Capítulo IV
Me encuentro a punto de salir de la fundidora de hierro abandonada. Espero el okey de Charlie El Grande, apodo del enano barbudo, mano derecha de Rock Jack.
Hace varios años, cuando fui un delincuente juvenil, aprendí a conducir furgones; llegué a ser tan experimentado que podía manejarlos hasta con los ojos cerrados y una mano atada a la espalda, y eso lo sabía Michael El Frentudo cuyo verdadero nombre es Michael Mywater. En aquel entonces, y por un cierto tiempo, ambos fuimos cómplices: realizamos algunos pequeños atracos a negocios y hurtos menores en el centro del pueblo, nada memorables. En ocasiones estuvimos a un pelo de ser atrapados por la policía. Michael Mywater se fue a otra ciudad y poco después de eso, fui atrapado y condenado a pasar unas vacaciones en el reclusorio para jóvenes infractores.
Charlie El Grande viene y se para en la escalinata de acceso a la cabina. Asomo la cabeza por la ventana y escucho lo que dice con su voz grave.
—Ya puedes irte... ¡Ah! No dejes que la policía te detenga porque eso no le gustará para nada al jefe.
—¡Ajá! —respondo sin pronunciar más palabras.
Espero a que el enano baje. Enciendo el motor de la mole, este produce una suave pero profunda gárgara y un leve estremecimiento. Luego de dar un corto resoplido, el vehículo de dieciocho ruedas se pone en marcha. Tres camiones similares, encabezados por el mío, cruzan el portón de la fundidora. Posterior a nuestra partida, la gran puerta de hierro es cerrada por los hombres de Rock Jack.
No sé, ni me importa tampoco qué clase de cargamento llevo, pero, por la magnitud de la operación, debe ser algo grande... Intuyo que, posiblemente, cajas de artículos robado o contrabandeados, o, en el peor de los casos, varias toneladas de cocaína, o un buen contrabando de armas ilegales.
El lugar destino es un sitio apartado a 24 Km al noreste del pueblo, al que debemos llegar como a la una de la madrugada.
Quince minutos después nos separamos por varios metros, y seguimos por la calle que empalma con la carretera para el tránsito pesado en las afueras del pueblo.
Es casi medianoche; llevamos treinta minutos de viaje cuando nos detenemos en medio de una veintena de coches varados.
—«¿Qué ocurre, Frank?» —escucho la voz de Rice, el conductor del tercer tráiler por el altavoz de la radio, embotellado como a treinta metros por detrás en la curva, y desde donde no puede ver nada de lo que pasa aquí adelante.
—Parece un retén policial —respondo nervioso—. Hacen una requisa...
—«¡Maldición! ¿Qué hacemos ahora?» —interroga por la radio Cooper, el del segundo camión.
Nos encontramos atrapados para poder maniobrar y retroceder sin levantar sospechas. Pienso qué hacer. A tan solo unos pocos metros está una derivación, es una calle secundaria.
—Veo una calzada más adelante..., podríamos salir por allí. ¿Me copian?
—«Sí, entendido, Frank» —dice el del final.
—«¡Pura mierda!, no pienso volver a prisión» —farfulla enfurecido, Cooper.
—¡No hagas nada estúpido! —le ordeno.
Pero Cooper comienza a maniobrar. Veo por el retrovisor lateral ladeándose las luces de su tráiler.
—«¡Cooper ha enloquecido!» —grita Rice por el altavoz.
Cooper acelera, colisionando violentamente con la parte posterior del coche estacionado delante de él, y éste a su vez choca y lanza a los demás creando una reacción en cadena. Los vehículos del costado son apartados y arrojados por la pendiente que divide los dos sentidos de la carretera. El contenedor es muy largo, por tanto, Cooper, maniobra retrocediendo, frenando, y arremetiendo nuevamente contra los mismos coches. Los golpes suenan tan duro que los oficiales del retén se han percatado de la situación y se movilizan a pie, corriendo en medio del embotellamiento con las pistolas en mano. El tráiler se abre paso, bajando la cuesta tortuosamente, torciéndose y ladeándose peligrosamente —da la impresión que cae encima de todos—, pero logra tomar el sentido de regreso al pueblo sin mayor contratiempo.
Los oficiales pasan corriendo a un lado de mi camión. Cuando llegan al lugar del incidente, el enloquecido Cooper ya está en franca fuga por la carretera. El tráiler va dando tumbos; los ejes se han torcido y la máquina parece un gigante herido tambaleándose; y va acelerando, alejándose hasta perderse detrás de la curva.
—¡Qué estúpido! —pienso con ironía.
