34.ɢʟᴀᴅɪᴏʟᴏ ᴘᴀʀᴛᴇ 2
A partir de ahora, notarán que entre medio se colan los sueños de Dari con respecto a su vida pasada. No es casualidad que solo empiece a recordar estando dormida.
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ɢʟᴀᴅɪᴏʟᴏ ᴘᴀʀᴛᴇ 2
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EL SOL DORADO SE ELEVABA EN EL CIELO, DERRAMANDO SU LUZ SOBRE LAS ÁRIDAS TIERRAS ESPARTANAS.
Me encontraba en el campo de entrenamiento, rodeada por las imponentes montañas que custodiaban nuestra ciudad. Vestida con una túnica blanca y una capa escarlata, empuñaba una lanza contra mis enemigos
Mi cabello oscuro estaba trenzado con elegancia, pero no había rastro de joyas ni adornos. En Esparta, la simplicidad y la destreza eran los únicos ornamentos que las mujeres como yo llevábamos.
Mis sandalias crujían sobre el polvo mientras avanzaba hacia el centro del campo. A mi alrededor, otras jóvenes espartanas de la corte del rey entrenaban con fervor, el sonido metálico de las lanzas chocando llenaba el aire.
Mi instructor, un guerrero experimentado con la mirada afilada y la barba áspera, me observaba con ojos críticos. Tomé una posición firme, con las piernas separadas y la lanza en posición de ataque. Sentía el peso del arma en mis manos, pero nunca dudaba.
La lucha era parte de nuestra educación, un legado que ningún espartano osaría ignorar. La lucha no era solo para los hombres; en Esparta, las mujeres también debían ser guerreras dignas.
Desde que aprendíamos a caminar, éramos bautizados con el fuego del combate. Aprendíamos a no retirarnos ni rendirnos jamás, y que la muerte en el campo de batalla, al servicio de Esparta, era la mayor gloria que podíamos lograr en vida.
Las mujeres espartanas éramos las únicas griegas a las que se nos permitía aquello, y mi condición de princesa me otorgaba la posibilidad de los mejores instructores que el reino tenía.
—¡Ahora! —exclamó el instructor.
Con un rugido interior, me lancé hacia adelante. La lanza cortaba el aire con un silbido, y mi cuerpo seguía el flujo de la danza marcial. Cada movimiento era calculado, cada golpe era un recordatorio de que la habilidad superaba a la fuerza bruta.
El sol golpeaba mi rostro, el sudor corría por mi frente, pero no me detuve. Entrenar con la lanza era una disciplina que forjaba mi cuerpo y mi mente. Sentía el poder de mis antepasados guerreros fluyendo a través de mí, una conexión con la historia de Esparta que me hacía invencible.
Después de un tiempo que parecía eterno, me detuve. Mis pulmones se llenaron de aire mientras recuperaba el aliento. El instructor asintió con aprobación, reconociendo mi esfuerzo.
—Una princesa de Esparta debe ser tan hábil como valiente —dijo con voz grave—. Continúa entrenando. La grandeza de nuestra ciudad depende de la fuerza de sus hijos e hijas por igual.
Asentí con solemnidad, consciente de la responsabilidad que recaía sobre mis hombros.
Se alejó y una de mis damas se acercó corriendo a entregarme una toalla. La tomé, limpiando el sudor de mi frente y cuello. Me entregó también un copa con agua y sonrió fascinada.
—Mi princesa, cada día mejora más.
—No es suficiente —respondí devolviéndole la copa.
—Creo que se excede demasiado —dijo una voz a mis espaldas.
Me giré hacia la joven sentada en una doncella noble de la corte de Atenas que había venido de visita en un acto diplomático.
—¿Excederme? —cuestioné caminando hacia ella.
—No veo razón alguna para tanto entrenamiento, mucho menos para que una joven de su posición tenga que rebajarse a algo tan sucio y desagradable —respondió. Señaló a las demás guerreras y luego a mí, sonrió en un gesto que intentaba ser amable y gracioso, pero solo me enfureció—. Las demás...
—Las demás no son yo —espeté interrumpiéndola—. Ellas no tienen el peso que mi sangre posee, y no se espera de ellas lo mismo que de mí. Algún día seré reina de Esparta y mi deber, ahora como entonces, es ser la fuerza que sostiene al rey. Mi deber es ser digna del trono.
—Por supuesto, princesa. Disculpe mi atrevimiento.
