10. Aracnozombifobia (1)
Capítulo 10
Aracnozombifobia
El sol se despedía en el horizonte, tiñendo de tonalidades carmesíes la muralla del refugio conocido como la Nación Escarlata, pero en su interior, los más elevados cimientos eclipsaban los haces y comenzaban a extender sus sombras sobre cada uno de los habitantes.
Zeta sacudió el polvo de su cabello con un movimiento veloz de su mano a la vez que avanzaba, con paso pausado, tranquilo y sereno, por una estrecha calle flanqueada por imponentes edificios de piedra ennegrecida por los estragos del tiempo.
A estas horas no parecía haber mucha gente y el silencio imperante le confería una atmósfera enigmática a la nación Escarlata, que era quebrada de manera ocasional por el lejano ulular de un ave nocturna y el susurro del viento acariciando los escombros que Zeta, también, de manera ocasional, pateaba en su andar para despejar su camino.
En su trayecto fue testigo del arte urbano exhibido en los murales de la nación, la mayoría buscaba mensajes de optimismo y perseverancia, lo cual siempre venía bien recordar. Se vio tentado a acariciar la maya de la reja de un portón con los dedos mientras contemplaba las pequeñas macetas que colgaban sobre su cabeza desde los pisos altos de los edificios.
«—Hace tanto que no veo una flor, una planta, algo verde, colorido...».
«—Dudo que quede algo qué plantar».
«—¿En serio? ¿Crees que ya no exista ninguna? ¿En ningún sitio?»
«—No lo sé, Lara. Solo sé que en estos momentos... —Junior guardó silencio—. No es algo prioritario».
De repente, el aroma a café recién hecho le arrebató de su recuerdo. Sus ojos volaron hacia la taberna del refugio, ubicada en un sitio al centro de la otra calle. El local desplegaba sus puertas en par, ofreciendo un breve respiro a los supervivientes.
Reprimió su deseo de volver a pasar otra noche gastando más de setenta Syb junto con Rex para degustar cada una de las cervezas de la carta y comer hasta estallar. Sonrió al recordar las carcajadas y las anécdotas que había compartido con su nuevo colega de habitación.
El eco sutil del acero rozando el filo resonó por la calle hasta llegar a su oído. En otro momento hubiese pensado que alguien estaría afilando una espada, una katana, o hasta un machete, con tal de emplearla con fines de seguridad. Ahora empezaba a acostumbrarse a la idea de que, probablemente, solo estaban afilando un cuchillo para cocinar algo.
Su trayecto encontró el punto final en un edificio modesto, un lugar que, a pesar de su sencillez, le transmitía cierta calidez y protección. La entrada estaba marcada por una puerta de metal corroída por el tiempo y el óxido, y que siempre chirriaba al abrirse, pero nunca al cerrarse.
Al cruzarla, llegó a un salón pequeño y humilde, cuyas paredes estaban decoradas con tablones de madera reciclada. Unos cuantos muebles desgastados por el uso se acomodaban en el espacio, y sobre una vieja mesa de madera, reposaba una lámpara que proporcionaba una luz tenue y acogedora que parecía necesitar un cambio de foco muy pronto.
El suelo era de concreto y, en algunas áreas, cubierto con alfombras desgastadas que agregaban un toque de confort. El sonido del viento era una constante auditiva, ya que se filtraba por las rendijas de una ventana que había sido mal sellada.
Embutido en el muro, el único ascensor del sitio llevaba un cartel que ponía: «En reparaciones».
«—Zeta, aquí dice que la capacidad máxima son doscientos kilos. No podemos sacar toda esta chatarra desde aquí».
«—No te preocupes, los ascensores suelen mentir con eso de la capacidad máxima. Estoy seguro de que aguanta».
«—Seh, es verdad. Mi padre también decía eso...».
«—¡Esa es la actitud! Llénalo al tope y yo lo espero abajo...».
Suspiró mientras una sutil sonrisita teñida de vergüenza recordaba el escandaloso estruendo que hizo el ascensor al desencajarse y caer ocho pisos de altura. Aunque se borró al recordar la suma de Syb que ahora él y Rex adeudaban.
Continuó camino por una escalera angosta y de escalones «crujientes» que se extendía hacia el piso superior. Escaló los ocho niveles hasta que un pequeño rellano le dio acceso a varios departamentos. Encontró que la puerta que le correspondía al suyo estaba semiabierta, indicador de que su compañero estaba dentro.
Zeta ingresó por un pasillo que lo conectó de inmediato con la barra separadora de la cocina y la sala de estar, a su izquierda. El interior había cambiado abismalmente desde la primera vez que habían dormido en este lugar.
