1. El corazón de la muerte (2)


Esta vez sí, arrebatándole la vida.

*****

El arreglo improvisado se había vuelto a salir y su labio superior se elevó en una mueca de asco hacia la situación. Se trataba de un compuesto de tres materiales: dos bolsas de basura y mucha cinta adhesiva que empleó para cubrir la zona rota de la ventana.

Ya era la tercera vez que el arreglo se despegaba en medio del viaje y empezaba a flamear salvaje y descontrolado. El sonido que hacía la bolsa por culpa del viento era molesto e irritante, y si no lo aseguraba de nuevo en los siguientes segundos...

La bolsa se despegó, y cuál ave, voló hasta terminar a un lado de la carretera.

Chistó, detuvo la marcha, buscó su nueva e improvisada «ventana», usó un poco más de cinta adhesiva para que se adhiriera a la chapa y prosiguió, una vez más, con su viaje.

Así resultaban las cosas ahora.

Viajes interminables por carreteras desoladas; el sol quemándole el brazo izquierdo; las doce mismas canciones en casetes; un temor flotante e inconsciente de que pinchar un neumático podría llevarte a una indudable muerte...

Y no terminaba: buscar posibles descensos de «allanamiento» de todo punto, construcción, casa, hogar, edificio o arquitectura medianamente deshabitada que pudiese encontrar; y en caso de hacerlo, tenía que evaluar estrategias de escape viables.

Y seguir una obligatoria dieta de comidas enlatadas cuya variante semanal ya se conocía de memoria: verduras, carnes, atún, frutas, frijoles y sopas.

Y un aburrimiento que solo se le quitaba cuando, en consecuencia, le sobrevenía la punzada aguda de ser la presa de alguna de aquellas apestosas bestias come-hombres, a las que popularmente el mundo entero —o lo que queda— conoce como...

—Putos zombis —masculló entre dientes.

Sacudió la cabeza. No quería pensar en estos sucios seres del infierno ahora. Echó un breve vistazo por el único espejo retrovisor que podía utilizar —el del lado derecho, junto a la puerta— y pudo presenciar algunas sombras moviéndose en la distancia.

Antes hubiese pensado en ellos como posibles sobrevivientes, o incluso alguno que otro animal, pero hoy la realidad era muy distinta y esas probabilidades eran casi nulas.

Sabía que, de tratarse de individuos con vida, lo mejor y más razonable que podía hacer era seguir con su camino, sin importar a quien se encontrase. Incluso sí se le aparecía la más bonita de las chicas, caminando sola en medio de la carretera, rogando por ayuda.

Él ya no tenía conocidos, ni amigos, o familia en este mundo, y confiar en alguien nuevo estaba fuera de su modus operandi. Y en el caso de los animales, bueno, encontrar a alguno que no estuviese infectado sería un verdadero milagro.

Eso le hizo pensar en la última vez que había visto un animal en su vida... y su labio se estiró un poco dibujando una sonrisita cuando lo recordó.

«Champiñón», pensó divertido.

Era un perrito que no superaba los veinte centímetros en su tamaño estándar. De manchas negras y marrones. Era de una raza típica de bolsillo que siempre iba junto a su dueño...

«Elías».

Ahora lo recordó a él... y por alguna razón se le vino a la cabeza cuando le escuchó hablar por primera vez.

«—Bien... puede quedarse aquí, pero deberá cooperar con la comunidad y brindar una mano. No estamos en posición de darle refugio y comida gratis a nadie. Así jamás funcionó el mundo y no lo hará ahora, sin importar la situación».

«—No seré un estorbo. ¡Trabajaré, lo prometo!».

«—Bien. Es lo menos que espero. ¿Cómo te llamas, chico?».

«—Yo... Lo siento. No me acuerdo. Estoy intentando recordarlo...».

«—¿Qué? ¿Cómo que no te acuerdas? ¡Bah! Bien, como sea, da igual. Por ahora te llamaremos... Junior. Es un nombre adecuado para ti. Hasta que recuerdes el tuyo».

Por desgracia, luego de poco más de un año, seguía sin recordar su nombre y siempre fue llamado como Junior. Un apodo que tuvo que aceptar a regañadientes, puesto que en aquellos primeros momentos de la infección, necesitaba con urgencia un sitio seguro en el cual asentarse.

Pensar en Elías, el líder de su primer y único grupo, le recordó en automático a una cierta persona más... y entonces el marrón de sus ojos conocieron la sombra negra de la amargura.

Y de nuevo, para rematar, la bolsa-ventana se despegó y echó a volar.

Junior volvió a chistar y disminuyó la velocidad del vehículo. Vio la bolsa asentándose suavemente sobre la mitad de la calle, pero también pudo ver algo más.

