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ᴠᴇʀꜱɪᴏɴ ᴇxᴛᴇɴᴅɪᴅᴀ ᴅᴇʟ ᴄᴀᴘ 56
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APENAS FALTABA UNA HORA PARA EL AMANECER Y AHÍ ESTABA YO, VIENDO A MI NOVIO DISCUTIR CON EL SEÑOR D.
—No puedes llevártela siempre que te de la gana —se quejaba el señor D.
Estaba sentado en su sillón con una taza de café extra negro en la mano. Tenía los ojos rojos y usaba la camisa que le regalé en Navidad: naranja con racimos de uvas con sonrisas.
—Puedo y lo haré. Lo hago todo el tiempo —dijo Apolo de pie a mi lado.
Quirón los miraba sin mucho ánimo.
—¡O está todo el año o solo en verano, y si esta en verano no puede irse sin una misión! —exclamó Dioniso—. ¡No puedes seguir rompiendo las reglas solo para llevar a pasear a tu noviecita!
—¡Soy el patrón del Campamento! ¡Yo fundé este lugar! ¡Dile, Quirón!
El centauro miró a Apolo, luego a Dioniso.
—Eh...sí, técnicamente lo fundó él.
—No me importa, yo soy el director y Darla está bajo mi cuidado, no puedes llevártela porque sí.
—Será solo un día, por la noche la traeré de regreso y no le pasará nada.
Miré a Apolo, que estaba de pie con los brazos cruzados, su expresión más desafiante que nunca. Aunque siempre parecía relajado y confiado, cuando se trataba de mí, su tenacidad era inquebrantable. Pero a Dioniso no lo impresionaba.
—Eso es lo que dijiste la última vez —resopló el señor D, entrecerrando los ojos—. Y al final, te la llevaste tres días y tuve a Eros gritándome por una hora.
—¡Fue un pequeño inconveniente! —protestó Apolo, su tono ligeramente defensivo—. Además, ella disfrutó el viaje, ¿verdad, amor?
Me miró sonriendo y me reí.
—Sí.
Me había llevado a nadar con delfines en Australia. Había sido hermoso.
Quirón dejó escapar un suspiro pesado, como si estuviera cansado de ver la misma discusión una y otra vez. Dioniso se frotó las sienes, evidentemente frustrado.
—Sabes qué —dijo Dioniso—, Llevátela, pero si Eros vuelve a aparecer por aquí echando humo porque su hija ha desaparecido otra vez, no me pienso encargar yo. Te tiro de cabeza al fuego.
Apolo rodó los ojos, pero noté que su expresión se suavizó ligeramente. Sabía que tenía que ceder un poco si quería evitar una pelea mayor, pero también era muy testarudo cuando se trataba de nosotros.
—Como si me importara lo que mi suegrito tiene que decir.
—Oye —lo reprendí golpeándolo en el brazo y él me envió un beso volador.
—Vamos, preciosa. Tenemos un largo día por delante.
No esperé a que Dioniso o Quirón agregaran algo, me tomó de la mano y me arrastró hacia afuera y luego a la salida del campamento.
—¿A dónde vamos? —pregunté, sentándome en mi asiento en el maseratti.
—Ah es un día de sorpresas —dijo tomando mi mano y besándola.
Me reí y decidí que iba a disfrutar el día sin pensar tanto.
Sorprendentemente, me llevó a casa.
Mi mamá y abuelo estaban felices de verme. La idea era desayunar allí, y pasar una parte de la mañana con ellos, luego pasaríamos el resto del día juntos.
Aunque por supuesto, mi relación con Apolo siempre tendría un impedimento.
En cuanto entramos a la sala, nos preparamos para desayunar y Apolo mencionó el regalo especial que me había prometido cuando empezamos a salir.
—¡Son los dulces dieciséis! —exclamó sonriendo—. Mereces el mejor de todos.
Mamá se rió nerviosa, entregándole un platito con pastel.
—Contigo me preocupa qué serías capaz de darle.
