13. La determinación de una guerrera (III)


Su mente actuó tan rápido en ese momento que incluso se sorprendió. ¿Rodear la piscina? No, demasiado descubierto. ¿Volver atrás? No, perdería tiempo y los cadáveres estaban expuestos. La tercera opción fue la ganadora. Se arrastró con sigilo hacia la piscina, y con cuidado de no hacer ruido, fue sumergiendo su cuerpo hasta quedar completamente tapada de agua.

*****

Las luces del pabellón sur de la Nación Oscura iluminaban con pobreza y poco esmero los pasillos, realzando la atmósfera lúgubre y triste de las cárceles. Una sola puerta de metal oxidado de bisagras antiguas y de poca lubricación que rechinaban al más mínimo movimiento era lo único que separaba el patio exterior de la zona de reclusos más valiosos de Alexander. Desde su construcción, ideada para separar a aquellas personas que no querían usar para transformar en artillería-come-cerebros de la fila de los oscuros, pocas veces esa puerta había sido abierta. Si alguien quería conectarse con los reclusos, lo hacían desde la puerta interna, por lo cual, esa entrada casi siempre se encontraba solitaria, y custodiada por no más de un solo hombre. Ahora mismo, el afortunado había sido Rodriguez: «el pelado».

El silencio que se había apoderado del lugar, de vez en cuando se interrumpía por los pasos ligeros y vacilantes de aquel oscuro. El hombre calvo, pero barbudo, exhaló con mesura, expulsando por sus fosas nasales y la comisura de su boca dos pares de columnas de humo, que viciaban aún más el aire atrapado en el pasillo. Hace un tiempo sentía que había algo fuera de lugar. Quizá era la extraña e inusual atmósfera de tranquilidad que se cernía por los alrededores. Sin parloteos de los guardias en el jardín ni risas, pleitos, o maldiciones al aire a todo pulmón.

El Pelado torció la boca, se tocó la barba y se encaminó al sector de la piscina. La brisa que era cubierta por el gran árbol en el cual había estado posado, observando esa dichosa puerta desde hace unos cuantos minutos, lo golpeó al salir de su cobertura. Se frotó los brazos y caminó junto con el descubrimiento de la innegable falta de vigilancia en la zona.

«Qué mierda están haciendo esos imbéciles», pensó con furia, guardando su inseparable vapeador en su bolsillo trasero. El Pelado no quería pensar en lo que pasaría si los altos mandos se enteraran de un error tan infantil, teniendo en cuenta la creciente irritabilidad del presidente por la incompetencia de su hermano en las últimas horas.

Siguió caminando en dirección al jardín. Las instalaciones del área posterior contrastaban con el ala norte de la mansión, la cual era lujosa y extravagante. Por otro lado, atrás todo era decadente y se encontraba en mal estado, porque la única prioridad de Calavera eran sus mortíferos juegos. Para Rodríguez, el hombrecito tuerto no era más que un niño, al que su hermano mayor dejaba jugar en su patio.

La brisa volvió a soplar, rompiendo el persistente silencio que profundizaba la sensación de ser el único habitando los dominios. A metros de distancia, podía discernir las copas de los árboles, agitándose al pie de los muros. A la izquierda, una piscina tenuemente iluminada, y más allá de ésta, bancos de madera terriblemente improvisados y destartalados.

A primera vista, mientras acortaba la distancia, todo parecía normal. Sin embargo, no se podía sacar de encima la sensación aplastante de que algo parecía estar terriblemente mal. Solo por si acaso, llevó la mano a su arma. Sus músculos estaban tensos, todo el lugar parecía estar conteniendo la respiración.

Aceleró el paso, y se detuvo de golpe cuando encontró los cuerpos de los guardias tendidos en el césped. Su pulso se disparó, y sus ojos se agudizaron. Sacó la pistola de su funda y escudriñó el área, pero no encontró rastros de ningún intruso o de algún engendro come carne.

Caminó por el borde de la piscina deteriorada por un precario mantenimiento: la hierba crecía desde las rendijas destrozadas de las baldosas y el agua presentaba, en algunas regiones, una coloración más verde que azul. Se detuvo frente al cuerpo más próximo que estaba tumbado junto a esta, para determinar con exactitud qué alarma debía emitir por radio. Pero, antes de que pudiera echarle siquiera un vistazo al oscuro en el suelo, sintió un poderoso tirón en los tobillos.

El jalón fue tan fuerte que lo hizo caer al suelo, a duras penas logró interponer sus brazos para amortiguar la caída, pero eso no evitó que su cabeza golpeara el embaldosado, y antes de que pudiera recuperarse del impacto, la mitad superior de su cuerpo, que aún permanecía fuera del agua, fue arrastrada hacia adentro.

