11. El diario de Zeta (III)
Renzo, Franco, Samantha, Anna y Esteban se miraron entre ellos con preocupación. La nueva fase de la infección había comenzado.
*****
Un triunfador. Así se sentía Alexander Montreal, un genuino triunfador. Tras haber trabajado tanto en su plan de supremacía mundial, de haber pensado con detenimiento todo lo que conllevaría cumplir ese ambicioso objetivo; luego de haber investigado a sus enemigos de cerca, y sonsacar información de tantas siniestras y deshumanizantes formas; luego de haber tenido en cuenta cada mínimo detalle, en el cual ningún dato, así fuese el más ínfimo de todos, era factible de escaparse de su megalómana mente; luego de haber conseguido las herramientas necesarias, desde hombres fieles a su disposición y compenetrados por una causa en común; hasta las indumentarias, los armamentos, y las estrategias que utilizaría en su futuro enfrentamiento con una de las naciones más poderosas; y luego de haber concluido con éxito una de las etapas más importantes de su plan: Intercambiar al chico Zeta con una poderosísima maquina asesina bajo el mando de los militares; podría decir, en este momento, y sin lugar a dudas, que él, Alexander Montreal, era un genuino triunfador.
Claro que el presidente de la Nación Oscura tenía presente que no podría haber hecho nada de esto por sí solo, o quizás sí, definitivamente sí... pero se habría tardado más de la cuenta. De todas formas, era de menester darle crédito, y no poco, bastante crédito, a su hermano menor, Baltasar Montreal. Sin sus contactos en el ejército, sin su amistad con el Coronel Donald Eric, sin sus expediciones en busca del chico Zeta, sin toda la ayuda que su hermano le brindó, muchas cosas hubieran sido muy diferentes. Su hermano se merecía un buen festín, y él se aseguraría de dárselo.
Alexander era incapaz de continuar sin pensar en el asunto; por un segundo, la imagen del presidente Wolfang Alain volvió a su mente. Sabía que él era un cabo suelto, dejado adrede por su persona, y aunque le inquietaba dejar un detalle sin prever, tenía la certeza de que no lograría llegar vivo hasta su, ya sentenciada a la extinción, Nación Escarlata.
Todavía le quedaban muchas cuestiones que debía llevar a cabo, pero sus principales incógnitas eran las siguientes: ¿Sería posible, con todo su poder de fuego actual, incluido el arma KARMA, ganar el enfrentamiento? ¿Se precisaría de más poder de fuego? ¿De más hombres experimentados en materia bélica? ¿Sería necesario pensar un plan «B»? Aunque tuviesen el arma KARMA a su disposición y sus probabilidades de ganar el enfrentamiento aumentaran en un noventa por ciento. Ese número no era de su agrado. Una persona como Alexander no podía conformarse con el noventa por ciento... lo quería todo... quería el cien. Y hasta no estar seguro de obtener el cien, y solamente el cien, no movería el cabello de ninguno de sus hombres, y si tenía que esperar por conseguir un plan «B» tan perfecto como el «A», lo haría sin titubear.
—Señorita Diaz —comenzó a hablar el presidente, mientras viajaba a gusto en la parte trasera de una camioneta gris. Sus ojos se despegaron por unos segundos del paisaje del atardecer—. ¿Quién tiene el recuento de los reclusos que infectamos?
La señorita Renata Diaz era una mujer de estatura baja, pero que no le impedía para nada, tener una enorme cuota de seguridad en su persona; lucía un cabello negro muy opaco de peinado corto con un flequillo largo y su físico esbelto era notable. Por alguna razón siempre llevaba consigo un pañuelo morado atado a la muñeca, y amaba usar ropa ajustada al cuerpo que lucieran los colores de su queridísima nación.
Era ella quien tomaba el control tras el volante, y además de Rafael, que viajaba a su lado, ellos y el presidente eran las únicas personas dentro del vehículo. Y también ella era la única, de todos los centenares de oscuros que realizaron las pruebas de manejo, que logró ganarse la confianza de Alexander para ser nombrada su chofer personal.
