4. La imposibilidad del fallo (2)
—Bueno. En ese caso, te esperaremos. Eso sí, Sheep... si no quieres recibir una lluvia de patadas en el culo la próxima vez que nos encontremos, te recomiendo dos cosas: primero, cuidas la puta moto como tu puta vida... —El hombre guardó silencio, estaba diciéndolo muy en serio—. Y segundo, cuidas tu puta vida, como tu puta moto. ¿Fui claro?
Sheep sonrió.
—Como el agua, Vanisher.
*****
Algo hizo un fuerte «clank» en la carrocería de su motocicleta cuando pasó por encima de ese pozo a tanta velocidad. El insulto que echó en sus adentros fue automático.
Era imposible. Sin importar si alcanzaba la velocidad máxima, sus persecutores cuadrúpedos resultaban igual de rápidos y no tenían intención alguna de abandonarle. Se suponía que aquella vieja rivalidad de los motociclistas con los perros había quedado en el pasado luego de que la infección se cargase tantas vidas, pero al parecer solo la había vuelto todavía más angulosa y peligrosa.
Tan angulosa y peligrosa como los colmillos de un sabueso infectado que se clavó en el lateral de la rueda trasera. La motocicleta se ladeó, pero Sheep supo mantener su curso con habilidad. Aceleró la marcha y perdió al canino asesino que le seguía el paso.
Aun así, sabía que tenía que cambiar de estrategia si quería perderlos. La carretera era genial para la adherencia de las ruedas y mantener una buena maniobrabilidad y velocidad, pero la autopista ya comenzaba a formarse en el horizonte, si ingresaba allí sin haberlos perdido, lo alcanzarían tarde o temprano.
Giró el manubrio en seco y viró hacia la derecha en un cruce de caminos. El barrio era su única salida para perderlos. Tenía que valerse de su entorno para que no le siguieran la marcha; buscar calles angostas, caminos sinuosos o pasadizos estrechos.
La oscuridad nocturna no le ayudaba demasiado a la hora de elegir las salidas a tomar; el faro delantero iluminaba en un cono potente, y le permitía ver aquello que se le cruzaba, pero hasta ahora lo único que podía hacer era esquivar cadáveres, vehículos, carteles, cestos de basura, y doblar en esquinas sin un patrón fijo.
Sus persecutores eran cuatro, eran veloces, eran audaces y agresivos. Las infecciones del virus, que había asolado el planeta y devastado a una enorme mayoría de organismos vivos de todo tipo, eran capaces, a partir de aquellas venas negras que presentaban todos los infectados, de modificar en pequeña o gran medida sus cualidades físicas y genéticas.
En humanos era sencillo de identificar, los había quienes presentaban una contextura delgada al extremo, eran más chupados de piel y débiles de fuerza, en cambio, había algunos otros, especiales, más altos, que podían encontrarse recubiertos de una especie de corteza de piel resistente y eran dotados de una fuerza sobre la media de un humano normal.
Sheep y su banda, a ese tipo, les decían: «Los grandotes», ya que los resumía con bastante claridad.
En caso de animales, estos también sufrían ciertas modificaciones genéticas, sobre todo con su pelaje. El pelo se les caía, dejando a la vista una piel que se teñía de un marrón oscuro que daba la impresión de ser negro.
La cabeza ganaba amplitud en la zona de su mandíbula, volviéndola más prominente, junto con su feroz dentadura. Su tórax también se inflaba, y ahí era dónde más predominancia de venas expuestas lograban verse, por lo general su «corazón» siempre se hallaba en esa zona.
Sheep escuchó un ladrido a su izquierda que le resultó tan severo y peligrosamente cercano que un pitido molesto se le quedó zumbando dentro de las paredes de su oído. Volvió a virar al lado puesto en la siguiente esquina. Si no recordaba mal, había doblado dos veces a la izquierda, una a la derecha, de nuevo hacia la izquierda, y ahora había esquivado, embutiéndose en un callejón a su derecha.
El sabueso que le había aturdido el oído volvió a posicionarse junto a él, buscando asestar dentelladas a diestra y siniestra. Sheep mantuvo la calma y el manubrio recto en todo momento, midió la distancia y se arrimó al perro para no darle ningún sitio al escape.
Dos segundos después, pasó junto a un contenedor, y al tercer segundo escuchó el golpe contundente de un cráneo canino con el metal.Observó a su retaguardia, un poco divertido por la situación. No pensaba que iba a perder a uno tan fácilmente, pero no era momento de cantar victoria todavía. El resto le seguía muy de cerca.
El callejón le conectó con un parque repleto de árboles, y una idea se encendió en su cabeza: «¡La maniobra Jon!», pensó.
Jon o Jonatán era uno de los miembros de la banda. Era una de esas personas hiperactivas y graciosas que, casi siempre, todo grupo posee en uno de sus miembros. Jon siempre estaba conduciendo su motocicleta y amaba pasear e ir recolectando tonterías por doquier, y eso lo llevaba a ponerse en las situaciones más jodidamente arriesgadas posibles.