La joven ladeó la cabeza, por la manera en cómo fruncía el ceño, no me era muy difícil ver que mis palabras la habían molestado.
—Princesa —llamó mi dama. Me giré hacia ella y sonrió—. El rey la espera en la cámara de guerra para una reunión importante.
Asentí.
—Será mejor que me preparé.
—¿Puedo preguntar algo? —murmuró la ateniense—. Y disculpe mi intromisión, alteza, no quiero ser indiscreta, es mera curiosidad.
Me gustaría plantearle que sí es consciente de que su pregunta puede ofenderme, cuál es, entonces, la razón de preguntar. Creía que los atenienses eran más discretos, aunque siendo que no suelen darle tanta importancia a la educación de sus mujeres, no me extrañaba que estas fueran descuidadas al hablar.
—Adelante —dije en su lugar.
—He oído rumores...sobre cómo usted funge como principal consejera de su majestad, el rey. Él la escucha más que a nadie —dijo con tono curioso. Asentí, sin comprender a dónde quería llegar con ello—. ¿Por qué, vosotras, espartanas, sois las únicas que gobernáis a vuestros hombres?
La miré, perpleja y luego me reí.
—Eso es sencillo —respondí sonriendo de lado—. Hace unos momentos cuestionaste mi afán de entrenamiento, nuestra cultura exige que las mujeres seamos guerreras a la altura de nuestros hombres, y es la razón por la cuál nos escuchan. Las espartanas somos las únicas que alumbramos hombres de verdad.
Disfruté la manera en cómo su rostro se enrojeció de ira, pero no respondió. Me alejé por el pasillo que daba al interior del palacio.
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Lo primero que hicimos, fue intentar deshacernos de los secuaces de Klaus.
—Es una buena idea —dijo Julián luego de escuchar mi plan.
—Muy de película, pero servirá —agregó Bruno.
Fue sencillo, simplemente dividir, ir por la espalda y noquear. A veces, Annabeth lo usaba muchísimo en capturar la bandera. Funcionaba siempre. Le agregué mi toque personal.
Esa misma noche llevamos el plan a cabo.
Me deslicé entre las sombras del bosque, mi respiración calmada resonando en mis oídos mientras avanzaba sigilosamente hacia mis objetivos La luna, un testigo silencioso de mi misión, arrojaba una luz tenue que apenas iluminaba el terreno.
Yo tenía algo de experiencia moviéndome entre árboles, era hija de Eros, un experto en el uso del arco, y aunque a mi papá no me gustara, tenía la ventaja de tener al dios del tiro con arco enamorado de mí, así que esperaba que todo eso me sirviera de ayuda.
Aún así, esperaba que la pequeña oración a Artemisa y a Apolo antes de empezar, me ayudara.
Habíamos decido que lo haría sola, más fácil moverme y esconderme, que su fuera acompañada. Y en caso de ser atrapada, no caerían los demás porque era "esperable" que yo los traicionara. El Santuario seguiría teniendo el elemento sorpresa.
A cada paso que daba, procuraba ser como una sombra, un eco silencioso en la oscuridad. Bruno me había dado una ballesta pequeña, y con Calia habíamos preparado flechas imbuidas en somnífero.
Mis dedos se cerraron con firmeza alrededor de la empuñadura, y mi mirada se mantenía alerta, enfocada en los objetivos.
Aproveché los momentos y, con un movimiento preciso, disparé las flechas. Las puntas besaban sus cuellos, y uno a uno, fueron cayendo rendidos al sueño profundo.
La tensión en el aire crecía a medida que más cuerpos se desmoronaban.
Estaba más alerta, una llamarada de adrenalina recorría mi cuerpo mientras mantenía mi vista fija en ellos. Mi dedo apretaba el gatillo, y las flechas surcaban el aire con precisión, silenciando cualquier posible alerta, volvía a cargar y repetía el mismo patrón.
Cada disparo sonaba como un silbido suave en la noche, los jadeos de dolor eran silenciados rápidamente y no les daba tiempo suficiente a reaccionar. Sólo unos pocos alcanzaban a darse cuenta cuando otro caía, pero ese le seguía de inmediato.
Dos horas después ya tenía a todos los guardias de Klaus bien dormiditos.
«Esa es mi chica».
Rodé los ojos.
«Sal de mi cabeza, Sunshine».
Su risa me hizo sonreír.
Volví a la cabaña y Hector me hizo un gesto con la cabeza como inclinándose en respeto o algo así.
—Eso fue genial —dijo levantando la mano en alto y chocamos palmas.
