Capítulo 5: Venganza

Juan estaba sentado sobre el piso en la galería exterior de la casa. Era un joven apacible, de buena contextura física y bastante alto, su cara era especial, denotaba melancolía, más aún, una extraña y profunda tristeza. Observaba la puesta del sol, quieto, inmutable, como si fuera parte del firmamento, uniéndose y formando una sola imagen con él. Su mente no estaba allí, sólo el cuerpo inmóvil permanecía en ese sombrío silencio.

Su madre se acercó lentamente, intentando no perturbarlo, emitiendo un leve sonido al exhalar el aire que contenían sus pulmones. Él bajó la cabeza demostrando haberla oído, y a continuación cerró los ojos con dolor, sin decir nada.

—Su larga agonía ha terminado —le informó ella, con delicadeza.

—¿Ha muerto? —alcanzó a preguntar él, contrariado.

—Hace un momento —respondió la madre, enjugándose la única lágrima que se deslizaba sobre su mejilla.

—Sabíamos que así sería —apuntó él—, no podíamos hacer nada al respecto. Me siento tan impotente...

—¿Tú crees que era su destino? —preguntó la madre, sentándose a su lado parsimoniosamente. No era una mujer mayor, pero de todos modos la edad ya le hacía sentir sus primeros achaques, y los esfuerzos la cansaban de sobremanera.

—No creo que el destino sea algo infalible, que nos presente todo en un único camino invariable. El destino no es más que la suma de acontecimientos tal y como se dan. Obviamente que una vez que las cosas han sucedido, ya no las podemos cambiar, pero los hechos ocurren en el presente, y no en el futuro incierto que vendrá, y si dominamos el presente, fácilmente podemos dominar al futuro, y por lo tanto a nuestro destino. Sólo en momentos como éste, sorpresivos e impensados, sentimos impotencia ante ese destino, que ya no tenemos la capacidad de evitar. Es una pena, pero es la magia de la vida, y debemos aceptar sus reglas.

La mujer permaneció callada, inmóvil, al igual que él. Por un momento los dos formaron parte del todo, comunicándose directamente entre almas afines, sin necesidad de palabras, en un momento sagrado.

Por fin ella rompió el silencio:

—Mañana la sepultaremos. Creo que somos los únicos que participaremos del velorio.

—¿No tenía ningún pariente? —inquirió el joven con preocupación—. Nunca se lo pregunté. En realidad no me importaba. Aparentemente ella estaba huyendo del pasado, reconstruyendo su vida aquí, con nosotros.

—Según tengo entendido tiene un primo, no recuerdo muy bien, o tal vez era un hermano, en su pueblo natal, en las afueras de Yronia. Él es su único pariente conocido, y heredero de sus bienes. Además, sería bueno que se ocupe de los trámites del entierro, ya que no será tan fácil para nosotros hacerlo. El problema es que hace años que ellos perdieron contacto y no sé si vive aún en aquel lugar, es más, no sé si aún vive.

—¿Deseas que me encargue del asunto? —le preguntó el hijo—. Hoy mismo puedo partir en su búsqueda, y volver cuanto antes con una respuesta o una solución a este problema, si la hay. Me siento preparado para ello, y no podré soportar quedarme aquí con las cosas como están. Además, creo que por lo menos debo hacer esto por ella, con todo lo que ella hizo por nosotros...

—Me parece bien, voy a buscar entre sus pertenencias alguna carta o documento que me dé una idea sobre esta persona que te mencioné. Además escribiré una misiva que explique la situación, para que se la entregues, si es que logras encontrarlo.

—Ve, hazlo, yo estaré aquí mientras tanto, pensando.

La madre se levantó con dificultad del escalón sobre el cual había estado sentada, y entró a la casa nuevamente. Por momentos, mil ideas cruzaron cual ráfaga la mente de Juan, sobre la vida, la existencia, la muerte y su sentido... Tantas cosas. Buscaba el significado de la vida, ingenuamente, como todos lo hemos hecho alguna vez, pero como siempre llegó a la misma conclusión: realmente no importa entender todo si el final es la plenitud, puesto que ya comprenderemos las cosas en ese momento.... Y si no lo es, pues bueno, también lo descubriremos, o tal vez no tengamos la capacidad de hacerlo. Juan estuvo imbuido en estos pensamientos por largo rato, hasta que su madre regresó. La noche ya había cubierto el firmamento, y las primeras estrellas, junto a una luna llena asombrosa, iluminaban al pequeño pueblo, rodeado de campos sembrados.

—Encontré la dirección del hombre. Es su hermano, y se llama Amulio. Podrías partir mañana a la madrugada rumbo a Argüa, porque no tiene sentido que lo hagas en la noche, es peligroso y unas horas más no cambiarán nada. Debes viajar hacia el sureste, rumbo a Yronia, por el único camino, y al llegar a la zona de sembradíos, tomar el camino que va hacia el este. No creo que te sea difícil llegar, pero el pueblo está cerca de la frontera, por lo que deberás tener cuidado... ¿Cómo es que personas libres pueden vivir en la frontera exterior con Yronia, sin ser atrapados?, no lo entiendo.

—Realmente yo tampoco. Me parece muy extraño. Tal vez sea una zona franca, o hayan llegado a un acuerdo con los jerarcas de Yronia, quién sabe. Y no te preocupes, seré precavido, no me pasará nada.

—Espero que puedas volver con buenas noticias, hijo mío, y que no te suceda nada malo en el camino —insistió la madre.

—Todo estará bien —le aseguró el joven, tomando la carta. Se levantó con fatiga, y fue al pueblo a comprar algunas provisiones para el viaje. La noche pasó tranquila, serena, y al despuntar el alba, Juan había partido rumbo al lejano lugar en el caballo más veloz que poseía, sin siquiera despedirse, odiaba hacerlo. Las jornadas serían largas y difíciles, pero él estaba preparado para todo.

* * * * *

La mañana era calurosa y húmeda, mucho más de lo normal. El cielo estaba completamente nublado, era evidente que en cualquier momento se desataría un aguacero. En la lejanía se escuchaba el galopar de un caballo acercándose rápidamente. Al cabo de un tiempo Juan llegó a la tranquera del caserón, que se asemejaba a un pequeño castillo. La residencia tenía varios pisos, e inclusive dos torres que sobresalían a una altura mayor que el resto de la construcción. Finalmente Juan llegó a las puertas del lugar; el muchacho no podía evitar mostrar un rostro extenuado y pálido, casi no había descansado en todo el trayecto, especialmente desde el punto en que se acercó a la frontera. Había comido poco, y dormido menos aún. El caballo denotaba una fatiga sin igual, y en los últimos kilómetros del trayecto parecía estar a punto de caer desmayado por el cansancio.

No fue fácil llegar hasta allí. En Argüa nadie conocía a la persona que él buscaba, tan sólo le indicaron que siguiera un pedregoso sendero casi en desuso, que llevaba a un lugar que parecía ser más leyenda que realidad.

Juan desmontó, dejándose caer del corcel, que sintió un alivio enorme al no tener que soportar el peso de su amo por más tiempo. El joven se acercó hasta la gran puerta de la entrada, tomó la manija de bronce, y la golpeó con las escasas fuerzas que le quedaban. Jamás pensó que el viaje podría llegar a ser tan duro. La construcción se presentaba ante él inmensa y desafiante, los muros de piedra estaban cubiertos por un musgo espeso, del que brotaba un agradable y húmedo aroma, que lo aletargaba. El lugar parecía abandonado. Juan nunca había visto una construcción semejante, era maravillosa e imponente.

Luego de unos momentos, volvió a golpear la puerta, esta vez más enérgicamente. Casi instantáneamente la misma se abrió, y un hombre alto y pálido se asomó tras ella.

—¿Quién es usted y qué desea? —preguntó al recién llegado, con una voz ronca, casi inaudible.

—Busco a una persona, se llama Amulio Angus, tengo la esperanza de que viva en este lugar, ya no me queda otro sitio donde buscarlo... Filomena Angus ha fallecido, y yo creo que él es su hermano, y único pariente vivo...

—Espere un momento —respondió el hombre parcamente, y cerró la puerta tras de sí.