La civilización ya estaba a sus pies y había mucho movimiento por la zona; quizás no en las cercanías de la calle, pero sí entre las viviendas aledañas. Observó que, en paralelo a su posición, había un asentamiento industrial contemplado por cuatro enormes galpones.

El sitio era rodeado por una verja, que como el último hilo de una soga, era lo único que le separaba de un enorme y devastadora horda de monstruos.

Disminuyó la marcha, pero sin detenerse. Con el tiempo y la práctica se había vuelto muy bueno contando de a números grandes «a ojo», y parecían haber poco más de una centena solo de aquel lado de la calle. Sin contar con los monstruos que solían esconderse en las viviendas o aquellos errantes que nunca faltaban en cada vuelta de esquina.

El riesgo era demasiado. Frenar en este lugar era una sentencia de muerte absoluta, y eso que ni siquiera había ingresado a la zona céntrica de la ciudad todavía.

Las dudas le golpearon y le estrujaron el corazón. Su objetivo estaba más cerca que nunca, pero... ¿De verdad ese dichoso y famoso refugio se asentaba en el corazón de una de las ciudades más grandes del distrito?

La palma de su mano dejó de posarse sobre la palanca de cambios y se asentó en el borde de la pistola que llevaba en su funda. El silencio era su pan de cada día, pero, en el interior de su cabeza, su mente a veces le respondía las palabras adecuadas para poder continuar:

«Confía en ella».

Luego, esa misma palma subió hacia su brazo izquierdo para acariciar un vendaje que le cubría la parte interior de su camiseta, y que iba desde el hombro hasta el codo. Una venda que protegía una de las heridas más profundas y dolorosas de su vida.

«Y confía en él...».

Y eso fue suficiente para pisar de nuevo el acelerador, despedirse de su bolsa-ventana e internarse en la ciudad.

*****

Punta, golpe. Punta, golpe. Punta, golpe. Esa era la clave.

Se afirma la lata en una superficie dónde no resbale, se busca un buen cuchillo —él tenía uno de campo, muy bien afilado—, se coloca la punta en la zona superior de la lata, y con un buen golpe del reverso de su puño, la hoja se hunde y genera una pequeña y delgada abertura.

Se repite el mismo proceso hasta rodear la circunferencia de la tapa y listo. Ese era su secreto para sobrevivir en un apocalipsis sin necesidad de un abrelatas durante tantos días. Había intentado buscar alguno en su viaje hacia la ciudad, pero por increíble que pareciera, parecía un artilugio demasiado complicado de conseguir.

Pero eso no iba a quitarle el hambre.

Desde la despensa de su recámara caminó tres pasos y llegó al sector de la cocina, —en la zona central— encendió una de las dos hornallas y volcó la sopa en una olla. Luego hizo otros tres pasos para volver a la habitación.

Junto a la despensa, en el extremo opuesto —un paso de distancia—, se hallaba su cama, y debajo de esta había colocado otro de sus improvisados inventos. Un compuesto de hojas de papel de diario pegadas con pegamento y pintadas con aerosol negro que llamaba: cubre-cristales.

Los zombis podían ver a través del cristal, y aunque parecían idiotas, Junior había visto de primera mano cómo algunos eran lo bastante astutos como para abrir una puerta para perseguirlo.

Así que prefería no tentar a la suerte y siempre mantenerse visualmente escondido de ellos.

Usó cada parche para cubrir todos los cristales, pero cuando terminó de colocar el que iba en la ventana que se había roto, se detuvo a pensar que, quizás, podría usar algo más resistente para asegurar ese hueco.

Su mente indagó si disponía de algún material plano que cumpliese con aquellos requisitos dentro del vehículo, pero el burbujeo repentino de su sopa entrando en ebullición hizo que su atención se volcase en la comida y olvidase el parche.

Su estómago reclamó el alimento del día; tomó asiento y cenó en silencio. Más tarde recargó las balas de su arma, ya que había utilizado algunas con el zombi que se había desayunado su diario, y cuando terminó, echó el plato hondo que había usado a la pileta del fregadero, ya lo lavaría mañana, y echó un vistazo a un mapa del distrito que tenía pegado en la nevera.

Aunque tener un mapa «no interactivo» pudiese parecer precario, había ideado un muy buen sistema para decidir con más certeza los posibles futuros viajes que pudiese emprender.

Las cruces marcaban los puntos dónde volver daría como resultado una pérdida de tiempo total, en el mapa había bastantes, y simbolizaba que ese lugar había sido registrado, pero que no poseía nada de interés.

Los círculos, por otro lado, eran sitios seguros donde poder pasar la noche, y que podría volver a visitar, como refugios inhabitados temporales o buenos escondites para una enorme casa rodante.

