6. La cumbre de las naciones (II)
—Gracias —el joven sonrió al recordar a su viejo amigo y mentor—. No nos entorpecerá, te lo aseguro. Es el hombre más rudo que conozco.
Ezequiel también sonrió.
— ¡Bien! Ya me cae bien, entonces lo sumaremos a mi equipo.
— ¿Tu equipo?
— ¡Mi equipo!
Ambos rieron.
—Bien...
*****
— ¿Todo preparado?
—Sí mi presidente, la zona está controlada. No hay avistamiento de infectados en un radio de un kilómetro a la redonda.
— ¿Y qué hay de los oscuros?
—Todavía no se presentan en el punto acordado, deberían de estar por aquí en unas horas.
— ¿Tenemos comunicación?
—Sí mi presidente, el equipo Beta acaba de asentarse, se encuentran a dos kilómetros por sur —contestó el soldado—. Esperamos la confirmación del equipo Alfa al norte, y tendremos el perímetro triangulado. Si alguno de esos bastardos intenta algo, el apoyo vendrá enseguida, y nuestra posición actual favorece a la línea de visión de los francotiradores desde la terraza del segundo piso.
—Bien hecho —contestó el presidente—. Quiero saber cualquier novedad del equipo Alfa. Estaré arriba vigilando el punto de encuentro.
—Entendido.
Alain Wolfang dejó a tres hombres custodiando la entrada delantera del edificio e ingresó. Pudo notar la preocupación en los rostros de sus hombres, y no los culpaba en lo absoluto, sabía de sobra que reputación tenía Alexander Montreal y su excéntrica Nación Oscura. Si bien sus bandos nunca habían chocado hasta la fecha, en su mente siempre se había hecho a la idea de que tarde o temprano llegaría el día en que sus filas se batirían en batalla. Pero si había una oportunidad de poder evitarlo, movería la tierra y el cielo para conseguirlo.
Habían pasado cuarenta horas desde que Alexander había convocado la cumbre de las naciones, con la premisa de pactar entre los principales líderes de los tres bandos un contrato de paz que sería firmado en unos pocos minutos. Su primera impresión fue indudablemente la de una trampa, las palabras de sus colegas al mando coincidieron en ello, pero cuando Alexander estuvo de acuerdo en dejar que fuera la Nación Escarlata quienes decidieran el punto de encuentro, se tentó a cederle el beneficio de la duda.
Fue uno de sus hombres quien dio la idea de que la cumbre se realizara a unos cuantos metros de la costa marina, bajo el árbol más grande, y la idea solo fue aceptada por el estratégico punto en el que ellos esperarían: Una abandonada y vieja vivienda de dos pisos ubicado a seiscientos metros del punto de encuentro. Su ubicación en zona elevada y a los pies de un risco que conectaba al mar, les quedaba como anillo al dedo para poder vigilar, a una distancia prudente, cualquier tipo de movimiento sospechoso que los oscuros o los militares pudiesen llegar a realizar.
Alain ascendió por las escaleras y se desplazó hacia la terraza, su cabellera azabache recibió la caricia del viento. Allí vio que los francotiradores asentaban sus guardias, y su amigo de toda la vida, y segundo presidente al mando de la nación: César, los guiaba con algunos buenos consejos para disparar.
— ¿Nerviosos? —preguntó Alain intentando sonar despreocupado. Y aunque intentó sonreír, apenas un músculo de sus labios se movió tras una espesa barba negra que llevaba recortada en candado.
—Para nada, yo mismo los seleccioné y preparé —contestó Cesar inflando el pecho de orgullo—, estos chicos son perros de guerra. Listos para matar.
—Así me gusta —dijo Alain acercándose al filo de la terraza con unos binoculares que extrajo de las manos de un soldado—. ¿Tenemos buena visión?