Juan se dispuso a esperar, mientras observaba el magnífico paisaje. Hacia el este se observaba la cordillera de Eglarest, cuyos pasos pocos aventureros se atrevieron a cruzar, según las leyendas. Ellas dividían al continente en dos mitades, que casi no tenían contacto entre sí, y sus montañas se mostraban realmente peligrosas e imponentes. Luego de un tiempo, la puerta se volvió a abrir, lentamente.

—Pase, y póngase cómodo —le indicó la áspera voz—. Disculpe la forma en que lo atendí, pero hace veinte años que trabajo con el maestro, y nunca escuché que lo llamaran por ese nombre, además, no solemos tener visitas. Él no se encuentra en este momento, pero pronto estará de regreso y lo atenderá. Yo me encargaré del cuidado de su caballo, al cual veo extenuado.

Juan entró al hall, donde el hombre lo dejó solo. El ambiente era sumamente grande, tenía una soberbia chimenea de grandes ladrillos, con una durmiente enorme como culminación, sobre la cual un hermoso y antiguo reloj indicaba que se acercaba el mediodía. Juan tomó un pedazo de pan de su alforja y lo comió con fruición, hacía días que no podía alimentarse con tranquilidad. Mientras ingería ese frugal almuerzo, continuó observando a su alrededor. El lugar estaba profusamente decorado, pero no dejaba de ser agradable, sólo una persona de gran influencia y poder podría mantener un sitio semejante, más aún en la zona geográfica donde se encontraba, tan peligrosa e injusta. A la izquierda, una imponente escalera llegaba hasta allí, y hacia la derecha había una puerta con unos grandes cristales, totalmente labrados con seres mitológicos, dioses y semidioses luchando contra demonios guiados por un gran líder que los dominaba. Esta puerta comunicaba con una gran biblioteca atestada de libros, que tenía un ventanal en el centro. Juan se adentró en ella y tomó uno de los libros, luego se sentó en uno de los cómodos sillones del lugar y empezó a hojearlo distraídamente. El pobre muchacho no pudo soportar más que unos escasos segundos antes de quedar completamente dormido.

Cuando el hombre de la voz ronca entró a la biblioteca, pocos minutos después, trayendo algo de comer y beber, se encontró con el penoso cuadro de ver a Juan dormido, resbalándose del sillón y con el libro caído en el piso, junto a su mano que colgaba a un lado del sofá. Recogió el libro y lo puso en su lugar, pero prefirió no molestar al joven, que se notaba sumamente agotado.

* * * * *

Juan despertó abruptamente al oír el golpe de la puerta de la biblioteca. Se incorporó rápidamente, restregándose los ojos con los dedos, y secándose la saliva que le había corrido por la mejilla, debido al sueño tan profundo en el que se había sumergido. Luego de bostezar cubriéndose la boca con la mano izquierda miró hacia la puerta, aunque todavía veía un tanto borroso y no distinguía bien a las figuras que habían entrado en la biblioteca. Afuera se escuchaba un murmullo semejante al que produce un viento tormentoso entre las copas de los árboles.

Un hombre ya entrado en años, bajo, delgado y con el pelo totalmente encanecido se acercó hasta el sillón donde Juan estaba sentado. El corazón del joven todavía latía rápidamente debido al susto, pero no tardó en tranquilizarse, respirando calmadamente.

—Soy el profesor Amulio —le informó el hombre canoso, pasándole la mano, mientras que el otro de la voz ronca permanecía junto a la puerta—. Escuché que usted me estaba buscando ¿Qué se le ofrece?

—Me llamo Juan Númitor —respondió el joven, estrechándole la mano, y he venido a darle la angustiosa noticia de que la señora Filomena Angus ha muerto —anunció Juan, muy apenado.

—¿Filomena?... —dudó el hombre momentáneamente—. Dios... Ha pasado tanto tiempo. Ella era la esposa de mi tío, hermano de mi padre, que murió hace muchos años también. No era más que una parienta política ¿Por qué razón deberían darme la noticia a mí? Usted se ve claramente más afectado que yo por el hecho, no lo entiendo. Compartir el mismo apellido no significa mucho para mí.

—Tenía entendido que usted era su hermano, es lo que me lo dijo mi madre, aunque parece haberse equivocado... Ella no tenía parientes cercanos, puesto que como usted mismo dijo, su esposo murió hace largo tiempo, ya que tenían una importante diferencia de edad, y nunca tuvieron hijos. Al parecer uno de los dos era infértil. Ella trabajó mucho a lo largo de su vida, y logró acumular algunos bienes y propiedades. Usted es el pariente más cercano que poseía, el único que conocemos, y por lo tanto es el legítimo heredero de todos sus bienes, y debe hacerse cargo del entierro y todo lo que ello conlleve. Aquí tengo una carta que mi madre le escribió, pormenorizando todo lo sucedido —dijo, pasándole la nota que su madre le había entregado. El hombre la tomó entre sus manos y la leyó detenidamente, hasta que con un suspiro la cerró, observando de nuevo al joven.

—¿Dónde vivía ella? —le preguntó.

—En Ramrod, un pueblo bastante alejado de aquí.

—¿Ramrod? ¿Eso no es más allá de la frontera, en la zona de los pueblos libres?

—Así es —respondió Juan.

—¡Está loco al venir aquí! —exclamó Amulio sorprendido—. ¡Si las autoridades te encuentran, te matarán, poniendo en peligro a todos! Mira —reflexionó—, ustedes parecen muy allegados a ella. Su madre dice en esta carta que Filomena te crió por varios años, en esas épocas difíciles para todos, de la guerra civil. Por lo tanto, eras como un hijo para ella, y mereces todo lo que pudiera haber dejado. Firmaré un documento traspasando todos los bienes a su nombre, aunque no creo que a nadie le importe ni reclame, y espero que te encargues del entierro. Es mejor que te vayas ahora mismo, luego de que haya redactado el documento.

—No puedo aceptarlo... —lo interrumpió Juan.

—Mira —volvió a hablar Amulio, perturbado—, yo a ella la vi pocas veces en mi vida, cuando éramos jóvenes, y luego de que se alejó del pueblo no la volví a tratar, salvo por algunas esporádicas cartas que intercambiamos. Que yo sea su único pariente no significa que merezca la herencia, más aún si hubo gente de buen corazón, como ustedes, que la cuidaron y acompañaron durante su solitaria agonía. Además, Ramrod queda muy lejos, en una zona restringida para nosotros, y yo nunca abandonaré este lugar. Allí la casa quedaría abandonada y vacía, y sus pertenencias se echarían a perder. Por favor, acepta esto como un obsequio, y retírate antes de que algo malo ocurra, no tienes idea de lo arriesgado que es para ti estar aquí.

Juan sólo alcanzó a titubear, pero el hombre de la voz ronca intervino:

—Profesor, tanto el joven como su montura están sumamente agotados, y está empezando una de las tormentas más grandes de los últimos años. Ya he visto caer un poco de granizo, y pienso que es muy peligroso que el joven retorne a su aldea así.

—¿Qué te pasa? —le espetó Amulio directamente al hombre, que parecía ser un mayordomo de mucha confianza—. Sabes muy bien lo que sucedería si encuentran a un no registrado aquí —luego dio media vuelta y habló de nuevo a Juan—. Mira, joven, no quiero parecer descortés, sé que fue un gran esfuerzo para tí venir hasta aquí, pero deberías darte cuenta de lo peligroso que puede llegar a ser quedarse en una tierra donde, si te encuentran, lo mejor que te sucederá es convertirte en un esclavo... Y ni pensar en las demás alternativas...

En ese momento, un estruendoso rayo cayó en las cercanías del lugar, iluminando por completo la habitación y alarmando a todos. Instantáneamente todas las luces se apagaron, y por un momento estuvieron en la penumbra, sólo iluminados por los numerosos relámpagos. Con todo lo sucedido hasta el momento, Juan no había notado algo tan sorprendente: ¡El lugar estaba iluminado por luz eléctrica! Era extraordinario, todas las leyendas y cuentos que él había escuchado de niño hablaban de la existencia de luz eléctrica en Yronia, la gran ciudad, pero jamás pensó que en un lugar tan inhóspito como ése pudiera llegar a existir. Salvo por el generador a petróleo que en escasas ocasiones se utilizaba en su pueblo, Juan nunca había visto una fuente de energía eléctrica. El muchacho no terminaba de salir de su asombro, cuando una sirvienta llegó corriendo, con varios faroles de aceite encendidos, para ponerlos en numerosos puntos de la casa. Juan volvió a mirar a Amulio, con preocupación.

