001.ᴍʏ ʙᴏʏꜰʀɪᴇɴᴅ ᴋɪᴅɴᴀᴘꜱ ᴍᴇ

ᴍɪ ɴᴏᴠɪᴏ ᴍᴇ ꜱᴇᴄᴜᴇꜱᴛʀᴀ

(Le dicen el Romeo griego)

APOLO TENÍA EL SENTIDO DE PROTECCIÓN MÁS TÓXICO DE TODOS.

Me desperté en la que creí era la habitación privada de su templo en el Olimpo. Había dormido muchas veces ahí, tantas que ya prácticamente era también mi habitación.

Me froté los ojos, me sentía un poco atontada. Bostecé. Miré por la ventana. Era de día.

«¿Qué pasó?» pensé apartando las mantas.

El suelo se sentía tibio. Estaba usando un camisón de seda blanco, suave como el agua entre los dedos, bordado con hilos dorados en el dobladillo. No recordaba habérmelo puesto. No recordaba... nada.

Tragué saliva. Algo no estaba bien.

La habitación parecía más lujosa que de costumbre. Las cortinas eran nuevas, de un tono marfil que caía como cascadas desde el techo abovedado. Una fuente de cristal cantaba bajito en la esquina, con pétalos de rosas flotando en el agua. El aire olía a jazmín y vainilla, y el calor era justo, como si todo se hubiera regulado para que yo no sintiera ni una pizca de frío.

Era parecida, sí. Demasiado parecida. Pero no era la misma.

Me acerqué a la puerta, pero antes de que pudiera tocarla, esta se abrió sola. Tres chicas entraron,  una de ellas y la que lideraba la comitiva era Meleis, iban con sonrisas cálidas que no lograban ocultar del todo el nerviosismo en sus ojos.

—Buenos días, mi señora —dijo Meleis, bajando la mirada—. Es un placer volver a verla. Estas son Keane y Arise —Señaló a la de la izquierda y luego a la de la derecha. Esta última, la reconocí de inmediato como la aura que me recibió en el templo de mi padre—. Nuestro señor pensó que quizá le gustaría tener a alguien de la corte de su señor padre. 

—El señor Apolo pidió que tuviera todo lo que necesitara. Hemos preparado un baño en el jardín termal para usted. El agua ha sido bendecida por el propio dios. Luego puede desayunar en la terraza privada —añadió Aire, como si recitara algo ensayado.

—¿Dónde está él? —pregunté, aún procesando lo que estaba pasando.

—En una reunión del Consejo —respondió Keane—. Pero vendrá a verla en cuanto termine.

Fruncí el ceño. Había algo muy raro en todo esto. Las sonrisas forzadas. Los nervios. El diálogo mecánico. Meleis ya me conocía, pensé que éramos amigas, pero ahora parecía aterrada, igual que Arise. Y ninguna me miraba a los ojos. 

—De acuerdo —murmuré, confundida—. Entonces…creo que tomaré ese baño. 

Las chicas me escoltaron en silencio por los pasillos. Meleis iba al frente, caminando con una elegancia casi robótica. El mármol del piso estaba más brillante que nunca, como si lo hubieran pulido durante horas solo para esta ocasión. 

El jardín termal era un pequeño paraíso oculto entre columnas, lleno de árboles cítricos, fuentes y enredaderas. El vapor se elevaba como niebla encantada sobre el agua clara, que olía a lavanda y a algo dulce que no lograba identificar.

—Puede quitarse el camisón, señora. Le prepararemos un vestido digno de usted para cuando salga —dijo Arise con voz suave, casi inaudible. 

¿Digno de mí? A mi la ropa me gustaba mucho, pero no consideraba que hubiera tal cosa como “digna de alguien”.

—Gracias —respondí con más brusquedad de la que pretendía—. Puedo sola. 

No quería sonar grosera, pero su actuar robótico me estaba poniendo muy nerviosa.

