002.ᴛʜᴇ ᴡɪʟʟ ᴏꜰ ᴛʜᴇ ꜱᴛʀᴏɴɢᴇꜱᴛ

ʟᴀ ᴠᴏʟᴜɴᴛᴀᴅ ᴅᴇʟ ᴍᴀꜱ ꜰᴜᴇʀᴛᴇ

(Las técnicas de Apolo para mantenerme tranquila)

NO VOLVÍ A VERLO EN TODO EL DÍA.

Las chicas me dijeron que lo que me había dicho sobre ser el único que estaba completamente estable era cierto. Los demás estaban hechos un desastre, a veces bien y a veces imposible hablar con ellos, y él se estaba haciendo cargo del Consejo, tratando de mantenerlos unidos.

—El señor Zeus fue uno de los primeros en quedar fuera —explicó Arise. 

Estábamos en mi jardín, regando a mis niñas, al menos podía seguir entrenado en él. Bufé mientras cortaba una hoja marchita con más fuerza de la necesaria.

—Al principio empezó como un dolor de cabeza y mal humor, pero que su hijo romano estuviera entre los griegos, el reencuentro con la señorita Thalia… lo dejó completamente dividido. 

—¿Y dónde está?

—En sus aposentos. La reina lo está cuidando —respondió Meleis—. Pobre, ella acababa de regresar de su prisión y se encontró el Olimpo hecho un desastre. Los hijos del señor Zeus lo habían tratado de mantener tranquilo y bien cuidado, pero cuando ella regresó y se encontró está situación… no se ha apartado de él. Lo cuida día y noche. Es… buena esposa.

—Mejor de lo que él merece —espeté entre dientes. Hera no me agradaba, pero ella era así por culpa de Zeus. 

Me enteré que estaba en el palacio principal del Olimpo, lo que era el templo de Zeus como tal. Cuando cerró el Olimpo, había ordenado a todos los dioses a quedarse aquí para vigilarlos.

«Y fue el primero en caer», pensé rodando los ojos. La ironía era una perra.

Y también comprendí lo que Apolo había dicho con que nadie lo haría enojar. Al ser el más… estable, había tomado el control total del Consejo. No estaba segura si eso era bueno o malo.

El resto del día había sido extraño. Se sentía como si todo estuviera suspendido en el tiempo, casi no me daba cuenta del paso de las horas hasta que fue de noche.

Me asomé por la ventana de la habitación que me habían dado. Afuera, los jardines estaban sumidos en un silencio antinatural, como si incluso el viento hubiera decidido no molestar. Levanté la vista al cielo. Las estrellas parpadeaban, indiferentes, y mis ojos fueron directo a la constelación de la Cazadora.

«Zoë… dame fuerzas», pensé, sintiendo el pecho apretarse.

Por la mañana, buscaría a Artemisa. Trataría de hablarle, ella me entendería. Ella sí se indignaría al saber lo que su hermano me estaba haciendo.

Pero esta noche…

Esta noche lo extrañaba. Maldita sea, lo extrañaba tanto.

No quería pensarlo, no quería admitirlo, pero la ausencia me pesaba como una segunda piel. Miré la puerta, molesta conmigo misma por esperar a alguien que claramente no iba a venir. 

Me quedé mirando la noche un rato más, hasta que no pude soportarlo. Me acomodé en la cama, dispuesta a esperarlo y hablar. 

Noticia: nunca vino.

Se hizo de mañana y estaba sola. Y más furiosa que nunca. 

Cuando las chicas llegaron a prepararme, las espanté a gritos. No tenían la culpa, pero estaban ahí. Y Apolo no.

Me negué a hablar con nadie. Me quedé allí, recostada con los brazos cruzados y mirando la puerta como si fuera la culpable de todo. No quise comer, declaré una huelga de hambre y Meleis me miró en pánico al escucharme.

Si Apolo pensaba que encerrandome y fingiendo que todo estaba bien no iba a quejarme, estaba muy equivocado.

Ellas iban y venían con nerviosismo, dejando bandejas que no tocaba, flores que no miraba, palabras que no escuchaba. Susurraban entre ellas como si yo no pudiera oírlas. Como si no supiera que lo que temían no era mi humor… sino el de él, cuando se enterara.

Me importaba poco.