Los oficiales vienen de regreso, quitan las patrullas que sirven como retén, bajan a la calzada por donde Cooper se ha ido y emprenden la persecución del sospechoso mientras nosotros continuamos con el plan.
—«Si Cooper habla, estamos perdidos» —dice Rice por la radio.
—No lo hará —afirmo. Cooper sabe que si abre la boca no duraría ni dos días en prisión. Por lo que he escuchado, a Rock Jack le gusta que sus empleados le sean leales. Muy leales porque Rock Jack es muy exigente en cuanto a la lealtad y a la cuestión de guardar secretos. Realmente solo es otro de esos gánster hijos de perra a los cuales uno tiene que buscar por necesidad.
Las luces de los faroles del camión iluminan la desértica carretera asfaltada. Estamos pronto a llegar al destino señalado. No tenemos la menor idea de si Cooper logró escapar de los policías. No quiero llamar por la radio, mejor que sea él quien se comunique para confirmar su situación.
Llegamos a un cruce en donde nos desviamos por el camino de la derecha, una calzada abandonada de tierra y en mal estado, según la ruta indicada. Por algo Rock Jack quiere ocultar el cargamento en este lugar; es un paraje bastante solitario y con mucha vegetación. De repente me entra la curiosidad por saber lo que hemos traído hasta aquí, pero me la guardo por el momento.
Cinco kilómetros después del cruce llegamos a un claro rodeado de laderas rocosas.
Busco una parte donde estacionar el furgón cuando un grupo de hombres camuflados y fuertemente equipados con M-16, escopetas y otras armas de grueso calibre salen de los matorrales. Sin duda nos habían estado vigilando desde nuestra venida. Uno de ellos se para frente al camión y con la mano derecha me hace un alto, indicándome posteriormente moverme a un punto determinado del claro, en tanto en la mano izquierda coge una escopeta doce. Yo obedezco, sé que somos del mismo bando puesto que no hay indicios de que sean policías; no actúan como ellos, ni huelen a ellos. Me muevo lentamente al sitio apuntado. Luego de andar unos pocos metros, me detengo según me lo ordena con un ademán. El hombre viene hasta la puerta y me pregunta desde abajo por el otro tráiler.
—Cooper no supo hacerla, y fue perseguido por la policía... No sé más —respondo.
Observo por el espejuelo retrovisor lateral como los demás hombres armados empiezan a montar rampas en la parte trasera del contenedor. Pero estos otros van vestidos con trajes de plástico blancuzco con capuchas tiradas para atrás.
—No me diga —dice mientras rumia tabaco, ladeando el rostro—. Y, ¿el tal Cooper era tu amigo?
Miro al hombre nuevamente.
—¿Era? —repito casi como un eco retardado—. No, apenas sé quién es él.
En nuestro medio, una palabra dicha en pasado, como "era", podría significar que ya no existe. Y me refiero a la existencia física.
Veo disimuladamente por el retrovisor, los hombres extraen del contenedor muchos depósitos rectangulares, con la apariencia de ataúdes metálicos de color gris, y los internan en el bosque.
—¿Informaste de esto a Charlie? —dice con cara de desagrado.
Escupe al suelo.
—No, no lo hice —replico.
El hombre me mira fijamente, inexpresivo, y se aparta después unos metros de mí sin decir nada, saca un celular y habla con alguien. Especulo que es con Charlie El Grande o con Rock Jack. Sospecho que está avisando lo que acabo de decirle. Al notar que le observo, se voltea y se aleja un poco más. Mueve la cabeza como asintiendo a alguna pregunta. Algo me dice que no debería quedarme allí mucho tiempo porque mi vida corre peligro, así que abro la puerta y bajo calladamente; el sujeto no se percata. Camino con naturalidad y en el mayor silencio posible, dirigiéndome a la parte trasera del furgón, y me detengo junto a la compuerta. Los hombres siguen desembarcando otros depósitos y metiéndolos en el bosque. Dos sujetos suben por la plataforma y me observan; yo les hago un ligero saludo con la mano siendo ignorado. Cuando han desaparecido adentro del camión, me asomo lentamente con la idea de matar la curiosidad, no quiero irme sin saber qué cosa transporté. En el interior hay cientos de cajas apiladas hasta el techo. Un hombre vestido con traje plástico y una careta que le cubre toda la cabeza, las está bajando con la ayuda de una máquina similar a un montacargas pequeño. Los demás usan guantes y máscaras antigás y llevan las M-16 sujetadas con sus cinchas a la espalda. Miro en dirección del que habla por celular, aún lo está haciendo. Sin esperar a ver qué ocurre, me escabullo deslizándome por debajo de las llantas al otro lado del contenedor.