Las tres hicieron una leve reverencia y se retiraron a una distancia prudente, detrás de una celosía de mármol tallado. Aun así, sabía que no me quitaban los ojos de encima. Como si no confiaran del todo en mí. 

«¿Qué carajos?».

Me metí en el agua y el calor me envolvió de inmediato, relajando mis músculos tensos. Quise disfrutarlo. Quise cerrar los ojos y dejarme llevar. Pero no pude.

Había algo realmente mal en todo esto. He estado cientos de veces aquí. He interactuado con los sirvientes de Apolo todas las veces. Y nunca los había visto tan aterrorizados como ahora.

Miré mis manos bajo el agua. ¿Qué estaba pasando?

No me podía quedar mucho tiempo, tenía que verlo y decirle que me iría de regreso. No podía quedarme aquí.

Me levanté del agua y de inmediato Meleis se acercó con una bata muy mullida y suave. Me guiaron de regreso a la habitación. 

Me quedé helada al entrar. Había al menos otras diez chicas allí. Todas alineadas una al lado de la otra, en sus manos cargaban almohadones con joyas, perfumes, productos para el cabello, vestidos, zapatos.

En cuanto me vieron, se inclinaron al unísono. Ninguna levantó la mirada. Ni siquiera por un segundo. Parecían piezas de ajedrez perfectamente alineadas, sosteniendo almohadones con perfumes, vestidos, joyas, como si fueran ofrendas para una diosa que no habían elegido servir.

—Vamos a ponerla muy hermosa, señora —dijo Keane, con una sonrisa nerviosa que no le llegaba a los ojos.

La miré. Apenas un segundo, pero fue suficiente para que su voz temblara.

—¡U-Usted es hermosa! —corrigió de inmediato—. N-No quise decir que no lo sea, quise decir que…

—Está bien —interrumpí con una risa que sonó más como un suspiro contenido. No había humor en ella, pero fingí. Fingí por ellas, porque ya parecían demasiado aterradas como para aquello también las hiciera sentir peor—. No dijiste nada malo.

Giré la mirada hacia las demás. Todas quietas. Todas calladas. Todas evitando mis ojos como si mirarme fuera peligroso.

—¿Es realmente necesario tantas personas? —pregunté. Ya no lo dije por curiosidad. Lo dije por límite. No estaba del todo segura de querer tener a tantas personas cerca,  con sus manos sobre mí en ese momento.

—El señor nos dio la orden clara de que debía ser tratada igual que una reina —explicó Meleis, sin levantar la mirada. Su voz sonaba tan vacía como las sonrisas de las demás—. Debemos asegurarnos de que hasta el más mínimo detalle quede perfecto.

Me quedé quieta. 

Otras veces, me he arreglado con ayuda de Arise o de Meleis, pero nunca con tantas personas ocupadas de mí. Soy bastante independiente y tengo claro el estilo que me gusta, no necesito ayuda. Pero la manera en que Meleis me miraba, como tratando de decirme: Por favor, solo déjanos hacerlo. No digas nada. 

Mi respiración se volvió lenta, pesada.

«No es su culpa. No es su culpa. No es su culpa», me repetí mientras el calor me subía por la nuca como una llama.

No podía descargar mi furia sobre ellas. No tenían la culpa de que mi novio fuera un bruto.

Pero estaba tan cansada de fingir que no me estaba incendiando por dentro.

—Claro —murmuré. Cada sílaba me rasgó la garganta—. Como digan.

Me senté frente al espejo de cuerpo entero. La silla, acolchada de terciopelo celeste, era cómoda, sí, pero el contacto con ella me hizo sentir atrapada. Como si, al apoyarme, hubiese cedido algo de control.

Las manos de las chicas se movieron sobre mí con precisión sincronizada. Una desenredaba mi cabello con dedos tan suaves que casi ni los sentía. Otra me masajeaba los hombros con aceites cálidos y perfumados. Otra más pintaba mis uñas con delicadeza quirúrgica. Me tocaban como si fuera frágil. Como si con un solo movimiento en falso pudiera romperme.

Y la verdad… no estaban tan equivocadas.

