14. Punto final (1)



La moto esquivó autos y peatones. Las calles eran un caos y el suelo se partía bajo las ruedas, el asfalto vibraba y se abría en grietas que vomitaban polvo y escombros. Las personas, presa de un pánico sin precedentes, corrían despavoridas hacia todas direcciones.

Renzo Xiobani apretaba los dientes, sintiendo cada sacudida del potente temblor que estremecía a la ciudad. Su único pensamiento era llegar a casa, ponerse a salvo y corroborar que su hermana estuviese bien.

Desesperado, intentó de nuevo comunicarse con ella mientras continuaba manejando. Sus dedos temblorosos marcaron su número, pero, de nuevo, igual que la última vez, no hubo respuesta.

Maldijo y quebró la muñeca, aumentando la velocidad, intentando sobreponerse al miedo creciente que le oprimía el pecho. Ese maldito tono infinito de la llamada sin respuesta le taladraba la mente, y esta, en venganza, le llevaba a pensar los peores escenarios que podría estar atravesando Silvi. Sabía que si no la encontraba todavía en su casa, tendría que salir a buscarla al corazón de la ciudad.

Era lejos, pero eso poco le importaba. Primero haría una pequeña parada para cerciorarse de que a su madre no le hubiera sucedido algo, luego, sin perder tiempo, saldría a buscar a su hermana en su escuela.

De repente, al doblar una esquina, sintió una vibración en el bolsillo de su chaqueta. Sin siquiera ver de quién se trataba, atendió con celeridad. Del otro lado escuchó la voz de su hermana y un torrente de alivio inundó su cuerpo. Apretó los frenos y detuvo la motocicleta a un lado de la calle.

—¡Silvi! ¿Dónde estás? ¿Estás bien? —Su voz era un ruego desesperado.

En contraste, del otro lado, la voz de Silvi era apenas un susurro ahogado por el miedo.

—¡Renzo! Estoy asustada. ¡Esto está...! ¡Esto está muy mal! ¡Todo se está yendo a la mierda! ¡La gente...! Por Dios...

—¿Eh? —Renzo sintió un nudo de pavor arremolinándose en su pecho—. Silvi, respóndeme. ¿Te pasó algo? ¿Estás herida?

—Tranquilo. Estoy bien, por ahora. ¿Tú también los has visto? ¿A esas... personas?

—¿Qué personas...? —Bufó, restándole importancia—. No importa. ¿Estás cerca de casa? ¿Dónde estás?

—No. Me volví a la escuela. ¿En serio no has visto nada? La gente se volvió completamente loca. Se atacan, parecen... —Su voz se quebraba mientras intentaba mantener la calma. Suspiró—. Uno de mis amigos empezó a convulsionar cuando el último temblor sacudió la ciudad. Parecía un animal... un monstruo.

—¿Qué? —preguntó Rex atónito. ¿De qué estaba hablando?—. ¿Te lastimó?

—No. Un policía tuvo que intervenir. Lo mató. Pero... su cuerpo, Rex, su cuerpo había mutado. Su piel era extraña, y sus ojos... —La voz de su hermana apenas se escuchaba; cada vez sonaba más y más lejana—. Sus ojos se volvieron oscuros. No sé cómo decirlo, pero parecía...

De repente, la señal se esfumó. El molesto pitido volvió.

Rex intentó reconectarse, volver a llamarla, pero fue inútil. Solo recibió el contestador. Frustrado, golpeó el manillar y un «carajo» nació desde el interior de su alma. No tenía tiempo que perder. Silvi se veía extremadamente asustada. No podía dejarla sola. Arrancó de nuevo la moto y aceleró hacia su casa, con la mente enfocada en llegar cuanto antes.

Cuando finalmente llegó a su calle, abandonó la motocicleta sin siquiera apagar el motor. Corrió hacia la puerta con la respiración entrecortada y su corazón martillando sin piedad en su pecho. La adrenalina lo empujaba hacia adelante, pero el miedo lo carcomía desde dentro.

Abrió la puerta de un golpe y corrió hacia la sala.

—¡Mamá! ¿Estás...?

Lo que vio lo paralizó en seco.

En el suelo, había un arma. La sangre cubría el piso de la sala, y allí, en medio del caos, vio a su madre forcejeando con Daniel, su nuevo novio. Pero su madre... Rex la miró, incapaz de reconocerla.

Un circuito de venas negras y opacas, se enroscaban bajo la piel de ella como raíces pútridas, extendiéndose desde su cuello hasta su rostro, deformándolo en una mueca de rabia insana.

Sus labios, violáceos y agrietados, manchados de sangre, se abrían y cerraban en un gruñido animal, dejando escapar una baba espesa que se mezclaba con el sudor frío que perlaba su frente.

La mujer rechinaba sus dientes, con tal fuerza que parecía que en cualquier momento se romperían. Cada inhalación que tomaba era un jadeo entrecortado, voraz, como si luchara por controlar un instinto que la estaba devorando desde lo profundo de su ser.

El forcejeo con Daniel era violento y descontrolado. Sus manos, crispadas y temblorosas, intentaban aferrarse a cualquier parte de él que pudieran alcanzar, como garras que buscaban desgarrar a una presa.