Ella ya había aceptado a Apolo, no es el que él le hubiera dado muchas opciones, Apolo se negaba a retroceder ante sus ceños fruncidos, le traía flores, joyas y chocolates a ella, y botellas de vino, licores caros y libros antiguos a mi abuelo cada vez que podía, decidido a ser aceptado al costo que fuera. Aunque había que admitir que ayudar en la adopción de Nico, la casa y habernos salvado de Klaus había sido un enorme salto de 100 casillas en el tablero de "ser el yerno perfecto".
—Podría ser cualquier cosa —comentó mi abuelo.
—¿Qué tan especial?
Apolo sonrió.
—Algo que espero puedas usar pronto con las lecciones de conducción —dijo guiñandome un ojo.
Me ardió la cara de solo pensar en esas lecciones.
—¿Qué lecciones? —preguntó mamá enarcando una ceja.
—Nada, solo...Apolo me está enseñando a conducir.
Mamá me miró con los ojos entrecerrados, como si estuviera evaluando cada una de mis decisiones hasta este momento. Apolo, mientras tanto, sonreía con esa confianza tan suya que me volvía loca.
—¿Conducir? —repitió mi abuelo con una mezcla de sorpresa y diversión—. ¿Y en qué estás aprendiendo? ¿En el Maserati?
Él lo dijo en broma, pero ni Apolo ni yo respondimos, lo que lo alteró.
—¡¿Darlene Backer, estás usando el carro del sol?! —cuestionaron ambos incrédulos y aterrados.
—¡Fue idea de él!
Apolo me miró indignado.
—¡Porque si no te enseño va a ser un desastre, la última vez que te lo presté dejaste caer una nevada en Buenos Aires! —Se giró hacia ellos—. Que conste que si se lo propuse, le sugerí empezar con una bicicleta o un gokart y ella eligió pasar directo al Maserati.
Ambos nos miraron como si nos hubiéramos vuelto locos. Y probablemente pensaban que Apolo había perdido la cabeza, porque darle el sol a una adolescente no podía ser buena idea, mirase por donde se mirase.
—¡Pero ahora lo pienso arreglar, porque es cierto que mi carro es muy peligroso! —exclamó antes de hacerlos enojar.
Dejó su tenedor a un lado, por supuesto, estaba disfrutando del suspenso. Sacó una pequeña caja de su chaqueta y me la entregó con una sonrisa amplia, de esas que iluminan la habitación.
—Abre y verás, amor.
La abrí lentamente, y allí, entre el terciopelo negro, había una llave brillante, acompañada a un llavero de un pompón rosa y una letra D en glitter.
—¿Una llave?
Apolo asintió, y señaló por la ventana al patio.
Hubo un sonido como un motor suave, y me puse de pie, incrédula ante la vista que estaba frente a mí. No podía creerlo.
Mamá y el abuelo también se pusieron de pie, murmurando algo que no alcancé a registrar porque aún no salía de mi asombro.
—¡No puede ser! —grité antes de salir corriendo hacia afuera.
Abrí la puerta a tropezones, y casi me desmayo.
Allí, en medio de la entrada, había un auto preciosísimo. Lujoso, elegante y rosa.
Solté un grito histérico y Apolo se rió a mi lado.
—Supongo que te gustó.
—¡Me encanta! —Me arrojé a sus brazos.
Me levantó del suelo, y me reí, apretando los brazos en su cuello mientras él me giraba en el aire. En ese momento, olvidé todo lo malo que había en mi vida. Solo existía el presente, y en el presente, yo era la chica más feliz del mundo.
Cuando finalmente me bajó, deslizó la mano por mi mejilla
—Sabía que te encantaría —murmuró, inclinándose un poco más cerca.
—¿Cómo no hacerlo? —dije, riendo suavemente—. Es el auto más hermoso que he visto en mi vida.
—¿Quieres dar el primer paseo? —preguntó, entregándome la llave. Sus dedos rozaron los míos, y sentí ese cosquilleo familiar que siempre me provocaba.
Asentí, sintiendo la adrenalina correr por mis venas.
—¡Ah no, eso sí que no!
Me giré hacia mi padre, que había aparecido de repente al lado de mi madre, con los brazos cruzados y mirada desaprobatoria.
—Ay no, ¿En qué momento llegaste? —se quejó Apolo viendo a Eros.