El líquido entró de manera abrupta por su boca y nariz, ahogándolo con una combinación de dolor y agonía que parecía oprimir su pecho con fuerza. Se encontraba aturdido y con pobre capacidad de respuesta.

Lo embargó de repente el instinto primario de sacudirse, luchar y patalear para obtener una mísera bocanada de aire que le permitiera un segundo de alivio. Entonces, unos segundos después, su cerebro registró y comprendió lo que realmente estaba sucediendo: alguien intentaba asesinarlo.

Su mente comenzó a pensar poco e intentar actuar más. La palma de su mano, que todavía se encontraba aferrada a su arma, era todo lo que tenía para defender su vida. Por su cabeza pasó una pregunta crítica y veloz: ¿serviría en el agua?

Solo tenía una forma de encontrar esa respuesta. Intentó voltear su cuerpo para tener una mejor posición de disparo, pero en el momento que se retorció un poco, el agua en un sector muy específico de mano, pareció congelarse. Sintió el frío del dolor punzante que lo atravesó desde el índice hasta su dedo pulgar, hiriendo su tendón y provocando que perdiera total agarre sobre su pistola.

Su asesino, quien parecía de complexión más pequeña que él, lo estranguló envolviendo un brazo alrededor de su cuello. El Pelado se valió de su última fuerza de voluntad para forcejear con su captor, utilizó un codazo para zafarse y se impulsó hacia arriba efectuando una patada a su asesino.

Salió a la superficie y su garganta profirió un sonido gutural con una inhalación profunda y desesperada. Su pecho se infló, sus manos lucharon por mantenerse a flote, y no fue hasta que se percató de que el agua se había oscurecido como los pétalos de una flor roja, que lo sintió. Un puñetazo ardiente en su costado, seguido de otro en su pecho, uno más en su costilla, y así... incontables veces más. Su mente envió la noticia con extremo dolor: estaba siendo brutalmente apuñalado, y para cuando se percató de su fatal desenlace, su cuerpo se dejó arrastrar la gravedad y se hundió en el agua.

Samantha volvió a arrastrar el cadáver del Pelado junto a ella, revisó entre sus bolsillos hasta dar con las llaves del ala sur, y lo empujó aguas adentro para poder salir de una vez de aquella piscina.

Tosió un poco de agua ensangrentada, agitó sus piernas y se aferró al borde de la piscina respirando con dificultad. Sus manos temblaban tanto, que ni siquiera se dio cuenta en qué momento había soltado el cuchillo de lanzamiento que había utilizado para matar al guardia. Se sentía exhausta, y su mente se encontraba en un estado que mezclaba el shock de las cosas que había tenido que hacer, con la satisfacción de ser la única que había logrado mantenerse con vida de sus enemigos.

Cuando se impulsó para salir del agua, notó los arañazos en sus brazos y su camisa enrojecida con la sangre del soldado. Apartó la mirada de inmediato sin darse tiempo a pensar más y corrió hacia el pabellón. No había tiempo que perder.

Con la llave en su poder, Samantha llevó sus empapadas pisadas hacia el sector sur. No fue difícil encontrar la puerta blanca que Chichón le había dicho. La llave encajó en la ranura a la perfección y algo dentro de la oji verde se revolucionó. «Zeta está ahí», fue lo que pensó y una mezcla de nervios y esperanza se revolvió en su ser. Recordó haberlo visto por última vez, en aquel enfrentamiento contra los oscuros. Lo único que quería era que él estuviese bien y poder finalmente marcharse de ahí. Pero también había algo más...

Zeta conocía a su hermanastra, ese dato era algo que no podía pasar por arriba, y también, parecía saber mucho más de lo que aparentaba. Había muchas preguntas que ella quería hacerle, pero para llegar a eso, primero tenían que salir de este lugar.

Samantha abrió la puerta. El peso y el irritante sonido que chilló desde sus bisagras le recordó al portón trasero de la nación escarlata. Chistó y observó hacia atrás con premura. Ese ruido había sido espantoso, demasiado sonoro y era algo que no necesitaba ahora mismo. Tomó aire y volvió a intentar, con más cuidado. De nuevo, la puerta rugió como si abrirse no fuese su función principal y estuviése dandolo todo para lograrlo.

Samantha se dio por vencida y tentó a la suerte: terminó de abrirla de un sacudón. Sus hombros se encogieron y una vez más, echó otro vistazo a su retaguardia para cerciorarse de que no hubiese nadie más allí con ella.

Entonces, sus ojos se cruzaron.

Los ojos azules de un muchacho no más grande que ella, la observaban a una distancia prudente: en sus manos sostenía dos botellas de vino y su rostro, arrugado y confundido por su presencia, comenzó a anudar las incógnitas de su cabeza mientras los segundos tras aquella mirada seguían pasando.

Ella, en cambio, vio su oportunidad al ver las manos de aquel chico ocupadas; tomó su arma y apuntó hacia él sin dudarlo.