Los cuadrados eran los que menos había en el mapa, presentando un total de dos, y trataban de puntos susceptibles a ser saqueados: mega-mercados, fabricas, talleres, entre otros.

Su hallazgo más relevante había sido un camión de carga de gasolina que se había caído al cauce de un río seco en mitad del campo. Al revisarlo descubrió que se hallaba en buenas condiciones y que su conductor parecía haberse marchado al descanso eterno. En ese día Junior logró un cuantioso botín de seis bidones de gasolina para llevar.

Si hubiese tenido más recipientes, los hubiese llenado todos, y lo mejor fue que al vehículo todavía le quedaba mucha gasolina por extraer, por lo que regresar ahí tenía que ser, como mínimo, una obligación.

El otro símbolo cuadrado era una despensa que había logrado sellar, asegurar y resguardar bajo candado. Allí se había hecho con toda la comida enlatada que pudiese necesitar en momentos de emergencia.

A su vez, el mapa contenía un último, y no menos importante, símbolo: los triángulos. Que solo significaban una cosa: hordas de zombis. La región contenía varias zonas repletas de hordas; las más grandes, por lógica, eran las que contenían un símbolo más abarcativo en el mapa.

Junior ubicó el asentamiento industrial que había visto hoy y dibujó un triángulo, luego, con un lápiz, no muy alejado de esa misma marca, trazó su lugar de destino actual.

Había decidido aparcarse en una calle residencial que estaba en paralelo al acceso de la autopista que tendría que tomar el día siguiente. La punta del lápiz acarició el mapa sin llegar a dibujarlo y se deslizó entre las calles hasta llegar a un punto en particular.

«—Este sitio... tienes que ir a este sitio, muchacho», recordó la última charla que había tenido con otro de los miembros de su grupo anterior.

Antes de iniciar su larga y solitaria travesía.

«Junior recibió un trozo de papel arrugado y manchado por la sangre de las manos del hombre que tenía en frente. Ya no se atrevía a verle la cara. No en ese estado. Sostuvo el mapa y lo estrujó en su pecho».

«—No quiero dejarte... llegamos tan lejos solo para... ».

«—Estaré bien, chico. Te lo prometo. Tienes que irte... ellos no tardarán en llegar».

«Junior sabía muy bien que él no se refería a los monstruos».

«—No voy a dejarte. Yo... no puedo...».

«—Si lo harás, y confía en mí: sí, puedes hacerlo. En tus manos está el sueño de todos. Dime, en tu lugar, ¿qué crees que hubiese hecho ella?».

«Junior sintió un espadazo de angustia al recordarla. De nuevo, sus ojos fueron catalizadores de un mar de lágrimas».

«—Ella hubiese continuado...».

«—Entonces ya sabes lo que tienes que hacer. Encuentra la Nación Áurea».

Dos esferas de color pardo, investidas en determinación, se clavaron en ese mapa. En el centro, en la zona noreste, el rótulo «Áurea», se asentaba con un fuerte tono rojo escrito con el puño y la letra de ella...

—Ya estoy cerca, Lara —susurró Junior para sí mismo, con un deje de melancolía.

Decidió por fin embutir la cabeza en la almohada y echarse a dormir para recobrar un poco de fuerzas, pero por desgracia, esta noche no parecía tener intenciones de finalizar muy pronto.

A pesar de estar endemoniadamente agotado, en su interior actuaban las emociones más fuertes: el miedo, la ansiedad, la preocupación, los nervios. Todo junto haciendo ruido a la vez y evitándole pegar ojo.

El tiempo corría sin piedad, sin él poder hacer nada para ingresar al terreno onírico. Se dio una vuelta y luego otra más, y así, en una danza sin final.

Las sábanas le resultaban incómodas de a ratos, y cómodas al siguiente minuto; la almohada rotaba de temperatura de forma constante, y la artimaña de darle la vuelta ya había sido agotada en los primeros siete intentos.

¿Podía haber algo peor que sufrir insomnio en un apocalipsis?

Esa pregunta se quedó en su cabeza durante un momento, mientras su mirada se clavaba con pesimismo en el techo, y entonces, tras mucho insistir, cuando sus ojos empezaron a sentirse más pesados; cuando su cuerpo notó una agradable relajación abrigándolo desde el interior y cuando sus ojos, y su mente, finalmente decidieron apagarse...

Un golpe metálico resonó del otro lado de la puerta de la habitación y le despertó. Sus oídos permanecieron a la expectativa, hasta que, de nuevo... otro sonido más irrumpió con el silencio sepulcral de la noche.

Junior lo tuvo claro: alguien, o algo, había entrado a su casa rodante.




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