Durante una hora, trabajaron en silencio. Cualquier intento mío por conversar, moría al instante. Un murmullo. Un “sí, señora”. Un “como usted desee”. Ni risas, ni charlas banales como otras veces. Nadie preguntaba o comentaba nada, si había nuevos chismes del Olimpo, ni siquiera si quería el peinado suelto o recogido. Todo se hacía en automático.   Era como si no estuvieran peinándome a mí, sino arreglando una estatua. A una muñeca preciosa que debía verse perfecta para alguien más. No para mí.

Mi mandíbula dolía de tanto apretarla.

¿Dónde estába Apolo? ¿Qué estába pasando?

La rabia iba subiendo como una marea caliente. Al principio era solo una punzada. Luego, un calor en el pecho. Después, una vibración en los dedos. Pero aún así, me quedé quieta. 

Me giraron en la silla.

—Hemos terminado, señora —susurró Arise, y en un gesto bien ensayado, extendió ante mí una serie de vestidos. Todos más brillantes, más costosos, más recargados que los anteriores.

Sedas bordadas con constelaciones, túnicas que parecían hechas de estrellas fundidas, capas con el brillo del alba. 

—Puede escoger el que desee —añadió en voz baja.

No quería ser descortés, pero todo era muy raro. Nunca había habido tantos preparativos cuando estaba aquí. Apolo me dejaba arreglarme a mi antojo y si quería solo quedarme en pijama, él se ponía uno también. 

Inspiré hondo, intentando calmar el temblor en mis dedos.

—¿Puedo preguntar algo? —rompí el silencio. Nadie respondió—. ¿Cuánto tiempo estuve dormida?

Meleis se tensó. 

—Una semana —respondió con voz baja.

Sentí como si el suelo se me abriera bajo los pies.

—¿Qué? —Mi voz sonó hueca, pero temblaba por dentro. Como una bomba mal contenida.

—Fue necesario —intervino Arise, apresurada—. El señor dijo que... que necesitaba descansar, que sufrió muchas heridas en la misión y que no estaba recibiendo el debido cuidado.

—¡No estaba herida! —espeté, poniéndome de pie tan rápido que la silla cayó hacia atrás. Las chicas retrocedieron instintivamente. El aire se volvió más denso, como si mi aura, sin control, estuviera comenzando a expandirse—. ¡Mis heridas ya estaban curadas! ¿Por qué dormí una semana? ¿Qué me hicieron?

—¡Nada! —gritó Arise, y el temblor en su voz fue tan sincero que me dolió. Todas se sobresaltaron. Algunas tenían lágrimas en los ojos. Otras se abrazaban los brazos como si temieran que alguien las fuera a golpear—. ¡Lo juro, señora! No hicimos nada. Solo… seguimos órdenes.

Esa frase.

Esa maldita frase.

“Solo seguimos órdenes”.

«¿Qué diablos estás haciendo, Apolo?»

La habitación tembló. El espejo detrás de mí se empañó, no por el vapor, sino por la energía que comenzaba a escaparse de mí. Amor, miedo, furia, tristeza: todo mezclado en un aura que amenazaba con tragárselo todo.

—Quiero verlo. Ahora —dije. No grité. No lo necesitaba. Mi voz estaba hecha de cuchillas.

Meleis se encogió.

—Está en el Consejo, mi señora… no podemos…

—Pues alguien va a tener que hacerlo —espeté, y caminé hacia la puerta, sin importarme que iba descalza, sin importarme que la vaya se me había abierto ligeramente. Me importaba un carajo.

Necesitaba verlo. Necesitaba una explicación. Y si no me la daba, el Olimpo entero iba a escucharme.

Una de las chicas corrió por delante de mí, bloqueándome el paso. 