Estaba enojada. Con él y con la forma en que todos seguían sonriendo, pretendiendo que esto no era una especie de prisión lujosa.

Me dolía la cabeza, pero no iba a pedir ayuda. Me dolía el estómago, pero no iba a comer. Me dolía el corazón, pero eso era lo normal cuando tu novio se comporta como un idiota.

Anocheció sin que yo encendiera una sola lámpara. Me negué. Que la oscuridad hiciera su trabajo, que me envolviera entera si quería. Me quedé allí, sentada en la cama con la espalda recta, mirando hacia la ventana como si pudiera ignorar el temblor de mis dedos.

Por dentro, yo ardía en silencio.

Y entonces lo sentí.

La puerta se abrió sin anunciarse. No necesitaba girar la cabeza para saber que era él. Su presencia lo llenaba todo. Como siempre.

Me incorporé un poco, solo lo justo para cruzarme aún más de brazos y fulminarlo con la mirada. Él también estaba molesto.

—¿En serio? —espetó al cerrar la puerta con un clic seco. Su voz era una cuerda tensa, cargada de esa furia que se disfraza de control para no estallar—. ¿Una huelga de hambre? ¿Esa es tu forma de decirme que no quieres estar aquí?

Rodé los ojos. 

—Estoy protestando.

—¿Protestando? ¿Y qué vas a lograr con eso? ¿Morirte de hambre? ¿Darme la razón sobre que no puedes cuidarte sola? —Me estudió, esperando una reacción. No dije nada. Ni un parpadeo. Bufó, pasándose las manos por el cabello—. Darlene, no tengo tiempo para tus rabietas. Levántate.

—No.

—Vas a pararte ahora mismo y vas a comer. 

—¿O qué? —le disparé. Él frunció el ceño.

Se acercó a la cama con pasos lentos, peligrosos. Se detuvo frente a mí.

—No estoy de humor para que te comportes como una mocosa caprichosa. Levántate.

Me acomodé mejor, sin dejar mi postura. Levanté la barbilla, dejándole en claro que yo tampoco estaba jugando.

—No.

Respiró hondo, conteniéndose. Entonces se inclinó. Sus manos se apoyaron en mis muslos y sus ojos, oscuros y brillantes, se fijaron en los míos.

—Dari —murmuró con voz baja, pero firme—. Te estoy pidiendo por última vez que cooperes. No quiero enojarme contigo. Vas a comer y vas a dejar esta actitud ahora mismo.

—Eres mi novio, no mi padre para decirme que puedo o no hacer —espeté, apartando su mano con una patada suave—. Y ni así a veces le hago caso a mi padre, así que será mejor que tú dejes ésta estúpida actitud machista de creerte que puedes controlarme a tu antojo.

Él me miró con los labios entreabiertos. Se pasó una mano por el mentón y respiró hondo otra vez. Sabía que se estaba enojando, pero no me importaba. 

Entonces sonrió. Y esa sonrisa me puso en alerta. Era la que usaba cuando decidía que, si no podía ganar con palabras, ganaría con todo lo demás. Y que me iba a ir muy mal por provocarlo.

—Tienes razón, soy tu novio. No tengo porque obligarte a comer… —murmuró, agachándose un poco más—. Cuando puedo persuadirte de otras maneras.

Antes de que pudiera apartarme, me sujetó de los tobillos y me arrastró con un solo tirón hacia él. Solté un grito ahogado. El corazón me comenzó a latir como loco.

—Vas a comer, amor. Aunque tenga que abrirte la boca yo mismo. —Su voz era suave, pero sus ojos brillaban de ardor. Se subió a la cama con una lentitud calculada. Su mirada no se apartaba de la mía—. Te gustan las comidas dulces, ¿verdad? Puedo darte algo dulce. 

—Y-Y….

Sentí cómo se me tensaban los músculos. Su cara estaba demasiado cerca. 

—Aunque no sé qué tanto mereces un dulce, cariño. Te has estado comportando muy mal. —Su voz era baja, grave, y cada palabra pesaba como una orden. Acercó su rostro al mío, rozando apenas mi mejilla con su nariz mientras sus manos subían desde mis tobillos hasta mis muslos, abriéndose paso entre la tela de la bata—. ¿Vas a ser buena y comer algo o vas a seguir siendo una malcriada consentida?