—¡Está bien! —aceptó el profesor, un tanto molesto, apartando la vista del joven—. Puedes quedarte a pasar la noche si lo deseas. Insisto, no es por ser descortés, sino preocupado por tu bienestar y las repercusiones que tendría que alguien se entere de que estuve dando refugio a un habitante de los pueblos libres...

—No habrá problema alguno —explicó el mayordomo—, luego de esta tormenta pasarán días hasta que alguien pueda transitar el camino desde Argüa hasta aquí, ni siquiera los hombres del gobierno o los cazadores podrían llegar.

—Salvo que cruzaran el lago directamente hasta aquí... O usaran esas nuevas motocicletas... —pensó Amulio.

—El lago hace mucho tiempo que no se navega, y son pocos los cazadores que pueden tienen acceso a las motos... Además, nadie sabe que él está aquí, sino ya lo hubieran perseguido... —replicó el mayordomo.

—Nunca se sabe, nunca se sabe... Dada la situación será mejor que muestres su habitación a... ¿Cómo era tu nombre? —le preguntó al muchacho.

—Juan —respondió él.

—Ve y muéstrale su habitación a Juan, por favor. Si quiere, permítele darse un baño, y luego que baje a cenar con nosotros.

—¿Cenar? —se preguntó Juan, saliendo de la habitación. Si bien había ya oscurecido, al mirar el reloj del hall se dio cuenta de que eran casi las nueve de la noche ¡Había dormido por horas!—. Gracias por la hospitalidad —le dijo a Amulio, que sólo contestó con un refunfuño apagado.

El mayordomo lo guió a su habitación, que se encontraba en el segundo piso, al que se llegaba a través de la majestuosa escalera, cubierta totalmente por una mullida alfombra roja muy bien cuidada.

—¿El profesor vive solo aquí? —le preguntó Juan al mayordomo, mientras subían las escaleras.

—No —le respondió éste—. Su hija vive con él, además de los numerosos sirvientes y ayudantes.

—¿El profesor tiene una hija? Me pregunto cómo será. ¿Es dura como el padre?...

—No, por favor —sonrió el mayordomo—, la niña es la persona más adorable de este mundo, imagen y semejanza de su madre, que en paz descanse. Nos alegra la vida a todos, y hace de contrapeso con el difícil carácter de su padre. Probablemente la conozca durante la cena.

—Que suerte, podremos tener una charla amena entonces. Necesito una tregua, Amulio parece muy molesto por mi causa.

—A él no le gustan las visitas —explicó el mayordomo—, aunque no siempre fue así. Antes de la muerte de su esposa él era una persona extrovertida, divertida, feliz. Pero cuando vinieron los tiempos oscuros, él cambió, lo que ahora ves no es más que una sombra de lo que fue. Gracias a Dios su hija había nacido en ese entonces, y fue el único motivo que lo mantuvo aferrado a la vida...

—El Profesor tuvo una triste existencia entonces —murmuró Juan.

—Así es. Aunque a veces pienso que el hecho de perder a un ser querido no debería dejar a nadie en ese estado. En el fondo, creo que el profesor era débil, en gran medida dependiente de su esposa —expresó el mayordomo con la voz más ronca de lo acostumbrado, al intentar hablar por lo bajo.

—Existe mucha gente así, mucha, que basa su felicidad en los demás, o en una relación... He notado que poseen luz eléctrica —apuntó Juan, cambiando el tema, y queriendo saciar su curiosidad—, es muy extraño que un lugar tan apartado como éste tenga semejante comodidad, además, es muy raro que una persona pueda vivir aquí con el grado de libertad con el que aparentemente Amulio lo hace.

—El maestro tiene amigos en Asción, y realiza algunos trabajos e investigaciones para ellos. Gracias a eso ha conseguido numerosos privilegios con el paso de los años, uno de ellos es poder vivir en este lugar, a pesar de ser un área rural.

—¿Asción? —preguntó el joven.

—Oh, perdona, creo que ustedes, los libres, la llaman Yronia, equivocadamente. Yronia es todo el territorio que está dentro de las fronteras, pero Asción es el verdadero nombre de la gran ciudad capital.

—No lo sabía... ¿Y qué clase de investigaciones realiza el profesor, que parecen ser tan importantes? —volvió a inquirir Juan, muy interesado.

—Eso ni yo mismo lo sé, a pesar de trabajar aquí hace más de treinta años. Y si lo supiera, no podría decírselo. Lo lamento. Sólo puedo asegurarle que él es un médico reconocido, y que además posee numerosos conocimientos recopilados a lo largo de décadas de investigación.

—Está bien, entiendo, sólo preguntaba por curiosidad.

Finalmente los dos hombres llegaron hasta una habitación al fondo del pasillo. El mayordomo abrió la maciza puerta de madera con una llave rústica y entró al cuarto, acompañado de Juan. El dormitorio era muy amplio, completamente de piedra como el resto del castillo, y poseía pocos muebles: Una cama de dos plazas totalmente forjada en hierro estaba a un lado, con dos mesitas de luz a los costados y un perchero cerca de la puerta. De la pared frente a la cama colgaba un inmenso tapiz que la cubría casi por completo, y que mostraba una escena de cacería. Una única ventana, enrejada, permitía vislumbrar las inclemencias del clima, afuera, donde la lluvia caía estrepitosamente con toda su fuerza. El techo tenía grandes rastros de humedad. Se notaba que la habitación hacía tiempo no era utilizada. El mayordomo apoyó la lámpara que llevaba sobre una de las mesitas y habló:

—Mientras usted toma su baño y baja a cenar, enviaré a una de las sirvientas para que limpie el lugar, le ponga sábanas a la cama y saque el polvo de los muebles. Hace tanto tiempo que no abría esta puerta... Le mostraré el baño —continuó explicando, mientras salía de la habitación—, ya llenaron la tina con agua caliente, así que podrá relajarse después de la larga jornada que tuvo. Intentaré conseguir un poco de ropa limpia también para usted. Aproveche para darme la ropa sucia que lleva puesta, así las criadas la lavarán.

—Es usted muy amable —le agradeció Juan—, Parecería ser el verdadero anfitrión de este lugar.

—Por favor... Para eso estoy, es mi trabajo.

Juan entró al baño, donde permaneció por mucho tiempo, descansando dentro de la tina repleta de agua tibia, mientras afuera se escuchaba la tormenta como un ruido lejano, de otra realidad. Finalmente, luego de largo rato, salió del agua, se secó con unas suaves toallas y se vistió con la ropa que el mayordomo le había conseguido, que no era de su talle, pero tampoco le quedaba tan mal. En el momento en que terminó de vestirse, lo buscaron para que bajara a cenar. El muchacho descendió hasta el vestíbulo, y uno de los sirvientes le indicó que tomara la puerta de la izquierda. Así lo hizo, y luego de caminar por un largo pasillo con muchas puertas a ambos lados llegó hasta el comedor. En el lugar había una larga mesa, en cuyo extremo estaba el profesor cenando. Éste le indicó con un gesto a Juan que se sentara a su derecha.

—Discúlpeme que haya empezado a cenar sin usted, pero estoy muy cansado, y quiero acostarme temprano, ya que mañana tengo numerosas obligaciones —se excusó Amulio, y siguió comiendo. La mesa estaba muy bien servida, con abundante comida y bebida. Había tantos cubiertos a ambos lados del plato, que el muchacho no sabía utilizar. Así recordó con cariño a Filomena, que siempre le intentaba enseñar ese tipo de cosas. "Usa siempre los de afuera primero, y luego los de adentro" rememoró que ella le decía, cuando era niño. A él nunca le importaron las formalidades, la vida era tan precaria para toda la gente de su pueblo, que lo de menos importancia para su desarrollo era la forma de tomar los cubiertos en una cena formal, que tal vez nunca tendrían en toda su existencia.