—Si mi primero, pero no creo que llegue a ver mucho con eso —contestó uno de los soldados. A menudo, en la jerga interna de los escarlata, estilaban llamar: Primero, Segundo, Tercero o Cuarto, dependiendo del presidente con quien tratasen y su importancia en el cargo. Alain era denominado como el presidente más importante de los cuatro principales, seguido por César—. Con el rifle tenemos una mayor y mejor visibilidad.
—Los chicos saben lo que hacen —los defendió César frotando lo poco de cabello que se había dejado tras rasurarse antes de venir—. Se desenvolverán muy bien.
—El segundo es un buen maestro.
—Ya estás chupando las medias del segundo otra vez.
—Confío en ustedes, muchachos —se dirigió Alain a los jóvenes y luego se volvió hacia el borde de la terraza—. ¡Sánchez! ¿Alguna novedad del equipo Alfa?
— ¡Todavía nada! —contestó el hombre desde abajo.
— ¡Mi primero! —advirtió uno de los francotiradores—. ¡Veo gente llegando al punto de encuentro!
—Carajo... ya llegaron —espetó César escupiendo el cigarro que acababa de prenderse.
— ¿Militares u Oscuros? —inquirió Alain.
—No parecen militares. Solo son dos hombres.
—Está bien, vigílalos. César, acompáñame.
— ¿Procederemos sin el equipo Alfa? —preguntó Cesar mientras ambos se encaminaban hacia el piso inferior.
—Confío en que respondan en la brevedad, mientras tanto, que tu equipo se encargue de vigilarlos.
Ambos salieron al patio trasero. Dos hombres más se encontraban observando como las olas golpeaban el acantilado. Sus miradas se notaban preocupadas.
—Pratto, Montgomery —los llamó el presidente—. Tenemos visión de los Oscuros, ¿están preparados?
—Sí señor —respondió uno de los hombres con la voz entrecortada por los nervios.
—Tranquilo, Montgomery —lo animó César con una palmada en el brazo—. Te vamos a cuidar. ¿Tienen los chalecos?
—Si mi segundo.
—Bien, les recuerdo que este será el primer encuentro que tendremos con ellos. Ninguno de nosotros se conoce, así que ustedes nos representaran a partir de ahora. Para ellos, ustedes serán los presidentes —comenzó a repasar el plan Alain—. Si todo sale bien, y así saldrá, no tendremos que preocuparnos por un futuro enfrentamiento, ni muertes, ni batallas, ni nada. Van hacia allá, firman el contrato, y vuelven sanos y salvos.
—Les irá bien —continuó Cesar—, pero como somos precavidos, cualquier intuición que lleguen a tener, cualquier mirada rara que les echen esos tipos; nos dan la señal y abriremos fuego.
—La señal. Bien —repitió Pratto.
—Es sencillo. Si algo sale mal, se tiran al suelo y nosotros disparamos. ¿Está claro?
—Sí señor, no se preocupe. No se darán cuenta.
*****
Alexander sonrió al verlos. Llevaba más de quince minutos sentado sobre una roca, debajo de un refrescante sombreado que se dejaba dibujar bajo la copa de un viejo y enorme olmo.
— ¡Ah! ¡Finalmente! —exclamó Alexander colocándose de pie y extendiendo sus brazos—. La Nación Escarlata. Ustedes deben ser Wolfang y Hazard, ¿me equivoco?
—En efecto, soy Alain Wolfang —dijo Montgomery intentando simular el comportamiento frío, sosegado, y cuasi intimidante de Alain. En un inicio pensó en tenderle la mano, pero luego se rectificó. Alain no haría eso—. Él es César.
—Hmpf... —fue lo único que pudo salir de la boca de Pratto.
Ambos poseían características similares a la de los hombres que interpretaban, tanto en edad, como en estilo de cabello, ojos y semblante. Todo perfectamente planificado por Alain en el caso que Alexander supiese vagamente con quienes estaba tratando. Lo único que no podían imitar ambos actores era, sin lugar a dudas, el temple, la confianza y el valor de sus presidentes, un carácter que parecía innato en ellos.