—Los tiene su hermano, mi señor —contestó Diaz—. Pero creo recordar que habíamos logrado conseguir infectar a doscientas cincuenta personas, entre ellos, también peculiares.
—Eso es perfecto, es un buen número —celebró Alexander—. ¿Tienes idea de cuantos peculiares pudimos obtener?
—No todos los infectados logran convertirse en peculiares, mi señor. Tenemos muy pocos, unos treinta, como mucho —contestó la señorita Díaz, observando los ojos de su jefe por el retrovisor.
—Entiendo. ¿Cuánto tardaríamos en obtener cien infectados peculiares?
—Desconozco el número de reclusos actuales, mi señor.
—Serán unas quince personas —contestó Rafael, quien era el encargado de la zona de celdas—. Pero en dos días puedo conseguir el triple de esa cifra. Tenemos varios grupos en la mira. Hay uno muy poblado por la zona costera por dónde veníamos, mi señor. Podríamos...
—No, esa zona de la costa está protegida por la guarnición de mercenarios. Hicimos un trato, así que no podemos meternos con nadie de ahí —comentó Alexander—, por ahora.
—Entiendo, ¿y qué tal por el Este? —preguntó Rafael—. Creo recordar de un grupo en esa dirección, pero es un camino largo. Quizás sea buena idea utilizar los helicópteros.
—Ni hablar —espetó Alexander con tenacidad—. Ya utilizamos los helicópteros para encargarnos de la sede de la Nación Escarlata, y por poco no vuelven. El resto del combustible se usará exclusivamente para el enfrentamiento, pero deberíamos conseguir más.
—Entendido, mi señor —respondió Rafael.
La señorita Díaz sonrió.
—Mi señor, enhorabuena por el intercambio. ¿Qué haremos para festejar?
—Se festejará cuando logremos tomar a la Nación Escarlata por completo, hoy solo descansaremos —respondió Alexander volviendo a observar por la ventanilla, el sol ya se había marchado por completo—. Tenemos que preparar al muchacho, alistarlo, y llevarlo a primera hora. Pero no llevaremos a tantas personas esta vez. Solo las necesarias.
— ¿Señor me dejará probar el arma KARMA?
— ¡Díaz! No seas tan insolente.
—Solo fue una pregunta, relájate grandulón.
—Tranquilo Rafael, no quiero que me tomen por un tirano. Pueden preguntarme lo que deseen, además Díaz ya sabía que la elegiría para pilotar el arma KARMA, solo quiere confirmarlo.
—Siempre tan inteligente, mi señor —sonrió Renata volviendo a observar a su presidente por el retrovisor—. ¡Ya quiero probar de que esta hecho esa maquinaria!
— ¿Y qué tal tú Rafael? —preguntó Alexander inclinándose en el asiento trasero para observar a su secuaz—. ¿No te gustaría probarla también?
Rafael observó a su presidente por unos segundos, y luego volvió la mirada hacia el frente.
—Sería un honor.
Las carcajadas que soltaron Alexander y Díaz inundaron el vehículo.
— ¡Yo sabía que tenías un lado débil, grandulón! —lo codeó Díaz juguetonamente—. Y al parecer son las máquinas letales.
Alexander palmeó los hombros de Rafael amistosamente.
—Tendrás la oportunidad, querido Rafa. Te lo ganaste.
—Muchas gracias, mi señor —Rafael no lo dijo en ese momento, pero recibir esas palmadas de su jefe lo llenaron de orgullo.
— ¡Prepárese señor presidente! —comenzó a decir la mujer mientras giraba su cabeza para observar a Alexander—. ¡Llegamos!
El vehículo se acercó a un enorme portón enrejado. De una pequeña cabina de guardia, un soldado oscuro se acercó a la camioneta.
— ¡Manny! —lo saludó Díaz desde la ventanilla—. Tengo al presidente aquí atrás, diles a todos que se reúnan en el patio delantero ahora mismo. ¡La cumbre fue un éxito rotundo!