—No es un auto adecuado, Apolo —dijo ella haciendo una mueca.
—Es un Ashton Martin —respondió él como si no comprendiera el problema. La verdad, yo tampoco lo comprendía.
—Es porque apenas tienes dieciséis —dijo papá.
—Lo que queremos decir —se apresuró mamá a intervenir—, es que quizá es un auto demasiado...grande para alguien tan joven. Quizá empezar con algo más pequeño sería ideal.
Apolo meditó esa respuesta y yo estaba por protestar, cuando él asintió.
—Comprendo. Es verdad, aún le cuesta mantener el volante en una sola posición y no ir estrellando todo lo que hay a su paso.
Lo miré indignada.
—Gracias.
Él sonrió.
—Tranquila, aún puedes usar una bicicleta.
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Costó un poco escaparnos sin que mi padre se opusiera, pero luego de jurarle a mi mamá diez veces que me cuidaría, accedió a distraer a Eros. No quise preguntar cómo.
Entonces me llevó a Venecia. A veces se sentía surrealista lo fácil que le era llevarme de un lado a otro del mundo como si nada.
Así que ahí estábamos, caminando por los bordes de las calles acuáticas de Venecia.
—Feliz cumpleaños, mi amor —me susurró al oído, su aliento cálido enviando escalofríos por mi espalda.
—¿Qué vamos a hacer? —Me apoyé en su brazo.
—Lo que quieras, es tú día. ¿Qué quieres hacer?
Medité mucho. Al menos dos minutos.
—¡Compras! —chillé volteandome en sus brazos.
—Compras serán, entonces —dijo, dándome un suave beso en la frente.
Nos dirigimos a un centro comercial que había en la zona, y tenía de todo. Entramos en la primera tienda y apenas cruzamos la puerta, una asistente se acercó con una sonrisa enorme.
Debimos haber estado allí al menos tres horas, estaba encantada con cada cosa que veía y Apolo se había sentado frente a los probadores, dejando que me tomara todo el tiempo que quisiera.
Me siguió en cada tienda que quisiera, llevando mis compras sin quejarse.
—Quiero que elijas un vestido para esta noche —me dijo. Llevaba las manos llenas de mis bolsas, y se sentó en el primer asiento que encontró.
—¿Qué haremos esta noche?
—Cenaremos en Club del Doge —respondió con una sonrisa ladina.
Lo miré, pensativa.
—Suena elegante.
—Lo es.
—Entonces ya me hago una idea de qué buscar —respondí sonriendo y corriendo hacia la zona de vestidos, con su risa resonando en mis oídos.
Había pasado al menos media hora en el probador, y al final me había decidido por un vestido color borgoña qué me enamoró. Di vueltas frente al espejo, y decidí que era el correcto, así que me lo saqué y salí.
Me detuve en seco al ver a Apolo con las manos en la cara, evidentemente frustrado, con una chica de al menos dieciocho que, evidentemente, intentaba coquetearle.
Me acerqué con una sonrisa divertida en los labios, porque parecía que él estaba haciendo muchos esfuerzos por portarse de manera amable pese a que debía tener muchas ganas de calcinarla. Me detuve detrás de la chica, cruzando los brazos.
—¿Te traigo un café, guapo? —le decía ella, inclinándose un poco más cerca de lo necesario.
Apolo levantó la mirada, viéndola con más que claro rechazo. Sus ojos, sus hermosos ojos, en oro.
—No, ya te dije que no quiero nada —espetó molesto.
La chica ladeó la cabeza. Fascinada. No podía culparla, a mí también me gustaba mucho enojado.
En ese momento, él se dio cuenta de mi presencia.
—Tengo justo lo que necesito aquí.
Me reí, disfrutando cómo la chica se congelaba por completo al escucharme. Lentamente, se giró para mirarme, con una expresión que pasó de la confianza a la incertidumbre en cuestión de segundos. La sonrisa autosuficiente se le desdibujó en el rostro.
—¿Te ayudo con algo? —le pregunté, mi tono sonaba más dulce de lo que me sentía.
Paso su mirada de él a mí, y un sonrojo se adueñó de sus facciones.