—¡Espera! ¡Espera! —dijo «Tomy, el niño»—. No me mates, no estoy armado. Solo tengo dos botellas de vino y no entiendo qué está pasando...

—No puedo perder tiempo contigo —dijo Sam a secas—. Lo siento.

—No, no, no. Por favor. ¿En serio? ¿Me dispararías estando en total desventaja? —preguntó el muchacho cubriendo su rostro entre ambas botellas e inclinando su cuerpo—. No supongo ninguna amenaza para ti. Solo quiero lo mismo que tú... vivir. Nada más. Prometo no hacer nada... puedes atarme o inmovilizarme, no te causaré problemas. Lo juro. Cualquier opción es mejor que asesinar... ¿no?

—Eso lo decido yo...

Samantha apuntó al muchacho, y su corazón explotó en palpitaciones. En esos escasos segundos su mente comenzó a golpearla con incógnitas y sentencias de lo más severas:

«¿Voy a matar a un chico?».

«Es mas joven que yo...».

«¿Soy una asesina...?».

«¿Esto es lo correcto?».

«Mierda».

«No puedo perder tiempo».

«Franco, Zeta... todos me necesitan».

«¿Qué hago?».

—Oscuridad es por las sombras... —dijo el niño.

—¿Qué...? —inquirió Samantha, confundida.

—Quiero decir, nuestro nombre: «La nación oscura». Sé que suena trillado pero no deberías dejarte llevar por las apariencias. Lo eligieron porque supuestamente, «salíamos de las sombras de un mundo devastado para ir hacia la luz de un mundo mejor», o lo que sea. El nombre es por eso, no nos creemos Darth Vader, no somos necesariamente gente malvada. ¿Entiendes? Al menos... no yo. Solo quiero vivir... te lo ruego. No me mates...

—¡Deja de decir eso!

—Está bien, lo siento. No hablaré... no diré nada.

Samantha no sabía bien que hacer en una situación así. Quería ir en búsqueda de Zeta cuanto antes, pero que uno de sus enemigos la haya sorprendido complicaba las cosas de sobremanera. Tenía que elegir entre seguir perdiendo más tiempo y encontrar una manera de inmovilizarlo sin asesinarlo o acabar todo lo más rápido posible y asegurar su salida de ese lugar. Apretó los dientes ante su falta de reacción y su mirada se desvió al suelo, y entonces, aprovechándose de aquel momento de incertidumbre temporal, él actuó.

El niño soltó las botellas, llevó su mano hacia la parte de atrás de su cintura, se equipó con su pistola y le quitó el seguro; Samantha percibió el movimiento y su cuerpo se movió por sí solo. La boca del arma escupió una llamarada y un bala salió disparada, hasta finalizar en el tronco de un árbol cercano. La oji verde había fallado de forma estrepitosa, el siguiente en devolver el ataque fue el muchacho, las botellas estallaron en el suelo y él disparó: Sam se movió con agilidad y arrojó su cuerpo hacia el interior del sector de reclusos para ganar cobertura.

La puerta recibió un disparo en su chapa; Sam se incorporó empujando el suelo y comenzó a correr a toda velocidad para escapar, mientras su mente la maldecía por haber sido tan idiota de dejar un cabo suelto tan crítico en estos momentos.

El Niño chistó y se cubrió en el muro, tomó su radio y movió la perilla para seleccionar un canal en particular que los oscuros tenían, en donde solo se comunicaban si tenían un problema de índole severo. Y esto, probablemente resultaba mucho más que severo...

—Aviso de emergencia. Acabo de ver un intruso en el patio sur. Repito: ¡Intruso en el patio sur! ¡Estamos siendo atacados! Repito: ¡Estamos siendo atacados!

*****

Hacia la zona sureste de la Nación Oscura, al pie de sus altos muros, había una estructura de concreto abandonada. Una pequeña casa vieja que había sido clausurada, al parecer, desde mucho antes de la llegada de los oscuros. El verdín crecía desde su base hasta la mitad de sus paredes, y apenas se podía adivinar por algunas regiones de pintura que aún persistían, aunque desconchadas por la intemperie y la lluvia, que su color había sido turquesa.

Sus ventanas se encontraban llenas mugre y polvo, y la puerta estaba sellada por un candado y cadenas oxidadas alrededor de sus manivelas laterales. Rex se acercó a una de las ventanas y frotó uno de los vidrios con su mano derecha para echar un vistazo dentro. A simple vista se trataba de un almacén que había visto mejores días. Todo lo que podía ver desde fuera eran escombros y suciedad. Se limpió la mano en sus pantalones y un pensamiento rápido le llegó. No pudo evitar recordar con nostalgia a su hermana, a quien le encantaban las historias de terror. Seguramente habría hecho mil teorías sobre lo que llevo a los habitantes de la mansión a clausurarla, y que de seguro, no pensaría que más tarde su hermano la usaría como una plataforma para instalar un artefacto, y escapar de una nación repleta de sádicos en un mundo lleno de zombis.