—Por favor, señora —dijo, llevándose una mano al corazón—. Él se va a enojar si…

—¡Por favor, señora! Él… él se va a enojar si…

—¡QUE SE ENOJE! —Estaba cansada y exploté. Fue una onda invisible, brutal, cargada de emoción desbordada. El aire vibró. De inmediato, las botellas de perfume sobre la mesa estallaron en mil pedazos. Los frascos de cristal saltaron por los aires con un sonido agudo y seco, y las copas decorativas colapsaron en astillas.

Las chicas gritaron. Algunas se cubrieron la cabeza, otras cayeron de rodillas con las manos temblando y llorando. Nadie resultó herida, pero el terror en sus rostros era más cortante que cualquier esquirla.

Arise y Meleis fueron las únicas que a pesar de estar igual de aterradas se mantuvieron de pie.

—Por favor… —murmuró Meleis—. No lo enoje.

La miré. Había miedo en su rostro. Miedo de verdad. No miedo a mí.

—¿Qué te hizo? —pregunté, con la voz ronca por la rabia contenida.

Negó con la cabeza, pero su labio inferior tembló apenas. 

—Los dioses…no están siendo ellos mismos. No le recomiendo hacerlos enojar ahora mismo, pueden tener reacciones impropias a los que usted conoce.

Mi rabia se dobló sobre sí misma. Por el repentino secuestro. Por su ausencia. Pero no era solo por mí. Era por ellas. Por todo lo que no me habían dicho. Por el temblor en sus voces. Por las lágrimas contenidas.

 Apolo no me haría daño. Si algo había en él, era una necesidad desesperada de protegerme, de mantenerme a salvo. Sí, a veces era demasiado. Pero esto… esto era otra cosa. 

A mí no me haría daño, pero a ellas nada les aseguraba su seguridad. O al menos, no lo haría si yo se lo pedía, pero ellas no lo sabían. 

Bajé la mirada hacia mis pies descalzos sobre el mármol. Respiré. Dos veces. Tres.

—Está bien —murmuré, dando un paso atrás—. Esperaré.

El suspiro colectivo de las chicas fue un lamento. Algunas cerraron los ojos. Otras se llevaron la mano al pecho.

—Pero no quiero seguir con esto —añadí, apartando los vestidos—. Estoy bien así.

Nadie protestó.

Salí a la terraza, y ahí estaba el desayuno. Una mesa larga, cargada de frutas frescas, panes dorados, leche con miel, y muchos platos con mi comida favorita, y también algunas que no había probado nunca.

Me senté a la mesa. No tenía hambre pero decidí seguirles el juego por un momento con tal de mantenerme bajo control. Empecé a comer en silencio. Tenía tanto en qué pensar que al mismo tiempo estaba en blanco. Resolví la comida en el plato. No quería discutir con Apolo, lo extrañaba muchísimo, pero no podía simplemente secuestrarme y encerrarme en el Olimpo cuando abajo estábamos al borde de otra guerra. 

En ese momento, las cortinas que separaban el jardín del interior se abrieron de par en par y una luz tan intensa como el mediodía cayó sobre mí como un reflector.

—¡Buenos días! —exclamó, con los brazos abiertos y una sonrisa de catálogo. El resplandor que lo rodeaba era tan ofensivamente brillante que tuve que cerrar los ojos con fuerza.

Tuve que cubrirme los ojos, gruñendo entre dientes. Detrás de mí escuché quejas de dolor.

—¡Apolo, por todos los dioses, para! —me quejé, girando la cabeza—. ¿Estás tratando de dejarnos ciegas? ¡Para! ¡Es demasiado brillo!

Hubo un resoplido molesto, seguido del apagón de esa luz absurda. Parpadeé, intentando ajustar la vista. Ya no estaba frente a mí.

Sus manos se posaron en mis hombros, con esa suavidad tibia que parecía tan encantadora… y que ahora me irritaba mucho.

—¿Dormiste bien, amor mío? —susurró con descaro, inclinándose para besarme el cuello.

Me giré bruscamente, apartándome de su contacto con un manotazo seco.

—Ni se te ocurra —espeté.