«Dile que no vuelva a tocarte o le clavo una flecha a la cabeza».
«Eres un psicópata».
—¿Y ahora qué?
—Ahora, los atamos a todos.
El galpón de almacenamiento nunca había estado tan lleno. Esposados a todos los dormidos y los encerramos allí.
Por la mañana antes del ataque, por primera vez en meses, el Santuario celebró esa pequeña victoria.
Después de una noche intensa, el aire vibraba con una extraña mezcla de felicidad y anticipación. Las tiendas ondeaban con los colores del amanecer, y el murmullo de voces animadas llenaba el aire.
Me encontraba en el centro, rodeada de rostros familiares que expresaban gratitud y confianza. Las miradas de los demás se cruzaban con la mía, transmitiendo un sentimiento compartido de alivio y determinación.
De repente, Bruno emergió de entre la multitud, su figura imponente destacándose con seguridad. Los ojos de todos se volvieron hacia él, y el murmullo se apagó poco a poco.
—¡A ver, cierren el pico! —la voz de Bruno resonó, firme y llena de energía, muchos se rieron por la mezcla rara de lenguaje—. Esta noche, hemos logrado una gran victoria gracias a nuestra invitada del Campamento Mestizo: Darlene Backer —Señaló hacia mí, y todos los ojos convergieron en mi dirección.
Sonreí, agradecida pero también un poco avergonzada. No estaba realmente acostumbrada a recibir todo el crédito de una misión, siempre eran Percy o Annabeth.
Se sentía extraño ser por primera vez solo yo.
—Gracias a Darlene, esta noche, hemos desmantelado la amenaza que se cernía sobre nosotros, pero la verdadera prueba aún está por venir. —Todos asintieron, sentía en el aire el aroma de la confianza y la valentía—. Mañana, enfrentaremos una batalla que decidirá el destino de nuestro hogar. Hemos soportado demasiado tiempo el yugo de Cronos sobre nosotros, pero no más. ¡Si vamos a morir, será luchando por nuestra libertad!
Bruno extendió el puño en alto, y el campamento respondió con un coro de aplausos y gritos de ánimo.
La ovación resonó en el campamento, llena de esperanza.
Bruno se acercó a mí, una sonrisa sincera iluminando su rostro.
—Darlene, gracias por liderar esta victoria.
Asentí con gratitud, sintiendo el peso de la responsabilidad y el apoyo que su familia me había brindado.
—Pero quiero que te cuides, por favor, mañana cuando Klaus aparezca...
—No te preocupes por mí, Bruno —dije interrumpiéndolo—. Procura cuidarte las espaldas —advertí—. Déjame a Klaus para mí sola.
Él frunció el ceño.
—Eso es precisamente lo que temo.
No respondí, solo le di una sonrisa pequeña y me alejé a preparar mis armas.
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El placentero dolor del entrenamiento aún resonaba en mis huesos cuando entré a mis aposentos.
El aroma suave del aceite de oliva y las hierbas se mezclaba con el vapor que flotaba en el aire. No podía quejarme, tenía buenas damas que siempre estaban atentas a todas mis necesidades.
Mis sandalias resonaban en el suelo de piedra mientras ingresaba al espacioso baño. Las paredes estaban adornadas con frescos que contaban historias de héroes espartanos y victorias en batallas pasadas. La gran bañera de mármol estaba llena de agua tibia, y la luz del sol filtrándose por las aberturas en el techo creaba reflejos ondulantes en la superficie.
Después de despojarme de la túnica roja empapada en sudor, me sumergí con gratitud en el agua reconfortante. La tensión de los músculos se disipó gradualmente mientras me entregaba al abrazo acogedor de la bañera. Cerré los ojos, permitiendo que el agua acariciara mi piel, llevándose consigo el cansancio del entrenamiento matutino.
Podía sentir el murmullo de mis damas mientras organizaban mi vestimenta para la reunión. El repicar de joyas y el suave roce de las túnicas de lino llenaban el aire, era todo tan relajante. Pocas veces podía darme el lujo de distenderme de aquella manera, aunque en aquel momento no tenía mucho tiempo.
Me apresuré a bañarme y mi dama principal se acercó con gracia, trayendo consigo una toalla. Extendí mi brazo para recibirla y me envolví en su suavidad. El agua goteaba de mi piel bronceada mientras ella secaba delicadamente mi cabello oscuro y trenzado.
—Princesa, he elegido la túnica perfecta —anunció con una sonrisa cómplice.
