043.ᴅᴀʟɪᴀ ɴᴀʀᴀɴᴊᴀ

😅Yo sé que acá a muchas les estresa los momentos de Michael y Dari.😅

Pero esta vez necesito que le presten atención, sobre todo a los dos recuerdos porque tendrá repercusión más adelante.

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ᴅᴀʟɪᴀ ɴᴀʀᴀɴᴊᴀ

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━━━22 de Diciembre

MICHAEL Y YO PASAMOS LOS SIGUIENTES TRES DÍAS TRATANDO DE ACOSTUMBRARNOS A MI NUEVO VÍNCULO.

Era como si de repente todo se hubiera acomodado. Más que nada, pasábamos el tiempo hablando de nuestros sueños. El más difícil de hablar fue el del último día que Leónidas y Gorgo se habían visto.

La mano cálida y pequeña aferrada a la mía era el único punto ancla que evitaba que me rompiera. Mi pequeño Plistarco, tenía que ser fuerte por él.

—El Oráculo habló —decretó uno de los ancianos.

—La pitia fue clara, no debe haber marcha —gruñó otro con furia.

—Es la ley, mi señor —agregó Theron—. Los espartanos no deben ir a la guerra.

Entrecerré, los ojos. Ese hombre cada día me agradaba menos, lo único que hacía era criticar cada una de las decisiones de mi esposo, impulsando a los ancianos a cuestionarlo también.

—Queda entendido. No he dado tal orden —dijo Leónidas con calma. Los ancianos lo miraron con confusión, hice lo que pude para contener una sonrisa—. Voy a...dar un paseo, estirar las piernas. Estos 300 hombres son mi guardia personal —agregó señalando a los soldados—. Nuestro ejército se queda en Esparta.

Theron sonrió con petulancia. Claramente él veía a través de las palabras de mi esposo.

—¿A dónde irá usted, majestad?

Leónidas se encogió de hombros.

—No lo he pensado aún, pero ya que lo dices, quizá vaya al norte.

Todos los ancianos se miraron con desconcierto y preocupación. Theron frunció el ceño pensativo.

—¿A la entrada? —preguntó. Leónidas asintió.

—¡Marchen! —gritó el jefe de la guardia, y los soldados se pusieron en movimiento.

—Señor —llamó Theron—, ¿qué nos queda hacer?

—¿Qué quieres hacer? —cuestionó de regreso—. Esparta necesitará hijos.

Leo no esperó otra respuesta, se acercó a nosotros, mirándome a los ojos. No era la primera vez que lo veía partir a la batalla, a cada una de ellas lo había despedido sabiendo que podía ser la última, sin embargo, esta tenía algo que me hacía sentir un mal augurio.

Le entregué el escudo, y él miró a Plistarco. Ambos se sostuvieron la mirada, apenas unos segundos, antes de que Leónidas se girara sin decir palabra alguna.

No me diría nada más. Ya todo había sido dicho la noche anterior y me dolía el alma darme cuenta que él mismo no tenía confianza en volver esta vez.

Me mordí el labio, conteniendo las lágrimas.

No. No se iría así sin más. Yo no me había despedido.

—¡Espartano!

Se detuvo abruptamente, dudando unos instantes antes de girarse hacia mí. Me acerqué a paso decidido, deteniéndome apenas unos centímetros de él.

—¿Sí, mi señora?

Lo miré a los ojos, queriendo decirle tantas cosas. Queriendo que viera en ellos lo mucho que lo amaba.

«Quisiera decirle que sin él me muero, pedirle que nos olvidemos de todo, que no se vaya. Quisiera decirle que lo necesito conmigo».

—Regresa con tu escudo —dije en su lugar—, o sobre él.

Leónidas me sostuvo la mirada. Me pregunté qué cosas estaría pensando y no me diría. Al final solo asintió.

—Sí, mi señora.

Mientras observaba cómo Leónidas se alejaba con paso firme, rodeado por sus hombres, sentí un nudo en la garganta que amenazaba con ahogarme. El sonido de sus sandalias golpeando el suelo de piedra se desvanecía lentamente a medida que se alejaban, llevándose consigo mi esperanza y dejándome con un vacío abrumador en el pecho.

No me permití llorar. Ni siquiera cuando dejé de ver las capas rojas ondeando a la distancia. 

—¿Lo recuerdas?