Me sonrió, levantando las manos en alto con su cara de niño inocente que no le creía ni un poco. Estaba impecable como siempre: el cabello brillante y perfecto, la túnica cayendo con gracia milimétrica. Tan peligrosamente convencido de que estaba haciendo lo correcto.

Se sentó a mi lado, sosteniendo mi mano y viéndome con tanto amor que me sentí mal de tener que discutir. Pero él se lo había buscado.

—Te has pasado —solté entre dientes—. Me dejaste inconsciente y en secuestrastre. ¿Qué demonios te pasa? Creí que ya habíamos dejado atrás lo de llevarme por ahí sin mí consentimiento.

Entonces hizo algo que me molestó aún más. Una mueca cansada. Una mueca como si yo fuera una niña haciendo rabieta por haberse quedado sin postre.

—Darlene, por favor… no dramatices. Estabas agotada, confundida, lastimada. Solo necesitabas descansar. No tienes que convertir todo en una tragedia —dijo con ese tono suave que me daban ganas de gritar.

—¿Que no dramatice? ¡¿Es en serio?! ¡Me secuestraste!

Él soltó una risita que me heló la sangre. Se inclinó más cerca, sus dedos acariciándome la mano con ternura calculada.

—Estás a salvo aquí, amor. ¿No lo ves? Aquí nadie podrá hacerte daño. Aquí estás donde siempre debiste estar.

Sus ojos brillaban con un orgullo ciego. Orgullo por su obra. Por haberme encerrado en esta jaula dorada.

—Apolo, estaba bien —escupí la palabra, pero él la desvió con un gesto despreocupado, como si no importara lo que dijera.

—Crees que lo estabas. Pero estabas al límite, agotada, rodeada de peligros. No podía seguir viéndote así. Yo sé lo que es mejor para ti.

No podía creerlo. De verdad me estaba diciendo que él sabía mas lo que era mejor para mí.

Lo miré, furiosa, el pecho subiéndome y bajándome de la rabia contenida.

—Apolo, no puedo quedarme, tengo que volver para la misión —discutí y él lo descartó con un gesto de la mano—. y me has traído aquí, sabiendo que Zeus… —Lo miré fijo, dándome cuenta—. Zeus.

Lo vi tensarse, apenas. Pero la sonrisa no se le borró del rostro. Simplemente parpadeó, como si no entendiera el problema.

—¿Qué pasa con él? —preguntó tomando una uva.

—¿Cómo vas a esconderme de Zeus? Él no sabe ni que te fuiste, menos para traerme. 

Masticó la uva en silencio. Tomándose todo su tiempo.

—Zeus no tiene por qué enterarse —dijo con una dulzura venenosa—. Al menos, no aún. Él… no está en su mejor momento ahora mismo.

—¿Por lo de los romanos? —pregunté, tanteando. 

Apenas dije eso, algo cambió en su rostro. Fue un segundo, una sombra, un parpadeo de incomodidad, como si lo hubiera pinchado en una herida mal curada. Cerró los ojos con fuerza. Su mano, que sostenía la mía con ternura, ahora la apretaba como si no pudiera calcular su propia fuerza.

—¿Estás bien? —pregunté, frunciendo el ceño.

—Claro —respondió, forzando una sonrisa—. Solo… un pequeño dolor de cabeza.

Pero no era un simple dolor. Lo vi llevarse los dedos a las sienes, presionando con desesperación, como si necesitara sostener su cráneo para que no se partiera en dos. Ya no brillaba tanto. Su piel, antes como oro bajo el sol, se veía más pálida, más humana. Se obligó a masticar otra uva, pero su mandíbula parecía tensa, como si hasta eso le doliera.

—Apolo —dije en voz baja—, ¿qué está pasando?

—Nada —soltó con rapidez. Me hizo un gesto con la mano y se giró hacia todos los demás. Me había olvidado que no estábamos solos—. Retírese. 

La terraza se vacío en menos de un minuto. Me quedé en silencio un momento, viendo cómo los últimos pliegues de las túnicas desaparecían tras las columnas. Y entonces lo enfrenté.

—¿Qué te pasa?