Tragué saliva. Tenía los labios resecos, pase la lengua por eso y su mirada se desvió a mis labios de inmediato. 

—Contesta la pregunta, amor mío. —Susurró, rozando mi nariz con la suya. 

—¿Qué? —Parpadeé, me sentía atontada por sus caricias. 

—¿Vas a ser buena y a comer algo?

—S-sí… —tartamudeé.

Sonrió satisfecho. Pero no se apartó. Sus labios aún estaban a milímetros de los míos.

—Buena chica.

De repente, sin más aviso, me alzó en brazos como si no pesara nada y me arrojó sobre su hombro y salió de la habitación. Grité, pataleando, furiosa.

—¡Bájame! —chillé histérica, golpeando su espalda y lanzando patadas que no llegaban a nada. 

No se inmutó. Caminaba por el pasillo como si llevarme así fuera lo más natural del mundo. Estaba furiosa. Y avergonzada. Y tal vez, solo tal vez… un poco mareada por la manera en que mi cuerpo ardía aún por sus caricias.

—¡Apolo! ¡No es gracioso! ¡Estoy hablando en serio, bájame ya! —grité, tratando de incorporarme, pero mis manos solo lograban golpear su espalda sin hacerle el menor daño.

Y entonces lo hizo.

Un golpe. Seco. Preciso. Que me dejó sin aliento. Mis piernas dejaron de moverse. Mis mejillas se encendieron como si me hubieran tirado al sol. Me cubrí la boca, escandalizada. ¿Acababa de…?

Lo miré, indignada, como pude por encima de mi hombro.

—¡¿Acabas de golpearme?!

Él bufó, divertido, como si supiera perfectamente lo que había logrado. Como si lo hubiera hecho solo para eso.

—Sí —murmuró, con esa maldita sonrisa arrogante—. Y lo haré de nuevo si sigues comportándote como una salvaje.

Tragué saliva. Mi dignidad estaba patas arriba. Me cubrí el rostro con ambas manos, incapaz de mirar a nadie —aunque no había nadie más allí— y deseando con todas mis fuerzas que el mármol tragara a Apolo entero. A él. No a mí. Yo solo era la víctima de un dios engreído y mano floja, que pensaba que podía salirse con la suya con un movimiento rápido, silencioso… y completamente dominante.

Me sacó a la terraza, me bajó de sopetón, pero rápidamente me tomó de las caderas y me sentó en la mesa. 

—Ahora, vas a comer, y no te atrevas a protestar o te juro que te dejo atada a la silla —me amenazó. 

Me quedé helada. El mármol estaba tibio bajo mis muslos. Él, por supuesto, seguía tan campante. Se inclinó y destapó la bandeja que yo había ignorado todo el día. El vapor perfumado del pan recién horneado, frutas dulces, aceitunas, embutidos y sopa me golpearon en la cara.

Mi estómago rugió. Muy oportuno.

Sonrió, orgulloso de tener razón. Me crucé de brazos, apretando los labios. No le daría el gusto tan fácil.

—Deja de mirarme así. 

—¿Así cómo? —preguntó con tono inocente. Se paró entre mis piernas, cerrando el espacio. Tomó una fresa.

—Como si ya hubieras ganado.

—Es que ya gané —dijo con una sonrisa confiada. Acercando la fresa a mis labios—. Come.

Nuestros ojos se mantenían fijos. No la tomé. Desafiándolo.

—Hazlo tú.

Él arqueó una ceja, divertido, y se inclinó hacia mí. Sus dedos apenas rozaron mi mentón cuando susurró:

—Muy bien. —Se llevó la fresa a la boca, y me besó.

Un beso lento, profundo, suave. La fresa se deshizo entre nuestros labios y su lengua acarició la mía con ese ritmo seductor que tanto me volvía loca. Sus manos bajaron a mis caderas, atrayéndome contra él. La intensidad de sus labios sobre los míos me desarmó. 

Su boca sabía a fresa y a victoria.

Y lo peor era que lo sabía.

Apolo no se apuraba. No era un beso de hambre o de furia. Era uno de esos que se dan con plena conciencia del efecto que provocan. Me besaba como si no tuviera apuro en convencerme, como si cada segundo de contacto fuera parte de una coreografía que ya había ensayado en su cabeza mil veces. 