Le echó un vistazo a Franco, quien se encontraba inspeccionando la altura de la casa con suma atención.

—¿Que dices? ¿Va a servir? —preguntó Rex con incertidumbre.

Franco frunció el ceño antes de responder:

—Por poco. Aunque la altura de la catapultirolesa ayudará.

El ex militar señaló el techo del almacén con su dedo, y luego hacia el muro, y prosiguió explicando las complicaciones:

—La distancia no es mucha, el trayecto de deslizamiento será de unos pocos metros, pero cuando nos acerquemos al muro tendremos que inclinar nuestro cuerpo hacia arriba para no chocar las piernas. Supongo que todos podremos hacerlo.

Rex abrió los ojos con sorpresa y tragó saliva.

—¿Supones?

—Escucha. La altura de los muros debe estar rondando en unos cinco metros, y la casa entre los tres metros y medio o cuatro, si sumamos la altura de la terraza de esa casa con la de la tirolesa, nos deja unos metros más arriba, lo que nos alcanza para escapar. Solo debemos ser lo suficientemente ágiles para inclinarnos a tiempo y evitar golpear nuestro cuerpo de cintura para abajo contra la pared.

Rex no pudo evitar admirar la destreza y calma de Franco al encarar este tipo de situaciones. Recordó que en la emboscada de los oscuros a la nación escarlata había sido igual. Él, por otro lado, sentía un aluvión de nervios, temor y preocupación que no lo dejaban en paz... y Franco se percató de ello.

—Si. No te preocupes. Hemos hecho cosas peores... ¿no?

—No te preocupes. Sé que esto puede resultar devastadoramente mal, pero hemos hecho cosas peores. ¿Sabes? —comenzó a decir el ex militar—. Saltar de un edificio en llamas, escapar de unos lunáticos que nos disparaban en la torre de radio, atravesar una carretera repleta de monstruos —enumeró Franco, y con una fuerte palmada, sacudió el brazo de Rex—. Esto tan solo será algo más para agregar a esa lista. ¿Está bien?

—De acuerdo... —asintió el joven mecánico acomodándose la gorra sobre su cabeza—. ¿Dejaste la marca para Sam?

—Si —Franco señaló hacia el suelo con la mirada. Las marcas de su navaja formando una especie de flecha sin terminar, apuntaba hacia la casa en ruinas—. Está todo listo. Vamos de una vez.

—Muy bien —dijo Rex y recostó la cintura contra la pared de la casa.

Luego, posicionó sus pies con firmeza en diagonal, y extendió los brazos hacia abajo con los dedos de ambas manos entrelazados para palanquear a Franco hacia arriba.

Franco se alejó para ganar velocidad y en un movimiento fluido corrió hacia Rex, apoyó su bota derecha sobre la palanca y se impulsó hacia arriba. El peso extra que cargaba sobre su cuerpo le restó altura a su impulso, pero logró aferrarse de los calados que se encontraban en la parte superior de las paredes de la casa. Apretó los dientes y se impulsó hacia arriba con sus brazos, y sus botas rasparon la pared. Se asió del borde de la azotea y aseguró la mitad de su cuerpo, sin modificar su posición, estiró su brazo hacia Rex y lo ayudó a subirse.

—Parece que esas clases de Parkour de Jin te sirvieron bastante —comentó Franco quitándose su equipo y acomodándolo en una esquina de la azotea—. No te costó mucho subir.

—No me lo recuerdes —bufó Rex—. Pareciera que han pasado años... y solo fueron unos pocos días. Que puta locura.

—Lo sé. Lamento tener que cortar con los recuerdos ahora, pero tenemos que empezar con esto. No tenemos idea de cuando puede venir Samantha así que es mejor tenerlo todo preparado —comentó Franco—. ¿Tienes las herramientas?

—Si, aquí están. ¿Dónde colocaremos esto?

—Aquí servirá —dijo Franco, colocándose de pie en el lugar dónde instalarían la tirolesa. Era una esquina en la terraza de aquella casa.

La terraza se dividía en dos sectores, uno cubierto por un techo de madera vieja; dentro de él se encontraba una pila de basura, entre las que destacaba una parrilla totalmente destrozada. En la parte que el techo no llegaba a cubrir, en una de las esquinas que se enfrentaba al muro exterior, allí sería dónde colocarían la tirolesa.

Con ayuda de Rex, Franco comenzó a instalar la parte de la base, amurándolas al embaldosado del suelo. Se valió de todo tipo de herramientas a baterías que habían cargado previamente para que nada saliera mal esa noche. Rex estaba acostumbrado a trabajar como asistente de su padre en el taller cuando el mundo era normal y él podía darse el lujo de tener «ratos libres», y se enorgullecía pensando en que nadie podía «asistir» mejor que él.