Y en una de sus tantas historias, una vez él le mencionó que había inventado una maniobra que llamó con su nombre, pero que solo podía usarse de noche y cuando uno se encontraba siendo perseguido por un grupo de hasta diez zombis.
Podía hacerse con más, pero eso solo dependería de la habilidad del motociclista.
En este caso Sheep solo tenía que intentarlo con tres zombis caninos, así que las probabilidades de éxito estaban a su favor. Aceleró y se metió al parque, por consiguiente, los perros le siguieron el paso, entonces, Sheep mantuvo una velocidad estándar y comenzó a conducir en círculos.
No era un círculo perfecto como tal, se trataba de un trazado inventado sobre la marcha, y que tenía que repetir hasta memorizarlo, porque el siguiente paso, era el más difícil.
Apagó las luces y empezó a conducir a ciegas en medio de la noche. Ejecutó el mismo trazado una única vez y a la misma velocidad. Rodeó los mismos árboles, ladeó los mismos pozos y surcó el parque entero en una última vuelta, y entonces, disminuyó la velocidad, encaró la moto hacia una recta, y la soltó.
Sheep se alejó a toda velocidad hacia un extremo opuesto y se agazapó usando un árbol grueso como cobertura. Los perros persiguieron el ruido de la moto, ignorando que el conductor había saltado, hasta que la misma se detuvo en un golpe seco con un arbusto. La idea de sacrificar la moto no le agradaba, por eso tenía que elegir un sitio donde no se golpeara demasiado.
Ya era la hora.
Sheep depositó su mochila de viaje en el suelo, se equipó con un arco compuesto de aspecto resistente, y por ende, más corto que los arcos convencionales. Se utilizaba para flechas a corta y media distancia, en especial, flechas de empleo veloz para situaciones riesgosas.
Sheep no podía usar armas de fuego. No gracias a «esa» enfermedad... así que, en cambio, elegía emplear arcos y flechas. No tenía idea de por qué le funcionaba, pero este viaje era justamente para averiguarlo al llegar a la nación Áurea.
Apuntó al centro del tórax del primer perro zombi y disparó. Se movió entre los árboles. Ya conocía el terreno. Había recorrido el trazado con el fin de memorizarlo en su cabeza y moverse a conciencia. Disparó de nuevo. La flecha firmó el silbido de la muerte de su segunda víctima.
El último perro advirtió de su presencia, y se lanzó a la carrera, pero ya no resultaba un peligro para él. La ventaja numérica había terminado, por ende, el cazador, una vez más, había ganado.
Sheep se lanzó hacia un lado, rodó para esquivar el zarpazo, se levantó, estiró el brazo que sostenía su arco hacia el frente y tiró de la soga hacia atrás, ni siquiera hasta el punto máximo porque no hacía falta.
Un diminuto punto verde apareció en medio del lomo de su presa. Una de las mejores características de su arco era la mira láser.
Separó los dedos y la flecha se ensartó en el corazón de su última presa.
*****
Según Vanisher, el tiempo muerto era valioso para cualquier motociclista que se precie. Se trata de esa fracción de tiempo que se le dedica a verificar el estado de la motocicleta, las reservas de combustible, el nivel de aire de cada rueda, así como también darse un tiempo para una buena alimentación saludable y un merecido descanso de piernas.
Las barras de cereal supercrujientes con reborde de frutilla eran las favoritas de Sheep. El azúcar le ayudaba a permanecer despierto, pero en este caso solo quería recargar energías para continuar con su trayecto. Con la ciudad a sus pies, el camino a la nación Áurea estaba ya a pocos kilómetros.
Según las coordenadas y el mapa que su banda le había dado, la nación tenía que encontrarse en algún punto del norte de la ciudad. Supuso que no le demandaría tanto tiempo buscar el sitio adecuado. No tenía idea de cómo lucía exactamente esa dichosa nación, pero esperaba encontrarse con algún tipo de señalización en el camino, quizás algún que otro guardia merodeando, o al menos una bandera como punto de guía.
Sheep intentaba mantenerse optimista, de seguro algo iba a encontrar que se escapase de toda la monotonía que la ciudad le ofrecería al llegar: cadáveres, vehículos destruidos, calles desoladas, y ese tipo de cosas que solía ver en los poblados y ciudades pequeñas del distrito.
Sheep terminó con el tiempo muerto guardando su arco en un gancho especial que había en uno de los caños en la zona trasera baja de la motocicleta. Siempre intentaba asegurarlo lo mejor posible para que no se cayera en el camino, ya que era la única arma de larga distancia que podía emplear.
Como buen obsesivo que era, y era uno que tenía mucha conciencia de ello, a Sheep le encantaba revisar todo hasta cuatro veces. Dos no era suficiente, tres podría serlo, pero definitivamente, sin duda, objeción, o replica alguna, el cuatro era el número perfecto. El número de la imposibilidad del fallo.
