17.

Bartos aquella noche se convirtió en otra persona, irreconocible y decidido. Se dirigió a Sahira con pasos fuertes, Monmock se quedó al lado de su amo y este sacó una navaja de su chaqueta pero era inevitable detener al afligido padre de la niña. 

Tal vez quiso que se hiciera justicia, tal vez Zonder no le importaba en absoluto todo lo ocurrido, por eso, quizá solo por eso de detuvo en medio de la cubierta y dejó que pasara lo que tenía que pasar.

Bartos arremetió en contra de la mujer que dando zarpazos con sus manos intentó soltarse de las manos fuertes del muchacho que la sostenía como una máquina desgarradora. 

Sahira en su lucha imposible observó con lágrimas al capitán de la nave, pero este siguió inmutable en el medio del Kakapus.

—¡Señor, salva a tu esclava! —gritó a todo pulmón, más los oídos de Zonder seguían sordos ante tal grito de desesperación.

—¡Ahora si eres una sierva del hombre! —dijo Bartos. Su rostro había cambiado y sus ojos parecían iluminar la oscuridad de la noche.

Monmock corrió a la proa de la nave y comenzó a aullar con fuerza. Era un sonido agudo y fuerte para un ser sin vida, eso pensaba el navegante, ¿pero quién era él para decir estas palabras? Con lentitud y con cuchillo en mano se dirigió hacia aquellos que estaban manchando de sangre su nave. 

Bartos sujetó del cuello a Sahira y se fue retrocediendo; se alejaba de Zonder lo más que podía.

—¡Deja que haga justicia a mi hija! —gritó entre un mar que encendía sus ojos—. ¡No sabes el dolor que esta asquerosa asesina me ha causado! ¡Me ha quitado mi razón para vivir! Sin Shirin no existo, no soy nadie. ¡Ella también me ha asesinado! Déjame acabar con ella, se lo merece, por favor...

Sahira en sus infructuosos intentos de zafarse de las manos de Bartos, mordía, rasguñaba al sujeto, pero era imposible. El sometimiento era incontrolable y a medida que apretaba más fuerte su cuello, más débil eran sus movimientos para escapar.

—¡Hice lo que pensaba era lo correcto! —expresó Sahira—. Traes al mundo a una niña para padecer hambre y miseria, sin contar que bajo el yugo de un hombre que la esclavizará y la asesinará después de exprimir hasta la última gota de aliento de su alma. Ustedes no piensan, procrean hijos sin preguntar si los queremos, no nos dan elección. Pensé en ella y tomé la decisión correcta.

—¡Calla, infeliz, calla!

Bartos en una inexplicable fuerza levantó a Sahira y entre gritos y sollozos lanzó hacia el vacío a la mujer que vio cómo su cráneo se estrellaba con una dura roca del desierto.

La sangre se esparcía por todo el árido lugar y el último suspiro salía de la boca de Sahira, que ya había abrazado a la muerte en pocos minutos. 

Todo esto ocurrió delante de la mirada de Bartos que disfrutó cada momento agonizante de la pobre mujer que se desangraba en el vacío.

—¡Así se mueren los asesinos!

Bartos se reía a carcajadas y danzaba en el medio de la cubierta, parecía un demente cuando era soltado de un centro psiquiátrico. Daba vueltas y aplaudía a rabiar; parecía haberse olvidado del motivo del por qué había cometido aquel acto. 

Solo se giraba para ver si el cadáver de Sahira seguía en el fondo. Monmock aullaba y la noche parecía más tenebrosa. Eso fue lo que necesitaba el horizonte, pero como el dolor lleva a otro dolor, el costado de Bartos sintió un pinchado que se fue clavando con más profundidad. 

El cuchillo de Zonder arremetía con tal fuerza que parecía atravesar por completo el abdomen del pobre infeliz.

—¡Vienen a mi nave a cometer actos brutales! Manchan de sangre mi buena voluntad. Te asesinaron a tu hija y tú pagas de igual manera. Eres tan vil como ella y por eso también mereces estar en el vacío.

Con el cuchillo clavado en su abdomen, Bartos intentó quitarlo pero la fuerza de Zonder era más y su convicción lo hacía casi invencible. La mirada del tripulante era de derrota delante de aquella mirada decidida y sin vacilaciones del capitán.

—Puedo irme en paz, puedo ver una luz, puedo ver a Shirin jugando en el campo, puedo oler su cabello y también escucho el cantar de los pájaros. Voy feliz a mi destino porque mi hija me espera.

—¿Y cuál es ese destino? —preguntó el navegante—. Después de la muerte solo existe la nada. No existe el más allá y no existe Dios, porque de haber sido así, no estuviéramos en esta situación.

—Pero la nada es algo, ¿no crees? La luz destella mis ojos y mi mente se oscurece, más la luz iluminará mi sendero y mi hija me dará abrazos por la eternidad.

Las últimas palabras de Bartos antes de caer de la aeronave hicieron estremecer a Zonder, pero ya era inevitable. La muerte se había aposentado en el Kakapus y se había llevado tres almas que parecían no tener rumbo. 

El navegante limpió su cuchillo y Monmock se le acercó para acariciar con su cuerpo de metal las piernas de su amo. Solo quedaban dos, solo quedaba el capitán y su nave.

El navegante se lavó la cara y se sentó a meditar, pero aquello era en demasía imposible cuando de entre las sombras la figura de Palacka emergía sin aviso previo.

—Tu camino parece encontrar una luz al final —dijo.

Zonder no entendía sus palabras, de hecho, nunca podía descifrar las palabras del Gran Oráculo, de Palacka y de aquel adivino de nombre Urham. Parecía que su mente se nublara delante de ellos.

—Mira a tu norte —dijo Palacka.

Un destello de luz se asomó de entre la espesa noche y el navegante pudo notar que estaba cerca de Los Pensantes, ¿coincidencia que llegara solo? Pues, eso estaba por averiguarse.

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