—Por favor, no menciones ese tema. Eres griega. Tu presencia me ayuda a mantenerme… estable. Pero si empezamos a hablar de eso… si lo invocás… lo atraés. Ya viste lo que pasó con Boreas cuando lo llamaron con su otro nombre.

Me miró con una súplica que me descolocó. No porque Apolo no supiera pedir, sino porque esa mirada no era suya. No estaba sola  con Apolo. Él tampoco estaba solo en su cuerpo.

—Estás... dividido —susurré, más para mí que para él.

Apolo alzó una ceja, como si mi observación fuera algo adorable. Sonrió con cansancio, pero no de esos sinceros. Era una sonrisa hueca, disfrazada de escudo.

—Estaré bien, a diferencia de los demás, yo no tengo problema en controlarlo — dijo con tal certeza que me fue difícil no creerle—. Solo es un molesto dolor de cabeza. Febo no tiene especial interés en nada. Soy el único que está en su mejor momento. —Su voz recuperó ese tono altanero que usaba cuando quería hacerme sentir que todo estaba bajo control.

Volvió a reclinarse, y tomó otra uva, como si no acabara de apretar mi mano hasta casi romperla.

—Deberías ver a los demás —dijo con una media sonrisa—. Yo, al menos, sigo siendo el más brillante del salón.

Su intento de broma se estrelló contra mi silencio.

Me crucé de brazos, hirviendo por dentro, pero tragándome el grito. Respiré hondo. Una. Dos veces. Pero cuando volvió a tocarme, esta vez rozándome la muñeca con la punta de los dedos como si pudiera calmarme con una caricia, exploté.

—¿Y eso te parece justificación suficiente para encerrarme aquí?

Su mano se detuvo. 

—No empieces con eso  —resopló, con condescendencia—. No hice nada que tú no hubieras hecho tú por mí si las cosas fueran al revés.

—¿En serio? —Mi voz tembló de ira—. ¿Tú crees que yo te hubiera quitado la capacidad de elegir? 

Él suspiró. Largo. Cansado. como si estuviera tratando de explicarle a una niña por qué el sol sale por el este.

—Darlene… no estás viendo todo el cuadro. Se acerca otra peligrosa guerra, y no voy a arriesgar tu vida.

—Eres mi novio, no mi duelo para decidir esto —me levanté de golpe, y la silla crujió al caer hacia atrás.

Me miró con una calma que me sacó aún más de quicio. Esa calma suya, tan celestial, tan brillante y perfecta, que podía hacerme dudar de todo... incluso de mis propias razones.

Él también se levantó, lento, sin perder la compostura. 

—Por todos los dioses, mujer... ¿Por qué tienes que ser tan jodidamente terca? —dijo de repente, tomándome el rostro entre las manos y acarició mis labios con los suyos—. Te amo. No sabes cuánto. ¿Eso es tan difícil de entender? ¿Qué tiene de malo querer protegerte?

—¡Todo! —grité, apartándolo—. No puedes encerrarme y luego justificarlo con amor. 

Él se inclinó hacia mí, y algo en su expresión cambió. La mandíbula se tensó. El brillo en sus ojos dejó de ser cálido.

—Ya lo hice. —Su voz se volvió más dura, más fría. 

No había rabia. No todavía. Solo un desconcierto punzante que me dejó en blanco.  

Retrocedí lentamente, lo justo para poder verlo a los ojos.  

—¿Qué significa eso? —pregunté, aunque ya temía la respuesta.  

Su silencio fue peor que una confesión. Siguió ahí, inmóvil, con esa expresión de calma, esa mirada tan segura de que estaba haciendo lo correcto, tan convencido de que él —y solo él— podía protegerme del mundo. 

—Significa lo que escuchaste —dijo, cortante—. No vas a salir de aquí hasta que esté seguro de que estás a salvo.

El silencio que siguió me dolió más que cualquier grito. Me temblaban las manos, no de miedo… sino de furia. De traición. Una traición suave, disfrazada de ternura. La peor clase.