A pesar de haber tardado un tiempo considerable, la tarea fue completada sin mayores complicaciones. Y pareció una casualidad increíble, pero justo cuando el último tornillo fue ajustado, la radio de franco sonó.

—Aquí, topo uno... —dijo Esteban.

—¿Qué? —contestó Franco, susurrando—. Se supone que no deberías hablar hasta que yo de la señal...

—Si estás hablando es porque puedes hablar. Y esto es una emergencia. Topo dos se me escapo.

—¿Qué? —dijo Franco, pensando quien era ese tal topo dos, hasta que recordó que solo podía resultar una persona—. ¿¡Qué!? ¿Cómo que se te escapó?

—Se fue... me distraje y simplemente desapareció. Quizás va hacia allá... Ay... No. ¡Puta madre! —Una serie de ruidos de interferencia y estática se escuchó del otro lado. Tanto Franco como Rex dispararon sus cejas hacia el cielo—. Mierda... esto no es bueno...

—¿Qué está pas...?

—No hablen... no me hablen... —dijo Esteban, tiritando de miedo—. Hay Oscuros aquí... encontraron la camioneta... voy a cortar.

—¿Que mierda? —exclamó Rex.

—Ese hijo de puta de Jin... —susurró Franco, apretando los dientes de la rabia—. Si lo llego a ver aquí...

¡¡Paff!!

Para empeorar todavía más las cosas, el estallido de un disparo resonó en dirección al patio sur. Franco resopló con preocupación. Era dónde Samantha buscaría a Zeta... 

Mientras tanto, en ese mismo momento, la ojiverde trazaba una carrera con total celeridad; dobló un pasillo, luego uno más; y mientras sentía como sus pies se volvían cada vez más pesados; mientras el fuego de sus muslos empezaba a arder al exigirse tanto, y mientras su corazón bombeaba con el ímpetu de alcanzar su objetivo a toda costa...

Jamás pudo prevenir el impacto con una persona que se le cruzó en el camino.

Lo siguiente sucedió demasiado rápido. La muchacha sintió cómo su cuerpo se desplomaba sobre el de una persona; y sin perder un segundo de tiempo, ni dejar que su alarma interna se apagase, se equipó con una de sus navajas y la llevó a un camino de ida, sin vuelta, hacia el cuello de aquel sujeto...

Hasta que, después de tantos años, sus ojos volvieron a cruzarse una vez más...

—¿Zeta?

—¡Sam! —dijo el joven, sonriente. Tosió. El golpe había sido brutal. Por suerte la colchoneta en el suelo había amortiguado la caída. Ambos se colocaron de pie—. ¡Por fin llegaste! ¡Llevo esperando esto durante mucho tiempo!

Samantha se tomó su momento para procesarlo. Quería sonreír, abrazarlo, pero había todavía muchas cosas que hacer...

—Sí... sé que nos tardamos, pero...

No fue capaz de seguir; Zeta le interrumpió mostrándole la palma, despreocupado. Luego, le tomó de la mano y la invitó a seguirle a través del pasillo.

—No hablo de eso —dijo el joven, sonriéndole con calma. Ambos pasaron junto a las miradas empapadas en confusión de Boris, Ezequiel, Jen y Marvin. Ninguno se atrevió a hablar, pero notaron algo extraño en el joven.

Zeta volvió sobre sus pasos, cruzó el pasillo en dónde se había despedido de Elías y atravesó la puerta para llegar al lobby de la nación oscura. Allí, un grupo reunido de soldados armados hasta los dientes esbozaron el mismo semblante estupefacto cuando vieron a Zeta.

Uno de ellos, Elías, quien estaba a punto de degustar un sabroso café de máquina, se le arrimó.

—¿Todo bien, Junior? No se supone que deberías estar aquí...

Samantha también se sintió intrigada, y sin soltarle la mano, le susurró.

—¿Qué es esto? Se supone que deberíamos habernos ido por el otro lado... 

Zeta le contempló con una mirada que denotaba una mezcla entre ternura, felicidad y un poco de nostalgia. Habían sido tantos años de aventuras, que lo siguiente que pasaría sería, definitivamente, algo complicado de digerir.

—No pasa nada, Sam... —contestó el joven—. Vamos a estar bien. Lo prometo.

Zeta soltó su mano, y su mirada penetrante de ojos pardos, se asentó directamente en tu pantalla.

—Si... Ya te lo veías venir, ¿no? —te dijo, Zeta—. Y si no... no te preocupes. No pasará nada malo. Estoy aquí, rompiendo un poco la cuarta pared por un motivo: dar un cierre y comunicar que este será el último capítulo de esta historia de zombis.