—¿En qué mierda me he metido? —me pregunto y corro sin hacer ruido, ocultándome rápidamente tras unos árboles en las proximidades.
El hombre del celular está a la vista; por fin guarda el aparato, gira en dirección de mi camión y se acerca a la cabina. Lleva la escopeta asida con las dos manos y la carga alistándola para disparar.
—Oiga, amigo —dice—. ¡Baje del camión! —ordena.
Lógicamente, nadie responde. El hombre espera unos segundos y vuelve a ordenar. En tanto no obtiene respuesta sube por la escalinata con precaución y, estando arriba, escudriña en el interior. Al no encontrarme da un salto y se dirige a los demás hombres; enseguida estos entran en acción. Dos de ellos se encaminan al camión de Rice estacionado a varios metros del mío y otros tres se dispersan adentrándose en el bosque en mi búsqueda, pero lo hacen lejos de donde me encuentro. Los dos llegan hasta el otro camionero y le ordenan bajar. Este, ajeno a lo sucedido, así lo hace.
—¿Qué ocurre? —pregunta Rice perturbado con la voz asustada, quizá presiente su asesinato.
Uno de los hombres apunta la escopeta y dispara inmisericorde en el rostro del conductor del camión. Su cuerpo cae tan flojo como un muñeco de trapo desparramando parte de los sesos en todas direcciones.
—Pobre infeliz, no le advertí —me digo poniéndome a la fuga. Sé que si me atrapan soy hombre muerto. Aunque no comprendo para nada por qué motivo me quieren matar, y por qué Rice pagó con su vida.
—Cuando lo escuché, pensé que se trataba de ellos —dice la chica teniendo entre sus brazos a su pequeña mascota, un Westies, seguramente de color blanco pero que, por hoy, una capa de suciedad lo colorea de café rojizo.
—Esas cosas apestan —digo—. Podrías saber que vienen desde una cuadra antes.
—No huelen —responde incrédula—. No sé de qué diablos habla.
—Del maldito olor... ¿De qué otra cosa? —replico.
No me gusta que una púber me contradiga lo obvio.
—Usted parece que no sabe nada. ¿Dónde ha estado metido todos estos años? —me increpa la mocosa.
—¿Años?... —me siento desorientado—. «¿De qué mierdas habla esta?» —pienso o digo en voz baja—. Será mejor que me cuentes algo de todo esto. Por alguna razón no recuerdo nada.
—¿No está bromeando, verdad? —se ríe incrédula mientras pregunta, creyendo que miento, y soba las crines del pequeño animal—. ¿En serio no lo recuerda? —interroga borrando la risa y mostrándose seria.
No le respondo, no me gusta que crea que bufoneo.
Deja la mascota en el suelo, y me mira fijamente con sus bellos ojos, aunque por lo demás luce muy sucia al igual que su peludo compañero. Botas militares viejas, una gorra de visera gastada, pantalones de piel, una imitación de blusa de cuero con tirantes, y por encima de esta, una chaqueta ajustada sin abotonar que permite ver parte de sus atributos femeninos, forman su vestimenta. Toda su ropa está bastante gastada y polvosa.
—¿Qué está ocurriendo aquí?... ¿Qué o quiénes son esas cosas?... ¿Qué pasó con la demás gente? —pregunto y me siento estúpido por pedir explicaciones a una mocosa, no obstante, ella sabe más que yo acerca de todo esto.
—Me contó mi madre, quien a su vez le contó su padre... —ella se vuelve al interior del cuarto de limpieza—, hace mucho tiempo, antes de nacer yo... —su voz se pierde en el fondo de la bodega. Sale llevando en las manos algo que, luego de abrirla, veo se trata de una destartalada mochila de lona—. ¡Sube, Snoopy! —ordena al perro; este se mete en la bolsa de un salto. Se pone la mochila a la espalda, se adelanta un poco y me espera brevemente; yo la sigo hasta ponerme a su lado—. ¿Por dónde iba?... Ah, sí... Antes de nacer yo, hubo un montón de muertes raras que nadie supo explicar. También hubo desapariciones de muertos de sus tumbas. ¿Sabes lo que es una tumba, sí? —me interroga con entusiasmo; sin darme tiempo de responder—. Creyeron que estaban robándolos para meter parte de ellos en los cuerpos de otros...
—Ladrones de órganos... —interrumpo, recordando algo. Era como una historia que había escuchado antes en alguna parte.
—¿Cómo?