Estábamos sentados sobre el techo de mi cabaña, envueltos en mantas suaves que nos protegían del fresco de la noche. Michael había empezado a despertarse a la misma hora que yo, y me acompañaba a ver el amanecer. Nos sentábamos allí, y hablábamos de los sueños que hubiéramos tenido un rato antes.

Solo uno al lado del otro. Solo haciéndonos compañía.

Asintió, con la mirada perdida.

—Hubo tantas cosas que quise decirte —murmuró Michael, rompiendo el silencio que nos envolvía—, pero eso se habría visto mal.

Su risa desdeñosa resonó en el aire, pero no había rastro de alegría en ella.

Respiré profundo. Había pensado lo mismo. Gorgo tenía tantas cosas para decirle a Leónidas antes de que se fuera, pero no lo hizo porque en esa época, y sobre todo en Esparta se habría visto mal permitirse caer en sentimentalismos. Eran meras debilidades sin sentido.

El aire de la madrugada se sentía helado contra mi piel mientras observaba el horizonte iluminarse con los primeros rayos del sol. Michael permanecía en silencio, perdido en sus propios pensamientos. Era reconfortante tener su presencia a mi lado de nuevo.

—Dímelas ahora. Si las recuerdas.

Desvió la mirada del amanecer y me observó con intensidad, sus ojos reflejaban un torrente de emociones contenidas.

—Quería decirte que no quería irme. No quería dejarte. —Cerré los ojos, tratando de revivir la escena en mi mente. La mirada determinada de Leo, dispuesto a enfrentarse al destino que le había tocado cuando sus deseos eran otros—. Quería decirte que no te enamorarás de otro, pedirle que no me olvidaras.

Su confesión me llenaba de una mezcla de dolor y añoranza. Cuánto habría dado por escuchar esas palabras en aquel entonces. Se me llenaron de lágrimas los ojos.

Recordaba eso. La conversación que habíamos tenido la noche antes de su partida.

Leónidas estaba sentado frente al enorme mapa del terreno al que partiría. Levantó la mirada en cuanto sintió mi presencia. No sonrió, extendió la mano hacia mí, que me apresuré a tomar.

Me acercó a él y acarició mi mejilla con ternura. No dijo nada, solo me observó como si quisiera guardar mi rostro en su memoria por siempre.

—¿Qué debo hacer? —pregunté casi en un susurro.

No quería tener que pensar en lo que pasaría si él no regresaba, pero antes que mujer, era madre y reina. Era mi deber hacer lo mejor para Plistarco y para Esparta.

Leónidas pareció meditar mis palabras, respiró profundo como si hubiera tomado una decisión dolorosa.

—Cásate con un hombre bueno, uno que te ame profundamente, y alumbra hijos. No mires atrás, sigue adelante sin importar lo que pase.

Sus palabras me golpearon como una ola furiosa, dejándome sin aliento.

¿Cómo podía pedirme algo así? ¿Cómo seguir adelante sin él, sin el hombre al que había amado con cada fibra de mi ser?

«Quisiera decirle que solo puedo ser feliz con él».

En su lugar, asentí.

—Cómo digas esposo.

Bajé la mirada con el corazón roto.

Gorgo no había cumplido esa promesa. La idea de casarse con otro hombre con el que formar otra familia la había roto por completo.

Después de la muerte de Leónidas su único deseo había sido la venganza, y luego solo había pensando en el reinado de su hijo.

¿No era irónico?

Gorgo no había podido. Pero yo, sin proponérmelo, había acabado cumpliéndolo.

Otro recuerdo me vino a la mente en ese momento. Uno mucho más reciente. Algo que había pasado el día que volvimos al campamento.

Estaba desempacando mis cosas y entre la ropa encontré un libro que no había visto antes. Tenía una nota firmada a nombre de Anteros. No sabía nada sobre el contenido, pero el primer párrafo me dejó paralizada.

"Cuentan que a la vida de una persona siempre llegan dos amores: el amor de su vida y su alma gemela. Y aunque se puede pensar que es lo mismo, son totalmente diferentes."

Aunque había leído la mayoría, no había entendido lo que significaba todo eso hasta ahora.

Apolo. El amor de mi vida entró sin avisar, sin pedir permiso y se adueñó de todo: mi mente, mi corazón, mis sueños, mis deseos y sentidos. Lo amaba profundamente y la idea de dejar de quererlo me parecía triste. Era quien ponía mi mundo de cabeza, en completo caos.