—¿Qué? —preguntó Samantha, tan contrariada y confundida como tú. Con un nudo punzante en la boca del estómago que apenas empezaba a crecer—. ¿Esto es uno de tus pésimos chistes?

—¿Perdón? —dijo Zeta, visiblemente ofendido por tal comentario—. Primero, mis chistes son geniales. Segundo... esto no es una broma, ni nada. Es solo la verdad.

Un bostezo resonó por las paredes de la habitación. Calavera llegó al lugar, quitándose el maquillaje de los «moretones» que tenía en el rostro.

—Genial. Eso quiere decir que me voy a tener que quedar con las ganas de partirte la cara... de nuevo.

Zeta sonrió. Luego, otra persona más intervino. Era nada más y nada menos que un zombi Parca que observaba todo desde la ventana. La abrió y emitió su comentario.

—Lo siento, sé que eres el protagonista y toda la cosa... —expresó el zombi—. Pero creo hablar por todos los aquí presentes, y no presentes, que esto es una porquería. ¿Cómo que ya no habrá más capítulos? ¡Queremos saber lo que sucede después! ¡Algunos hemos pasado mucho tiempo en esta historia!

—Sí, mi querido y pútrido amigo, entiendo tu dolor, de verdad que sí. Aun así, hay cosas que simplemente suceden así no nos guste. Podría darte muchísimos ejemplos de porque esta historia ya no debería continuar —contestó el joven—, pero también podrías darme muchísimos ejemplos de por qué sí debería continuar. Y es un círculo que jamás terminaría.

—¿Entonces ya está? —preguntó una voz en la distancia, escondida entre la muchedumbre de personas que se habían reunido alrededor de Zeta en aquella habitación. Una voz que él había extrañado escuchar. La voz de Rex—. ¿Este es el fin de la aventura? ¿Aquí y así se va a terminar todo esto?

Zeta resopló y echó una mirada al suelo; permaneció con la cabeza agachada un rato largo...

—Eso me temo, amigo —contestó—. Sé que la frase dice: escribe tu propia historia, pero por desgracia, no es nuestro caso.

—Esto no es justo... —espetó Samantha, contrariada—. No debería ser así. Vivimos muchísimas aventuras como para que esto se quede en la nada. ¿Seremos otra de esas tantas historias inconclusas? ¡Me niego! —dijo, casi entre lágrimas y con la voz entrecortada.

—Hay muchas cosas injustas en la vida, Sam. Además, creo que están viendo todo lo negativo aquí... hay mucho bueno que sacar de toda esta frenética aventura que vivimos —explicó el joven—. Nos divertimos en el camino. ¿No tenemos un final? Y quizás no... pero, tuvimos un recorrido espléndido y maravilloso que siempre atesoraremos en nuestros...

—¡A la mierda con eso! —espetó Calavera, dando una patada al suelo—. ¡Vamos a obligar al escritor a continuar la historia! Le doblamos un par de dedos del pie y escribirá tres novelas en menos de un mes. ¡Te lo garantizo!

—Quizás lo deteste, pero estoy con Calavera... —dijo Rex.

—Por eso tú siempre me caíste bien, gorrita.

—No. Lo siento, así no funciona, chicos... —sentenció Zeta—. Solamente hay que aceptarlo. Por favor, escuchen todos. Sé que muchos están frustrados y molestos... sé que muchos quieren conocer lo que sucedería al final de esta aventura, pero se ha llegado a un cierto punto en que continuar se ha vuelto algo insostenible. Tenemos que entender que fuimos una de las primeras tramas complejas de alguien que daba apenas sus primeros pasos en este mundo. Fuimos un enorme campo de entrenamiento. Un desafío que comenzó porque, en un principio, el autor quería escribir su propia historia de zombis. Pero su poca experiencia lo llevó a un callejón sin salida. Uno en el que, si quería culminar con esta aventura, debería de tapar incontables agujeros argumentales y cerrar muchas subtramas que había abierto...

—Eso es verdad... —conjeturó Rex, pensativo—. Nunca supe qué pasó con mi novia.

—Yo tampoco lo que sucedió con mi madre y mi hermanastra —añadió Samantha.

—¡Y tu nombre! —comentó Rex, en un acto de epifanía—. ¿Al menos tenías uno?

Zeta sonrió.

—Sí, tengo un nombre. Y eso es a lo que me refería. En este caso, la historia no finaliza por falta de ideas, sino que por un exceso abrumador de ellas.

—Tu diario es un ejemplo de ello —añadió Franco, posado sobre el muro—. Ese «secreto» tan enorme que tenías fue... meh. Ya casi todos sabían que eras inmune.

—Y el dichoso pendrive —dijo Rex, pensativo—. ¿Pasó algo con eso? Llevamos tres libros esperando.

