005
EL ECO DE MIS BOTAS RESUENA MIENTRAS BAJO LAS ESCALERAS, cada paso más lento que el anterior, como si el peso de mis propios pensamientos quisiera retenerme en el último peldaño.
Debería estar emocionada por el día que tengo por delante, por las horas de entrenamiento con Hazel, una rutina que siempre me llena de calma, pero hoy siento un peso extraño en el pecho, algo indefinido que no logro identificar.
No sabría decir por qué, ni siquiera si es el silencio que se extiende en cada rincón de la casa, un silencio que normalmente me resulta reconfortante, pero hoy parece más denso, como si tuviera algo que decirme y no supiera cómo.
Christian salió temprano, como suele hacer, a preparar algunas cosas para su caballo. Un gesto tan habitual que me resulta casi tranquilizador, pero esta vez, su ausencia me golpea con una fuerza que no esperaba.
Normalmente no me importa quedarme sola, pero en días como este, estar sola con mis pensamientos no siempre es lo mejor. A veces, el silencio se convierte en un monstruo que se arrastra y susurra en los rincones de la mente, recordándome todo lo que intento evitar.
Al llegar al pasillo de entrada, mis ojos se clavan, como tantas otras veces, en el bol de madera junto a la puerta. Fue idea de Christian dejarlo ahí, un lugar práctico para las llaves y otras cosas pequeñas, una idea tan sencilla como funcional. Sin embargo, últimamente, ese bol guarda algo más que objetos. Algo que me pesa en el corazón cada vez que lo veo, aunque nunca me atrevo a apartarlo.
Allí están. El anillo de luna y el collar del caballo.
Mis pasos se detienen en seco. Un suspiro se escapa de mis labios sin quererlo, y mi respiración se hace más lenta, casi pesada. Sé que están ahí desde hace semanas, tal vez más, pero cada vez que paso, los veo.
Cada vez que me prometo a mí misma que debería guardarlos, sacarlos de mi vista, pero nunca lo hago. Siempre los dejo donde están, como si al ignorarlos pudiera olvidar todo lo que representan.
El anillo brilla tenuemente bajo la luz de la ventana, su diseño delicado, la piedra que parece reflejar la luz de una manera que ya no sé si me alienta o me asfixia.
El collar del caballo, con su pequeño grabado, parece aún más pesado de lo que debería. Mis ojos recorren el contorno de ambos objetos, y algo dentro de mí se tensa. Hay recuerdos que no quiero revivir, imágenes de momentos que preferiría olvidar.
Pero el simple hecho de mirarlos me arrastra hacia ese lugar, hacia lo que ya no es, hacia lo que ya no tenemos.
Miro mis manos, que permanecen quietas, como si dudaran en moverse. Finalmente, alargo los dedos y tomo las llaves, dejando las joyas en su lugar.
Un gesto automático, casi inconsciente, pero que de alguna manera me da la sensación de estar tomando una decisión. No hoy. No hoy voy a enfrentar lo que me han dejado esos recuerdos.
—No hoy —murmuro para mí misma, obligándome a apartar la mirada. Me concentro en el sonido de mis propios pasos mientras me dirijo a la puerta, el sonido de mis botas sobre el suelo de madera un eco que intenta acallar la tormenta dentro de mi mente.
Pero aunque dejo el bol atrás, siento como si lo que hay en él siguiera conmigo. Como si las joyas no pudieran quedarse atrás, como si no pudiera escapar de ellas.
El aire fresco me golpea en cuanto salgo de casa, y por un momento, el frío me envuelve como una manta, despertando mis sentidos y aliviando ligeramente la presión en mi pecho.
Respiro hondo, dejando que el viento se cuele por mi cabello y acaricie mi piel. El camino hacia el establo no es largo, pero hoy parece eterno, cada paso una eternidad, cada segundo lleno de pensamientos que se cruzan y se entrelazan en mi cabeza.
La sensación de opresión no me abandona, y aunque trato de empujarla, no puedo dejar de pensar en el bol, en lo que hay dentro, en lo que representa.