—Oh, eh... yo solo... estaba... —balbuceó.
Algo cambió en la expresión de Apolo. paso de la irritación a los celos. Se levantó, sin apartar la mirada de la chica. Era increíble lo calmado que podía parecer en situaciones así, pero yo sabía bien que debajo de esa fachada tranquila había una chispa a punto de explotar. La chica retrocedió un paso cuando él se acercó a mí.
Envolvió su brazo en mi cintura, besándome.
Sonreí contra sus labios, no solo por el beso, sino porque con una sola acción había dejado en claro a quién pertenecía el otro.
Me aparté un poco, lo justo para mirarlo a los ojos mientras su mano permanecía firmemente en mi cintura. La chica salió disparada como un rayo, murmurando una disculpa apresurada que apenas escuché. No pude evitar sonreír mientras la veía desaparecer entre las filas de vestidos. Apolo, por su parte, parecía más interesado en mí que en cualquier otra cosa en ese momento.
—¿Todo bien, Sunshine? —le susurré con una sonrisa divertida. Su mandíbula se tensó, pero sus manos se suavizaron contra mi cintura.
—Perfectamente —Su voz era suave, pero la manera en la que sus manos aún descansaban firmemente en mi cintura me decía que estaba conteniéndose de decir algo más. Algo sobre cómo no le gustaba que nadie intentara coquetearle cuando estaba conmigo. Mucho menos que intentaran coquetearme a mí. Lo conocía demasiado bien.
—¿Seguro? —Lo provoqué, inclinándome un poco más cerca de su rostro, hasta que nuestros labios casi se tocaban. Era fascinante cómo, incluso siendo un dios, podía hacer que se le acelerara el pulso. Lo sentí bajo mi mano cuando deslicé los dedos sobre su pecho.
—¿Quieres que te lo demuestre? —susurró con una sonrisa que solo Apolo podía llevar, la que decía que estaba planeando algo que me dejaría sin palabras.
No pude evitar reír. Él podía ser infinitamente protector, posesivo incluso, pero nunca cruzaba la línea. Era una de las cosas que más me encantaban de él, aunque nunca se lo admitiría.
—¿Sabes qué? Creo que sí. —Le di un beso rápido, apenas un roce que lo dejó queriendo más. Me aparté antes de que pudiera reaccionar y tomé una de las bolsas que él había estado cargando todo este tiempo. —Pero primero, necesito cambiarme para esa cena que planeaste tan cuidadosamente.
—Provocadora —murmuró, aunque no pudo evitar sonreír.
—¿Yo?
—Sí, tú.
—Claro, yo soy la provocadora. —Sonreí mientras giraba sobre mis talones, dejando que mi cabello acariciara su rostro antes de alejarme para pagar.
Sabía que me seguía, lo sentía, como si su presencia fuera un cálido rayo de sol que me alcanzaba a donde fuera. No hacía falta mirarlo para saber que su sonrisa ladina seguía presente.
Después de pagar y recoger las últimas bolsas, salimos de la tienda. Caminábamos por las estrechas calles de Venecia, rodeados por la tenue luz del atardecer reflejada en los canales. El cielo pintado de tonos naranjas y rosados hacía que todo se sintiera irreal, como si estuviéramos atrapados en un cuadro que no quería dejar de admirar.
Apolo llevaba la mayoría de las bolsas, aunque no dejaba de insistir en que no eran tantas. Claro, para un dios probablemente no pesaban nada, pero yo sabía que solo quería hacerse el fuerte. Lo miré de reojo mientras caminábamos, y no pude evitar sonreír. A pesar de su actitud confiada y su porte imponente, había algo en él que lo hacía ver... humano. O tal vez era porque, al menos conmigo, dejaba caer todas esas barreras que usaba con los demás.
—¿Qué? —preguntó, notando mi mirada.
—Nada. —Negué con una sonrisa, divertida de cómo siempre parecía darse cuenta cuando lo observaba.
—No parece nada. —Me lanzó una mirada curiosa mientras ajustaba las bolsas en sus manos.
—Solo estaba pensando... que se te da bien esto.
—¿Esto? ¿Cargar bolsas? —rió suavemente, como si la idea fuera absurda.