La cocina, aunque sencilla, estaba bien equipada con lo necesario para preparar alimentos. Por suerte, al ser dos, los gastos para comprar comida se podían dividir. También había descubierto que tenía un gran cocinero como compañero, cosa que no venía nada mal para ser ahorrativos con los productos a consumir.
El comedor no era gran cosa, prácticamente se trataba de la estrecha mesa plegable de la barra y dos sillas gastadas, una en el espacio de la cocina, y la otra de espaldas a la sala.
Zeta continuó hacia el living.
Tenían un sofá destartalado, pero lo bastante cómodo como para ignorar sus imperfecciones con tranquilidad. La sala de momento tenía una única estantería hecha con tablones reciclados, que sostenía los únicos dos libros que habían encontrado dando vueltas por la ciudad, y algunas pertenencias personales, junto a unos tantos objetos que se habían hecho de ese montón de basura apilada en su departamento.
La gorra de lana verde perteneciente a Rex colgaba de un clavo; a su vez, la última hoja del diario que Zeta había estado escribiendo antes de que un zombi lo hiciera pedazos, se exhibía dentro de un marco con algunos vidrios rotos en sus extremos; también había una brújula militar sin tapa que Rex conservaba de sus días con su banda de motociclistas; por último, una maceta de formato redondo y sencilla, pero sin nada dentro más que unas cuantas viejas monedas que no servían para nada actualmente.
A pocos metros, cada uno disponía de su propia habitación con, y esto fue una verdadera revelación cuando se dieron cuenta de ello: un baño cada uno. Zeta hizo una mueca de extrañeza al notar que una de las puertas, la de la izquierda, tenía una enorme letra «Z» escrita con aerosol negro y ubicada casi en diagonal, mientras que la puerta a su lado, presentaba una letra «R».
Sonrió. Le gustaba ese toque. A pesar de que todavía tenían severas grietas en las paredes, los suelos demacrados y los techos repletos de humedad... el departamento no había quedado nada mal.
De repente, un golpeteo se escuchó desde el cristal que daba paso hacia un pequeño pero vistoso balcón. Un balcón con una peculiaridad interesante: no tenía rejas, ni absolutamente nada que impidiera a uno a lanzarse al vacío caminando.
—¡Hey, hombre! —Rex levantó una lata de cerveza y la agitó en señal de saludo—. ¡Ven aquí!
Zeta sonrió, salió afuera y tomó asiento. El balcón en el que se encontraban era, sin duda, una rareza total, en el buen sentido. A pesar de la falta de barandillas o protecciones, su vista panorámica de los alrededores ofrecía una perspectiva privilegiada de la nación.
—¿Cómo te fue con la última pila de escombros? —preguntó Rex.
—Fue intenso, al principio se resistieron a llegar al basurero. Tuve que usar la fuerza bruta, pero eran muy cabezas duras. Al final sucumbieron ante mí y aceptaron su inminente derrota. Su exilio quedará marcado en la historia. Jamás lo olvidarán. ¿Me odiarán? Sí, cada día, pero es un precio que deberé pagar.
Ambos echaron unas risas.
—En fin. —Zeta retomó la seriedad—. Me gustó lo que hiciste con las puertas. No se me hubiese ocurrido.
Rex elevó la lata con un gesto amistoso y asintió al mismo tiempo.
—Quizás nos queden algunos detalles, pero todo ha quedado bastante bien.
—¿Pudiste traer el segundo colchón?
—Seh, hoy vas a dormir como un bebé, amigo.
—¡Genial!
—Tuvimos suerte, hay que agradecerle la donación al vecino de arriba. Es un buen hombre.
—Lo es. Me cae genial. —Zeta se estiró para tomar una lata de cerveza de una fuente con agua y hielo que se erguía en medio de ambos—. Tenemos que hacerle un regalo. Creo que dijo que es carpintero, ¿y si le compramos herramientas?
—Me parece un planazo, pero tenemos que resolver nuestro inconveniente de la deuda del ascensor —dijo Rex esbozando una mueca de ligero arrepentimiento—. Hace un segundo llegó un tal Samuel, de gestión de recursos y economía. Me comentó que nos costará... un poco caro.
—Pfff... carajo. ¿Te dijo cuanto?
—Dos mil cuatrocientos ochenta y dos, Syb.
—¡¿Qué?!
—Sí, lo sé, pero no se termina ahí. Como el ascensor lo arruinamos nosotros y es de empleo público, se nos multó por uso inadecuado de las instalaciones. Lo que quiere decir que tenemos que pagarlo antes de un cierto plazo, porque de no hacerlo, la nación Áurea lo pagará por nosotros y nos terminarán cobrando el doble. —Bebió un sobro—. Tenemos dos semanas para eso.