— ¿Qué pasó con los otros dos presidentes? ¿Cómo se llamaban...? ¿Fernán y Regina? —inquirió Alexander. Su color de voz despreocupado, su andar firme y seguro, su imbatible serenidad, provocaban en Pratto y Montgomery un muy mal sabor de boca.
— ¿Y qué pasó con tu hermano? Este de aquí parece tener todos sus ojos en buena forma —se aventuró Pratto, quien comenzó a interpretar a un César agresivo y de pocas pulgas, algo un poco desviado de lo que realmente es el verdadero personaje.
Alexander se acomodó sus lentes de sol e hizo una mueca ante un comentario que evidentemente no agradó.
—Mi hermano es solo un soldado más, el presidente soy solo yo —contestó el oscuro—. Mi acompañante es mi mano derecha, pero pueden estar tranquilos. Él será casi invisible, no nos interrumpirá y solo sabrán de él si las cosas se tornan complicadas.
Ambos observaron el intimidante porte de aquel hombre. No había dudas que ninguno de ellos quería tener que enfrentarse a semejante bestia inundada de esteroides.
—Pero no es a lo que venimos aquí, señores —continuó Alexander—. Aquí venimos a hacer paz, y ya que menciono el tema, ¿por qué no nos adelantamos un poco a nuestros hermanos militares y comenzamos? ¿Les parece?
Pratto y Montgomery se devolvieron una mirada de incertidumbre.
—Lo prefiero —dijo el falso Alain—, mientras antes finalice esto, antes podremos volver a nuestras actividades diarias. No creo que ninguno quiera dejar su nación por mucho tiempo.
— ¡En lo absoluto! Coincido completamente contigo —dijo Alexander esbozando una enorme sonrisa—. Y como no quiero robarles mucho tiempo, empecemos con lo primordial.
Alexander llevó a Montgomery y a Pratto hacia la roca en dónde se había sentado. Colocó una mochila en el suelo de la que comenzó a sacar papeles y un gran mapa de la región que colocó sobre la roca.
—Esto que les estoy entregando es un contrato el cual especifica una serie de reglas... de convivencia, podría decirse. Reglas y leyes que se deberá respetar y que ningún miembro perteneciente a las tres naciones podrá romper bajo ningún concepto, les conviene leerlo completo y si están convencidos podrán firmarlo.
Ambos recibieron los papeles y comenzaron a leerlos.
—Para resumirles un poco, los miembros de las naciones deberán tener siempre colocada una insignia de nuestra reciente alianza. Dicha insignia la fabricaremos entre todos en un futuro cercano —comenzó a explicar Alexander—. Esto servirá para identificarnos correctamente y evitar un conflicto bélico que nos beneficiaría a ninguno de nosotros. Así como el uso de dicha insignia será obligatorio en los exteriores, también lo será el respeto de los límites geográficos de cada nación. Como los viejos tiempos, ¿eh? —dijo el hombre divertido—. Verán, si se acercan un poco, podrán apreciar que en este mapa está marcada la ubicación de mi nación —enseñó un punto en el mapa—. Podrán notar que remarqué dos zonas de distinto color alrededor. La más alejada, pintada con verde, comprendiendo un radio de un poco más de quinientos kilómetros a la redonda, es mi zona de abastecimiento. Eso quiere decir que ni ustedes, ni los militares, podrán abastecerse dentro de estos límites. Claro que cada nación tendrá su propia zona delimitada por cada presidente.
—Bonito gráfico, ¿pero y cuando los recursos de esa zona se terminen que pasará? —preguntó el falso César.
—Si eso ocurre nos volveremos a reunir para establecer una nueva zona, cada uno marcará la zona que desee ocupar y continuaremos en expansión constante. Sin necesidad de opacar a la nación vecina —explicó el presidente de la Nación Oscura—. En unos años verán que podremos recuperar todo aquello que perdimos a manos de esos... monstruos.
— ¿Y qué pasa con esa zona? —preguntó el falso Alain colocando el dedo sobre los límites más cercanos de dónde, supuestamente, se hallaba la Nación Oscura.