—No. Esto de... ser el novio perfecto —dije agarrandome de su brazo.
No pude evitar decirlo. Tal vez fue el ambiente, o el hecho de que había sido un día tan hermoso que me sentía demasiado cómoda a su lado.
Se detuvo en seco, mirándome con esos ojos azules que siempre lograban detener mi mundo. Su sonrisa se suavizó, y por un momento pensé que iba a decir algo ingenioso, como siempre. Pero no. Esta vez, simplemente dejó las bolsas a un lado y dio un paso hacia mí.
—Solo para tí. Solo tú haces que quiera serlo. —susurró contra mis labios, atrayendome más cerca para besarme lento y dulce.
Su beso me dejó sin aliento, pero no era solo eso. Era la forma en que sus manos me sostenían, como si yo fuera lo más frágil y valioso que había tocado. Se apartó apenas lo suficiente para mirarme a los ojos, y en su mirada había algo que siempre me dejaba vulnerable: sinceridad. Sin máscaras, sin la arrogancia típica. Solo Apolo, mi Apolo.
Caminamos por un rato más, con la luz del sol menguando y dejando paso al brillo cálido de las farolas que iluminaban los canales y luego me llevó a un hotel para que pudiera arreglarme.
Entré al baño con mi vestido y neceser.
Me deshice de la ropa que llevaba puesta y me coloqué el vestido borgoña que había elegido. El ajuste era perfecto, resaltaba mi figura de una manera sutil pero elegante. El escote ligeramente pronunciado y la falda que caía con gracia sobre mis rodillas daban al conjunto un aire de sofisticación que me hacía sentir como parte de un cuento de hadas moderno. Me miré una última vez en el espejo. Acaricié la tela, suave y brillante. Era el vestido perfecto.
—¿Cuánto vas a tardar? —preguntó desde fuera, su tono entre curioso e impaciente.
Me reí suavemente y me tomé un momento para retocar mi maquillaje, con un toque sutil que resaltaba mis ojos y mis labios. Quería estar perfecta para el vestido perfecto.
—No seas ansioso. Lo bueno toma su tiempo, ¿no?
—Te lo concedo, pero creo que llevas tu tiempo más para torturarme que para arreglarte.
—Quizás un poco de ambas cosas —respondí, divertida.
Escuché un suave suspiro, y no pude evitar imaginarlo apoyado contra la pared, con los brazos cruzados, probablemente mirando su reflejo en algún lugar. Me vi una última vez y ajusté los tirantes. Listo.
Abrí la puerta despacio, saboreando su reacción. Lo encontré sentando en un sillón, un poco aburrido. Levantó la cabeza en cuanto sus ojos se posaron en mí, y durante un segundo, no dijo nada. Su expresión cambió de interés a asombro, y luego a algo que reconocí de inmediato: orgullo. Era como si estuviera admirando una obra de arte.
Se puso de pie, estirando la mano hacia mi. La tomé y me hizo girar para verme mejor.
—Estás hermosa.
Sonreí, metiendo las manos entre la tela del vestido.
—¡Y tiene bolsillos!
Él se rió y me besó la mejilla.
—Deberíamos irnos o llegaremos tarde —murmuró, pero no hizo el más mínimo esfuerzo por moverse.
—¿Qué? —pregunté, fingiendo inocencia.
—Nada, solo... cómo me cuesta despegarme de ti.
Tiré suavemente de su mano, sacándolo de su ensimismamiento.
—Vamos, o el restaurante cerrará antes de que lleguemos —dije, fingiendo estar apurada.
Salimos del hotel y caminamos de la mano hacia el restaurante. Las luces de Venecia se reflejaban en los canales, las góndolas deslizándose perezosamente sobre el agua. Todo parecía tan mágico, como salido de un cuento.
El restaurante era más impresionante de lo que esperaba. Los techos altos, las lámparas de cristal y la vista perfecta del Gran Canal. Simplemente hermoso. Nos sentamos afuera, al lado de un barandal. Apolo me ayudó a sentarme antes de tomar su lugar frente a mí.