En el momento en el que Juan se disponía a dar el primer bocado a la deliciosa cena que tenía enfrente, la mano que sostenía el tenedor se detuvo, con un leve temblor. El joven se quedó con la boca abierta, por unos segundos, hasta que recuperó el aliento, e intentó llevar el bocado a la boca de nuevo, sin poder dejar de mirar hacia la puerta, con los ojos tan grandes que parecía iban a salírsele de sus órbitas.

Una joven... No... Un ángel, extremadamente hermoso, había ingresado en ese momento al comedor, y se acercaba lenta y delicadamente hacia la mesa. La ropa que llevaba puesta, a pesar de ser poco escotada, no mostraba más de lo necesario, y estimulaba la imaginación de Juan, junto a la hermosa cabellera rubia levemente ondulada que alcanzaba a cubrirle los pechos, que la hacía más atractiva aún. Sus grandes ojos verdes, sus pequeños pero carnosos labios, los hoyuelos de sus mejillas, las delicadas curvas que se escondían bajo el vestido, su sonrisa... Juan se convirtió en la prueba viviente de que cupido existía, no era un mito, sino una realidad, un ente capaz de flechar a una persona en un instante, de hacerle olvidar todo, de crear un sentimiento tan fuerte por un desconocido con el que siquiera había intercambiado una palabra...

—¡Querida mía! —exclamó Amulio—. ¡Decidiste cenar con nosotros!

—Así es, padre —asintió ella, sentándose a la izquierda del profesor, exactamente frente a Juan—. Ya no me duele la cabeza como en la tarde, además escuché los rumores de que teníamos un huésped, algo tan inusual que no podía dejar pasar...

—Me llamo J-Juan Númitor —se presentó Juan, nervioso y tartamudeando, simulando una reverencia con el movimiento de su cabeza.

—Yo soy Melissa —continuó ella, mientras se servía algo en el plato. Juan no podía pronunciar palabra, sólo mirar extasiado a la bella mujer ¿Cómo una persona como el profesor podía tener una hija tan hermosa? ¡No se parecían en nada! El joven jamás había visto a una dama como ella. La vida era muy dura en su pueblo y todos los otros poblados vecinos, las muchachas envejecían rápido, no poseían esos ojos tan vivos ni una piel tan suave como aparentaba ser la de Melissa.

—Es bella ¿No te parece? —dijo Amulio, notando que Juan no podía evitar mirarla con cara de tonto—. Es el vivo retrato de la madre, que en paz descanse. Verla tan bella, tan pura, es lo único que alegra los oscuros días de mi vida.

—Entiendo que ha venido de muy lejos, de más allá de las fronteras —preguntó Melissa—. ¿No es peligroso el trayecto?

—Mucho —respondió Juan—, además de los maleantes y asesinos de los caminos están esos malditos cazadores. Tres de ellos me estuvieron persiguiendo cerca de dos días, no sé cómo lo hacían, parecía que eran capaces de olerme a la distancia.

—Ellos poseen tecnología muy avanzada —apuntó el profesor—, son máquinas preparadas para atrapar a las personas libres que crucen las fronteras, como tú. Fue muy tonto de su parte el venir aquí.

—Y valiente —añadió Melissa, sonriendo, mostrando un rostro de complicidad hacia Juan.

—Lo que me preocupó es que empecé a tener problemas mucho antes de llegar a la frontera, y me extraña. Esos cazadores estaban dentro de las regiones de los pueblos libres, esclavizando gente, cosa nunca vista antes.

—Tal vez no lo sepas —explicó Amulio—, pero la frontera de Yronia está creciendo muy rápidamente. Las zonas de cultivo y pastoreo dentro de los límites ya no dan abasto para alimentar a Asción, por lo que están tomando los territorios aledaños y expulsando o esclavizando a sus habitantes para que trabajen la tierra. A la velocidad actual de crecimiento de los límites no quedan más de diez años antes de que Yronia consuma a todos los pueblos libres y llegue hasta las montañas de Eglarest, la única valla natural para su crecimiento.

—¡No puede ser! —reclamó Juan—. ¿Qué será de nuestros pueblos entonces?

—Probablemente se conviertan en esclavos si permanecen allí. Tal vez les convenga cruzar las montañas y establecerse del otro lado.

—¡Eso es imposible! —elevó la voz Juan, muy contrariado—. Cruzar esos picos es una locura, nadie soportaría el viaje. Además ¿Qué haríamos del otro lado? Tengo entendido que no hay más que desierto en todas las direcciones, parece que no existe vida posible allá.

—Entonces sólo les queda la opción de ser asimilados, cosa que sucederá tarde o temprano.

El muchacho se tomó la cabeza con las manos, pensando en su triste futuro.

—No te pongas así —quiso reconfortarlo Melissa—, diez años es mucho tiempo, no sabes todo lo que puede pasar para ese entonces.

Juan la miró sin pronunciar palabra, en cambio el profesor sí habló:

—No le des falsas esperanzas, sabes muy bien que no hay nadie que se pueda oponer al gobierno de Yronia, y mucho menos a sus fuerzas. El final de la guerra sirvió únicamente para que se abastezcan y empiecen una guerrilla encubierta. Ahora son invencibles ante los pobres pueblos desperdigados que quedan. Es una pena que no hayan aprovechado la situación ventajosa que tenían antes de la tregua...

—No entiendo —expresó el joven—. ¿Acaso crece tan rápido la población en Asción que necesitan seguir ampliando sus zonas de cultivo?

—Realmente no —pensó Amulio—, pero no puedes comprender el crecimiento de una sociedad tan compleja como ésta. Ni siquiera entenderás su filosofía o su forma de vida.

—¡Claro que entiendo su forma de vida! —exclamó Juan—. Esclavizan a los pueblos libres para que éstos generen todo lo que ellos necesitan para vivir ociosos, sin trabajar, sé que es así.

—Ay, hijo mío, si todo fuera tan sencillo, ¡qué simple sería el mundo!... Pero hasta el día en que visites Yronia no entenderás lo que en realidad ocurre.

—Lo haré, algún día lo haré —afirmó con convicción el muchacho.

El profesor se mostró sorprendido por la seguridad del joven:

—Tendrá que cambiar mucho el mundo para que un hombre libre pueda entrar y caminar libremente en Asción. No creo que viva lo suficiente para verlo.

—Ruego que tus palabras no te condenen, las palabras son poderosas... —apuntó Melissa—. Esta charla me pone nerviosa y me cansa ¿Por qué mejor no conversamos de acerca de cosas más agradables?

—Háganlo ustedes si quieren —le respondió secamente su padre, mientras se levantaba de la mesa—, yo necesito descansar. Tuve un día largo hoy y mañana tendré otro semejante.

—Que duermas bien, padre —le dijo Melissa.

—Tú también, querida —le respondió el hombre—. Y tú también —dijo a Juan, que se despidió de la misma manera. Finalmente los dos jóvenes quedaron solos en silencio, frente a frente, compartiendo el postre.

—Me sorprende que no te hayan atrapado los cazadores —dijo Melissa, rompiendo el hielo, ya empleando un lenguaje más íntimo y en confianza, ahora que su padre se había retirado.

—A mí también. Les tendí una emboscada. Llegué a combatir mano a mano con uno de ellos, y... —dijo por lo bajo—. Le robé su arma... Creo que fui más listo que ellos —asumió Juan, con un tono altivo.

—No lo creo —dudó Melissa—, pienso que tuviste mucha, mucha suerte.

—Puede que sí, pero sigo vivo. Poca gente ha logrado sobrevivir a la persecución de los cazadores.

—Todavía no has vuelto a tu hogar —apuntó duramente Melissa—. Ellos de seguro te están buscando, patrullando los caminos por los que pasaste, esperando encontrarte. Estarán rastrillando la zona, y eso también nos puede exponer y poner en peligro a nosotros.

—Por lo menos podré luchar contra ellos con sus mismas armas ahora, si es que me vuelvo a topar con ellos. Los protegeré si hace falta.

Melissa soltó una delicada risa, intentando reponerse enseguida:

—En primer lugar, nosotros no necesitamos protección, y en segundo lugar estoy segura que no sabes usar el arma —alcanzó a asegurar.

