olor a perfume casi provocó arcadas a Piper.

—Uf, ¿es aquí donde vienen a morir las supermodelos?

—Es la cabaña de Afrodita, la diosa del amor —dije enarcando una ceja y las manos en la cintura—. En otras palabras, mi abuela.

Piper lució un poco avergonzada. 

—Dari se quedaba con ellos hasta el verano pasado —explicó Annabeth—. Antes solo los dioses olímpicos tenían permitido tener una cabaña en el campamento, así que eran solo doce. Darlene es la única hija de Eros, por lo que Afrodita permitió que se quedara con sus hijos. Cuando construimos las demás cabañas, Dari tuvo que mudarse a la veinticinco —dijo señalando una cabaña casi en el fondo de la hilera de hombres.

Mi cabaña había tardado tiempo en hacerse porque yo no estaba dispuesta a dejar la diez, pero al final, no me quedó más opción que aceptar. Después de todo, mi papá también merecía su lugar en el campamento.

La cabaña veinticinco era roja, igual a la de Ares, solo que en lugar de alambres tenía unas estatuas en la entrada de unos ángeles cargando con sus arco y flecha, apuntando a quien sea que se acercara sin ser bienvenido. Tenía unas antorchas que siempre resplandecían y por las noches, daban un verdadero aire romántico al porche.

Si de la cabaña de Afrodita salía aroma a perfume de diseñador, en la mía siempre olía a aquello que la persona más amaba, en mi caso, olía a galletas de chocolate, canela y protector solar, limón y sándalo.

Yo decía que papá le había echado amortentia.

—Aquí la única peste es Drew —murmuré con tono desagradable.

—Es la líder.

—Lógico —gruñó Piper.

—No todas son malas —dijo Annabeth—. La última líder que tuvimos era estupenda.

—¿Qué fue de ella?

Bajé la mirada para esconder las lágrimas que amenazaban con escapar. Una opresión en el pecho qué aún seguía haciéndome quedar sin aliento. Annabeth tampoco dijo nada más.

—Deberíamos seguir —dije empezando a caminar sin esperarlas.

Pocos segundos después, ambas me alcanzaron.

—Como dije hace un rato, en un principio empezamos con los doce dioses del Olimpo —explicó Annabeth—. Los dioses a la izquierda y las diosas a la derecha. Pero el año pasado añadimos cabañas nuevas para otros dioses que no tenían trono en el Olimpo: Eros, Hécate, Hades, Iris, Niké...

—¿La diosa de la victoria? —pregunto levemente interesada.

—No se lleva el premio a la madre del año —dije irritada—. Créeme, mejor perderla que encontrarla.

Piper se removió nerviosa por mi tono.

—La mayoría de sus hijos son pequeños, pero su hija mayor, la capitana, tiene veintiuno. Es una de las campistas más grandes. Aunque no la vemos mucho por aquí, prefiere deambular por ahí durante el día.

Alessandra estaba aprendiendo a ser una hermana mayor, le costaba muchísimo. Los amaba y su presencia la estaba ayudando a sentirse mejor después de perder a Luke, pero a veces, tenía costumbres que le eran difícil de dejar atrás. Una de ellas era el hecho de darse cuenta que no estaba sola.

Después de la muerte de su padre, Luke se había vuelto todo para ella, y ahora sin él, sentía que volvía a estar sola.

—¿De quién son las dos cabañas grandes del final? —preguntó Piper.

Annabeth frunció el entrecejo.

—De Zeus y Hera, el rey y la reina de los dioses.

—Los tóxicos supremos, ellos inventaron las relaciones con red flags —dije—, pero yo no los juzgo, mi novio me intentó matar y ahí ando, toda enculada del muy mierda.

—¿Cómo que te intentó matar? —Piper se había puesto pálida.