—Pero me cago en todo...
—En fin. Estuve averiguando algunos «trabajos» en el edificio centinela —dijo Rex, mientras de debajo de su reposera sacaba una pila abundante de hojas—. Me traje una copia de todos los que encontré.
Zeta tomó las hojas y empezó a leerlas.
—¿Alguna paga lo suficiente para saldar la deuda?
—No. Vamos a tener que acumular trabajos si queremos hacerlo.
—Ok... ¿Qué tenemos entonces?
Entre ambos empezaron a escudriñar los distintos anuncios.
—«Gigantopánico» —leyó Rex lanzando una de sus cejas al aire—. Te aviso que todos los títulos son raros. Bien, al parecer aquí dice que hay uno de esos grandotes cerca de la Ruta 56 en el área industrial. Ofrecen 500 Syb repartidos al grupo que lo encuentre.
—¿Me estás diciendo que ese hijo de puta, que casi me hace chicle, vale solo 500 Syb? ¡No jodas!
—Solo quieren la cabeza, a saber para qué...
—Nah. Ni hablar. Por un tiempo, prefiero ni verlos... —espetó Zeta y retomó su lectura—. «¿Velocista...trapado?». Que nombre difícil de pronunciar. Aunque este parece prometedor. Un grupo de exploradores se toparon con un Parca y pudieron encerrarlo en una vivienda. Lo dejaron en un pasillo angosto, sin salida, y tienen las llaves. Si lo traemos vivo, Syna ofrece 780 Syb por grupo. Claro, como si pudiéramos traerlo muerto. Aunque, quizás si preparamos una trampa y somos ingeniosos, solo tenemos que abrir la puerta y lo tenemos.
—Me gusta, es bueno. Apártalo.
—Ok, lo dejó aquí.
—¿Algún otro? Yo tengo uno hacia el norte, en la costa. Algunos aseguran haber visto zombis que nadaban. Si vamos y traemos alguna prueba que corrobore ese hecho nos dan 300 Syb a cada miembro del grupo.
—¿Hay recompensas que sean solo por miembros individuales?
—Sí, pero son muy escasas. Además, son las más peligrosas. Me dijeron que solo los centinelas se atreven a realizarlas y es porque tienen el mejor equipo.
—¿Y si nos hacemos centinelas?
—No podemos hacer nada mientras la deuda esté vigente.
—¿Eso te dijo Samuel?
—Sí. Así que lo mejor será que la deuda no se nos duplique.
—¡¿Qué?! —espetó Zeta con la mirada clavada en una de las hojas—. ¿Otra vez?
—¿Qué paso?
—El saqueador de cementerios. ¡Volvió a usurpar cadáveres!
—¿De nuevo? ¿No tapamos las tumbas hace unos días?
—¡Sí! ¡Y ahora faltan dos cuerpos más! Escucha, se ofrecen 200 Syb por limpiar el desastre que dejó y 100 más por día si alguien se ofrece a montar vigilancia durante la siguiente semana.
—No es mala oferta, pero tenemos que conseguir más que eso en menos tiempo.
—Ok, ok... —Zeta pasó a otra hoja y la leyó—. Creo tengo algo jugoso.
—¿Cuánto ofrece?
—Se ofrecen 1000 Syb por zombi vivo. —Zeta arrugó el entrecejo—. ¿No te parece raro decir «zombi vivo»?
—Me parece raro decir simplemente zombi.
—Bueno, volviendo al tema. El trabajo se llama «Aracnozombifobia» y consiste en ir a una zona del área este en el que se han visto algunos edificios recubiertos de algo similar a una tela de araña viscosa, gruesa y negra... —Zeta dejó de leer y observó a Rex—. ¿Eres de hacer chistes malos? A mí se me acaba de ocurrir, al menos, dos. Uno sobre un antihéroe, y otro un poco más... sexual.
Rex echó una breve risa.
—Solo sigue leyendo.
—Bien. Supuestamente, tenemos que buscar una clase distintiva de zombis... ¿Arácnidos?
—Jamás he visto algo así...
—Yo tampoco, pero si logramos traer dos de estos con vida, nos darán 2000 Syb. No es poca cosa.
—Es... bastante tentador.
—Podríamos apuntar a traer más de dos... quizás un camión lleno de arañitas zombi. Suena un buen plan.
—¿Crees que sean pequeños?
Zeta echó una breve risa.
—Nah... lo dudo muchísimo.
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