Una vez creí estar enamorada de Percy, lo que sentía por Apolo no se comparaba en nada, era mucho más poderoso. Y a pesar de todos los problemas, las diferencias, a pesar de todo, no podía concebir la idea de dejar de quererlo. No quería dejar de amarlo.

No me hacía falta ver el futuro para saber que era mi amor inolvidable, el que quiero que sea correcto. El que marcaría un antes y un después, nadie podría igualarlo.

Ahora podía comprender a mi mamá cuando se enamoró de Eros. Nunca pudo amar a nadie más porque siempre lo comparó con todos, nadie era igual que mi papá.

Apolo era así para mí. Siempre sería él, nadie sería como él.

Michael era...no tenía palabras.

Sería tan fácil amar a Michael, me entendía como nadie, me daba paz incluso dentro de todas las peleas. Así es cómo nos entendíamos, aunque quizá eso estaba influenciado por nuestras vidas pasadas. Michael hubiera sido un final bastante hermoso y con el que hubiera sido feliz.

Había una certeza. Él era mi debilidad. No mentiría. Me hubiera encantado haberme enamorado de Michael en esta vida tal como lo hice en la anterior.

Habría sido correcto, habría sido perfecto. Con nadie más encajaría tan bien como con él. Gorgo y Leónidas eran la prueba.

Quizá, si no me hubiera enamorado de Apolo.

Pero lo había hecho. Y ahora no podía concebir la idea de amar a alguien más.

¿Cómo hacía ahora para decirle que antes no pude, pero esta vez, cuando podíamos haber tenido una mejor oportunidad, sí estaba cumpliendo esa promesa?

—Quería pedirte que no te fueras —murmuré con la voz rota.

—Ojalá lo hubieras hecho.

—¿Habría cambiado algo?

—No.

El silencio se hizo más denso entre nosotros.

—Ojalá tú me lo hubieras dicho.

—¿Habría cambiado algo?

—No —reconocí con dolor—. Me habría lastimado más.

El viento susurraba entre los árboles, llevando consigo el aroma fresco de la noche y el eco lejano de la vida que continuaba su curso en el campamento.

«Y ahora tú lo lastimarás con la verdad, pero es mejor una verdad dolorosa que una mentira dulce».

Lo miré, ahí a mi lado. Abrí la boca, había tanto que quería decirle, tanto que quería compartir, pero las palabras se atascaban en mi garganta, negándose a salir.

Y cómo si fuera un salvavidas, los primeros rayos del sol me dieron de lleno en el rostro como una caricia de pluma.

—¿Cuándo volverás? —me preguntó sin apartar la mirada del amanecer.

—No lo sé...he pasado mucho tiempo lejos de casa. Desde el verano pasado apenas he estado ahí un par de días, extraño a mi familia.

Michael asintió.

—También extraño a mi madre.

—¿Y por qué no vas a verla?

—Acabo de volver de una misión, no puedo irme otra vez y dejar a mis hermanos solos —respondió con voz monótona—, me necesitan aquí.

Sentí un nudo en la garganta mientras lo observaba, su perfil perfilado por la luz del amanecer, su expresión cansada y melancólica. Me pareció tan...solo.

—Michael...

—Ya despertaron todos —dijo observando hacia abajo. El ruido de los campistas que comenzaban a salir de las cabañas se hacía cada vez más escandaloso—. Dile a tu familia feliz navidad y año nuevo de mi parte.

Con el corazón oprimido por la tristeza y la culpa, observé cómo Michael se ponía de pie.

—Lo haré —fue todo lo que fui capaz de decir.

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La camioneta se detuvo en la estación de autobús.

—Gracias, Argos. —Me encaramé entre los asientos y le tendí una pulsera tejida que hice en las clases de artesanía del campamento—. Feliz navidad —dije dándole una sonrisa.

Él la miró unos instantes, antes de levantar la cabeza hacia mí y sonrió. Fue un poco perturbador con tantos ojos, pero le devolví el gesto. Me daba la impresión que no estaba muy acostumbrado a recibir regalos porque se lo puso inmediatamente sin importarle que parecía un arcoiris repleto de perlitas.