La cena fue simplemente perfecta. Muy dulce y romántico. Luego me llevó hacia el Canal, dónde me llevé la sorpresa de que había un sátiro en una góndola, esperándonos para llevarnos de paseo.
La góndola había sido adornada por enormes almohadones de plumas y mantas de seda. Nos sentamos, uno al lado del otro y Apolo me rodeó casi de inmediato, acercándome más a él.
El sátiro comenzó a remar en silencio, y la góndola se deslizó sin esfuerzo por los canales oscuros, donde las luces de los edificios se reflejaban en el agua.
—¿Estás disfrutando tu cumpleaños? —me susurró al oído, su tono suave, íntimo, como si solo existiéramos nosotros dos en el mundo.
Sonreí mientras asentía, apoyando mi cabeza en su hombro.
—Mucho, es perfecto —dije en igual tono—. Es como un sueño.
Sus dedos acariciaban suavemente mi piel, causando escalofríos.
—Tú eres mi sueño hecho realidad.
Mi corazón latió agitado, ese tipo de latido que solo él sabía provocar. Levanté la cabeza y lo miré a los ojos, esos ojos dorados que brillaban aún más bajo la luz tenue del canal. Me sentí como si flotáramos, suspendidos en el tiempo, atrapados en un instante perfecto.
Apolo sonrió, esa sonrisa que siempre lograba quitarme el aliento, y luego inclinó su rostro hacia el mío. Podía sentir el calor de su cercanía, la suavidad de sus labios que parecían llamarme.
—Algún día, así será nuestra eternidad —dijo en voz baja, como si confesara un secreto solo para mí. Mis manos temblaron ligeramente cuando las levanté para acariciar su rostro, recorriendo suavemente su mandíbula.—. Solos tu y yo.
—Y el sátiro —bromeé.
Él se rió y ambos miramos al pobre sátiro que hacía esfuerzos por ignorar que estaba de sujeta velas con una pareja de enamorados muy cursi, siguió remando como si nada, pero no pudo evitar echar un par de miradas furtivas hacia nosotros. Su rostro se sonrojó levemente, como si quisiera hacer caso omiso de nuestra complicidad, pero su incomodidad solo hacía la situación aún más divertida.
—Le pegaré en oro —murmuró tomando mi mentón para atraer mi atención de regreso a él—. Deja de distraerte con otros, ya te he dicho que cuando estás conmigo, solo en mí tiene que estar toda tu atención —susurró acariciando mis labios con los suyos.
Dejé escapar un suspiro, pasé mis brazos por sus hombros, atrayéndolo sobre mí mientras nos besábamos, suave al principio, como si quisiéramos saborear cada segundo, pero a medida que el tiempo pasaba, la intensidad aumentaba lentamente. Su proximidad, la calidez de su cuerpo contra el mío, sus manos explorando mis hombros, mi espalda, con un toque tan familiar y al mismo tiempo tan electrificante.
Era todo lo que necesitaba.
Cuando finalmente nos separamos, me sentí algo atontada, embriagada por sus labios.
—¿En qué estábamos? —dijo en voz baja.
—Eternidad...solos tu y yo —balbuceé.
—Ah sí.
Se acomodó más cerca de mí, rodeándome con su brazo mientras la góndola continuaba su paseo silencioso a través de los canales venecianos. El sonido del agua deslizándose contra las orillas era lo único que rompía el silencio que nos envolvía.
—Algún día, en nuestra eternidad, no habrá nada más que nosotros —susurró, mirando fijamente el reflejo de las luces en el agua, como si se estuviera perdiendo en sus propios pensamientos.
Cerré los ojos por un momento, absorbiendo la sensación de estar completamente en paz, en el mismo lugar, en la misma burbuja de tranquilidad. Cuando los volví a abrir, me encontré con su mirada dorada fija en mí, y sentí como si el aire entre nosotros se volviera aún más denso con la electricidad de nuestro vínculo.
—Seré todo tuyo por siempre, nada más que tuyo —agregó. Se acercó a mí oído, el calor de su aliento me estremeció—. ¿Puedes imaginarlo, mi ángel? ¿Tienes idea del poder que tienes en tus manos? Un dios moldeado a tu entero capricho.