Que él pensara que si lo hacía con cariño, entonces estaba bien. Que podía encerrarme con lujos, sirvientes, vestidos de ensueño, joyas y su cariño, y yo iba a aceptarlo porque “lo hacía por amor”.

—Entonces ya no importa lo que yo quiera, ¿no? —pregunté con la voz tan baja que casi no era mía—. Ya no importa si quiero luchar, si creo en algo, si quiero arriesgarme. Tú decides. Tú firmas. Yo obedezco.

Él abrió la boca para responder, pero levanté una mano para detenerlo.

—¿Qué parte de mí pensaste que se rendiría si me dabas todo esto? ¿Qué parte creíste que podías comprarme?

—No te estoy comprando —respondió—. Te estoy cuidando.

—¡No necesito que me cuides! —espeté—. Necesito que estés a mi lado y me apoyes. No que decidas por mí. ¡Necesito que me respetes!

Los dos respirábamos con dificultad. Hubo un silencio incómodo, como si incluso el Olimpo contuviera el aliento.  

Se inclinó más cerca, casi rozando su nariz con la mía.

—Y yo te necesito viva. ¿Quieres enojarte y tirarme cosas? Hazlo. ¿Quieres gritarme y no dirigirme la palabra? Adelante. No voy a cambiar de decisión. Aceptaré las consecuencias si me odias, pero prefiero tenerte a mi lado y a salvo que no tenerte jamás.

Me sostuvo la mirada como si acabara de pronunciar una sentencia divina. Luego, simplemente se dio la vuelta y se marchó de la terraza.

Se me subió la sangre a la cabeza. 

—¡No te atrevas a dejarme hablando sola! —grité corriendo detrás de él. Me costó alcanzarlo, Apolo tenía piernas largas y fuertes y yo apenas le llegaba a los hombros—. ¡Apolo! ¡Detente!

Y lo hizo. Se detuvo. De golpe. Giró tan rápido que casi me estampo contra su pecho, y sus manos me sujetaron por los brazos antes de que pudiera perder el equilibrio. Tenía los ojos encendidos, más dorados que nunca, como si el mismísimo sol lo estuviera quemando desde dentro.

—¡¿Qué quieres que diga, Dari?! ¡¿Que me siento un monstruo por hacer esto?! ¡Lo sé! ¡Pero lo volvería a hacer! 

Me quedé congelada. Él respiraba agitado, No había máscara esta vez. No había perfección. Solo rabia y dolor. Y por un instante, solo un instante, vi al hombre detrás del dios.

—No tienes idea de lo que es ver a la persona que amas arriesgar la vida una y otra vez, mientras tú... tú estás condenado a verla sangrar, caer, quebrarse, romperse sin poder ayudarla. —Su voz se quebró un segundo, y esa grieta me dolió más que cualquier grito—.  ¿Y yo? Yo estoy condenado a mirar. No quiero ser un dios si significa verte muerta. 

—Apolo, yo…

—Tuve que permanecer aquí, encerrado, mientras te veía ser herida una y otra vez. ¿Tienes idea de cuantas veces pudiste haber muerto por esos golpes en la cabeza? ¿Y cuando Minos te hizo estatua? ¿O las dos veces que caíste desde ese dragón? Y no me digas que no había peligro porque tenías tus alas, porque una de esas veces te dispararon. ¡Te rompiste las costillas peleando contra los gigantes! ¡¿Y si no tenías tanta suerte con Boreas o con Eolo?! ¡¿Y Quione?! ¡Has estado al límite toda la jodida misión! —bramó haciendo estremecer el palacio hasta sus cimientos.

Sentí un nudo en el estómago al escuchar cómo su voz sacudía los muros del palacio. El suelo tembló, y el aire se llenó de esa furia solar que solo él sabía desatar.

—Thanatos ya te lo dije, no tendrás una tercera oportunidad. ¡Si algo te pasa, será definitivo! —rugió, aferrándome las muñecas con tal fuerza que debería haberme hecho daño, pero no lo hacia, aún así de enojado, seguía manteniendo el control—. ¡No quiero vivir con el miedo constante de perderte!