Busqué un taxi y media hora después, estaba camino a casa. El viaje fue bastante tranquilo para ser Nueva York en la hora pico. Aunque si era honesta, cualquier cosa mundana era total calma al lado de la vida de semidiosa.

Miraba por la ventana, observando como el sol brillaba sobre los altos edificios. Ya era casi mediodía y en dos días sería navidad así que las calles eran un total caos.

Llegué al departamento exhausta. Era extraño estar de regreso después de tanto tiempo y tanta locura. Estar en casa muchas veces llegaba a ser hasta aburrido por la forma de vida tan diferente en comparación al campamento y las misiones, pero no me arrepentía de tener esos meses de paz.

Subí las escaleras, el pasillo estaba tranquilo, solo el eco de mis pasos o al menos así fue hasta que vi que no estaba sola.

—¡Percy! —chillé emocionada.

Mi amigo estaba saliendo de su apartamento y se giró sorprendido cuando sintió mi grito.

—¡Dari! —exclamó con una sonrisa amplia, extendiendo sus brazos para recibirme en un abrazo justo cuando me tiré sobre él—. Tú mamá me dijo que vendrías, pero no que sería hoy.

—Es que no le dije específicamente cuándo vendría. ¿Y Sally?

—Está en tu casa, me mandaron a buscar unas cosas —respondió levantando una bolsa.

Sally y mi mamá se habían vuelto íntimas amigas. Imagino que compartir la experiencia de tener hijos semidioses que se la pasan poniendo su vida en peligro las unió para hacer más llevadera la situación.

—Vamos.

Lo tomé del brazo y lo arrastré hacia mi apartamento.

—Tienes que contarme todo, te fuiste muy rápido y estabas... —Se detuvo antes de decir, noté el tono dudoso.

Me mordí el labio. Las cosas habían cambiado mucho desde que me fui, para empezar, me había ido en medio de mi crisis amorosa con Apolo y ahora era mi novio.

Que rápido que pueden cambiar las cosas en poco tiempo.

—Bueno...

Abrí la puerta de mi casa pensando en cómo intentar contarle todo, entramos y me quedé helada con lo que estaba viendo. Percy se detuvo abruptamente, igual de impactado que yo.

El salón estaba abarrotado de bolsas de todos los tamaños y colores, parecía que una tienda entera hubiera explotado allí. Bolsas de tiendas de ropa de marca de lujo, también de zapatos, joyas y bolsos, y lo que más me llamó la atención, el oso de peluche más grande que hubiera visto en mi vida, sosteniendo encima un gran ramo de dalias naranjas.

Mi mamá y Sally estaban de pie al lado de la isla de la cocina, se notaba que habían estado tomando café. Nico, quien me sorprendió encontrarlo allí, estaba en el sillón con pijama viendo una película con mi abuelo.

Los cuatro parecían estar en un shock más grande que el mío.

Mi mamá sostenía en sus manos una nota, levantó la mirada hacia mí con una sonrisa nerviosa.

—Dari, cariño, que bueno que llegaste a casa. ¿Te gustaría explicar por qué el dios Apolo te envió estos obsequios y te llama "su ángel"?

Se me escapó una risa casi histérica. Miré a mi alrededor, buscando algún tipo de apoyo, pero todos los ojos estaban fijos en mí.

—Um...bueno... —tartamudeé. No podía dejar de reirme por los nervios—. Es una historia muy graciosa...y muy larga...

Mi mamá frunció el ceño, claramente esperando algo más que una excusa tan vaga. Mi abuelo se había cruzado de brazos y me miraba con la ceja enarcada, acción que Percy también había imitado a mi lado, Sally era la más incómoda.

Nico, pequeña mierda enana, comía palomitas, ni siquiera ocultaba la sonrisa burlesca.

—Verán, Apolo...bueno, él y yo...um...empezamos a salir —dije, mi voz apenas por encima de un susurro.

Hubo un momento de silencio pesado.

—¡Ja! —exclamó Nico de repente—. ¡Gané la apuesta!

Quiero aclarar lo de la apuesta. Se estaba apostando por cuando Dari aceptaría salir con Michael, por eso pese a que él la beso antes que Apolo, Nico ganó porque él apostó por Apolo.

🤣Él siempre fue TeamApolo.🤣

La Dalia Naranja es ideal para una declaración de amor un poco extravagante.

Dari llegando a su casa y encontrándose tremenda sorpresa.

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