Mi corazón latió con más fuerza, el peso de sus palabras se instaló en mi mente, pero lo que realmente me impactó fue el fuego que despertaba en mí, ese deseo que nunca parecía apagarse cuando estábamos juntos. Su cercanía, su calor, su mirada ardiente... todo en él parecía reafirmar lo que me decía, que no había nada más allá de nosotros en ese instante.
—No existe criatura sobre la tierra tan amada como tú. Eres mi sol, mi todo —susurró, con una sonrisa casi inaudible, mientras sus dedos trazaban pequeños círculos en la piel de mi pierna. La suavidad de su toque era tan intensa que sentí un calor profundo recorrerme—. ¿Sabes cuál es mi mayor deseo?
Negué con la cabeza, incapaz de encontrar palabras para responderle.
—Tú sentada en la sala del Consejo Olímpico. Algún día te sentaré en mi trono. Quiero verte en él, sentada como la diosa que quiero adorar.
—¿Tu trono? —murmuré, casi sin creerlo. La idea parecía tan lejana, tan fuera de lugar para alguien como yo. Dudaba que Zeus lo permitiera, ninguno de los Olímpicos en realidad, pero él asintió, tan seguro de lo que decía—. ¿Crees que tu padre te dejaría entrar a una mortal y sentarla en uno de los tronos?
—Obviamente lo haría cuando no estén, amor —dijo en broma—. No quiero nadie allí, solo yo para verte.
Eso tenía más sentido. Pero despertó una nueva duda.
—Nunca lo hablamos, pero...¿Zeus...no se negó a que te cases conmigo?
Hasta dónde sabía, los dioses necesitaban el permiso de Zeus para casarse con una mortal.
—Mi padre siempre ha sabido que me casaría con una semidiosa —murmuró tomando mis dedos y besando uno a uno—. En cuanto asumí la profecía que me había sido dada implicaba un amor más grande que todo lo que había conocido, le notifiqué que me casaría con una mortal. Nunca le pregunté, solo le informé. Nadie más que tú y yo podría decir algo sobre eso. Y sí, supongo que un poco le molestó, pero ha tenido milenios para aceptarlo.
Me podía imaginar que a Zeus no le debía nada haber gustado que Apolo no le pidiera permiso. Y me preocupaba que tarde o temprano, el rey de los dioses decidiera que estaba cansado de la impertinencia de su hijo. Apolo podría ser "su favorito" según los relatos antiguos, pero no parecían tener esa relación que tanto decían las historias, no ahora al menos. Quizá tras tantos años desafiando su postura, igual que un adolescente rebelde, Zeus había dejado de preferir a Apolo.
¿Qué tal si algún día decidiera actuar en contra de esa rebeldía? Zeus ya lo había castigado dos veces. ¿Qué le impedía hacerlo una vez más?
El suave roce de sus labios en mis dedos me hizo regresar a la realidad. Sentí el calor de su amor rodeándome, y de repente, las dudas que antes se alzaban como montañas parecían desaparecer. Estábamos juntos, y ese era el único hecho que realmente importaba.
—Deja de preocupar esa linda cabecita tuya —dijo atrayéndome de nuevo contra su pecho—. Deja todo eso para otro día, ahora solo concéntrate en este bote, en nosotros, en mis labios —susurró antes de volver a besarme con pasión.
Cada caricia, cada suspiro suyo, hacía que todo lo demás se desvaneciera. En ese instante, solo existíamos él y yo, y todo lo demás perdía relevancia. El calor de su cuerpo, su aliento en mi piel, la suavidad de sus labios... todo me arrastraba a un lugar donde no había nada más que nuestro amor, sin restricciones, sin barreras.
Su brazo me rodeó más fuerte, y sentí el latido de su corazón bajo mi mano, como si su ser entero fuera una melodía hecha solo para mí.
Tenía razón. No importaba lo que el futuro pudiera traer, no importaba cuán incierta fuera la situación con los dioses. En ese momento, todo era perfecto.
Bueno, esto es lo último que faltaba de este libro. Lo que realmente pasó en todo ese día que Dari y Apolo estuvieron juntos antes de regresar al campamento y que Michael descubriera que su padre le andaba comiendo su torta.
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