Me aferré con fuerza a sus hombros, sintiendo el calor de sus manos apretándome, firme, pero sin apurarme, manteniéndome allí solo porque podía. Y porque yo, en el fondo, no quería irme a ningún lado.

Cuando se separó, mi frente quedó apoyada contra la suya. Nuestros alientos se mezclaban, cálidos, erráticos. Sus ojos estaban fijos en los míos. 

—Eso fue trampa —murmuré, intentando sonar enojada, pero mi voz salió ronca, casi rendida.

Él sonrió, ese tipo de sonrisa que no se ve, se siente. Que nace en sus labios pero termina encendiéndome el pecho.

—No. Eso fue persuasión. —Su voz vibró contra mi piel.

Me besó de nuevo, esta vez más despacio aún. Como si me diera tiempo para pensar en cada movimiento de sus labios, en cada roce de nuestras bocas. Su mano me sujetó por la nuca mientras la otra recorría mi espalda. Me derretía. Mi enojo seguía allí, sí, pero enterrado bajo capas de deseo, como brasas ocultas bajo la ceniza.

Me robó el aliento. Cuando se separó, yo aún tenía los ojos medio cerrados y la cabeza un poco inclinada, como una tonta.

—Podemos estar así toda la noche, mi amor. Pero acabarás comiendo todo el plato.

Me mordí el labio, frustrada y vencida. Tenía tantas cosas que decirle, tantas quejas que escupirle… pero el corazón me latía tan fuerte, y él estaba tan cerca, tan atento a cada reacción mía, que toda mi rabia se transformaba en otra cosa. Una más cálida. Más peligrosa.

—Odio que hagas esto —susurré.

—Lo sé —me acarició la mejilla con los nudillos—. Pero es la única forma de que bajes la guardia. 

—Eres un idiota.

—Y tú una terca que me vuelve loco —rió, acercando otra fruta a mi boca—. Come.

Esta vez no discutí. Acepté la uva, mascándola con lentitud, sin quitarle los ojos de encima.

No era una rendición. Era una tregua. Por ahora.

━━━━━━━♪♡♪━━━━━━━

Después de comer, me llevó de regreso a la habitación. 

No dejé pasar por alto que a pesar de que dijo que dentro del Olimpo podría ir a dónde quisiera, en realidad no me dejaba sola en ningún momento.

En la habitación me giré hacia él.

—Imagino que tienes dudas —dijo cerrando la puerta—. Creo que ahora ambos estamos más calmados como para hablar sin pelear.

Enarqué una ceja. La habitación estaba ligeramente a oscuras, salvo por alguna que otra antorcha puesta de manera estratégica, como si alguien hubiera planeado todo para que el ambiente se sintiera… íntimo. Las mantas de la cama estaban abiertas y habían soltado las cortinas del dosel. Había un ligero aroma a rosas. Tenía que ser ingenua para no darme cuenta que este lugar apestaba a seducción.

—¿De verdad quieres hacerme creer que solo quieres hablar?

Miró el lugar y negó con la cabeza.

—Lo que mis sirvientes crean que vamos a hacer, no significa que es lo que pasará —me respondió serio. No había doble intención en su voz. No estaba burlándose. No había ninguna broma oculta. No intentaba tocarme o acercarse. Solo estaba de pie, con las manos en los bolsillos y la mirada seria. Caminó hacia el sillón y se sentó.  Me hizo una seña para que me sentara a su lado—. Aunque no voy a negar que esa sería una charla más agradable.

Sonreí, aunque no quería.

—No me tomes por tonta. Te conozco. En cuanto la conversación vaya por donde no quieres, dejarás de hablar y empezarás a intentar besarme para distraerme. Esto es una emboscada.

Me devolvió la sonrisa. 

—Soy un hombre de recursos.

—Y yo una mujer de poca paciencia con los embusteros —repliqué sentándome a su lado—. Así que será mejor que no intentes nada, porque estoy muy molesta. 

Levantó las manos, según él, fingiendo inocencia.

—Está bien, no quieres ser seducida. Lo entiendo.

Me crucé de brazos, esperando. A pesar de todo, no pude evitar que el corazón me latiera más rápido cuando se giró en mi dirección, con un brazo sobre el respaldo, y la otra en mi muslo.

Se quedó en silencio unos segundos. Su mirada se perdió en el fuego que crepitaba suavemente en una de las antorchas. La luz dorada le bañaba el rostro, haciéndolo ver cansado. No derrotado, pero sí distinto. 

