Capítulo 6: La decisión

Diez largos y difíciles años habían transcurrido desde aquel duro día en que el padre de los hermanos abandonó el hogar, por segunda vez. Nunca lo volvieron a ver, y sólo tuvieron noticias suyas a través de los escasos viajeros que vagaban por las estériles tierras y que alcanzaban aquel poblado. Fueron pocos los que efectuaron dicha hazaña, y nunca traían más que alguna pobre información, o una corta carta escrita rápidamente por el Santo. Ya habían pasado tres años desde el último contacto que tuvieron.

En esos años transcurridos, Orión se había transformado en un hombre sabio y respetuoso. No tenía la constitución física que poseían los demás jóvenes de la aldea, puesto que era delgado y bastante alto, rondando el metro ochenta y cinco, pero realizaba las mismas tareas que el resto de los hombres sin problemas, y sin quejas. Sus ojos nunca cambiaron, reflejando eterna juventud.

Pléyade, por su parte, pasó de ser una hermosa niña a convertirse en una sublime mujer, inmaculada. Jamás, en todos los anales de la historia del mundo, se había siquiera nombrado alguna doncella capaz de rivalizar con la belleza que la joven poseía. Los resplandecientes ojos y tranquilizadora sonrisa de la mujer atraían a todos los muchachos de su edad, y aún a los mayores, pero en toda su juventud jamás tuvo un noviazgo o relación amorosa. Uno tras otro había rechazado a casi todos los jóvenes de la aldea, quienes se habían resignado a aceptarla como un ser elevado más que como una mujer de carne y hueso. Hacía tiempo que nadie se acercaba a ella con intenciones románticas, la aldea debía comprender que su misión en el mundo iba más allá del relacionamiento amoroso, que no le interesaba en absoluto.

En los años que siguieron a la desaparición del Santo, el temor que infundían los gemelos en la población se tornó en respeto. Cada palabra que emitían, cada comentario, cada opinión, eran acertados. No hablaban mucho, pero cuando lo hacían, todos los escuchaban y aceptaban, sabiendo que no se equivocaban. Así, pronto, ellos tomaron las riendas de la ciudad, el lugar que su madre nunca deseó. Roberto era el único que los ayudaba en las diversas tareas, el único que los entendía, por lo menos en parte.

Selene nunca perdió las esperanzas de volver a reunir a su familia. Siempre decía que pronto su hombre volvería, o que ellos irían junto a él. La gente la apoyaba, pero en el fondo pensaba que estaba un tanto trastornada por todo lo sucedido, y que poco a poco se volvería loca. Los hermanos sabían que no, pero de todos modos estaban preocupados por el extraño comportamiento de su madre. Había envejecido... Los años no pasaban sin dejar rastros en los frágiles humanos, y mucho menos en las laboriosas mujeres. Selene seguía siendo bella y radiante, llena de energías, pero de todos modos se notaba en sus ojos, en su piel, en su forma de hablar, que la sombra de una vejez incierta la acechaba, cada día más cerca.

Los demás poblados temían a los hermanos. Se había esparcido el rumor en otros lugares de que extrañas personas habitaban esa aldea, con poderes extraños y peligrosos. Se referían a ellos como "psiónicos", en forma casi despectiva. Para ese entonces Orión, Pléyade y Roberto no eran los únicos con esas capacidades, aunque sí los más dotados... El camino había sido largo y difícil, pero ahora estaba rindiendo sus primeros frutos. El índice de enfermedades había mermado, y las cosechas, así como la cría de animales, habían mejorado. Dentro de sus posibilidades, los hermanos buscaron gente que tuviera capacidades innatas y los entrenaron para comprender de una manera mejor al mundo que los rodeaba. Pero únicamente Roberto logró dar un paso más adelante, y llegaba a vislumbrar algo de lo que los gemelos en realidad comprendían.

Una tarde, Orión, Pléyade y Roberto estaban recostados sobre una valla que servía de corral a los animales, hablando. Las cabras y ovejas estaban mezcladas dentro, y sus balidos se escuchaban a la distancia. El sol se estaba poniendo, y teñía la atmósfera con fulgurantes tonos rojizos, semejantes a los del reseco suelo del pueblo. La preocupación que Roberto dejaba entrever en su rostro era aparentemente la causa de la charla que mantenían en ese lugar, alejado de los demás.

