UNIDOS POR LA SANGRE
La oscuridad de la noche hacía más pesado el proceso de disipar aquella sensación de que algo estaba olvidando, algo muy malo. Tenía un sensación aplastante en el pecho. Las heridas de las punciones en mi cuerpo dolían demasiado.
«Terapia del dolor, eso ayudó a tu tratamiento, logramos bloquear los malos recuerdos».
La voz de la Doctora Juana sonaba en mi cabeza con la última frase que dijo en nuestra última sesión antes de que me diera el alta.
«Mi último día». No estaba segura del porqué terminé allí. El Padre sólo me comentó lo justo y necesario. Sin embargo, trataba de no darle tanta vuelta, al fin volvería a casa.
Fijé mi vista en el reloj despertador que había en el pequeño escritorio de mi habitación. Eran exactamente las 03:00 a.m. cuando me dirigí al baño. Abrí la canilla, me mojé el rostro y solté un quejido cuando estiré mi brazo herido para alcanzar la toalla. Observé mi semblante en aquel pequeño espejo: mi cabello cobrizo lucía sin brillo, sin vida. Mi rostro estaba más pálido y cansado de lo normal.
Solté aire por la nariz antes de secarme el rostro con la toalla. Me paralicé cuando la luz se fue y unos gritos aterradores comenzaron a resonar en el silencio de la noche. El aire del estrecho lugar se volvió pesado y asfixiante. Gritos aterradores nuevamente comenzaron a llenar los pasillos del psiquiátrico y luego, de la nada, absoluto silencio.
En la completa oscuridad logré ver unos ojos rojos brillantes que me observaban en silencio. La tenue luz rojiza de la luna se coló por la pequeña ventana. Mi vista se deslizó por la puerta, luego por el lavamanos y por último la ducha, donde del otro lado de la cortina había una sombra.
—Concéntrate, Elizabeth. Aleja a los demonios...
Alguien comenzó a llamar a la puerta de mi habitación con demasiada efusividad. Tomé valor luego de respirar profundo y salí corriendo por la puerta del baño para poder abrir la puerta de mi habitación. En el pasillo no había absolutamente nadie. La única luz dentro del psiquiátrico era la luz de la luna, que en su brillante color rojizo hacia la perfecta escena de terror logrando que en mi mente todo se volviera siniestro, demasiado siniestro, de repente comenzó a hacer frío, mucho frío y aunque era invierno, el gélido aire que había en el ambiente no era normal.
Mis pies descalzos tocaron el duro y frío mármol de los pasillos del psiquiátrico, asomé mi rostro por cada una de las puertas que había a los lados, nadie parecía haber escuchado los gritos y mucho menos nadie parecía asustado, cada uno de los pacientes estaban en un profundo y reparador sueño. Por mi mente no dejaba de pasar la idea de que sería a causa de los calmantes que nos daban en la noche, los que, claramente, yo no los tomé.
Bajé las escaleras con cuidado, mi respiración se entrecortó y una adrenalina comenzó a recorrerme el cuerpo ¿no sentía miedo? Después de ver la sombra de ojos rojos brillantes ¿por qué no me permitía sentir el miedo? Aunque aquello duró poco, mi corazón dio un vuelco y tuve que taparme la boca para ahogar un grito cuando llegué a la planta baja y en la recepción, donde antes se encontraba la cruz con el nombre del psiquiátrico, estaba el Padre Jesús María crucificado y con una manzana roja en la boca.
—No estás despierta, Elizabeth… —me convencí a mí misma —No estás despierta… —repetí cerrando los ojos con fuerza y pidiendo que la terrible escena frente a mí desapareciera mientras a paso lento retrocedía hacia la salida.
Era la primera vez que traspasaba aquellas puertas hacia el bosque donde, para mí, una paciente, estaba prohibida; bien sabido era que esa zona estaba maldita o era lo que se oía por los pasillos del psiquiátrico. Sin embargo, no tenía otra opción, el espectro me perseguía, debía huir de allí. La luna roja iluminaba el bosque de una manera tenebrosa, estando lo suficientemente lejos del hospital me paré en seco, mis piernas temblaban y con las manos en las rodillas, me incliné hacia delante convencida de que estaba a punto de vomitar.