—Sigue... No te detengas —le pido.
Salimos de la cafetería y del mini supermercado.
—Ven, por aquí —me indica.
Caminamos, y corremos a ratos dirigiéndonos a una de las colonias en las periferias del pueblo. Yo creí que conocía cada rincón del pueblo, pero había cosas nuevas como los pasadizos en los cuales nos encontrábamos.
—¿Qué más sabes? —le insto a continuar la historia.
—No sé nada más, solo que, desde que tengo memoria, siempre han estado aquí, y a nosotros nos ha tocado huir... Con el tiempo aprendí a ocultarme de ellos. "Los correcaminos", como les llamo —sonríe—, se encuentran por todas partes..., andan en grupos de regular tamaño... De veinte a cincuenta..., más o menos. —Nos detenemos delante de una empalizada de madera de dos metros de altura—. No se deje engañar, parecen pasivos pero tienen mucha fuerza y un gran apetito... —Coge unas cajas hechas de tablillas dispersas por el suelo en las cercanías, y comienza apilarlas. Al comprender lo que trata de hacer me uno a la causa y entre los dos formamos un endeble graderío con forma piramidal, contra la barda—. ¡Suba! —dice, subiendo primero.
La frágil estructura tiembla y parece que se caerá de un momento a otro. Ella sube cada peldaño con naturalidad, sin miedo. En cambio, yo, debo detenerme y esperar hasta balancearme.
—No te acojones —dice ella, al verme pausado.
Ambos llegamos a lo alto de la empalizada en donde, al otro lado, permanecía reclinada una escalera confeccionada toscamente de maderos, apoyada en el borde de la cerca. La chica da un puntapié a las cajas apiladas, y estas caen como un castillo de naipes. Inmediatamente bajamos por la escalera.
Hemos caminado por treinta minutos, llegando al final del corredor. La salida conecta con las afueras del pueblo en un punto a pocos kilómetros del campamento de los vivos. Según me cuenta, todas las cercas han sido elevadas más alto para evitar el paso de los muertos vivientes, y los corredores formados por ellas constituyen un largo pasadizo entre las casas de la colonia, cambiando constantemente de dirección, serpenteando por muchas cuadras. Dan la impresión de formar un laberinto.
—¿Vives con tus padres? —le pregunto; ella mira al suelo mientras sujeta con los pulgares las correas de la mochila.
—Con mi padre... Mi madre murió unos años atrás...
Se ve afectada al referirse al tema así que ya no pregunto y hago como si nada ha pasado. Mi primera impresión de ella ha cambiado: la chica ruda del principio, hoy está frágil.
Su físico me recuerda mucho al de alguien.
—«¿A quién me recuerdas?», me pregunto, y sin motivo alguno siento un poco de nostalgia. Presiento que se trata de alguien muy importante en mi vida: quizá alguien a quien amé.
—¿Queda lejos tu hogar? —interrogo.
—¿Qué es un hogar? —me pregunta curiosa.
Me sorprende su ignorancia. Trato de explicarlo y me doy cuenta que tampoco yo lo sé. Nunca tuve un hogar de verdad, casi toda mi vida ha sido un desastre, hasta mis putos trabajos fueron una extensión de mi puta vida personal.
—Olvídalo —respondo—. Es algo que ya no se usa. —Me enfado.
Antes de alcanzar la línea de árboles debemos atravesar como doscientos metros de terreno vacío. El sol está en el cenit y nos abraza intensamente. La chica está habituada, probablemente sea parte de su rutina, la de salir a explorar.
Un olor agridulce me viene a la nariz, es un olor como el que despide la mierda de perro cuando ha estado durante días bajo las radiaciones del sol.
—¿Hueles eso? —digo.
Ella me mira.
—No, ¿qué sientes? —replica.
—Es su hedor... Huele a muerte, o simplemente huele a caca de perro.
Ella se extraña.
—A lo mejor solo es su imaginación... Yo no siento nada.
Se intensifica, el zumo agridulce se convierte en pestilencia.
—«No, esto no es mierda» —pienso—. ¡Espera un momento! —la tomo por el brazo y la halo con suavidad para no asustarla.
—¿Qué ocurre? —gira, soltando su brazo de mi mano, quedando frente a mí.
Snoopy gruñe, y comienza a ladrar.
—¿Verdaderamente no lo sientes? —le increpo.
Karina sabe que hay algo próximo, se lo veo en los ojos.
—Snoopy solamente ladra de esa forma cuando hay peligro, cuando los correcaminos andan cerca. Sí, tiene razón, son ellos, aunque es rara la vez que salen temprano.