—Esa es la zona de guerra —explicó Alexander endureciendo el rostro—. Si alguno externo a la nación se encuentra dentro de los límites comprendidos en un radio de diez kilómetros a la redonda... se declarará una guerra.
— ¿Así nada más? —inquirió Pratto frunciendo el ceño—. ¿No es un poco exagerado?
—La seguridad de mis hombres nunca es exagerada. Imagino que la de los suyos tampoco lo será. Míralo de esta manera, jamás te encontrarás con ninguno de mis hombres cercano a tu hogar. De hacerlo, tienen permitido eliminarlo sin piedad alguna.
En los siguientes segundos se produjo un silencio abrumador. Alexander permitió a ambos falsos presidentes que concluyeran con la lectura del contrato. Montgomery sabía que su trabajo era simplemente firmar el acuerdo, y de momento ninguna de las cláusulas parecía descabellada. Todas y cada una estaban minuciosamente descriptas y parecían respetar la seguridad de las tres naciones. Por un momento se cuestionó si aquellos rumores sobre la Nación Oscura eran reales, puesto que el hombre que hablaba con él tenía más pinta de un acaudalado empresario, que de un asesino psicópata.
—Terminé —dijo el falso Alain devolviéndole la mirada a su compañero—. ¿Tu?
—Si... yo también.
— ¿Cómo te parece todo? —preguntó el falso Alain.
—Muy, no sé... lógico.
— ¿Quieres refutar algo?
— ¿Yo?
—Si...
—No, creo que no.
El falso Alain se volvió hacia Alexander.
— ¿Y bien? —preguntó Alexander.
—No encuentro ninguna incongruencia, tampoco me opongo a las cláusulas —comenzó a decir Montgomery observando los papeles de nuevo—. Encuentro cada párrafo muy razonable y beneficioso para cada nación —levantó la mirada—. Así que mi respuesta es: Si, firmaré.
Alexander asintió con una gratificante sonrisa, sacó un bolígrafo de su bolsillo y se lo dio a Alain.
—Una simple firma y constataremos el acuerdo.
Montgomery había practicado una nueva firma desde hace unas horas, pero aun así, la que trazó en el papel le quedó muy prolija a sus ojos. El siguiente en firmar fue Alexander, y por último Pratto.
—Tenemos todo listo, señores —exclamó Alexander en un aplauso de gusto—. De saber que esto iba a salir tan bien hubiese traído un habano para todos, o una bebida espumante... ¡Se me pasó! Estaba realmente muy nervioso, pero saber que ahora somos como... hermanos, me relaja bastante —Alexander no paraba de sonreír mientras estrechaba la mano de ambos presidentes. Lo que les brindó a Pratto y Montgomery una ligera cuota de tranquilidad. Su objetivo había sido cumplido con éxito—. ¡Me encanta que estemos progresando! Ahora solo falta esperar a la Nación Militar. Espero que no se les haya olvidado...
—Es raro ¿no? Ya deberían estar aquí.
—Bueno, siendo honestos, nosotros llegamos unos cuantos minutos antes —Alexander les hablaba como si fuesen amigos de toda la vida, incluso llegó a quitarse los anteojos y a relajar su semblante—. Mientras esperamos, podemos completar las últimas formalidades del acuerdo.
— ¿Qué formalidades? —inquirió el falso César.
—Bueno, entenderán que tuve que tomar mis precauciones —comenzó a hablar Alexander volviendo a situarse frente al mapa—. Este lugar no es realmente donde se encuentra mi nación. Sino más bien en este punto de aquí —dijo remarcando con un círculo el lugar exacto—. Ustedes, ahora como miembros de la alianza, también deberán marcar el lugar a dónde nosotros no podremos ir. Es solo eso, no es tan difícil, ¿no?
—Ah... creo que tendremos un problema —comenzó a decir Montgomery acercándose al mapa.
— ¿Cuál...? —preguntó Alexander tajante.