Las pesadillas ya no estaban, lo había logrado, otra noche más que estaba a salvo alejando a los demonios de mi mente, haciéndolos desaparecer.
Rápidamente me comencé a replantear la idea de que si realmente era mejor aquel lugar y no el psiquiátrico, más aún cuando un aullido aumentó mi preocupación haciendo que en mi mente se instale el escenario de una manada de famélicos lobos peleando por mi carne. Me arremangué las mangas holgadas de mi vestido de dormir para luego subirlo a mis rodillas y así no pisarlo ante la huida. Firmes pisadas iban tras de mí, mientras corría alternaba la vista entre el camino y los lobos que tenía detrás, trastabillé varias veces, los lobos ya estaban cerca pisándome los talones o mas bien, intentando morderlos.
—¡Ah! —chillé al caer de bruces al suelo, mi respiración se entrecortó en el momento que al girar sobre mis rodillas los lobos quedaron muy cerca de mi rostro; el alfa gruñó, furioso, mientras que los otros iban retrocediendo chocándose y desafiándose entre sí. No entendía el por qué aún así, intenté descifrarlo cuando mis ojos se fijaron en el círculo viscoso que yacía alrededor de mí, abarcando gran parte del terreno, me reincorporé lentamente para darle la espalda a los lobos que no paraban de gruñir.
Mi vista se posó en un vasto Sauce Llorón el cual tenía imponentes ramas que parecían enormes garras que me atraparían en cualquier momento para aprisionarme en la salvia rojiza y pegadiza que brotaba a borbotones entre la corteza. Mi miedo iba en aumento cuando las puntas de sus ramas empezaron a silbar ante la brisa que pasaba entre ellos.
Los finos vellos de mis brazos se me pusieron de punta cuando un sonido aterrador, proveniente de una oscura zona del árbol, empezó a sonar atrayendo su mal augurio; un cuervo comenzó a graznar, haciendo que el ambiente se viera aún más siniestro.
Los lobos salieron disparados del lugar al mismo tiempo que la bandada de cuervos levantó vuelo.
«¿Qué los asustaba tanto?».
De repente un silencio sepulcral se instauró en el ambiente y todavía con la mirada clavada en la viscosa salvia escarlata del árbol , sentí fuertes pisadas de unas botas acercarse a mí, mientras la brisa seguía silbando entre las ramas del sauce, produciendo un sonido aterrador.
Todo parecía ir en cámara lenta, como si el tiempo se hubiese detenido por un breve instante en el momento que una figura imponente comenzó a emanar una gran oscuridad detrás de mí; giré sobre mis pies cuando un escalofrío me recorrió la espalda.
Mi respiración se entrecortó, cerré los ojos con fuerza y con el corazón a mil por hora tomé con ambas manos el rosario que llevaba colgado en mi cuello dispuesta a rezar por mi vida. El dueño de la figura escalofriante dibujó en su rostro una sonrisa perversa y dejó caer una pelota roja. Los recuerdos volvieron a mi mente, era él… pero él… No. No. Él no existe, no es real. No. Lo. Es.
Cerré mis ojos con fuerza convencida de que él desaparecería, decidida y con la vista fija en el suelo, di un paso al costado dispuesta a salir huyendo cuando con suma rapidez una mano fría y pálida me paró el paso posándose en mi abdomen.
—No te irás. —aseguró con voz gutural, provocando que la piel se me erizara mientras un leve escalofrío me recorría mi pálido cuerpo —Eres mía, Elizabeth.
—¿Por qué estás aquí? —inquirí aún con la vista fija en el suelo.
—Mírame —ordenó con voz gutural y profunda —. Que me mires. —volvió a ordenar sin quitar su mano de mi abdomen.
No podía resistirme, ¿qué clase de hechizo era este?
—Tú no eres real. —logré decir mientras el mentón amenazaba con temblar.
—Oh, sí lo soy, tan real que soy el autor de tal espectáculo en ese recinto de mala muerte.
—¿Fuiste tú? ¿Tú asesinaste al Padre?