Asentí, sin querer darle demasiada importancia.
Ambas nos adentramos de regreso en la sala principal y pronto todas se encomendaron a la tarea de dejarme presentable.
En efecto, la túnica era preciosa. Blanca con bordados dorados, suave y ligeramente transparente, no demasiado, solo lo justo y en los lugares correctos.
—¿No cree que es demasiado reveladora? —preguntó la ateniense.
Comenzaba a cansarme con sus cuestionamientos. Siempre tenía algo que objetar sobre nuestras costumbres.
—Esa es la intención —espeté—. A la reunión asistirán soldados del más alto nivel del ejército espartano, guerreros de gran renombre, príncipes de las cortes griegas más importantes, incluso príncipes de las dos dinastías espartanas: agíadas y euripóntidas.
La joven ladeó la cabeza confundida.
—¿Y por qué...?
—La princesa ya casi tiene veinte años, está en edad de casarse —respondió rápidamente mi dama, quizá avistando mi mal humor—. Y siendo la única hija de su majestad, y sin herederos varones en posición de suceder al rey, es de vital importancia que despose al hombre ideal para el trono.
La mujer nos miró a ambas, todas las demás asintieron entendiendo, pero ella parecía seguir sin comprender.
Solté un suspiro, hastiada.
—La ley espartana me da muchos derechos que otras mujeres griegas no poseen, pero el derecho al trono no es uno de ellos —respondí con sequedad—, sin embargo, puedo permanecer como reina para así entregarles ese derecho a mis hijos. Por eso es tan importante elegir al candidato perfecto, después de todo, mi deber es elegir al hombre que reinará toda Esparta. No puedo elegir a cualquier inepto.
—Entiendo —murmuró viendo mi atuendo.
Aunque por la manera en cómo me observaba, no me era muy difícil entender su línea de pensamiento.
Yo era considerada sabia, astuta, una hábil guerrera y gran estratega, tenía un don para la palabra y los hombres siempre escuchaban mis consejos sin inmortales mi condición de mujer. Mi padre decía constantemente que mi nombre pasaría a la historia como una de las reinas más importantes de Esparta, mi inteligencia era apreciada como ninguna otra.
Pero hermosa no era una característica que se me atribuyera. Nadie osaría decirlo en voz alta, pero era algo que había aceptado hacía mucho tiempo. No cumplía con ninguna de los rasgos que podían llegar a hacerme seductora o siquiera bonita a la vista.
Mi principal atractivo era mi herencia. Aquel que se casara conmigo obtendría el poder sobre Esparta.
—¿Y...tiene a algún candidato en mente, princesa?
Sonreí de lado.
Claro que lo tenía. La ley consideraba que lo correcto era que mi esposo fuera escogido principalmente de entre la línea paterna para así asegurar mantener el trono en la familia.
Aunque debía admitir, que aunque no fuera así, de todas maneras lo elegiría. No había candidato mejor preparado para gobernar.
No había hombre que deseara más que a él a mi lado.
Y el hecho de que perteneciera a mi linaje paterno solo lo hacía más fácil todo. Mi padre aceptaría sin dudar.
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El sol comenzaba a esconderse y aún no había ninguna señal del enemigo.
Me imaginé que alguien como Klaus, hijo de la personificación misma del sueño, consideraría la noche el mejor momento para atacar.
Habíamos pasado todo el día preparándonos y la espera nos estaba jugando en contra a los nervios.
El ruido metálico de la forja resonaba en el aire mientras los herreros afinaban las armas y forjaban nuevas espadas. Los guerreros se entrenaban en formaciones, sus movimientos coordinados llenaban el aire con la energía de la anticipación.
Habíamos usado las camionetas para llevar a los más pequeños lejos del Santuario para evitar preocupaciones.
—¿Has recibido alguna señal del escuadrón que venía del Campamento?
Me giré hacia Julián y negué con la cabeza.
—Nada.
Frunció el ceño.
—Espero que lleguen a tiempo —dijo alejándose.
—Yo espero que no —admití para mi misma en voz baja.
Desplacé mi mirada por todo el lugar, estaban bien distribuidos y por un momento, tuve el recuerdo de la batalla de hace un año cuando Luke invadió el campamento. Era la misma sensación, la misma situación.
Se habían levantado barricadas en la entrada, construidas con troncos robustos y reforzadas con hechizos protectores y fuego griego.