Juan dudó por unos instantes. Luego la miró en forma suspicaz y habló:

—¿Cómo sabes que no pude comprender su mecanismo?

—Es simple. Conozco esas armas, no se parecen a nada convencional que pudieras haber visto en tu vida.

—¿¡Tú entiendes de armas!? ¿De estas armas de los cazadores? —se sorprendió Juan.

—Por supuesto —le explicó ella—, en un mundo como el que vivimos es esencial que sepamos defendernos de cualquier posible agresión. Eso no implica que me gusten las armas, de hecho las detesto, pero sé manejarlas. Mi padre tiene muchos contactos en la capital, y consiguió que le diesen una del mismo modelo que las que utilizan los cazadores. Son poderosas y tecnológicamente avanzadas, traen todo tipo de instrumental consigo, además de varios tipos de disparo y modos de funcionamiento. Me sorprende que algo tan pequeño posea semejante poder, y sigo sin entender como pudiste tenderles una trampa.

—A veces la tecnología no es suficiente ayuda si no posees cerebro. Las cosas más simples y conocidas son las que mejor resultado dan. Es como atrapar pájaros con el truco de la caja parada sobre un palito. Tan simple y tan efectivo...

—¿Me vas a decir que los atrapaste con una caja? —se mostró intrigada Melissa.

—Por supuesto que no, lo que te digo es que hay cosas simples que nunca fallan. Algún día te contaré todos los detalles y peripecias del viaje, pero por ahora te dejaré con la curiosidad.

—Por ahora y tal vez para siempre —dijo ella—. Entiendo que mañana mismo te irás... Y probablemente ya nunca volvamos a vernos.

—Desearía que no fuera así, aunque no haya otra opción... Pero antes de irme... ¿Podrías enseñarme a utilizar el arma? —le rogó Juan interesado, y a la vez avergonzado.

—Trataré —le respondió la joven—, si nos juntamos bien temprano tal vez tengamos algo de tiempo antes de tu partida... Pero ahora cuéntame ¿A qué te dedicas en tus pagos? ¿Cómo viven? A veces intento formar una imagen mental de lo que significa vivir allá, en un mundo tan hostil y desprotegido...

—Nuestro mundo no es tan así. Mi pueblo es muy parecido al tuyo. Somos numerosas familias que nos dedicamos especialmente a la agricultura y a la ganadería. Obviamente las tierras son pobres y no dan mucho fruto, pero con lo producido podemos sobrevivir relativamente bien. Me gusta la vida tranquila del campo, me relaja poder ver el amanecer y el crepúsculo todos los días, luchar por mi vida, saber que la merezco...

—Es muy bella tu interpretación de la vida —pensó Melissa—, pero nunca has vivido de otra manera, por lo tanto no puedes estar seguro de que esa sea la mejor forma de vida.

—Lo es, estoy seguro de que lo es, y eso es suficiente. Pocas veces he emitido un juicio sin tener certeza de mis palabras. Tal vez a ti no te guste esa forma de vida, pero para mí es la única posible y válida.

—No, no pienses eso... —se disculpó Melissa—. Muchas veces he querido estar lejos, tal vez en los pueblos libres o en cualquier otro remoto lugar diferente a esta caja de cristal. Estar aquí no es vida, y si bien gracias a la influencia de mi padre, no estamos en peligro inminente, todo cambiará el día que él ya no esté, o que pierda esa posición de privilegio. Además, estoy cansada de ser la muñeca de una vitrina escondida, sólo para que él me vea, manteniéndome alejada de cualquier persona extraña... No sabes cuánto deseo convertirme en una mujer de verdad, y si tengo que sudar y acostarme cansada cada día, luego de haber trabajado duramente por mi subsistencia, no dudes que lo haría. Si el viaje de regreso a tu pueblo no fuera tan peligroso, te aseguro que huiría contigo, sin dudarlo, pocas veces se me han presentado posibilidades de escapar, y siempre pienso que cada oportunidad podría ser la última...

El joven se ruborizó. La joven sonrió nerviosamente.

—No creas con eso que estoy hablando de fugarme CONTIGO, o que tenga un interés romántico hacia ti, ¡nada de eso! Me refiero al simple hecho de tener la oportunidad de huir con alguien que conoce el mundo exterior y me protegería allí afuera hasta que yo misma pueda hacerlo.

—Me sorprende que digas esto —reaccionó Juan—. Cualquier mujer daría lo que fuera por vivir como vos, sin preocupaciones, sin peligros, siendo cuidada y amada, libre del riesgo de la esclavitud.

—¿Amada? —preguntó ella sin poder disimular su pesar—. A veces creo que mi padre no me ama, que sólo guarda en una urna el recuerdo más importante que su difunta esposa le dejó: yo. Si no le recordara a ella, estoy segura de que me trataría como al resto de la gente. Él ya perdió la capacidad de amar... Es muy triste, pero es así.

—Hablas muy duramente de tu padre —suspiró Juan—, puedes decir lo que quieras, pero estoy seguro de que te ama, y eres lo único que tiene en este mundo.

—Ya no —aseveró Melissa—. Desde que murió mi madre él se encerró a trabajar para la gente de Yronia, ni siquiera sé en qué tipo de investigaciones, nunca me lo dijo. Su vida es eso, casi nunca está en casa, viaja todo el tiempo, se encierra días completos en la biblioteca y no permite que se lo moleste, sólo existo para sus días de melancolía en los que quiere recordar a mi madre, parece que sólo sirvo para eso. A veces pienso que en vez de amarme me odia, por parecerme tanto a ella...

—No debes ser tan dura con él —insistió Juan—, al fin y al cabo es tu padre, y te cuida y protege.

—Él era un gran médico —habló Melissa—. En su juventud era muy respetado y famoso, llegando a amasar una gran fortuna, pero por causas que desconozco empezó a decaer en su trabajo. Esto creo que fue antes de mi nacimiento, y obviamente antes que mamá muriese.

—¿Qué edad tenías cuando murió tu madre? —le preguntó Juan.

—Unos pocos años... No recuerdo nada de ella, y me gustaría tanto hacerlo, dicen que era una mujer tan bella, agradable y perfecta... —continuó la joven—. Para ese entonces el comportamiento de mi padre tuvo un cambio radical; a veces me pregunto si la muerte de un ser querido puede transformar tanto a alguien. Amulio dejó de hablar con las personas y de frecuentar a los parientes, conoció a gente de Asción, que le ofreció un trabajo muy bien remunerado, al que se dedica hasta ahora, y que parece ser muy importante, porque como verás, somos casi príncipes en un mundo duro e injusto... A veces temo que él esté haciendo algo malo, puesto que la protección y el respeto que recibimos provienen de gente muy poderosa de la gran ciudad, y me asusta...

Melissa enjugó una lágrima que quería escapar de uno de sus ojos y emitió un leve suspiro. Se produjo un tenso silencio que parecía eterno. Juan se puso muy nervioso, e intentó cambiar de tema, contándole alguna de sus anécdotas. Ella enseguida sonrió y volvió a mostrar el rostro alegre y puro de antes. Ambos se levantaron de la mesa y caminaron hasta la biblioteca, donde ella le mostró su colección de libros antiguos, y los de su padre. Hacía años que no se imprimía un libro en las tierras de Juan, quien nunca había visto tantos volúmenes juntos. Ella le leyó algunos fragmentos de novelas o poemas que adoraba, y él la escuchó con paciencia y placer. El tiempo pasó muy rápido y, antes que pudieran darse cuenta, el reloj de la entrada tocó la una de la mañana. Un poco cansada, Melissa se despidió del joven para ir a reposar a su cuarto, y Juan hizo lo mismo. La velada había resultado estupenda, mucho más agradable de lo que el muchacho pensó que podría llegar a ser. Juan estaba muy feliz, y muy ansioso por despertar ante un nuevo día en el que pudiera volver a hablar con la joven.

* * * * *

¿Quién puede adivinar el significado, el momento,

la ocurrencia de un encuentro no pactado?

¿Qué ocurre cuando dos vidas se cruzan,

dos existencias,

dos vivencias,

dos cuerpos,

y dos almas?

Antes eran independientes,

únicos y especiales,

cada uno con su soledad,

con sus experiencias,

un recorrido desconocido para el otro,

sueños de vigilia.