—Historia corta: Mito de Apolo y Dafne, yo era la venganza perfecta si me mataba —respondí rodando los ojos—, pero pues como que las Moiras dijeron "no señor, usted con ella se ata de por vida en el altar" y ahora somos una bonita pareja.

Piper decidió no seguir preguntando, se encaminó en esa dirección, y nosotras la seguimos, aunque sin mucho ánimo.

A diferencia de las otras cabañas, que eran todas ruidosas y estaban abiertas y llenas de actividad, las de Zeus y Hera parecían cerradas y silenciosas.

—¿Están vacías? —preguntó Piper.

Annabeth asintió.

—Zeus pasó mucho tiempo sin tener hijos. Bueno, casi. Zeus, Poseidón y Hades, los hermanos mayores entre los dioses, son conocidos como los Tres Grandes. Sus hijos son muy poderosos y peligrosos. Durante los últimos setenta años más o menos, han intentado evitar tener hijos semidioses.

—¿Han "intentado evitar"?

—Han hecho trampa —respondí—. Como que a veces a los dioses les cuesta un poquito mucho mantener los pantalones arriba, incluso cuando han prometido que lo harían por el río Estigio.

—Tenemos una amiga, Thalia Grace, que es hija de Zeus. Pero abandonó la vida en el campamento y se hizo Cazadora de Artemisa —explicó Annabeth—. Mi novio, Percy, es hijo de Poseidón. Y hay un chico que aparece a veces, Nico, que es hijo de Hades.

—Mi chiquito —dije con tono de hablarle a un bebé. Nico odiaba que hiciera eso, pero seguía buscando que lo abrazara y le acariciara el cabello al dormir cuando estábamos en casa—. Excepto ellos, los Tres Grandes no tienen hijos semidioses. Por lo menos, que nosotros sepamos.

—¿Y Hera? —Piper miró las puertas decoradas con motivos de pavos reales.

—La diosa del matrimonio —Annabeth empleó un tono cuidadosamente mesurado, como si estuviera intentando evitar soltar un juramento—. Ella solo tiene hijos con Zeus, así que tampoco hay semidioses. Su cabaña solo tiene un uso honorífico.

—No les gusta —señaló Piper.

—Hera no es del agrado de muchas personas —comenté, encogiéndome de hombros.

—Tenemos una larga historia —reconoció Annabeth—. Creía que habíamos hecho las paces, pero cuando Percy desapareció...Darlene tuvo una extraña visión de ella.

—Y te dijo que vinieras a por nosotros —dijo Piper—. Pero creías que encontrarías a Percy.

—Prefiero no hablar de ello —advirtió Annabeth—. Ahora mismo no tengo nada bueno que decir de Hera.

—Nadie tiene nada bueno que decir de Hera —espeté frunciendo el ceño.

Piper miró la base de las puertas.

—Entonces, ¿quién entra ahí?

—Nadie. La cabaña solo tiene un uso honorífico, como ya he dicho. No entra nadie.

—Sí que entran.

Piper señaló una huella que había en el umbral. Empujó las puertas instintivamente y se abrieron con facilidad.

Annabeth y yo nos miramos.

—Eh...Piper, no creo que debamos...

—Se supone que hacemos cosas peligrosas, ¿no?

—Sí, pero tampoco hay que ser suicida —dije mirándola preocupada.

Por supuesto, nos ignoró y entró de todas formas.

━━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━━

Nunca se me hubiera ocurrido meterme a la cabaña de Doña Perfecta, pero no me sorprendía para nada lo que veía.

Salvo una enorme estatua de la diosa, no había nada más: ni camas, ni muebles, ni cuarto de baño, ni ventanas. Nada que pudiera utilizarse para vivir. Para ser la diosa del hogar y el matrimonio, lo cierto es que la casa de Hera recordaba una tumba.

Noté que Piper se había quedado prendada mirando algo detrás de la estatua.

En un pequeño altar situado a sus espaldas, había una figura cubierta con un chal negro. Solo sus manos resultaban visibles, con las palmas hacia arriba. Parecía estar recitando algo parecido a un hechizo o una plegaria.