—¿Cómo que tres? —preguntó Jin, cruzado de brazos, en algún lugar de la muchedumbre de personajes—. ¿Qué este no es el segundo libro?

—No, no, no... —interrumpió Sam—. Luego de la editorial, la estructura cambió, ya que el libro era demasiado extenso para ser uno solo. Así que se lo dividió en tres tomos.

—Sigo diciendo que es una porquería... —compartió el zombi Parca, molesto—. Quizás la historia tenía sus desperfectos, ¿pero es necesario cancelarla?

—Es muy sencillo —continuó Zeta—. El arte de saber volcar las ideas al papel y conectarlas entre sí para fabricar una buena historia, es algo que, cuando esta aventura empezó, el autor no sabía hacer. Y eso está bien, todos merecemos practicar.

—Sí, pero nos fue bastante bien siendo, como tú dices... un «campo de entrenamiento» —dijo Calavera—. Ganamos un puto Wattys, muchacho. ¡Somos una de las jodidas pocas historias de ciencia ficción con millones de lecturas puta-madre!

Zeta sonrió una vez más y asintió.

—Sí, fuimos un buen campo de entrenamiento. Pero todo debe terminar... así ese final no sea, para nada, el que esperabas.

—¡Ah, por favor! —espetó Calavera, aproximándose a Zeta—. ¿Qué más necesita un autor que millones de visualizaciones? ¡Ya no necesita nada más! ¡Que simplemente siga escribiendo! ¡Así que vuelvan de nuevo a sus posiciones! ¡Estábamos a punto de llegar al clímax aquí!

—Era el mismo clímax que en el primer libro, Baltasar... —Esa voz resonó en eco por toda la habitación. Su tono elevado, severo y potente, se hizo notar frente a todos: Alexander Montreal—. El chico tiene razón. Hay que ser fríos. Esto ya no tenía pies ni cabeza. Según los planes que tenía el autor, Zeta y sus amigos harían un escape en dónde las cosas se saldrían de control, como siempre, y luego los tendríamos acorralados, porque somos la mejor nación de toda la historia... y para salvarlos él tendría que volver a sacrificarse y ofrecerse para que, de nuevo, lo capturemos y lo enviemos a la nación militar para la conclusión del libro. Todo volvería a ser, exactamente, lo mismo. Y tiene que ser de esa manera, porque la trama necesitaba que todos fuesen a la nación militar para cerrar las subtramas que recientemente se habían abierto con Samantha, su madre, su hermanastra y los líderes de los militares. 

»Luego de otro extenso libro en otra nación, otro extenso viaje para volver a rescatar a Zeta... finalmente volverían a la nación escarlata central, nosotros entraríamos en guerra, tiros van, tiros vienen, algunos zombis se comen a Rex, y fin de nuestro arco.

»Cabe destacar, que eso pasaría luego de casi cuatro libros, o cinco, dependiendo de lo mucho o poco que dure. Como dije, el pendrive llevaría a los protagonistas a otros puntos del mundo para encontrar la posible cura del virus... y de nuevo, extensas tramas se abrirían y se cerrarían. Hasta que, en algún momento avanzado de la historia, se descubra porque demonios el libro se llama realmente «el señor de los zombis», y descartar la idea de que el nombre fue hecho así por un simple intento de buscar un título que la gente relacione con el señor de los anillos. Ups. Lo lamento autor... ¿dije demasiado?

—¿Me repites la parte en que me comen los zombis? —preguntó Rex, blanco como una hoja.

—Eso me hubiese gustado verlo... —dijo el zombi parca, divertido.

—Tal como dijo Alexander. Había ideas, claramente... y con todo lo que él comentó ni siquiera llegábamos a la mitad de lo diagramado. Era absolutamente abrumador. Sin contar que todavía quedaba una trama que se había pensado para el dueño del perro que me acompañó en la misión del hospital —explicó Zeta—. Por eso, esta novela, por desgracia, tiene que ser cancelada. No por qué el autor no quisiera a esta historia, la quería de la misma forma que todas y cada una de las novelas que escribe. Sin favoritismos. 

—Sí, claro... —espetó Calavera, furioso—. Estoy seguro de que no hay una novela de una niñata con ojos de colores que «no» es su favorita.

—Te lo digo yo, Calavera, por qué soy su primer protagonista... no hay favoritismo. La razón por la que todo este tiempo se concentró más en otros proyectos es porque ya sabía cómo hacerlo. Había obstáculos, como en toda novela, pero no trabas tan fuertes como en esta. Continuar esta novela se le volvió imposible. Piénsalo, pasamos mucho tiempo «a la deriva», esperando la continuación... una que jamás iba a llegar. Así que ya no hay más que hacer. Esta es la decisión final.

El silencio abdujo la habitación al completo. 