Siempre tarareaba esa frasecita que su padre, un prestigioso mecánico, decía: «Siempre comprueba todo hasta cuatro veces». No rimaba ni por casualidad, pero la entonaba de tal manera que cada vez que tenía que completar un trabajo de mecánica, un arreglo, o incluso hacer un conteo importante —como ahora, mientras contaba las flechas de su carcaj—, lo hacía cuatro veces.
Por desgracia, el conteo de esas flechas jamás terminó de hacerse.
Un gruñido resonó desde su retaguardia, el sonido de cuatro patas embravecidas golpeando la tierra se hizo presente, y para cuando quiso percatarse de ello, ya lo tenía encima.
El perro se le echó sin miramientos, pero Sheep también actuó rápido. Ni siquiera pensó el movimiento, sabía que tenía cerca de su mano, enganchada a la mochila que se posaba sobre el respaldo de la motocicleta, una pequeña hacha de mano.
La tomó justo antes de ser embestido, y fue una decisión acertada, puesto que el mango del hacha era lo único que separaba su rostro de la mandíbula de aquella criatura. La cuadrúpeda bestia le ladraba, le echaba baba, y se revolcaba de forma errática, buscando asestar un mordisco a cualquier costo.
Sheep hizo todo el esfuerzo que le fue posible por cambiar de posición y colocarse de rodillas; una vez su postura mejoró, apartó al perro con el hacha, abriendo una herida en su mandíbula que le hizo retroceder. No esperó más, no buscó apuntar a su corazón, ni nada, ensartó el hacha en diagonal justo en el hocico.
El monstruo bramó un chillido de dolor que le hizo pensar que estaba luchando contra un perro normal, pero sabía que no era así, no tenía por qué sentir lastima alguna. Volvió a atacar de nuevo, pero erró el golpe y terminó dándole la pata delantera.
Para bien o para mal, eso le brindó un poco de tiempo. El perro zombi empezó a cojear furioso en su dirección, y Sheep se incorporó como un rayo y se montó en la motocicleta para despedirse de una buena vez y para siempre, de ese maldito perro del demonio.
Atravesó el parque y volvió a internarse en el barrio, intentando aplacar las pulsaciones de su corazón, pero cuando llegó a la ruta otra vez, levantó la mirada y sus ojos, estupefactos e incrédulos, se detuvieron en un punto fijo para contemplar el terror masificado.
La ruta principal estaba atestado de monstruos por doquier, pero no era nada si se lo comparaba con la impresionante avalancha de zombis que parecían llegar desde el sur. Si el número total no rebasaba el millón, se acercaba bastante.
—¿Qué carajo...? —Ni en un concierto había presenciado tantas cabezas juntas, arremolinándose, amontonándose, y avanzando con tanta celeridad, impaciencia, y ahínco.
Los cercanos que le vieron echaron a correr.
«No... no puede ser».
Sheep aceleró, les esquivó, y empalmó hacia la autopista a toda velocidad.
«¿Estos son los que surcaron aquel alambrado...?».
Vehículos abandonados, cadáveres y centenares de zombis asesinos; todos eran conos clavados al suelo para Sheep y la velocidad en constante aumento de su motocicleta.
«¿Es mi culpa?».
Su muñeca se quebró hacia abajo, aumentando la velocidad al tope, consumido por los nervios y la ansiedad.
«No puedo ir a la nación con todos ellos, son muchísimos... ¿Pero qué hago? ¿Escapo hacia otro sitio?».
Sheep mantenía la mirada clavada a la ruta. Su conciencia espacial y pericia en el manejo le llevaba a esquivar los obstáculos sin siquiera prestar atención, por esa misma razón, no se percató de que había rebasado un cartel que ponía «Acceso norte» con una cruz roja en él.
«¿Qué hago? ¿A dónde voy? ¿Qué...?», levantó la mirada.
—¡Puta-madre!
Por inercia, reflejos, miedo, todo junto... cerró sus manos y clavó ambos frenos de la motocicleta a la vez.
Las ruedas derraparon, el manubrio se inclinó, la carrocería entera se ladeó. Echó su cuerpo hacia atrás todo lo que pudo, sintió el peso de toda la motocicleta, su mochila y la bestial velocidad, empujándole sin piedad.
Llevó su pie al pavimento, como si eso hiciese gran cosa, y sintió el asfalto, volviéndose un fuego bajo la suela de su zapatilla. Soportó, aguantó, y tironeó del manubrio con toda su fuerza, hasta que finalmente, la motocicleta se detuvo.
La mirada confundida de un joven de cabello negro azabache, completamente revuelto, sucio y empapado de sudor, le observaron. Ambos echaron un vistazo veloz a sus respectivas retaguardias con apremio manifiesto, y luego, volvieron a mirarse entre ellos.
—¡Necesito ayuda! —dijeron al unísono.
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