—No podré hacerlo solo —se quejaba el muchacho—. La gente no ve en mí al líder que necesitan, para eso están ustedes.

—Pero debemos marcharnos de todos modos, y alguien tendrá que permanecer aquí y organizar la aldea. Sabemos que tú eres el único capaz de hacerlo, y confiamos en ti —le presionó Pléyade.

—No es una cuestión de confianza... —replicó Roberto—. No quiero hacerlo, no deseo que se vayan, no tiene sentido perder más vidas de las que ellos ya han malgastado. Su afán por mejorar está llevándolos a un camino equivocado, y lo saben ¿Por qué los apoyan?

—Debemos hacerlo, nada más —dijo Orión.

—No, me niego. Hace más de diez años que tu padre se fue de aquí, dejándolos abandonados, y nunca regresó. El noventa por ciento de su aldea murió en diversos combates intentando penetrar en ese lugar inexpugnable, y nunca lograron siquiera acercarse.

—Pero ahora poseen las armas suficientes para hacerlo, y es su única oportunidad. Si pierden esta chance, sólo les quedará rendirse y perecer. No debemos permitir que eso suceda —continuó explicando Orión a su amigo.

—¡Pero va a morir mucha gente! —se lamentó el muchacho—. ¡No podemos tolerar eso!

—Roberto, escúchame —le rogó Pléyade—. Tú todavía no entiendes. No eres capaz de ver, no has despertado del todo. Por más difícil que sea la situación, debemos ayudarles. Es la última oportunidad que les queda.

—¿Por qué en vez de eso no les enseñamos? —sugirió el muchacho—. Ellos deben ser capaces de llevar adelante a su pueblo de la manera que nosotros lo hacemos, sin esa estúpida tecnología que tanto desean. ¿No sería más fácil lograr que abran sus mentes, tal como nosotros lo estamos haciendo, y hacer que mejoren de esa manera?

—Ellos aún no están listos para eso —le explicó la mujer—. Pasará mucho tiempo antes de que la gente normal comprenda, y vea...

—Y mientras tanto deben sobrevivir —agregó Orión—. Si no perduran en el mundo, nunca aprenderán. La situación es urgente y desesperada —El muchacho alargó el brazo hasta Roberto, y le pasó una nota—. ¿La has leído? ¿Comprendes la situación?

—Sí... —titubeó el joven. La hoja estaba escrita con los trazos firmes del Santo, y solicitaba el auxilio de su aldea en la lucha contra el búnker. Argumentaba tener armas poderosas y un plan, pero poca gente para ejecutarlo—. Pero todos sabemos que muchos de los nuestros morirán —aseguró.

—Estamos conscientes de eso —habló Pléyade—, pero existen posibilidades de victoria, y eso es lo que importa. Además, estando nosotros allí, habrá menos bajas. Llevaremos a cuarenta hombres y todas las armas que poseemos, aunque sean pocas. Elegiremos hombres valientes y que no tengan familia de que preocuparse, para amortiguar, aunque sea en parte, el daño emocional.

—Es una pésima idea, se los advierto —insistió Roberto—. No necesito tener poderes ni ver el futuro para saberlo. Eso me preocupa, creo que ustedes tienen la razón nublada.

- De todos modos se hará —aseguró Orión—. Espero que en todo el tiempo que nos auxiliaste con la aldea hayas aprendido a manejar las situaciones que se te pudieran presentar, así como a la gente que nos ayuda. Las pocas leyes deben cumplirse, especialmente en el racionamiento del agua y la comida. Confiamos en ti...

—No los decepcionaré —afirmó el muchacho, cabizbajo.

* * * * *

Selene no podía emitir palabra. Todo resultó una gran sorpresa para ella, una conocida y temible sorpresa. La carta llegó en un momento en el que había perdido la esperanza de alguna vez volver a ver al hombre que la abandonó, muy dentro suyo creía que tal vez estuviera ya muerto, aunque las malas noticias usualmente viajas más rápido que las buenas. Y ahora sus hijos querían ir tras él, a luchar contra esa sombra poderosa que los había separado hacía tantos años. Las perspectivas de victoria hicieron renacer sus esperanzas, pero de todos modos estaba afligida al pensar en la batalla a la que sus seres queridos estarían sometidos.