—¿Acaso querías que lo deje con vida después de lo que te hizo sufrir estas últimas semanas? —inquirió mientras caminaba a mi alrededor —. Te estuve observando, Elizabeth. Meses, días, horas, durante tres años, tus recuerdos y pesadillas estaban a flor de piel, me recordabas pero cuando aquel… Padre… me quitó de tu mente simplemente no lo pude permitir. No iba a quedarme sentado mientras me arrancaba de tus recuerdos y pesadillas, bueno… Pesadillas manipuladas por mí, claro.
—¿Qué quieres de mí?
—Todo. Tú me perteneces.
—¿Te pertenezco? Yo no le Pertenezco a nadie. —sentí cómo mi respiración se agudizaba y, por un instante, pensé en escapar. ¡Mierda! siseé de dolor cuando noté un punzante ardor en las heridas de mi cuerpo.
—Sangras, Elizabeth. —el tono gutural de la voz de aquel… espectro, me llamó la atención… la piel erizada se me propagó por todo el cuerpo y un escalofrío me recorrió la piel. Levanté la vista y no supe que hacer con nuestro contacto visual.
Era exactamente igual a como lo recordaba, como la primera vez que lo vi: alto, y seguía con ese estilo enigmático que tanto lo caracterizaba, con chaqueta de cuero negro, Jeans oscuro y en su rostro pálido llevaba unos ojos negros, tan oscuros como su cabello azabache. Su mirada era desafiante, te daba a entender que estaba a punto de hacer algo muy malo y debías alejarte, más aún cuando me sonrió de tal manera haciendo que su presencia me perturbe, con tal magnitud, que apenas podía reaccionar con normalidad.
—Debes volver —ordenó —. Ahora… ―insistió de nuevo, usando un tono mordaz y amenazante.
—¿Volver? No puedo volver, los lobos… —tragué saliva para aliviar el nudo que se había formado en mi garganta.
—¡Que vuelvas, Elizabeth! —me sujetó del brazo y gruñó con fuerza, hasta el punto de sobresaltarme, mientras sus ojos se oscurecían. Estaba enfadado.
—¡Fuiste tú el que me hizo correr hasta aquí! —le recordé —Por algún estúpido juego macabro que hay en tu cabeza donde manipulas mis pesadillas haciéndome entrar en el bosque y hacerme recordarte cada noche, lo que ocurrió esa noche lo que… te ocurrió…
«¿Cómo era posible?»
—Yo te vi caer. Tu cuerpo. Tú estabas… estabas… —comencé a gesticular nerviosamente tratando de buscar la palabra correcta.
—Muerto —terminó la frase —. Y, por ilógico que suene esto… no, no lo estoy. — había algo más en aquella oscura mirada, algo tan temible como cautivante, que me erizó la piel por completo cuando un brillo escarlata apareció en el centro de sus ojos.
—¡No volveré! ―le grité, al mismo tiempo que zarandeaba mi brazo, hasta que conseguí librarme de su agarre. —¡Los lobos me comerán!, ¡Tú los viste!
—Estoy famélico, Elizabeth, no me presiones. —sujetó nuevamente mi brazo izquierdo y tiró hacia él y, como si se hubiera dado cuenta de la fuerza que estaba ejerciendo en su agarre, aflojó los dedos. —Estás sangrando, la impresionante huida abrió tus heridas. Debes volver para que te curen. Yo volveré por ti. —sin sacarme la mirada de encima, desplazó sus dedos hacia la punción que había en mi muñeca, acariciándome muy sutilmente para ponerme más tensa y nerviosa de lo que ya estaba. Sus ojos se oscurecieron cuando se pasearon por mi cuerpo, luego por mi rostro, se posaron en mis labios y mi corazón se aceleró cuando fijó su vista en mi cuello expuesto.
—¿Qué quieres de mí? —inquirí nuevamente.
—Estoy aquí para reclamar lo que es mío por derecho. Estoy aquí saldando una deuda.
—¿Una deuda? ¿Yo tengo contigo una deuda?
—Tú no, tu madre…
«¿Qué?»
—Estamos unidos por la sangre.
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