Cuando llego al establo, Hazel levanta la cabeza desde su establo. Sus orejas se giran hacia mí y un suave relincho me recibe. Es lo primero que logra arrancarme una sonrisa en lo que va del día. Es curioso cómo un animal tan noble, tan fiel, puede ser lo único capaz de devolverme un poco de paz en momentos como este.
—Hola, bonita —le digo, acariciando su cuello suave y cálido, dejándome envolver por su presencia. Ella mueve la cabeza y la apoya contra mi hombro, como si supiera exactamente lo que necesito. Siempre lo sabe. Me recibe con ese gesto silencioso, un abrazo que no necesita palabras.
Con movimientos automáticos, comienzo a preparar su equipo. El sonido de las hebillas al cerrarse, el roce del cuero contra mis dedos, es casi terapéutico.
El ritual de prepararla me da algo a lo que aferrarme, algo que me conecta con el momento presente. Me pierdo en los detalles: ajusto la montura, reviso las riendas, aseguro que todo esté perfecto.
En este pequeño mundo de cuero y metal, todo tiene sentido. Aquí, con Hazel, puedo encontrar algo de claridad.
Una vez lista, la llevo al campo de entrenamiento. Sus cascos golpean el suelo rítmicamente, un sonido que se convierte en mi ancla. Cada paso suyo me trae de vuelta al ahora, alejándome, por un momento, de todo lo que me inquieta.
—Vamos a empezar con calma —le digo mientras la monto y tomamos el primer giro en el recorrido. Hazel responde con fluidez, sus movimientos sincronizados con los míos, como si supiera exactamente lo que le pido.
Poco a poco, mi mente comienza a calmarse. La familiaridad de sus pasos, la sensación de control sobre su cuerpo, me devuelve una sensación de estabilidad que necesito con urgencia.
O eso pienso, hasta que el recuerdo del bol vuelve a mí. Es inevitable. Las imágenes del anillo, del collar, se filtran de nuevo en mi mente, recordándome todo lo que estoy intentando olvidar. La culpa, la confusión, las promesas rotas.
Hazel parece sentir mi tensión. Sus movimientos se vuelven un poco más rígidos, como si me preguntara qué me pasa, como si ella también intentara entender mi desconcierto.
—Estoy bien, Hazel —murmuro, aunque no sé si intento convencerla a ella o a mí misma. Sus orejas se mueven, como si estuviera escuchando mis palabras, pero su reacción es más bien silenciosa, paciente. Es lo que siempre hace, lo que siempre ha hecho: está ahí para mí.
Le pido que trote, dejando que el ritmo más rápido despeje un poco mi cabeza. El aire frío me acaricia el rostro, y por un momento logro concentrarme en lo que estoy haciendo.
Subo el ritmo hasta un galope, y Hazel responde con energía, cada paso suyo firme y decidido, una perfecta sincronización entre ella y yo. Pero no importa cuánto corra, ni cuántas curvas trace, las imágenes siguen allí. Ese anillo, ese collar. Lo que significaban. Lo que ya no son.
El entrenamiento se alarga más de lo que había planeado. Me niego a volver a casa, al bol, al silencio. Hazel parece no molestarse, como siempre, su paciencia conmigo es infinita. Incluso cuando mi mente está en otro lugar, ella sigue siendo mi compañera fiel, sin prisa, sin juicio.
Finalmente, cuando decido que ya es suficiente, la llevo de vuelta al establo. Le quito la montura con movimientos cuidadosos, reviso sus cascos, asegurándome de que todo esté en orden, cada gesto es meticuloso, casi obsesivo.
Es un ritual que me da un poco de paz, aunque sea momentáneo. Limpiar su pelaje me da la sensación de estar haciendo algo bien, algo que puedo controlar.
Mientras lo hago, Hazel me mira con esos ojos profundos y tranquilos, como si supiera que algo no está bien. Me detengo por un momento, y apoyo la frente contra su cuello. Es un gesto de agradecimiento, pero también de rendición. Ella no tiene que decir nada. Su presencia es suficiente.