Annabeth lanzó un grito ahogado.

—¿Rachel? —Llamé sorprendida. Reconocería ese cabello a donde fuera.

La chica se volvió. Al soltar el chal quedó a la vista su melena de cabello pelirrojo rizado y una cara pecosa que no se correspondía en absoluto con la seriedad de la cabaña ni con el chal negro.

Estaba vestida con una blusa verde y sus habituales vaqueros raídos cubiertos de garabatos hechos con rotulador. Pese a lo frío que estaba el suelo, iba descalza.

Desde que Rachel se había vuelto el Oráculo de Apolo, estás cosas no me sorprendían.

Mi novio era raro y extravagante cuando quería serlo.

—¡Eh! —Corrió a abrazar a Annabeth—. ¡Lo siento mucho! He venido lo más rápido que he podido.

Luego me dio un fuerte abrazo y sentí el cálido tacto que la rodeaba desde que se convirtió en pitonisa.

Rachel nos puso al tanto de todo lo que había descubierto sobre Percy, que no era mucho, intercambiamos información y la falta de noticias.

—Qué maleducada soy —se disculpó Annabeth de repente. Nos habíamos olvidado que Piper que estaba allí—. Rachel, esta es Piper, una de los mestizos que rescatamos hoy. Piper, esta es Rachel Elizabeth Dare, nuestro oráculo.

—La amiga que vive en la cueva —adivinó Piper.

Rachel sonrió.

—La misma.

—¿Así que eres un oráculo? —preguntó Piper—. ¿Puedes adivinar el futuro?

—Eso puede que sea un poco más el don de Dari —dijo señalándome—. Es una vidente. Estafó a Apolo para que se lo diera.

Piper me miró con los ojos bien abiertos.

—¿De verdad?

Asentí, no me gustaba mucho mi don. Había descubierto tarde lo que Apolo me había advertido y ya no podía devolvérselo, así que intentaba aprovecharlo al máximo aunque las visiones me rompieran cada vez más.

—¿Cómo estafas a un dios? —preguntó asombrada.

—Con Apolo es fácil —dije divertida—. Solo me aprovecho de ser su novia.

Las cuatro nos reímos.

—A ambas el futuro nos asalta de vez en cuando —explicó Rachel—. Pero mientras Dari tiene visiones de imágenes sueltas sin ningún contexto con la posibilidad de cambiar lo que ve, yo anuncio profecías en estrofas grabadas en piedra, lo que yo veo, no se puede cambiar. El espíritu del oráculo me secuestra alguna que otra vez y me dice cosas importantes que no tienen sentido para nadie. Pero sí, las profecías también adivinan el futuro.

—Ah —Piper desplazó el peso de un pie al otro—. Genial.

Rachel se echó a reír.

—No te preocupes. A todo el mundo le da un poco de repelús. Incluso a mí. Pero normalmente soy inofensiva.

—Estar atada a Apolo es un poco como tomar alucinógenos —comenté—. Un subidón de adrenalina que te hiela la sangre y luego no sabes ni dónde estás parada.

—¿Eres una semidiosa? —preguntó Piper luego de reírse de mi broma.

—No —respondió Rachel—. Soy mortal.

—Entonces, ¿qué eres...? —Piper señaló la estancia con la mano.

La sonrisa de Rachel desapareció. Nos lanzó una mirada a Annabeth y a mí con nerviosismo, y luego de nuevo a Piper.

—Es solo una corazonada. Algo relacionado con esta cabaña y la desaparición de Percy. Las dos cosas están relacionadas de alguna forma. He aprendido a hacer caso a mis corazonadas, sobre todo desde que los dioses se quedaron callados.

—¿Se quedaron callados? —preguntó Piper.

—Desde hace un mes —murmuré, presionado la mano sobre mi pecho, donde últimamente sentía pinchazos dolorosos que me quitaban el aire.