Y ahora construyen en pareja,

conociendo sus pasados,

haciéndolos propios,

destruyendo la asimetría.

Ambos han vivido mucho,

han recorrido caminos y sendas,

ambos buscando algo.

Ambos han sufrido,

se han lamentado,

o trastabillado.

Ambos; no eran uno.

Pero ahora se encuentran

en un cruce de caminos.

Caminos inexistentes,

brechas abiertas por sí mismos.

No son caminos,

no se engañen,

son los senderos del destino.

* * * * *

Su propio grito helado despertó al muchacho, que estaba sentado en la cama, temblando y con el cuerpo sudoroso, similar a una película mala de terror. Había tenido una pesadilla, ya no recordaba mucho de ella, pero el estado en que lo dejó era de mucha agitación. Afuera la lluvia caía con menor intensidad, y escasos relámpagos iluminaban parcialmente la habitación.

El joven intentó volver a dormir, pero la ansiedad, las preocupaciones del viaje y la pesadilla le daban vueltas en la cabeza, por lo que no logró volver a conciliar el sueño. Finalmente decidió levantarse, pensando en comer algo o buscar algún libro de la biblioteca, para así tranquilizarse y volver a dormir. Caminó a tientas en la oscuridad, creyendo que se dirigía hacia la puerta de la habitación, pero tropezó con algo, y cayó de frente, dando con todo su cuerpo contra la pared. El golpe no fue tan duro, debido a que el tapiz que colgaba del muro actuó como un suave intermediario entre carne y piedra. Juan no le prestó demasiada atención al hecho de que la pared emitió un crujido debido al golpe, principalmente porque el impacto lo dejó un poco aturdido. El muchacho se levantó lentamente y caminó de nuevo hacia la puerta, a la que llegó sin dificultad. Tras abrirla vio que el corredor estaba escasamente iluminado por una única lámpara de aceite, la cual tomó entre sus manos, para luego proceder a bajar las escaleras, hasta llegar al hall. Allí observó en el reloj que eran casi las cuatro de la mañana, y se dirigió a la biblioteca silenciosamente, a fin de no molestar a nadie.

Ya en la biblioteca se acercó directamente a los estantes atestados de volúmenes, y empezó a revisar los libros: había algunos de historia, muchos científicos, y otros de interés general. Finalmente se decidió por el poemario que le había leído Melissa durante la velada anterior, y se sentó en un sillón para disfrutarlo con tranquilidad. No había leído más que unos escasos versos cuando Amulio se presentó en forma repentina en la biblioteca, totalmente vestido de blanco, con un delantal que tenía algunas manchas verdosas pequeñas, semejantes a salpicaduras, y un pequeño farol en la mano.

El profesor no pudo disimular el asombro que le causó encontrar a Juan instalado en el sillón de la biblioteca, sorprendido también, y mirándolo fijamente.

—¿Qué hace aquí a esta hora? —le preguntó el profesor, desconcertado.

—Esteee... Bueno, no podía dormir, y pensé en leer un libro hasta que me volviera el sueño... —explicó Juan, hilvanando alguna disculpa lógica.

—Yo también sufro de insomnio —dijo Amulio secamente—. Pero eso no le da motivos para recorrer una casa extraña en busca de cosas interesantes que hacer. Si quiere puede llevar ese libro a su habitación y leerlo allí, pero es mejor que intente descansar, porque el viaje de regreso a su tierra será largo y duro, y tendrá que levantarse temprano si quiere aprovechar el día completo.

Juan notó que el profesor a toda costa buscaba que se retirase de lugar, por lo que inmediatamente se puso de pie, y procedió a salir de la biblioteca llevando el libro consigo y disculpándose. Cuando estaba llegando a su habitación pensó en que había quedado como un maleducado frente a Amulio, hurgando entre sus cosas en medio de la noche, por lo que quiso volver y excusarse, dándole alguna explicación que no lo dejara en mala posición frente a él. Pero cuando entró a la biblioteca la encontró vacía, no había ningún rastro del profesor...

Volvió a la puerta, y miró el hall y los alrededores, pero no parecía que el profesor hubiera salido de la biblioteca, por lo que regresó a ella. Las ventanas estaban enrejadas, y no existía otra salida fuera de la puerta. Nada había cambiado, salvo por una silla que estaba fuera de su lugar. Extrañado, el muchacho regresó a su cuarto, pensando en la forma de descubrir lo que sucedía en ese enigmático lugar. Juan era por demás curioso, y estar dentro de ese castillo lleno de misterios y gente extraña le llamaba de sobremanera la atención, se imaginaba a sí mismo dentro de una novela de misterio, con enigmas que resolver y espías secretos observándolo tras los cuadros de las paredes. Por lo tanto se propuso descansar, pero en la cama no hizo más que dar vueltas, maquinando la forma de extender su estadía allí, y comprender lo que ocurría. Además, siendo sincero, no dejaba de pensar en Melissa, con quien deseaba volver a hablar y compartir algunos momentos agradables... Necesitaba aprender a utilizar el arma que extrajo a los cazadores, y era una situación propicia para pasar tiempo con la mujer, y conversar, conocerse mejor. Finalmente, con la imagen de ella en su mente, pudo dormir por algunas horas más.

* * * * *

Transcurrió muy poco tiempo desde que los primeros rayos del sol se habían mostrado, provenientes del lejano horizonte, pero Juan ya estaba despierto desde antes, su carácter ansioso no le permitía descansar más, quería hacer cosas, ver la forma de quedarse allí por un tiempo adicional.

Mientras se vestía lentamente, observó la habitación. Se tocó el hombro, que le dolía un poco todavía, y buscó el objeto que causó su tropiezo la noche anterior, pero además de un pequeño pliegue en la alfombra no encontró nada inusual. Terminó de abotonarse la camisa e inmediatamente se puso de pie, para acercarse al inmenso tapiz que cubría la pared, sobre el cual apoyó su mano. Su diseño no le gustaba mucho, pero tuvo que aceptar que evitó que el golpe de la madrugada resultara en algo más que un simple dolor. Mientras recorría con la mano los desniveles que causaba la pared de piedra sobre el tapiz recordó el extraño sonido que había escuchado cuando se golpeó contra él en la penumbra. Hubiera jurado que pareció un chirrido, pero eso no tenía mucho sentido. Con su curiosidad habitual, el muchacho tomó la base del tapiz, que llegaba hasta el piso, y lo levantó, para ver qué había detrás.

Observó con suspicacia el muro de piedra que se alzaba frente a él, recorriéndolo de izquierda a derecha con ojo clínico. Extrañamente, encontró que la pared se hundía levemente, hasta llegar a una interrupción, semejante a una grieta, abertura o ranura, muy delgada, a partir de donde el muro volvía a su posición original. Juan intentó observar a través de la grieta, pero no vio más que profunda oscuridad.

Arrastrado por su irrefrenable fisgoneo, cerró la puerta de la habitación con llave, y se acercó a la cama de metal forjado. Con unos movimientos hábiles y precisos desenroscó unas tuercas del respaldo de la cama, y logró liberar una de las barras de hierro sólido del mismo. Con determinación, y sin pensarlo mucho, regresó hasta el tapiz, lo levantó con una mano e insertó la barra en la ranura con la otra. Una vez que logró trabar el hierro en la grieta, dejó el tapiz, quedando cubierto por él, a la vez que hacía fuerza en ambas direcciones a fin de lograr algo, aunque aún desconocía qué llegaría a ser.

La palanca funcionó, aunque requirió un poco de esfuerzo por parte de quien la manejaba. Finalmente, luego de algunos infructuosos intentos, se escuchó el vencimiento de algún tipo de metal o mecanismo, y Juan terminó cayendo al piso al ceder el material. Cuando el joven se recuperó, quedó sorprendido al mirar hacia la pared: ¡Se había abierto un pasaje! Como si de una puerta con bisagra se tratara, un fragmento de la pared había cedido, dejando espacio suficiente para que un hombre pasara a través de ella, con un poco de esfuerzo. Con una sonrisa Juan recordó las épocas de su niñez, en las que soñaba con internarse en un castillo encantado, con fantasmas y pasajes secretos, mazmorras y torres con princesas atrapadas... Parecía que ese sueño se mezclaba con su realidad actual, todo le resultaba tan mágico y extraño...