Su cuerpo se movía con una fuerza que no le pertenecía, como si algo más fuerte estuviese dirigiendo sus acciones. Renzo apenas podía reconocerla. Parecía tan fuera de sí, tan alienada a una furia desenfrenada que parecía...

«Parecía un monstruo...», recordó de las palabras de su hermana.

Renzo tragó saliva, todavía incrédulo a lo que sus ojos le estaban mostrando. ¿Rabia? ¿Enfermedad? ¿Algún tipo de fiebre descomunal? No había lógica. No había respuestas inmediatas. Solo dudas y una feroz marea de miedo, ahogándolo.

De repente, su madre desvió la mirada de Daniel y la posicionó por un segundo en los ojos de su hijo.

«Y sus ojos... sus ojos eran oscuros».

Renzo sintió el dolor de mil puñaladas en el medio del pecho cuando la vio. Esos ojos no eran los de su madre. Eran pozos negros, infinitos, vacíos y carentes de toda humanidad. No había rastro de la dulzura, de la comprensión, o del amor que alguna vez esos ojos habían reflejado en su niñez. Ahora veía dos abismos inyectados de puro odio.

El corazón de Renzo ya no daba abasto. Su respiración se volvió cada vez más superficial, atrapada en su garganta, incapaz de salir.

Los bordes de su visión empezaron a oscurecerse mientras el pánico se apoderaba de él con una ferocidad que nunca había experimentado. Era como si el mundo entero se desmoronara, como si todo lo que él conocía se convirtiera en una pesadilla de la que no podía escapar.

Daniel, harto y con el rostro desformado por el esfuerzo, gritó con desesperación.

—¡Hey! ¡Chico! ¡Agarra el arma y disparale! ¡Se volvió loca!

Rex apenas escuchó una palabra de lo que le había dicho. Su cuerpo era una tumba inamovible, o al menos, así se sentía, porque sus manos y su labio no disminuían el temblor del pavor que sentía.

—¡Vamos, hazlo! ¡Ahora! ¡Dispara de una vez! —Finalmente, el grito de Daniel rompió el hechizo de abstracción.

Aun así, aunque Renzo echó un breve vistazo al arma, y luego a su madre. Lo que le estaba pidiendo era una verdadera locura. Mientras tanto, Daniel seguía luchando por mantenerla a raya, intentando que Renzo reaccionara.

—¡Vamos! ¡Mátala! ¡Es ella o nosotros, inútil!

La bestia en la que se había transformado su madre estaba cada vez más cerca de él, sus manos retorcidas le arañaban la ropa y buscaban alcanzarle el rostro.

—¡Dispara, pedazo de cobarde de mierda! ¡Puto inútil! ¡Haz algo! —Daniel rugía, su voz quebrada por el esfuerzo, mientras seguía forcejeando, desesperado por sobrevivir.

Renzo volvió a mirar el arma que yacía en el suelo, a solo unos metros de él, y entonces, en ese instante, su mente colapsó. Todo se mezcló en un torrente incontrolable de presión, miedo, angustia, ansiedad...

Y huyó.

Corrió sin mirar atrás, mientras los gritos de Daniel y los rugidos de su madre se desvanecían en la distancia. Corrió como si el mismo infierno lo persiguiera, sintiendo que sus piernas eran lo único que aún funcionaba, lo único que podía mantenerlo a salvo. Y en su huida, dejó atrás no solo a su madre y a Daniel, sino también la última parte de sí mismo que aún se aferraba a la esperanza.

Las lágrimas comenzaron a brotar y su visión se nubló por completo. Salió afuera, tropezando con el marco de la puerta y se ocultó tras la pared. Sus piernas se desvanecieron muy rápido y se desplomó en el suelo de rodillas.

Todo en su interior, sin excepción, gritaba y maldecía lo que había tenido que presenciar. Todavía escuchaba aquellos gritos desesperados de Daniel, insultándole sin medir una sola palabra. De repente, un relámpago de terror le atravesó de lleno cuando escuchó el sonido de un disparo.

Al sonido, le siguió el silencio absoluto. Los ojos de Renzo, abiertos como nunca, solo se clavaban en el suelo y en las huellas de las gotas que sus ojos habían regado. Al silencio le siguió el sonido de unos pasos. Y finalmente, cuando alzó la mirada hacia la puerta, lo vio.

Daniel estaba ahí. Ni siquiera le había dirigido la mirada. Escupió al suelo una mezcla aberrante de sangre y saliva, y con su arma, todavía en mano, continuó avanzando hacia la motocicleta de Renzo como un espectro. Se montó en ella, y justo antes de partir, fue cuando cruzó su mirada más siniestra hacia él.

—¿Sabes por qué no te mato, basura inútil? —preguntó con una voz ronca y con retazos de agotamiento—. Porque eres un pedazo de mierda tan, pero tan grande, que tu puta existencia es peor que la muerte. Si tienes un mínimo de amor propio hacia tu inmunda persona, pégate tú mismo un maldito tiro en la cabeza, hijo de puta.

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