—Gracias, Hazel —susurro. Ella responde con un leve movimiento de su cabeza, como si estuviera diciéndome que todo estará bien, que está aquí para mí, sin importar lo que pase.
Después de acomodarla en su establo y asegurarme de que tenga suficiente agua y comida, me detengo un momento a observarla.
Hazel me mira nuevamente, y no puedo evitar pensar en cómo ella es la única constante en mi vida que no me juzga, que no espera nada de mí excepto cuidado y amor. Ella no sabe nada del bol, ni del anillo, ni del collar, pero de alguna manera, siempre sabe lo que necesito.
Cuando cierro la puerta del establo, sé que eventualmente tendré que regresar a casa. Tendré que enfrentarme al bol, a lo que hay dentro, a todo lo que representa. Tendré que encontrar una forma de lidiar con ello.
Pero por ahora, solo respiro. Solo camino lentamente hacia el coche, permitiéndome unos segundos más de paz, unos segundos más lejos de todo lo que no puedo controlar.
Estoy sentada en la mesa del comedor, las hojas de mi cuaderno dispersas por la superficie de madera, pero nada de lo que intento escribir tiene sentido. Mis dedos siguen moviéndose sobre el papel, trazando palabras que no tienen ningún propósito.
Es como si mi mente estuviera atrapada en una niebla espesa, incapaz de escapar del laberinto de pensamientos que no puedo controlar. Las sombras del atardecer ya se alargan, pintando de naranja el cielo visible a través de la ventana, pero aquí dentro, todo está en silencio. Un silencio pesado, que me envuelve con cada respiración.
El reloj marca las horas que pasaron lentamente. Christian salió hace un par de horas a los establos a hablar con William sobre la próxima competición.
Me doy cuenta de que he estado mirando la misma página del cuaderno durante demasiado tiempo sin escribir nada. Respiro hondo y me levanto, decido caminar por la casa para despejarme un poco. Pero el silencio sigue aquí, y algo en mi pecho se aprieta cuando paso junto al salón, hacia la entrada.
De repente, la puerta se abre. El sonido de las bisagras interrumpe mi flujo de pensamientos, y sin darme tiempo para reaccionar, Christian aparece en el umbral. En sus manos, sostiene un ramo de flores.
—Para ti —dice con una sonrisa que parece genuina, su mirada cálida. Como si estuviera seguro de que este pequeño gesto bastaría para hacerme sonreír.
El ramo de flores es de margaritas blancas. No son las amapolas blancas que me traía Carlos, y me pregunto, en un suspiro interior, por qué no las amapolas. Pero no quiero que Christian vea la decepción en mi rostro.
Así que, en lugar de rechazar el ramo o decir algo, me quedo mirando las margaritas, buscando algo en ellas que me haga sentir que está bien. Pero en lugar de eso, mi mente comienza a dar vueltas, y de repente, las margaritas me parecen más un recordatorio de lo que ya no está que una señal de algo nuevo.
La sonrisa de Christian se amplía, confiado, como si el ramo de flores fuera la pieza que faltaba para hacer encajar este momento. Pero mientras miro las flores, algo dentro de mí se revuelca. No puedo evitarlo. Mi mente, como siempre, viaja hacia atrás, hacia otro tiempo, hacia otro gesto.
La memoria me arrastra sin quererlo, sin pedírselo, como siempre lo hace cuando menos lo espero. Los recuerdos de Carlos surgen sin que pueda detenerlos. La última vez que recibí flores, la última vez que una entrega de flores tuvo un significado tan especial.
Las amapolas blancas. La sencillez de ese ramo de flores, tan diferente a las margaritas que Christian me ofrece ahora. Las amapolas blancas me golpean con una fuerza inesperada, y siento cómo su recuerdo se instala en mi pecho, pesado, presente, como si las flores pudieran resucitar todo lo que fue.