Detrás del fino pasaje no había más que negrura, por lo que el muchacho tomó la lámpara que estaba sobre una mesita, junto al libro que había traído de la biblioteca, y la encendió. Luego cogió la barra de hierro, que debido al esfuerzo se había combado un poco, y que evidentemente no volvería a calzar en su lugar original en la cama. Como nada podía hacer al respecto, se resignó, y decidió tratar de pasar a través de la rendija que había quedado en la pared.

La luz que provenía de su farol se encargó de espantar a las sombras oscuras que habitaban el lugar. Luego de deslizarse por el estrecho pasaje, el joven miró a su alrededor, sorprendido al encontrarse en un angosto camino, que obviamente no había sido utilizado en años, puesto que el polvo y las telas de araña lo cubrían todo. Con detenimiento, Juan observó el portal por el que había entrado. La pared de piedra tenía adheridos unos mecanismos herrumbrados, de los cuales partía una cadena, que el joven siguió con la vista, para ver de dónde provenía. Pero alcanzó a observar que en un corto trecho la misma estaba cortada y corroída, por lo que era evidente que los dispositivos y engranajes que alguna vez sirvieron para abrir el pasaje, ya no funcionaban correctamente. Eran artefactos del pasado, olvidados o quizás incluso desconocidos por los habitantes del lugar.

Juan avanzó por el pasadizo, hasta llegar a un punto en donde éste se dividía en dos. Decidió tomar el camino de la izquierda, y caminó hacia allí. La zona a la que llegó era la de un pasillo muy estrecho, con las paredes totalmente cubiertas de moho, y en donde numerosos insectos bastante desagradables y algunos roedores corrían a su antojo. Asustados por la presencia humana, y por la luz, los ratones huyeron en todas las direcciones, e inclusive algunos enfrentaron directamente a Juan, intentando escapar pasando entre sus piernas. Juan odiaba esos animales, y tuvo un rapto de desesperación en el que golpeó con la barra de metal a todo lo que le parecía moverse a su alrededor. Finalmente, cuando volvió la tranquilidad, miró a su derredor, y nada parecía moverse ya. En el piso había un pobre ratón muerto, y todos los demás habían escapado.

—¡Diablos! — exclamó, mientras intentaba calmarse un poco—. ¡Los odio!

Al final del pasaje por el cual caminaba, alcanzó ver una escalera de caracol, de algún metal corroído por el tiempo, cuyo color hacía mucho se había perdido. Más allá de los escalones rotos, lo que pareció peligroso al joven eran esos restos de metal filosos y corroídos que soportaban los restos de la baranda que alguna vez existió en ese lugar. La escalera se extendía tanto para arriba como para abajo, y luego de un momento de duda, el muchacho se propuso subir, pensando en que si ocurría algún percance o derrumbe en la escalera, aún podría volver a bajar, aunque sea saltando, mientras que si se quedaba abandonado abajo, tal vez no podría regresar por el mismo camino.

Finalmente no fue muy difícil subir por la escalera, salvo por algunos escalones faltantes o flojos. La estructura parecía firme aún, a pesar del abandono. Mientras ascendía con sigilo, Juan se preguntaba cuál era el motivo de esos pasajes, y si el profesor conocía su existencia. Obviamente el castillo era muy antiguo, anterior al profesor y a los habitantes del lugar, pero hacía mucho tiempo que Amulio y su familia vivían allí, y le resultaría extraño que no supiesen un secreto semejante.

—Bueno... —pensó en voz alta—. Si conocieran la existencia de estos pasajes, de todos modos no tienen por qué usarlos, son incómodos y estrechos. Cuando se construyó este edificio eran otros tiempos, en los que tal vez era bueno tener escondrijos o rutas de escape... Apuesto a que estos pasadizos desembocan en algún túnel que lleva al exterior, lejos de aquí. He oído de lugares semejantes, éste podría ser uno de ellos...

El muchacho volvió a callar al llegar al final de la escalera, que daba varias vueltas y subía un buen trecho hasta llegar a esa altura. El único camino que partía desde allí, se extendía en forma circular por un escaso metro, hasta terminar abruptamente en una pared.

Al costado existía un mecanismo semejante al que había en su habitación, con una palanca que partía de él, y unas cadenas, en mejor estado que las del pasillo de su cuarto. Juan jaló de la palanca con fuerza...

Nunca nada le había sido tan sencillo al muchacho; con suavidad y delicadeza la pared se abrió totalmente, dando a un ambiente bastante grande, no tan oscuro como los pasillos anteriores. La habitación era totalmente redonda, y una pequeña ventana permitía observar claramente los rayos del sol mañanero que surcaban el aire viciado por el encierro, traspasando el polvo que el muchacho generaba al caminar. El recinto parecía un desván, lleno de todo tipo de cosas, desde unas armaduras antiguas hasta muebles y algunos objetos que parecían de laboratorio.

El muchacho se acercó a la pequeña ventana, diametralmente opuesta al pasaje por el que llegó, y miró hacia afuera, limpiando primeramente los vidrios cubiertos por la suciedad. Se sorprendió al notar que se encontraba en una de las torres del lugar, desde la cual podía ver la techumbre y los campos que se extendían a sus alrededores.

Luego de volverse hacia la estancia en la que estaba, Juan se rascó la abundante y descuidada barbilla que le había crecido en los últimos días, analizando todo lo que había en el lugar. En el centro, sobresaliendo un poco del suelo, se notaba claramente una trampilla, que debía ser el acceso al lugar, y se acercó con curiosidad a ella... ¡La portezuela estaba cerrada con un candado por dentro!, eso significaba que alguien conocía la existencia de los pasajes, aunque obviamente esa persona no los utilizaba a menudo... Luego de divagar un poco al respecto, se acercó a los artefactos de vidrio que parecían provenir de un laboratorio, y que le parecían muy extraños. Los observó con atención hasta que otra cosa lo sedujo: una mesa repleta de libros.

Inmediatamente se acercó al repositorio de los volúmenes, los cuales fueron examinados con total detenimiento. Había muchos de ellos, de diferentes tamaños, anchos y colores, pero la mayoría eran científicos, inclusive algunos eran extremadamente antiguos, parecían reliquias, tesoros de un pasado remoto. Opuestamente, había también algunos libros nuevos respecto a los anteriores, aunque denotaban tener de todos modos algunos años de antigüedad. De entre los numerosos volúmenes, muchos de ellos roídos por las alimañas, o simplemente resquebrajadizos por su larga historia, Juan encontró varias cosas muy interesantes...

Uno de los libros más antiguos, cuyas hojas prácticamente se deshacían en las manos de Juan al tocarlas, era una especie de tratado sobre momificación y formas de mantener el cuerpo de un muerto en el mejor estado posible. Cada método que se mencionaba tenía numerosos comentarios en sus bordes y al pie de página, con una letra casi ininteligible, así como numerosas tachaduras con tinta en casi todos los párrafos. Al final del libro, Juan notó algo muy extraño; había una frase escrita en forma rápida y desordenada, que parecía decir lo siguiente: "Todos los métodos resultan muy interesantes, pero ninguno llega a cumplir su verdadero cometido: mantener sin corromperse tanto el cuerpo como la mente del individuo".

Muy interesado, el muchacho siguió revolviendo y desordenando las pilas de ejemplares, en los cuales encontró siempre los mismos temas en común: estudios del cerebro, la mente y la personalidad, resultados de experimentos realizados por numerosas personas, en diferentes épocas y lugares, técnicas de resurrección, e inclusive tratados filosóficos sobre el hombre, la vida, la muerte y su relación con ellas. Lo que más sorprendió al muchacho fue la existencia de varios manuales sobre el uso de máquinas cuyo propósito no supo comprender. La descripción de las mismas le resultaba desconocida, y aún más, las palabras utilizadas para denominar a los dispositivos, parecían sacadas de novelas de fantasía o ciencia ficción.