La mayoría de las miradas de todos y cada uno de los personajes en la novela solo apuntaban hacia el suelo. La inseguridad en sus rostros; el miedo en sus corazones; una amarga sensación de impotencia arremolinándose en sus interiores... la noticia era cruda y áspera.

Y cruel... extremadamente cruel.

El solo pensar que jamás volveríamos a escuchar las ocurrencias y disparates de Zeta; o saber si volveríamos a ver a Rex haciendo volteretas con su arma para poder disparar; o los increíbles lanzamientos de navaja de Samantha; o las apasionantes historias detrás de muchos personajes queridos... como Anna, Jin, Esteban, Máximo, o Elías...

El solo pensar en ello, envolvía la atmósfera de un color oscuro y amargo.

Samantha inhaló y suspiró. Zeta estaba a su lado, pero a diferencia de los demás personajes, él todavía cultivaba un aura de positivismo en todo su ser. Cómo si no le importase que... ya nadie volvería a leerlo jamás.

—¿Esto no te pone triste? ¿Saber que este es tu último momento?

—Claro que me pone triste. Todo final genera conflictos en nuestro interior, y este, siendo sincero, me genera muchísimas cosas —dijo el joven de ojos pardos y cabellera revuelta—. Pero estoy tranquilo, porque a pesar de todo, lo que más me importa es que estoy aquí ahora... —guardó silencio—. Con todos ustedes.

—No por mucho tiempo... —dijo Rex, cabizbajo—. Tsk... no puedo creer que me iban a comer...

Zeta se tentó, palmeó el hombro de su amigo y empezó a caminar, buscando la salida. Había una gran puerta de madera en medio de la sala, y antes de abrirla para marcharse definitivamente, y para siempre, se volteó para recitar unas últimas palabras.

—Solo me queda decirles a todos que me divertí como nunca en esta aventura. Han sido un grupo increíble y los quiero a todos. Me hubiese gustado que fuese de otra manera. Hay muchas cosas que me quedé con ganas de vivir y experimentar, pero no puedo negar que disfruté cada momento y cada escena con todos ustedes. Así que no puedo hacer más que expresar mis más sinceros agradecimientos... —Luego, Zeta te observó a ti—. Y también mis disculpas. Seguro esperabas algo completamente distinto. Yo también, en serio, así que también te agradezco infinitamente por haber llegado hasta estos renglones. Muchas gracias por ser parte de esta aventura y haberme brindado una parte de tu valioso tiempo. Ha sido genial conocernos.

Zeta echó una última mirada a todos los personajes con los que había compartido tantos años de su vida como protagonista. Sus ojos se llenaron de lágrimas de emoción. El final de una trayectoria muy grande estaba por culminar... y entre todos ellos, sus ojos se encontraron con los de alguien que había sido su referente más alto.

Ronaldo y él se devolvieron una mirada. Todavía tenía el maquillaje de zombi colocado, pero su semblante bonachón era imposible de borrar de su rostro.

—Roni, amigo... —dijo Zeta, aguantándose las ganas de quebrarse—. Tuvimos una hermosa escena juntos. ¿Me podrías decir esa frase tan icónica tuya antes de que todo termine?

—¿Mi frase? —preguntó el hombre, confundido—. La de: ¿Esto no es un adiós?

—Esa misma... —dijo Zeta, sus palabras salieron entrecortadas desde su garganta, y su pecho parecía contener todas las emociones que había intentado reprimir en todo este tiempo—. Por favor. Después de todo, esta historia siempre se puede releer. ¿No?

—Bien... —Aceptó Ronaldo—. Por supuesto, amigo mío.

—Gracias.

Ronaldo aclaró su garganta y nadie más en toda la habitación emitió sonido alguno. Cada uno se preparó mentalmente para lo que sucedería en breve...

—Esto no es un adiós, muchachos... —dijo Ronaldo a tono elevado, con el mentón bien arriba, una mirada que intentaba esconder sus lágrimas y un fuerte nudo de angustia en su pecho—. Es un hasta luego.

Zeta sintió esas palabras como una caricia a su alma. Con ellas, recordó muchas cosas vividas. Volvió a sonreír, se volteó, abrió las puertas, y un fulgor blanquecino le cubrió el rostro.

Ya era hora. El punto final definitivo de esta novela estaba ahí en frente...

Zeta atravesó las puertas, y con el brazo izquierdo alzado, el que poseía su tan característica cicatriz en forma de Z, saludó a todos, regalándole su mejor y más inmensa sonrisa.

Samantha...

Rex...

Franco...

Anna...

Máximo...

Esteban...

Jin...

Calavera...

Alexander...

Elías...

Ronaldo...

Lara...

Todos en aquella sala —amigos, enemigos, zombis y humanos— quedaron expectantes para escuchar las últimas palabras que diría Zeta, el señor de los zombis.

—¡Fue un inmenso placer! —dijo Zeta—. ¡Nos vemos en el reboot!

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