Rachel miró a Annabeth con los ojos entornados.

—¿Todavía no se lo has contado?

—Iba a hacerlo —dijo Annabeth—. Piper, durante el mes pasado... Bueno, es normal que los dioses no hablen mucho con sus hijos, pero por lo general recibimos algún mensaje de vez en cuando. Algunos de nosotros incluso podemos visitar el Olimpo, Dari suele visitar mucho el templo de Apolo y yo me he pasado prácticamente todo el semestre en el Empire State.

—¿Cómo?

—La actual entrada del monte Olimpo.

—Ah —dijo Piper—. Claro, ¿por qué no?

—Annabeth estaba remodelando el Olimpo después de los daños que sufrió en la guerra de los titanes —explicó Rachel—. Es una arquitecta increíble. Deberías ver su mostrador de ensaladas...

—En fin —dijo Annabeth—, el caso es que, desde hace cosa de un mes, el Olimpo se quedó en silencio. La entrada se cerró, y nadie ha podido entrar. Nadie sabe por qué. Es como si los dioses se hubieran aislado. Ni siquiera mi madre responde a mis plegarias.

—He intentado comunicarme con mi padre, pero no me responde tampoco y mucho menos Apolo —dije con la voz algo cortada—. Eros jamás me ignora, le gusta estar al pendiente de todo en mi vida, y Apolo...

Esa era la razón de que aún no hubiera perdido por completo la cabeza. Su promesa de los rayos tocándome. Y que en realidad, no era sólo Apolo. Eran todos los dioses.

Yo sabía que no era algo que yo hubiera hecho, pero mis inseguridades seguían creando escenarios donde sí tenía la culpa.

Me repetían constantemente que algo más grande había ocurrido, pero a veces, lo irracional controla la mente en los momentos más vulnerables.

—Incluso el director del campamento, Dioniso, fue llamado —agregó Annabeth tomando mi mano para darme un apretón cariñoso.

—¿El director del campamento era el dios del... vino?

—Sí, es una...

—Larga historia —aventuró Piper—. Está bien. Sigue.

—En realidad, eso es todo —dijo Annabeth—. Los semidioses siguen siendo reconocidos, pero nada más. Ni mensajes. Ni visitas. Ni señales de que los dioses escuchan siquiera. Es como si hubiera pasado algo... algo muy malo. Y entonces Percy desapareció.

—Y Jason apareció en nuestra excursión —añadió Piper—. Sin recuerdos.

—¿Quién es Jason? —preguntó Rachel.

—Mi... —Piper se interrumpió antes de decir "mi novio" , me sentí mal por ella. Claramente este no era el año para los noviazgos—. Mi amigo. Pero tú dijiste que Hera te envió una visión, Darlene.

—Así es —dije removiéndome incómoda—. La primera comunicación de un dios en un mes, y es de Hera, la diosa menos servicial. Me dice que averiguaré lo que le pasó a Percy, que vayamos a la plataforma del Gran Cañón y busquemos un chico con un zapato. Y en lugar de eso, los encontramos a ustedes, y el chico con un zapato es Jason. No tiene sentido.

—Está pasando algo malo —convino Rachel mirando fijamente a Piper.

—Chicas —dijo ella nerviosa—. Yo... necesito...

Antes de que pudiera seguir, el cuerpo de Rachel se puso rígido. Los ojos le empezaron a brillar con una luz amarillenta, y agarró a Piper por los hombros.

Piper intentó retroceder. Annabeth y yo nos apresuramos a ayudarla, pero era inútil, las manos de Rachel eran como abrazaderas de acero.

—Libérame —dijo. Pero no era la voz de Rachel. Sonaba como una mujer mayor, hablando desde algún lugar lejano por un tubo con eco—. Libérame, Piper McLean, o la tierra nos engullirá. Debe ser en el solsticio.

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