—El orgullo de mi padre quedó algo herido cuando la guerra contra Cronos dejó en claro lo mucho que los necesitábamos, y más cuando tú y Percy pidieron sus recompensas —empezó, sin mirarme—. Se empezó a poner paranoico, tenía miedo.  

—¿Miedo de qué?

—De ustedes —respondió con un suspiro—. De los semidioses. Miedo a perder el control. Porque cuando Cronos resurgió, quedó en evidencia lo mucho que los necesitábamos. —Se inclinó hacia mí, la mano en mi pierna subió un poco, arremolinando parte de la bata—. Ganamos porque los semidioses se unieron. Porque nuestros hijos tomaron la iniciativa, arriesgaron sus vidas… porque un chico —una sombra cruzó su rostro—, un niño, un mocoso hijo de Poseidón, nada menos,  decidió que tenía derecho a exigirnos algo. A nosotros. Los dioses. ¿Puedes imaginar lo que fue eso para Zeus? Percy rechazó la inmortalidad. Nos dio una lista de condiciones. Nos dijo cómo teníamos que actuar. Y… lo hicimos. Durante un tiempo. Pero luego vinieron las dudas. El orgullo.

Asentí, en silencio. Conocía esa parte. Sabía que a los dioses no les gustaba que los desafiaran.

—¿Y entonces cerró el Olimpo?

—Sí. Zeus quiso volver a los "valores tradicionales". Que los dioses inspiraran miedo y respeto. Nos prohibió salir de aquí, y también responder cualquier intento de ustedes por contactarnos, nos alejó del mundo. Como si así pudiera evitar otro desastre.

—Y eso funcionó tan bien —ironicé.

—Evidentemente. —Me dio una sonrisa de lado. La mano en mi pierna se detuvo a medio muslo, y apretó. Bajé la vista y la volví a subir a su rostro. Actuaba como si no se diera cuenta lo que estaba haciendo—. Solo hizo que todo se pudriera más rápido. Empezamos a oír cosas. Movimientos bajo tierra de cosas que no deberían despertar. Y ahora… —hizo una pausa—, ahora sabemos que vienen los gigantes. No como antes. Esta vez… vienen con todo. Y no somos lo suficientemente fuertes solos. 

Se levantó de repente, como si la silla ya no pudiera sostener la gravedad de lo que cargaba, y se fue a la ventana. La brisa helada le despeinó un poco el cabello dorado.

—Zeus se niega a ver la realidad. Cree que puede mantener todo unido por fuerza. Pero estamos fracturados. Internamente. Entre los campamentos. Entre nosotros.

Me paré también y caminé hacia él.

—Dime la verdad —le pedí en voz baja—. ¿Cómo te sientes?

Negó con la cabeza.

—Yo estoy bien. En serio, solo son dolores de cabeza.

—Apolo…

—Estoy bien —insistió—. Tan bien que soy el que está a cargo. Los demás están fluctuando, yo no. 

—Pero…

—¿Sabes qué sí me hace daño? —Sus manos fueron a mi cintura—. No poder protegerte. Saber que estás en peligro y no te importa.

—No es que no me importe…

—Pero te importan más los demás —terminó por mí.

—Más o menos —murmuré.

—¿Y yo? ¿No te importo? —preguntó mirándome con dolor. 

—¿Qué?  ¡Claro que sí!

Rió, y fue una risa amarga que hizo que mi corazón se apagara por un segundo. 

—No parece. —Lo miré horrorizada. ¿De dónde venía este planteamiento?—. No lo parece porque te importa más todo el mundo, que el dolor que me podrías provocar si te pierdo.

—¡N-No… no es así! ¡Sí me importa! —exclamé—. No puedes estar diciéndome esto…

Su mano apretó mi cintura, sus ojos brillando con intensidad.

—Entonces demuéstrame que sí te importa. 

Me tembló el labio. Lo último que quería era que él sintiera que no lo amaba.

—¿Qué hago?

Una de sus manos subió por mi espalda hasta mi nuca. Sus dedos se enredaron en mi cabello.