—Bueno... —el falso Alain marcó un punto en el mapa—. Nuestras naciones no se encuentran muy alejadas si te fijas bien. Creo que tendremos que delimitar los límites en zonas opuestas, para evitar encontrarnos mientras nos abastecemos.
Alexander miró con detenimiento el mapa.
— ¿Su nación queda ahí? —dijo con una notoria sorpresa—. Realmente los admiro, es una zona muy intensa y poblada por esos monstruos.
—Si... —respondió el falso Alain sonriendo—. Pero el lado oeste no lo es tanto...
— ¡No hace falta dar tantos detalles, Alain! —lo frenó Pratto.
—No, no, no... no te preocupes, estamos entre colegas ahora —dijo Alexander colocándose de pie—. Ahora si me lo permiten, ¿me acompañan por aquí? Tú también Rafael.
Alexander comenzó a caminar alrededor del árbol. Todos lo siguieron.
— ¿Qué pasa? —preguntó Pratto con incertidumbre. Algo no cuadraba.
—Oh, no... no pasa nada —sonrió Alexander volviendo a colocarse sus gafas—. ¿Puedes colocarte por aquí Rafael? Gracias.
— ¿Por qué nos movimos?
— ¿Qué no es obvio? —dijo Alexander.
— ¿Qué cosa?
El presidente de la Nación Oscura y Rafael alzaron sus armas.
—Solo quería salir de la línea de visión de sus francotiradores.
Pratto y Montgomery se petrificaron.
*****
—Esta cumbre fue un total éxito, realmente los felicito —el verdadero Alain y César escuchaban con total atención las palabras de Alexander mediante los micrófonos que sus hombres llevaban escondidos en sus atuendos—. Son muy valientes, y les agradezco el enorme favor de revelarme el punto exacto de su querida nación.
—Mierda... —comenzó a decir César frotando su cabeza y volviéndose tan pálido como una hoja—. La cagamos...
— ¿Puedes verlos? —preguntó Alain a sus hombres.
—No, mi primero. El árbol tapa la vista...
— ¡Dispara de todas formas!
— ¡Pratto y Montgomery están ahí! —Exclamó César—. No pueden disparar a ciegas.
— ¿¡Entiendes que esto fue una maldita trampa!?
— ¡Lo sé! —aseveró César—. Pero te recuerdo que fuiste tú quien les ordenó aceptar el acuerdo. Debimos haber ido nosotros.
—De haber ido estaríamos muertos ahora...
— ¿Estás dando por muertos a Pratto y Montgomery? ¡Qué gran presidente eres!
— ¡No empieces! —Alain caminó quitándose de encima a César y tomó una de las radios—. ¡A todas las unidades, los necesitamos en la zona de encuentro cuanto antes!
De repente, la voz de Alexander volvió a oírse.
—Su acto fue muy bueno, muchachos. Realmente bueno... solo hasta el momento de firmar. Ningún presidente que se respete le pregunta a su segundo al mando absolutamente nada, ahí estuvo su error —dijo Alexander con un color de voz totalmente nuevo, seguro de sí mismo, confiado y con aires de superioridad; algo totalmente distinto de lo que habían estado escuchando minutos atrás—. Pero aun así, Fueron de muchísima ayuda, y lo único que espero, es que los verdaderos presidentes no se encuentren en aquella choza...
Alain escuchó eso y un frenético escalofrío recorrió su espina dorsal, de repente, sintió la presencia de una mirada imaginaria clavándose en su cuello. ¿Los habían estado observando todo este tiempo? ¿Cómo sabían sobre sus posiciones? ¿Cómo pudieron adelantárseles? ¿Dispositivos de escucha? ¿Cámaras escondidas? Alain comenzó a cuestionarse millones de cosas en su cabeza. Disparó su mirada a los árboles cercanos, a las esquinas de la terraza, a los ventanales, al mar... Podrían estar en cualquier lugar y ellos no lo sabrían. De nuevo, la voz de Alexander volvió a oírse.