— ¡Señor presidente! —exclamó el soldado alzando su mano a la frente, en un intento muy cutre de imitar el saludo de los militares—. ¡Avisaré a todos de inmediato!
Las puertas de las rejas se abrieron en par, habilitando el ingreso de la camioneta y de los demás vehículos que viajaban en caravana detrás de ellos. La nueva Nación Oscura se caracterizaba por su importante ubicación estratégica, aislada de la civilización. En una mansión que contenía extensas áreas de prado y bosque a su alrededor, y que solo era posible acceder al atravesar una colina; o en caso contrario, una arboleda ubicada al sur del edificio. Amurallada al completo por paredes de hormigón, eran dos las formas de ingreso a los interiores: una por el portón principal, y una entrada en la parte trasera. La mansión, en su totalidad estructural, y a pesar de contar con decenas de habitaciones, y diversas estructuras nuevas fabricadas por los oscuros, como la zona de reclusión, y algunos de los macabros sitios en dónde Calavera disputaba sus juegos, ocupaba apenas un tercio de la zona amurallada; siendo mucho más extensas las zonas verdes que ocupaban los patios delantero y trasero.
La camioneta se detuvo luego de rodear una fuente de aguas danzantes que daba la bienvenida a la puerta principal de la mansión. Alexander y el resto de los hombres que lo habían acompañado fueron bajando de uno en uno, celebrando su triunfo con sus compañeros, y empapando el ambiente de festejos.
Por otro lado, y con un nivel de ánimo completamente opuesto, los oscuros que se habían reunido para recibir a su presidente y al resto de los suyos, apenas podían alzar sus miradas. Sus rostros parecían apagados, algunos demostraban temor, y unos otros simplemente mostraban vergüenza, pero de todos, ninguno de ellos era capaz de mirar a la cara a su presidente. Para Alexander eso resultó algo muy raro, pero se puso peor cuando uno de los hombres se separó del grupo y se acercó hasta él.
—Mi señor... —quien se había acercado era ni más ni menos que el propio Molina, a pesar de su enorme y gran estado físico, hablarle a su presidente era como hablarle al mismísimo diablo en persona—. Debo decirle algo.
Alexander no se tardó ni un segundo en descifrar que lo que diría no sería nada bueno, y para no alargar el asunto más de la cuenta, decidió ser directo y preguntar sobre lo que más le atemorizaba en este mismo momento.
—Dime algo Molina... ¿Cómo está el chico Zeta?
El hombre titubeó.
—Es sobre eso, mi señor.
La camiseta de Molina recibió un duro golpe de las palmas de Alexander. El presidente de los oscuros lo sujetó con fuerza y lo atrajo hacia él mientras sus ojos ardían de rabia.
—Si me llegas a decir que el muchacho escapó...
— ¡No, no! —respondió Molina con prisa—. El chico sigue aquí. Está bien. Él está bien —el sudor de su frente se hizo notar a la brevedad—. El problema es que... está herido. Fue herido.
— ¿Cómo que herido? ¡¿Cómo que herido?!
—Fue mordido en uno de los juegos del señor Baltasar...
En ese instante Alexander lo soltó y nadie más en la Nación Oscura se atrevió a romper el silencio que sobrevino a aquellas palabras. Su mirada se perdió en la nada, oscureciéndose entre las tinieblas de sus pensamientos; sus pulsaciones empezaron a acelerarse cada vez más, y durante unos eternos segundos, su respiración, y la de cada uno de los habitantes, pareció detenerse.
— ¿Dónde está mi hermano?
*****
La «pajarera» se estremeció con un nuevo golpe del hombre. Calavera conectó dos puñetazos más a la bolsa y se tomó un momento para descansar. Doscientas treinta y cinco veces eran las que había conseguido golpear la bolsa de boxeo sin parar. El cuádruple de lo que una persona promedio puede lograr asestar sin quedarse sin aire. Efectivamente había logrado superar su record personal.