Los arqueros se ubicaban estratégicamente en los puntos elevados, listos para disparar flechas envenenadas ante el primer signo de ataque. Yo misma revisé mis cuchillas, asegurándome de que estuvieran afiladas y listas para la confrontación inminente.
Los sanadores, conscientes de que sus habilidades serían cruciales, preparaban ungüentos y pociones curativas en una carpa en la parte más alejada de la entrada que pudieron organizar a las prisas.
A medida que el sol se hundía en el horizonte, todo se sumió en una tensa calma. La espera se volvía palpable, como una tormenta que se avecina. Cuando las primeras sombras de la noche comenzaron a extenderse, una nueva energía se empezó a sentir.
—¿Estás lista? —preguntó Héctor parándose a mi lado.
Ambos observando atentamente las puertas.
—Algo... —respondí tragando saliva—, nunca es suficiente tiempo.
—No, supongo que no —murmuró respirando profundo—, aunque al menos Klaus perdió el factor sorpresa.
—Eso sin duda ayuda.
—Vas bastante armada —comentó con tono divertido.
—Me gusta ir armada —dije con el mismo tono.
En la espalda llevaba mi carcaj y mi arco en la mano, tenía un arnés táctil sobre mi armadura, repleto de cuchillas y algunas bombas de fuego griego que Bruno me había dado, también llevaba otras cuchillas en la pierna y escondidas en mis botas. Tenía a Resplandor enganchada en la coleta de mi cabello.
Esperaba que fuera suficiente.
—Y también ir en modo diva —agregó casi riendo al ver mis botas con tacón.
—Si gano, me veré fabulosa, y si pierdo, también —contesté encogiéndose de hombros.
—Ajá. —Héctor negó con la cabeza—. ¿Cuánto crees que...?
Hubo un estruendo seguido de una sacudida fuerte, como un gran temblor y luego calma. Mi respiración se aceleró, el Santuario quedó suspendido en un tenso silencio.
Los arqueros, en sus posiciones elevadas, tensaron sus arcos y sus miradas estaban fijas en el horizonte, atentas a cualquier movimiento sospechoso.
Miré hacia las puertas, donde la oscuridad comenzaba a devorar la luz residual del día. Hubo otro estruendo, y luego otro y otro, como pasos pesados que sacudían la tierra y recordé los cíclopes gigantes que Luke había llevado al Campamento el año pasado.
—Mierda —murmuré sintiendo mi respiración agitarse.
El estruendo continuaba, resonando en mi pecho mientras los latidos de mi corazón se aceleraban en respuesta a la inminente amenaza. La tierra temblaba con cada paso, y la oscuridad se llenaba con una presencia que anunciaba lo peor.
Hector y yo intercambiamos miradas, sabiendo que lo que se avecinaba no sería fácil. Los arqueros tensaron sus cuerdas, listos para disparar, pero la oscuridad era tan densa que apenas podíamos distinguir la puerta apenas iluminada por el fuego griego.
—¡Prepárense! —grité con firmeza.
La tierra temblaba bajo mis pies. El estruendo de sus pasos se mezclaba con el creciente murmullo de la multitud a mi alrededor.
De repente, un estallido atronador rompió la calma de la noche. La puerta principal se despedazó en una llamarada de fuego y escombros. La explosión envió ondas de choque a través del claro, y el estruendo resonó en mis oídos como un rugido ensordecedor. Me cubrí la cabeza con el brazo cuando los escombros volaron cerca de nosotros.
El resplandor de las llamas iluminó el rostro de los semidioses y monstruos que avanzaban.
El humo y el polvo se elevaban en espirales, oscureciendo la visión y llenando el aire con un olor acre. Mi respiración se volvió entrecortada, y mi mano apretó con fuerza mi arco.
—¡A la defensiva! —grité—. ¡Arqueros, a sus posiciones!
Los arqueros liberaron una lluvia de flechas hacia el enemigo, pero la oscuridad y el humo dificultaban su precisión. Tensé mi arco, usando una flecha de luz que Apolo me había regalado y disparé.
El resplandor de mi flecha atravesó la oscuridad, dejando tras de sí un rastro incandescente que iluminó lo suficiente antes de explotar en un calor sofocante. La explosión reveló la grotesca silueta de los monstruos que avanzaban, con cuerpos distorsionados y ojos brillando con furia, acompañados de varios semidioses que seguro no dudarían en matar a quienes tuvieran delante.
Tragué saliva, esto iba a ser un completo desastre. Esperaba que al salir el sol, fuera nuestro bando el que vería los rayos del amanecer.
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