Pero ese no era el único motivo de su preocupación, puesto que sabía que sus hijos saldrían ilesos de cualquier posible contienda, su corazón de madre lo adivinaba. Lo que le causaba temor era que sus hijos se alejaran definitivamente de ella... Hacía varios años que los muchachos se quejaban de no poder crecer más de lo que habían logrado, y de necesitar un maestro... Ella había intentado inútilmente convencerlos de que ellos eran diferentes a cualquiera, y que nadie podría ayudarlos a crecer, ni los entendería. Pero los hermanos siempre recordaban las palabras de su padre sobre el maestro que tanto le había enseñado en sus viajes, y tenían la esperanza de que allí existiera un mentor para ellos. Decían sentir su llamado... Su madre nunca comprendió a qué se referían.

El dolor de la madre era patente en su rostro. Decidió no permitir partir a sus hijos, obligarlos a quedarse con ella, pero no pudo. Nunca había logrado que la obedecieran cuando sus órdenes eran contrarias a lo que ellos pensaban, y ahora no sería diferente.

—Se los ruego, por última vez —susurraba la madre, lánguidamente—. No se vayan, no me dejen. Sólo irán a correr riesgos innecesarios. Nuestra aldea los necesita, no podrá seguir creciendo sin ustedes.

—Esta aldea no podrá crecer por mucho tiempo más, aunque estemos nosotros ayudando —habló Pléyade—. Estamos destinados al fracaso de todos modos. Hay enfermedades que no somos capaces de sanar, pestes que podrían matarnos en días. El agua se acaba, y no somos magos como para generarla de la nada, nuestras casas se desarman con cada temporal, y envejecemos rápida e irremediablemente. No, este no es el camino correcto.

—¿Y cuál es entonces? —preguntó la madre, enrojecida. Siempre pensó que sus hijos lograron levantar al pueblo, hacerlo crecer y mejorar la vida de la gente. Nunca imaginó que ellos mismos le dirían que no estaban haciendo lo apropiado.

—Además del bienestar que nuestras capacidades puedan brindar, las que todos tenemos aunque no lo sepamos, necesitamos una ayuda material y tecnológica que permita el florecimiento de la sociedad, y un mejor aprovechamiento de los escasos recursos con que contamos. Necesitamos instrucción, conocer a la naturaleza y aprender a dominarla, entender cómo construir artefactos que nos ayuden en las tareas diarias.

—¿Entiendes? —le preguntó Orión a su madre—. Por más que podamos mejorar la calidad de los cultivos con nuestras habilidades, de todos modos necesitamos los canales de riego, la protección de los elementos, un buen sistema de siembra y recolección del grano... Tenemos que unir ambas cosas: espíritu y tecnología, es la única manera de que tanto nosotros como las otras aldeas avancemos. Hasta ahora cada pueblo ha recorrido su propia senda, unos apuntando a la tecnología, y otros a lo que podamos hacer con las capacidades que poseemos y poco tiempo atrás descubrimos. Pero solos no lograremos nada, es hora de que nos unamos y juntos llevemos nuestra vida adelante.

—¿Juntos? —preguntó la madre, preocupada—. Sabes perfectamente que casi no tratamos con las demás aldeas, todos desconfiamos de todos, no somos capaces de colaborar en nada, nuestras costumbres son tan diferentes... —la mujer suspiró—. En la antigüedad jamás logramos trabajar en forma conjunta con los demás pueblos, ni creo que ahora lo hagamos.

—Pues eso tendrá que cambiar —aseguró Pléyade—. O sino todos pereceremos... Nuestro pueblo se escuda en el bienestar que nosotros le hemos brindado, pero ese bienestar no será eterno, además que llegamos a un punto en el que tanto física como mentalmente estamos agotados y ya no podemos trabajar por más que lo deseemos...

—Los entiendo —murmuró la madre—. Sé que lo que dicen es verdad, al fin y al cabo nunca se han equivocado. Pero temo tanto por ustedes... Sé que una vez que partan, nunca volverán.

—No es así —la consoló Orión—. Estás imaginando cosas.

que es así —aseguró ella—. Nunca han sido capaces de mentirme, no empiecen ahora...

—Discúlpame —le rogó Orión.

—Tú deberías venir con nosotros —dijo Pléyade, pensativa, al cabo de un momento.

—¿Qué? —preguntó Selene, sorprendida—. ¿Yo? Debes estar bromeando...