Por alguna razón, esta vez había optado por no utilizar guantes, y los nudillos de sus manos acarreaban las consecuencias, salpicando todo el suelo con su sangre. El dolor escocía sus manos, paralizándolas por completo, pero era así como él lo había querido. Calavera no traía ninguna prenda en la parte superior y su cuerpo se hallaba empapado en sudor; desde la noche anterior, cuando presenció al chico Zeta siendo mordido, una mezcla de emociones de arremolinaron en su interior durante todo el día.
En primer lugar, un enorme alivio; después de todo, había conseguido lo que él quería. Su venganza había sido perpetuada y gozó cada segundo de sufrimiento de ese mocoso engreído. Todavía recordaba su pálido rostro consumido por el pánico de ver a su amigo transformado en uno de esos monstruos. Su plan había funcionado a la perfección, y aunque tuvo que utilizar hasta el último de los zombis que su hermano «racionaba» para utilizarlo en los asedios y en la próxima guerra, el resultado había sido esplendoroso.
Pero por otro lado, tenía en claro que la desobediencia a la orden directa de su hermano supondría drásticas consecuencias. Desde muy pequeños Alexander siempre supo cómo atormentarlo cuando él no cumplía con sus mandatos, y sabía que tarde o temprano algún maricón y lame culos del presidente le revelaría lo sucedido. Aunque no los podría culpar por hacerlo.
Fueron pocas las veces que Calavera cortó los circuitos internos de su hermano, llevándolo a una pérdida total de control sobre sus acciones. Recordó la primera de ellas, cuando eran niños, y aunque en esa ocasión no había sido culpa suya, sino de su padre, jamás olvidaría esa escena en su cabeza. Una escena brutal de un niño masacrando sin piedad a su propio padre.
Las puertas que daban ingreso a la pajarera resonaron a sus espaldas y escuchó el llamado de su nombre a viva voz. Baltasar sonrió, ya nada podía hacer. Al son de los apresurados pasos de su hermano, el cuerpo de Calavera se giró con lentitud; intentando vanamente aplazar lo que se vendría, pero sería algo que no le serviría de mucho. Su rostro recibió el impacto, veloz, potente y pesado, de uno de los puños de Alexander.
— ¡Eres un hijo de puta!
El cuerpo de Calavera se inclinó, y aunque el golpe le nubló la vista durante unos segundos, sus piernas lograron encontrar el equilibrio para no ceder.
— ¡¿Quién mierda te crees?! —una vez más, y sin darle un segundo de respiro, Alexander volvió a efectuar otro puñetazo al rostro de su hermano, esta vez, dejándolo tumbado en el suelo—. ¡¿Me quieres joder la puta vida?! —esta vez fue una patada la que sacudió el cuerpo de Calavera—. ¿Quieres arruinarlo todo? ¡Hijo de...! —la patada esta vez fue con más rencor y dirigida al rostro; Calavera se retorció en el suelo, su boca se llenó de sangre en apenas un segundo y se vio obligado a escupirla—. ¡¿Qué mierda se te pasaba por la cabeza?! ¿Me lo puedes explicar? ¡Solo te di una orden! —Alexander arrinconó a su hermano en el suelo y comenzó a golpearlo—. ¡¡Una...!! —lo golpeó—. ¡¡Puta...!! —lo volvió a golpear—. ¡¡Orden!! —y volvió a golpearlo, cada vez, con más furia que la anterior.
Alexander observó el parche en el ojo de su hermano y lo arrancó. Su ojo, y la cicatriz de la cortadura quedaron expuestos, y volviendo a mostrar toda su brutalidad contenida, los siguientes golpes fueron dirigidos hacia aquel ojo. Alexander lo golpeó una y otra vez sin cansancio; la sangre comenzó a bañar los rostros de ambos hermanos; Calavera no opuso resistencia alguna y dejó que todo pasara. No podría atreverse a devolver si quiera uno de esos golpes, o todo para él se terminaría.
Aguantó cada golpazo y cada penuria, como cuando eran niños; aguantó cada punzada de aquel insufrible dolor y cada insulto que le profería, como cuando eran adolescentes; aguantó todo lo que pudo, aguantó, y aguantó una vez más, hasta que finalmente, el rojo se volvió negro, y su consciencia lo abandonó.
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