11.
Fue bajo una luna plateada en un manto oscuro que Zonder se dio cuenta de que su viaje terminaría pronto, porque fue aquel ser de granito con un martillo en mano que hizo acto de presencia de entre las rocas que tenía al frente del Kakapus.
Esta vez la forma del Gran Oráculo era diferente, era el mismo sujeto, pero esta vez ya las rocas en sus pies estaban caídas y ya podía verse la figura completa de aquel ser de blanco con sus vestiduras desgastadas y su barba tupida. Flotaba en el aire y los incrédulos ojos del navegante seguían sin parpadear; se arrodilló y mostró sumisión y total respeto ante tan magnífico ser.
—Señor —dijo—, no soy digno de verte de nuevo, he fallado, no hice caso a tus sabias palabras y opté por dejarme llevar por mi ambición, he visto a un demonio acabar con una ciudad inocente, he presenciado a muchos robs morir en batalla para el deleite de otros. He visto la injusticia en seres imperfectos y creados por el hombre, ¿acaso nuestras creaciones deben ser igual de malvadas que nosotros? No sé qué hacer ahora y espero me perdones, ruego que me hables de nuevo y me ordenes lo qué tengo que hacer, no dudaré tan siquiera en escuchar tus palabras y acatarlas.
Silencio...
El resoplo del viento emanaba un sonido de angustia, la vela del Kakapus danzaba a los compases de sus ondas, un estruendoso trueno se escuchó en los cielos y el horizonte parecía un camino sin fin. Zonder cerró sus ojos y dejó que la brisa lo golpeara. Estaba rendido y cansado, pensó que el Gran Oráculo solo lo observaría hasta el último aliento, pero un leve movimiento de un granito se hizo escuchar y de ella una voz grave y fuerte apareció de entre la nada.
—A pesar de mis palabras, preferiste escuchar tu razón, porque tu verdad es egoísta, crees que puedes saber más que otro ser. Recuerda que solo hay y existe una verdad, y es la razón; ella es la que habita en la conciencia de los hombres, no puedes contradecirla, ya que aquello puede contraer la muerte. Aquella tiniebla que camina hacia tu lado y no la has visto. Recuerda que tu camino está en la verdad y la razón, ve y busca a esos dos seres que se han separado de ti. Busca y encontrarás...
Luego de aquellas palabras, Zonder abrió sus ojos y se encontró con las penumbras de la soledad. El Gran Oráculo había desaparecido y de nuevo quedó confuso. Monmock seguía allí sentado observando dese la proa el transitar del Kakapus y parecía no haber notado la presencia de aquel ser místico.
El joven observaba a su compañero y meditaba si aquel ser creado por la humanidad podía pensar igual que un animal de verdad, quería saber si existía diferencia alguna entre los robs y los humanos. Una figura a lo lejos le quitó toda meditación al navegante. No podía creer lo que veía. ¡Otro ser humano deambulando por el desierto! ¿Un espejismo de la noche? ¿Una sombra que juega con el subconsciente?
No era así, un hombre encorvado por un peso caminaba sin rumbo fijo hacia la nada, Zonder detuvo el Kakapus, tenía que admirar y presenciar a otro ser en el vasto desierto de la Tierra. ¿Quién era y que llevaba consigo en aquella canasta sobre su espalda?
—Saludos, buen hombre —El sujeto calló de rodillas y soltó a llorar. El capitán bajó de su aeronave y habló—: Puedes subir a mi embarcación, hay algo de agua y comida, pero primero debes decirme quién eres y hacia dónde te diriges.
El afligido hombre soltó la canasta con sumo cuidado y al destapar la misma dejó ver algo que sorprendió al muchacho. En ella había una pequeña niña de unos cinco años, quizá menos, delgada y con cara triste. Zonder enseguida se puso en guardia y arremetió en contra de aquel sujeto que no pudo hacer nada para defenderse.
—¡¿Quién es esta niña?! ¡¿Qué piensas hacer con ella?! ¡Habla de una vez, infame!
El hombre se postró de rodillas inclinando su cabeza a los pies del muchacho y entre sollozos dijo:
—¡Perdóneme, joven, por creer que soy una mala persona! He vagado con mi hija por cinco días, sin comer ni beber agua, hemos escapado de la Ciudad Verde donde habíamos sido maltratados, fuimos esclavos de una mujer que nos humillaba a cada momento, el pueblo es dominado por ellas, dictó una ley donde proclamó que todo niño o niña debe ser exterminado para mantener la supervivencia de la ciudad, no pude obedecer esa orden y escapé. ¡Por favor apiadase de nosotros y llévenos a la otra ciudad! ¡Se lo ruego!
—¿Cuál otra ciudad?
—La Ciudad de los buenos hombres...
—Ven, sube a la niña para que coma y beba.
El hombre hizo caso, tomó a la pequeña y la subió, Monmock ayudó con su mandíbula arrastrando la canasta hacia el camarote. Parecía estar entrenado porque sabía lo que la niña necesitaba. La bebita con sus delgadas manos se llevó algunos trozos de pan a la boca y calmó su sed con abundante agua. Mientras que Zonder y su padre estaban en cubierta.
—La Ciudad a la que hablo, mi señor —comentó el sujeto—, está a unos cuantos kilómetros al norte. Espero no desviar el trayecto que lleva, pero usted ha aparecido en medio de la nada y es una salvación para la pequeña Emily.
—¿Cómo te llamas? —preguntó el navegante.
—Bartos, señor...
—Zonder, me llamo Zonder.
El muchacho dejó que Bartos fuera a alimentarse, se dirigió al timón y observó la brújula. Tal vez no sea mala idea redirigirse al norte, no se desviarían de su destino y así podía ayudar un poco a esos pobres seres. Mientras meditaba, Palacka apareció como un ave en picada para devorar a su presa. Se dejó caer en frente del navegante y extendiendo sus manos habló:
—¿Sabes quiénes son? ¿Sabes acaso por qué están aquí?
Este negó con la cabeza y observó en silencio al hombre acostando en su regazo a la pequeña Shirin y cuando se disponía a responder, el demonio ya no estaba.
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