—Bueno, ¿qué haces en estos casos? —pregunto.
—¡Correr! —grita—. ¡Corre!
Nunca vi a alguien correr tan rápido como a ella.
El perro salta de la mochila y toma la delantera; Karina le sigue los pasos. Descubro que la mascota es como su guía y la lleva por la ruta alejándola de las criaturas.
Tomo la pistola —es en balde, ya que solamente cuenta con una bala—, y corro tan aprisa como puedo. En pocos segundos doy alcance a la chica, y sigo a su lado.
El olor en vez de perderse, crece. Proviene de la hilera de árboles del bosque. Snoopy se detiene, mueve la cola agresivamente, así como cuando tratan de ahuyentar a un enemigo, y corre para otro lado. Le perseguimos.
—¿Qué le ocurre a tu perro?
—Está confundido. —Karina se detiene y mira la arboleda a pocos metros por delante—. ¡Ay no! Maldita sea, están en todas partes.
El perro está ladrando a nuestro lado, y girando como una alocada brújula.
—Podemos regresar al pueblo y esperar hasta que se vayan —Karina explica su pequeño plan.
—No, no me parece buena idea, he estado con ellos y... no te agradarán para nada —explico.
—¿Qué propone entonces?
—Bueno, no sabemos cuántos hay en el bosque, pero propongo que tomes tu cachorro e intentemos cruzar.
La chica observa el pueblo, está pensando, luego regresa la vista a los árboles.
—No me gusta —dice afligida—. No me gusta nada..., pero parece que tiene razón.
Flexiona las piernas en cuanto llama a la mascota; esta deja de hacer ruido, da un brinco, cae en la mochila y se acomoda sacando la cabeza por el agujero del cierre. Nos movilizamos entrando entre los árboles. A primera vista no hay nada. El lugar está inmerso en un profundo silencio, es decir, no se escuchan las aves ni otra clase de sonido natural.
Las ramas son movidas por una casi imperceptible brisa, y el caliente sol logra escasamente traspasar el intrincado follaje. Apenas hemos entrado en la vegetación, un sofocante vapor cálido nos envuelve. El lugar huele a humores de hojarasca en descomposición mezclada con tierra húmeda. Los setos se mueven y unas ramas en el piso crujen atrás de nosotros en un sitio apartado.
—¡Abre bien los ojos! —le digo.
—Es lo mismo que iba a decirle —me replica—. Venga, el camino es por aquí —dice, apartando ramas y helechos—. No nos iremos por donde normalmente me voy, pero ellos no podrán seguirnos por aquí.
El terreno es escabroso en algunas zonas, tanto así que debemos sostenernos de los troncos de los árboles, o de las ramas que cuelgan a un lado para no resbalar.
Siento el hedor rodeándonos, pero las malditas criaturas se han vuelto invisibles porque no las vemos.
—Bonito lugar —le digo.
Llegamos a lo que parece ser el fin del "camino" ya que, más allá, hay un paisaje que me sugiere que estamos ante una pendiente muy alta, o un barranco.
Karina se acerca a unos matorrales de entre los cuales se levantan algunos árboles cuyos troncos vienen desde abajo.
—Mire, es por aquí —asoma la cabeza por encima de los matorrales.
Yo también me asomo y veo, por delante, la orilla de una barranca de unos veinte metros de caída, y a un lado, un corto y peligroso trecho inclinado.
—No me digas que es por ese camino —digo, temiendo que su respuesta sea afirmativa.
—Sí —replica sin mostrar miedo a las alturas.
—Espera, iré primero —le indico. Bajo primero por la cuesta y me ubico en la mitad de la resbaladiza pendiente; me afianzo de una raíz gruesa que brota de las piedras, y alargo el brazo libre para tomar su mano, y así pueda descender sin riesgo de caer—. ¡Tómala! ¡Agárrate con fuerza y no te sueltes! —me estiro tanto como puedo.
Karina baja poniendo solo un pie en la pendiente, se coge de un tallo bastante robusto y comienza el descenso. Cuando ha bajado, alarga el brazo.
—¡Vamos, ya casi lo logras!... Un poco más... —digo.
Dejo de respirar, quizá así logre agregar unos centímetros extras a mis extremidades. Los dedos se rozan. «Ya casi..., un centímetro...Tan solo un poco», pienso.
Nuestras manos se entrelazan finalmente..., su mano ya es mía.
—¡Ay! —escucho un grito; su mano ha dejado la mía, mientras otra con las carnes caídas en pútridos legajos le ha cogido la que le servía de sostén y la hala haciéndola retroceder, alejándola de mí.
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