—Quiero que antes de tomar una decisión estúpida que ponga en peligro tu vida, pienses en el daño que me harás. Porque aún no pareces comprender cómo son las cosas, Darlene. Soy un dios.  Un ser todopoderoso e invencible. Y la única que tiene el poder para hacerme verdadero daño eres tú. 

—¿Quieres que me quede aquí, encerrada, mientras afuera todo se desmorona?

—Sí. 

Me quedé congelada, sintiendo su aliento tibio en mi rostro, sus manos tan firmes y seguras en mi cintura como si intentaran anclarme, como si de verdad creyera que si me soltaba, me iría. Y tal vez… no estaba tan equivocado.

Tragué saliva. Las palabras me bailaban en la lengua, pero no encontraba el orden correcto. ¿Cómo se responde a eso? ¿Cómo se enfrenta algo así?

"Sí", había dicho. Sin vacilar.

Quería que me quedara encerrada. Aquí. Con él. Mientras allá afuera mis amigos, mis compañeros, mi familia, se enfrentaban a una potencial nueva guerra. 

Entendía su miedo, su deseo por mantenerme segura. Pero una pequeña vocecita en la parte trasera de mi cabeza me recordaba que, en cierta manera, era demasiado egoísta pedirme algo así. 

—¿Y si alguien me necesita? —pregunté en voz baja, incapaz de sostenerle la mirada mucho tiempo. Mi garganta se cerraba con cada palabra.

Él bajó una mano a mi mejilla, la acarició con tanta suavidad que sentí cómo me encogía por dentro.

—¿Y si yo te necesito? —replicó, como si mi duda hubiera sido una traición—. No quiero perderte, Dari. ¿Está tan mal eso?

Negué con la cabeza. 

—No, pero…

Dio un paso. apartándose de mí.

—Ya sé lo que debes estar pensando —murmuró, de una manera que me sino un poquito a reproche—.  Que estoy siendo egoísta.

—No. —Sí, pero no se lo iba a decir—. Es que…

—¿De verdad crees que quiero tener que pedirte esto? ¿Que me siento cómodo con la idea de pedirte que elijas entre todos… y yo? Pero no tengo otra opción. No cuando la alternativa es perderte. Estás enojada porque te traje aquí sin tu permiso y no quiero dejarte ir, pero tú también estás tomando una decisión que nos va a afectar a los dos y me estás dejando completamente fuera. 

Quise recordarle que la otra alternativa es que los dos acabáramos destruidos si Gaia ganaba, pero él continuó.

—Deja que los demás se encarguen. No eres la única que siempre debe estar en primera fila peleando.

Tal vez tenía razón. No era la única. 

Pero no estaba viendo el panorama completo.

Me amaba. Podía sentirlo en su mirada, en la forma en que temblaba cuando pensaba en perderme. Pero ese amor lo estaba encegueciendo. Lo hacía olvidar lo más importante: que si Gaia gana, no va a quedar nadie para amar.

Porque no se trataba solo de mí. Se trataba de todos. De los campamentos, de los dioses, de los mortales. Esta misión era parte de mi destino. Yo era una de los nueve. No podía quedarme atrás aunque quisiera. 

Apolo siempre había sido más corazón que razón, aunque finja lo contrario. Pero esta vez… su corazón lo estaba traicionando. Estaba dejando que el miedo tomara las decisiones, y eso no podía permitirlo. Porque soy una semidiosa. Y eso significaba algo. Se trataba de un propósito. Nacimos con una razón. Siempre la hubo. Siempre estuvo ahí, como un hilo invisible tirando de nosotros hacia el campo de batalla. No porque queramos la guerra, sino porque sabemos que si no peleamos, nadie más podrá hacerlo en nuestro lugar.

Porque si nosotros no hacemos algo, el mundo se sumiría en el caos.

Y necesitaba que lo entendiera. De alguna forma, tenía que hacerle ver que no estaba eligiendo a los demás en lugar de él. Estaba eligiendo a todos por él. Porque si este mundo se quiebra, si Gaia gana, entonces no quedará nada para ninguno de nosotros. Ni para mí. Ni para él. Ni para nadie.

«No quiero irme. Dioses, no quiero. Pero… no puedo quedarme».

—Tú me amas —dije en voz baja, apenas un susurro—. Y por eso quieres protegerme. Porque perderme sería insoportable para ti. Lo entiendo. —Me obligué a dar un paso adelante, aunque las piernas me temblaban—. Pero si tú me amas… entonces también tienes que entender que no nací para quedarme quieta mientras otros pelean. No soy solo tuya, Apolo. También soy hija del mundo en guerra que tú y los tuyos ayudaron a crear. 