No pude sostenerle la mirada. Tragué saliva. Sentía el cuerpo temblando.

 —Lo sé… —murmuré.

—¿Lo sabes? —exclamó, inclinándose sobre mí—. ¡No tienes idea! ¿Tienes realmente idea de qué es sanarte cada vez? ¡¿De tener que soportar ver tus alas rotas, tus huesos fracturados, tu sangre en mis manos?! ¡Ver tu pecho apenas moverse y preguntarme si vas a volver a respirar! ¡Y después… verte levantarte como si nada, lista para romperte otra vez!

Las lágrimas me picaban en los ojos. No por lo que decía. Sino por la forma en que lo decía. Como si cada palabra fuera una puñalada que se daba a sí mismo.

—Yo solo… quiero ayudar. No quiero que nadie más sufra.

—¿Y tú no cuentas? Sé que buscas cuidar a todos, pero no tienes el mínimo respeto por tu vida. ¡Y no es solo a mí! ¿Qué le diré a tu madre, a tu abuelo? ¡Eres todo para nosotros! ¡¿Te importa acaso el daño que le harás a ellos si algo te pasa?!

Sus ojos, tan dorados y brillantes, se clavaron en mí con acusadora intensidad. Sentí las lágrimas quemando mis párpados.

—Yo…no…no es mi intención, solo…—dije, tirando de las manos que me aprisionaban—. No quiero hacerles daño…

Levantó la voz, desesperado:

—¡Entonces, maldita sea, deja de ponerte en peligro! —Se cortó un segundo, la sangre le palpitaba en las sienes—. ¡No quiero perderte!

Un silencio violento se cernió entre nosotros. El viento se detuvo, las hojas dejaron de susurrar. Moví las muñecas levemente y aflojó su agarré lo suficiente para que me acercara sin soltarme del todo. Di un paso hacia él, no sabiendo qué decirle para aliviar sus miedos, pero que entendiera.

—Encerrarme no va a resolver nada.

Su expresión cambió. De dolor a determinación. Me empujó suavemente contra la pared más cercana. No con violencia, sino con una necesidad urgente. Puso las manos a cada lado de mi cabeza, enmarcándome.

—No voy a dejarte ir —susurró. Su voz ya no temblaba. Estaba hecha de acero—. Si quieres intentar escapar, hazlo. Encontrarás que tal como están las cosas por aquí, no te será tan fácil. —Se acercó tanto a mis labios que estaba segura que si me ponía en puntas de pie, podría besarlo—. Ninguno de los Olímpicos va a moverse sin mi aprobación. No mientras yo sea el más estable, y sin mi padre disponible, ninguno de ellos se atreverá a hacerme enojar. 

Lo observé atónita. No podía comprender en qué momento se había vuelto tan posesivo, es decir, sí. Sabía que lo era, pero hasta entonces nunca había llegado a este extremo.

—No puedes hacerme esto.

—Pruébame —dijo, inclinándose más. Escuché un crujido, sus manos rompieron el mármol detrás de mí como si fuera papel—. Intenta escapar, verás que no hay salida. Hazlo, ponte en peligro una vez más y te juro que te ataré a mi cama si es necesario. Es tu decisión.

Tragué saliva. Sabía que lo decía en serio. Cada fibra de su cuerpo lo gritaba.

Sonrió. Sus dedos rozaron mis labios, lentos, ardientes.

—Dentro del Olimpo puedes hacer lo que quieras. Lo que sea. No voy a prohibirte nada… salvo dejarme.

Me soltó. Dio un paso atrás. Su mirada seguía fija en mí unos segundos, antes de alejarse por el pasillo. Dejándome sola, aturdida y con las piernas temblando.

Estoy igual de ansiosa con esta historia como ustedes de leerla, que preguntaé en el canal si les gustaría que subiera este capítulo medio como adelanto pequeño.

Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top