—... porque de ser así, César, Alain... —dijo Alexander, hablándoles como si supiera que ellos estaban escuchando—, les recomiendo correr.
—Hijo de puta... —exclamó Alain volviendo a hablar al radio—. ¡¿Alguien me escucha!? ¡Alfa! ¡Beta...! ¡¿Dónde carajo están!?
—Están muertos... y sigues tú—se escuchó de la radio de Alain.
— ¡Hay que salir...! —espetó César, pero entonces, el sonido de unos disparos resonaron en el sector del patio delantero.
Una feroz batalla campal había iniciado. Los gritos coléricos de sus hombres luchando en la planta baja fueron el inyector de pavor que faltaba para que todos en la terraza comenzaran a movilizarse.
Los soldados escarlata corrieron hacia la puerta con las bocas de sus fusiles al frente; Alain ordenó a toda voz que cubrieran la entrada, a la vez que César y él comenzaron a abrir fuego intentando contener a los oscuros que se abalanzaban en multitud desde el patio principal.
Mientras jalaba el gatillo, la mente de Alain hacía cálculos. Los hombres de la entrada principal habían sido derribados en unos pocos segundos, quedaban seis en la planta baja, y luego cinco más contándose a él y a César en la terraza. Por más que su mente le daba una y mil vueltas, no podrían contra el tremendo ejército de sádicos que se avecinaba subiendo por la colina.
De repente, su cargador se vació, y sintiéndose un fracaso, Alain se insultó en sus adentros por no haber podido reducir siquiera a un tercio del bando enemigo. Buscando cobertura al agacharse, comenzó a recargar su arma, pero entonces, su mirada se desvió hacia la derecha, donde vio como una granada brincaba, amenazante, acercándose a su posición.
César, una persona a la que consideraba su mejor amigo aún después de haberlo conocido tras que el fin del mundo tocara la puerta de su casa; era una persona totalmente valerosa; un hombre en quien podía confiar, que lo había ayudado en innumerables ocasiones y que sin dudarlo pondría las manos en el fuego por él.
Si bien tuvieron muchos momentos difíciles, sabía que eran mucho más los recuerdos satisfactorios. Sus caminos se cruzaron por mera casualidad, y juntos buscaron la forma de sobrevivir en este nuevo mundo; luego, fueron sumándose más personas y junto con ellos habían logrado erigir una nueva y respetable civilización conocida como la Nación Escarlata.
Esos recuerdos y miles más relampaguearon en la mente de Alain en apenas un segundo; su semblante se contrajo, sus ojos se cristalizaron, sus dientes se estrujaron con fuerza y su mano apenas alcanzó a estirarse cuando pudo ver a César arrojándose sobre la granada.
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Notas:
Mil gracias a todos los que están enviando sus mensajes a la editorial para que el libro sea tomado en cuenta. Sé que la editorial no está tomando libros actualmente y tiene cerrado la recepción, pero si seguimos insistiendo, si seguimos empujando... sé que podemos llegar a buen puerto y hacer que nos vean.
Todo esto es por una razón: Ver a Z en físico en las librerías.
Así que les pido, de todo corazón, que sigan enviando mensajes, sigan publicando en las fotos, con una, dos, tres cuentas... todas las que puedan, y yo los voy a recompensar, como es con este capítulo nuevo que acaban de leer.
En teoría, la temporada de Z finalizaría con este capítulo, pero como prometí una maratón, así va a ser... Voy a seguir publicando hasta terminar 2 capítulos enteros más, pero solo si continúan ayudándome a movilizar la editorial y que nos respondan, sea negativamente, o positivamente, a mi me da igual, mientras nos vean. ¿Se imaginan que el día de mañana yo diga: Me publicaron gracias a los fieles seguidores de Z? Sería hermoso.
Entonces, en esta semana vamos a intentar llegar a los 100 comentarios en una de las fotos de la editorial, la más nueva que tengan. Centrémonos en esa. A ver que pasa.
¡Que siga la revolución!
¡Y Feliz lectura!
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