Él apretó la mandíbula, girando apenas el rostro hacia la ventana. Pero no dijo nada.

—Los semidioses… nosotros nacemos de dioses y mortales. Somos la consecuencia de dos mundos que nunca terminan de entenderse —continué—. Y a veces, lo único que tenemos para justificar por qué existimos, es esto: la lucha. El campo de batalla. El riesgo. La gloria. El mundo nos necesita. No puedo darles la espalda, porque si lo hago, entonces no sería la persona de quien te enamoraste. 

Se quedó en silencio por unos segundos.

Yo también. Esperando. Con el corazón en la garganta. Con cada segundo que pasaba sin una respuesta, me parecía como si el Olimpo contuviera la respiración conmigo.

Entonces rió.

Pero no fue una risa alegre. Ni una de esas sonrisas llenas de encanto con las que solía desarmarme. No. Esta fue una risa baja, amarga, seca como las brasas que se apagan sin haber calentado nada.

Una risa sin gracia.

—Claro que sí —dijo, casi para sí mismo—. Por supuesto que dirías eso.

Me congelé. Tenía los ojos brillantes, no de emoción, sino de algo más oscuro. Como si la sombra de una verdad que nunca quiso admitir lo envolviera de repente.

—Tienes razón —agregó en voz baja—. No darle la espalda a nadie que te necesite, esa eres tú. Y así me enamore de ti, con tu alma dulce, bondadosa y abnegada. Pero tú te enamoraste de mí sabiendo cómo soy. —Su voz estaba impregnada de algo entre cinismo y resignación—. Desde el principio. Nunca lo escondí. Por más que hayas intentado humanizarme, por más que te hayas aferrado a la idea de que hay algo en mí que puede cambiar…por más que yo haya querido cambiar para ser mejor para ti, este soy el verdadero yo. No un mortal con corazón de oro. No un héroe capaz de caer la vida por lo que es correcto como los chicos con los que estás acostumbrada a tratar. Soy un dios. Y los dioses somos egoístas, pérfidos y crueles. 

Se acercó un paso, los ojos fijos en los míos.

—No fuimos hechos para ceder. Ni para sacrificarnos. No tenemos ese impulso noble que los hace correr directo al peligro. Nosotros calculamos, gobernamos, traicionamos, poseemos, destruimos. Esto es lo que soy, y si tengo que escoger entre salvar al mundo o mantenerte viva, Dari… —Hizo una pausa. Cerró los ojos. Y cuando los abrió de nuevo, ya no había duda en ellos— …El mundo puede arder.

Me temblaron las rodillas. Tuve que dar un paso atrás.

—No me importa ser recordado como egoísta. No me importa si la historia dice que abandoné a la humanidad. —Sus ojos ardían con un brillo profundo, como el del sol en pleno eclipse—. Porque si eso significa que tú vives… entonces que los bardos canten sobre mi crueldad durante mil generaciones. Que los mortales sufran, que los dioses se extingan, que el Olimpo se derrumbe en ruinas. No me importa. 

No sabía si llorar o gritar. Mi cuerpo se debatía entre correr hacia él o salir por esa puerta.

—Apolo… —susurré, pero no sabía qué quería decirle. Solo su nombre. Como si decirlo pudiera detener el temblor, el dolor, la grieta.

Él dio un paso hacia mí, y luego otro. Lo vi luchar por mantener el control, por no decir algo que no pudiera retractar. Pero ya estábamos más allá de ese punto.

Alzó la mano, con los dedos temblando, y los llevó a mi rostro. Me rozó apenas la mejilla, como si temiera que pudiera desvanecerme. Sus ojos —dioses, esos ojos— tenían la misma desesperación de una estrella a punto de apagarse.

—Que el destino no permita que la muerte te toque otra vez. Porque ese día, la muerte tocará a toda la humanidad.

La idea era subir este capítulo ayer por el cumple de Dari, pero me estubo costando muchísimo terminarlo. Quiero agradecer a -sabricult y
PRWhitehallow que me ayudaron hoy a orientarme para poder terminarlo. Muchas gracias chicas. 💖

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top