Me acuerdo del primer encuentro con Carlos. No hace tanto tiempo, pero parece tan lejano ahora. Aquella conversación interminable en el café de Maranello, nuestras risas compartidas, las palabras que salían sin esfuerzo, como si ya nos conociéramos de toda la vida.
Luego, él se levantó antes de que pudiera decir nada más, y al volver, con la misma calma y tranquilidad que siempre lo caracterizó, me entregó un ramo de amapolas blancas. No dijo mucho, solo las puso en mis manos con una sonrisa tranquila, como si ese gesto, tan simple y tan lleno de significado, bastara para decir todo lo que no pudimos expresar con palabras.
El gesto de Carlos era tan suyo, tan genuino, tan personal. Las amapolas no eran solo flores; eran un símbolo, una señal de que su presencia en mi vida tenía un peso, que, de alguna manera, había encontrado una forma de marcarme sin hacerlo de manera obvia.
Todo lo que representaban para mí, lo que se tejió entre nosotros mientras esas flores permanecían en mis manos, seguía allí, como una marca que no podía borrar.
Mi mente da vueltas, vuelve una y otra vez a ese recuerdo, al rostro de Carlos, a la suavidad de su voz al darme esas flores. Y ahora, aquí estoy, con un ramo de margaritas blancas en mis manos, un gesto de Christian que, aunque bien intencionado, no logra arrancarme la misma reacción.
No puedo evitarlo. Todo lo que veo son las amapolas. Todo lo que siento son los momentos compartidos, los recuerdos vividos, las risas de aquellos días que parecen ahora tan distantes.
Christian no parece notar mi vacilación. Su sonrisa sigue ahí, con esa confianza que tiene cuando cree que ha acertado, pero es difícil disimular la tensión que siento. Mientras él espera mi respuesta, siento cómo la diferencia entre este gesto y lo que Carlos me dio crece más y más en mi pecho.
No quiero hacerle daño a Christian, no quiero que piense que su esfuerzo es en vano, pero en mi cabeza, las margaritas blancas de Christian se mezclan con las amapolas blancas de Carlos, y la comparación no me favorece.
—Sabía que te encantarían. Las margaritas siempre te han gustado, ¿no? —dice Christian, y aunque su voz suena cálida, un poco temerosa, su seguridad no me permite articular la verdad que hay detrás de mis ojos. La verdad de que las margaritas no son lo que quiero, no son lo que necesito ahora.
—Son bonitas —respondo finalmente, las palabras se me escapan en un susurro que me suena a mentira, pero es lo único que puedo decir.
La sonrisa que intento forjar se siente débil, falsa. Trato de que mi tono suene natural, pero las margaritas no me llenan, no me conmueven. No son las amapolas blancas que Carlos me trajo, con ese gesto tan simple, pero tan significativo.
Christian asiente con satisfacción, sin percatarse de la verdad oculta en mi respuesta. Me mira como si todo estuviera bien, como si este pequeño gesto, este ramo de flores, fuera lo que necesitaba para que todo encajara entre nosotros.
Yo, sin embargo, me siento distante, como si estuviera flotando fuera de este momento, incapaz de aterrizar en la realidad que él intenta crear.
—Me alegra que te gusten —dice, confiado, su tono lleno de ese optimismo que siempre tiene. Como si este gesto, tan pequeño, pudiera resolver cualquier distancia que haya entre nosotros, cualquier sombra que se haya colado entre nuestras palabras.
Pero no lo resuelve. Ni siquiera lo acerca. Porque mientras miro esas margaritas, mientras veo la expresión de Christian, mi mente sigue siendo un remolino de recuerdos, de imágenes de Carlos, de los gestos que ahora parecen más genuinos que cualquier cosa que yo pueda vivir en este presente.
Y aunque trato de volver al presente, de darme a Christian como él me da, el recuerdo de las amapolas sigue allí, inquebrantable. Esos pequeños gestos, esas flores, no se desvanecen.
Y yo, mientras sostengo el ramo de margaritas en mis manos, no sé cómo seguir adelante, no sé cómo aceptar lo que Christian me da cuando mi corazón aún late por lo que Carlos me ofreció.
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