—No, no lo estoy —aseguró la joven—. Roberto se encargará de la aldea en nuestra ausencia, y hace mucho tiempo que no realizas ninguna actividad como jefe ¿Para qué quedarte? ¿No preferirías viajar, ir a esa aldea desconocida para ti, volver a ver al Santo?

La madre no respondió. Tanto tiempo había soñado con hacer eso, que ahora que podría realizarlo sentía terror, no se atrevía a pensar en lo que sucedería si volvía a ver a su hombre, el que estaba cada noche en sus sueños, acompañándola.

—Nosotros partiremos en unos días, cuando todo esté organizado —le explicó Orión—. Cinco días después la hueste partirá detrás nuestro. Así tendremos un tiempo de ventaja para los preparativos, antes que ellos lleguen. Tú podrías viajar con los demás hombres. El viaje será más lento que el nuestro, la caravana hará campamentos cada noche, y no tendrás muchos esfuerzos que realizar durante el viaje.

—Tal vez sea posible —murmuró la madre—. Pero no lo sé, no creo que deba. Conozco a tu padre, no le gustará verme llegar...

—¡¿Hasta cuándo vas a seguir sacrificando tu vida porque el hombre que amas tiene cosas más urgentes de qué ocuparse?! —exclamó Orión airado—. Toda esta situación es en parte tu culpa, porque deberías haberte impuesto, ignorando tu orgullo de mujer que puede estar sola, y obligado a él a cargar con la responsabilidad de una familia a pesar de la difícil situación en la que vivimos ¡Esta situación no cambiará antes de que mueras! ¡Mírate! —le dijo, escrutándola directamente a los ojos—. ¡Tienes casi cuarenta años! ¿Qué esperas? ¿Un milagro que solucione todo? Lamento informarte que tanto Pléyade como yo carecemos de las capacidades para realizar semejantes proezas.

Selene se asustó por la forma en que su hijo se dirigió a ella... Pero tenía razón. El tiempo por sí mismo no solucionó nunca nada, menos aún si uno no se esfuerza por llevar adelante sus deseos. Confusa, suplicando no equivocarse, decidió llevar a cabo sus anhelos, costara lo que costara...

* * * * *

Hoy dejo un trozo de mi alma,

lo dejo atrás.

No sé si debo irme,

si debo regresar.

Siento que pierdo algo,

algo que se va,

y no puedo encontrarlo,

tal vez nunca más.

No sé cómo me siento,

no sé si llorar,

explorar mis sentimientos,

o tan sólo rezar.

El futuro es incierto,

no sé lo que va a pasar,

si la vida seguirá su curso,

y volveré a este lugar.

* * * * *

Así como el resentimiento es malo, también lo es el no-sentimiento. El no-sentimiento se basa en ignorar o evitar un problema, un dolor, ocultándolo, olvidándolo, enviándolo lejos, para no sentirlo. Pero ese es un engaño, una mentira, una falsedad, porque tarde o temprano regresará a angustiarnos, y nos causará el mismo efecto que el resentimiento, sólo que aún con mayor intensidad y dolor. La única forma de sobrellevar una situación de este tipo es enfrentarla, ya sea actuando para solucionar el problema o hablando con los involucrados y decir lo que uno siente, liberándose. El que se resiente, no vive, y el que no-siente, vive en la mentira, que en el fondo es un no vivir.

Y a veces la gente muere con esos problemas irresueltos, con cúmulos de sufrimientos o dolores amontonándose unos con otros, pero nunca superados. Vidas así son vidas de esclavitud, y por lo tanto son vidas que no pudieron florecer, y gente que no pudo crecer, porque el pasado los ató, les dio miedo, y no pudieron enfrentarlo. Las pruebas están hechas para superarlas, no para evitarlas. Quien las evita no aprende, y quien no aprende no llega a ser lo que pudiera.

Cada cosa que nos guardamos, cada pequeño o gran detalle, nos ata y nos duele. Estos sentimientos pueden pasar años escondidos, esperando, al acecho, pero en el momento menos pensado, los acontecimientos obligarán a que esas viejas heridas no cerradas, sino escondidas, se abran nuevamente y causen dolor. Y el dolor nos detiene, nos adormece, y nos impide despertar y ser. Y a veces es tan fácil hacer algo para solucionar el problema, terminar con el dolor, y luego poder vivir. A veces se necesita apenas un gesto, o una palabra... A veces un viaje, a veces perdonar...

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