Dejando de lado la literatura que le resultaba incomprensible, Juan tomó entre sus manos un rancio cuaderno, repleto de anotaciones, fechas, frases sin sentido... En partes parecía un registro científico de experimentos realizados, pero en otras se convertía en un simple diario, en el que se expresaban estados de ánimo, emociones y algunas anécdotas. Las últimas páginas del diario estaban arrancadas, o tal vez comidas por las ratas, pero se podía entresacar de ellas algunas frases como las que siguen:

"...En la noche de los tiempos lo he postergado, él fue el culpable... Tuve que hacerlo, el daño que nos causó es imperdonable, y el castigo que recibió fue mucho menor a lo que merecía, mucho menor... A veces tengo lástima de él... ¿Por qué la vida nos hace estas cosas? Al fin y al cabo era mi amigo, y nadie se podía resistir a ella...".

Las frases incongruentes continuaban, pero cada vez eran menos legibles, y estaban truncadas por las hojas rotas. Lo que evidenciaban era una gran tribulación, el sufrimiento de alguien que no pudo luchar, o comprender su destino. Juan asumió que los escritos pertenecían al propio Amulio, pero en ningún volumen pudo encontrar su nombre o una indicación que le confirmara su sospecha.

Entre todos estos documentos inclusive existían novelas, simples escritos sin bases reales, pero que trataban los mismos temas que los libros científicos... Sobre la mesa se encontraban años de estudio y recopilación de datos sobre un tema que a Juan resultaba poco claro, pero que evidenciaba el interés profundo de alguien al respecto.

El muchacho, saturado de esa lectura que le resultaba tan compleja, retornó sobre sus pasos a la zona de los pasadizos. Volvió a pulsar la palanca con la que había movido la pared, pero ésta, luego de proferir un sonido estrepitoso, no se cerró, simplemente quedó quieta donde estaba. Juan intentó moverla con la fuerza de sus manos, a la vez que quería bajar la palanca de nuevo... Luego de varios intentos infructuosos, logró su cometido, pero con suma dificultad, y cansándose bastante. Cuando terminó de cerrar el pasaje, caminó hasta la escalera en forma de caracol y bajó no uno, sino los dos pisos que ella recorría, pero con mucho cuidado, porque cada escalón parecía a punto de desprenderse. Si sus cálculos no fallaban, Juan ahora debía estar en la planta baja del lugar, a nivel del suelo. El pasaje frente a él tenía una leve deformación, la pared sobresalía en forma semicircular, estrechando el paso. El joven notó que esa porción de la pared era diferente al resto, de algún tipo de ladrillo cocido, que intuitivamente asoció con la chimenea del hall, si su sentido de orientación no le fallaba.

El muchacho continuó avanzando, y, al final del pasillo, donde debería ubicarse la biblioteca, se encontró con un tipo de construcción posterior, más reciente a la del resto de los pasajes. El camino terminaba repentinamente en un muro de madera, que no parecía tener ningún mecanismo o forma de moverse. Este abrupto final no tenía mucho sentido, lo que hizo suponer a Juan que la biblioteca había sufrido alguna remodelación o ampliación, que modificó al pasaje original. Hacia arriba, la madera estaba un poco húmeda y podrida, por lo que Juan, intentando no hacer ruido, la golpeó con la barra de hierro, y abrió un hoyo con suma facilidad. Desde ese hoyo, entre algunos libros que tapaban un poco la visual, se observaba bastante completa la biblioteca, en la que no había nadie en ese momento.

Luego de reflexionar por unos instantes, Juan habló consigo mismo:

—Tengo que quedarme, aunque sea una noche más —se dijo—. Vamos, Juan, pensá en algo antes de que te echen. Siempre fuiste capaz de conseguir lo que te propusiste, ahora las cosas no pueden ser de otra manera —Interiormente el muchacho pensaba en volver por la noche a ese lugar, y vigilar al profesor, saber algo de su desaparición repentina... Se sentía todo un Sherlock Holmes...

Regresando a la escalera, el joven notó que detrás de ella, oculto entre las sombras, existía un hoyo que comunicaba con un nivel inferior al actual.

—Debe llevar al sótano —pensó, examinándolo de cerca—, pero no veo ninguna forma de bajar y está sumamente oscuro allí abajo. Tal vez debería traer una cuerda, y bajar a buscar nuevos indicios de lo que aquí ocurre.

Obsesionado con los misterios de la construcción, cual chiquillo en casa abandonada, Juan empezó a subir de nuevo por la escalera de caracol, sin prestar mucha atención a sus pasos... Y ésta fue justamente la causa de lo que ocurrió a continuación: uno de los escalones cedió ante el peso del muchacho, y causó el desprendimiento de parte de la escalera, y el porrazo del mismo. La lámpara que llevaba en la mano cayó al piso, rompiéndose y apagándose en el acto, mientras que en el oscuro tumulto, Juan rodaba y se golpeaba sin poder detenerse.

Cuando el mundo dejó de dar vueltas alrededor de Juan, éste se tomó unos segundos de descanso para recuperar el aliento. Un dolor punzante lo torturaba en el brazo izquierdo, que sostenía con su mano derecha, a la vez que subía a rastras de nuevo la escalera, con sumo cuidado.

A tumbos contra las paredes llegó hasta el portal que comunicaba los oscuros pasillos con su habitación, y se desplomó en el piso de la misma, llegando casi a arrancar el tapiz de la pared al traspasarlo en la caída. El mareo aumentó cuando notó que la puerta del cuarto estaba siendo golpeada con fuerza, mientras que unos apagados gritos provenientes del otro lado llamaban al muchacho por su nombre.

—¡Un momento! —alcanzó a responder Juan, mientras intentaba levantarse del piso.

—¿Le ocurre algo, señor? —habló la voz del mayordomo desde detrás de la puerta—. ¡Hace un buen rato que estoy golpeando, sin recibir ninguna respuesta!

—¡No se preocupe, tengo el sueño muy pesado, además del cansancio del viaje, dormía como un lirón!

—Bueno —dijo el mayordomo—, su desayuno está listo, y el caballo esperándolo afuera, debe apurarse si quiere aprovechar el día completo para viajar.

—¡Ya voy! —exclamó el joven, sentándose sobre la cama, a la vez que examinaba el brazo que tanto le dolía. Cerca del hombro tenía un tajo de más de diez centímetros, bastante profundo, del cual la sangre brotaba a borbotones. Juan saltó de la cama, por temor a ensuciarla con su sangre, aunque el tinte rojo ya había caído sobre la misma en forma de pequeñas gotas.

Desesperado, el muchacho tomó un pañuelo de su mochila de viaje y lo ató alrededor del brazo, para frenar en lo posible la hemorragia. Luego de contener un poco la misma, miró el resto de su cuerpo y de su indumentaria. Estaba completamente sucio, debido al polvo y a la caída, y algunos moretones le afloraban en la piel.

Despacio, con cuidado, Juan abrió la cerradura de su puerta y miró en ambas direcciones del pasillo. Al no ver a nadie cerca, corrió hasta el baño, donde se encerró y lavó las heridas y la cara, intentando parecer una persona normal y no alguien que estuvo en un festival de doma toda la noche. Tenía un golpe bastante feo en la frente, que ocultó con una pañoleta. El ropaje que tenía puesto era un cómico disfraz, pero Juan no pudo hacer nada mejor al respecto.

El muchacho tomó sus cosas del cuarto, y bajó al comedor, donde el abundante desayuno lo aguardaba. No había nadie excepto un sirviente que se encargó de que todo estuviera a la perfección. Luego de saciar su voraz apetito, Juan caminó hasta el hall, y salió al exterior de la casa. Afuera estaba el mayordomo, junto a un muchacho que sostenía las riendas del caballo. El camino estaba totalmente cubierto por barro, y numerosos árboles habían sido arrancados desde la raíz por el poderoso viento que acompañó a la tormenta del día anterior.

El mayordomo, al ver los extraños atavíos de Juan, no pudo evitar expresarse:

—¿Le ocurre algo, señor? —preguntó con voz cavernosa.

Juan, ruborizado, alcanzó a explicar:

—Es una cábala, para llegar a salvo a casa, nada más.

El sirviente lo observó extrañado, pero no dijo nada.

—Debe apurarse, si quiere estar lejos de aquí para cuando caiga la noche —replicó el mayordomo—. Esta zona es muy peligrosa, y debería alejarse de ella cuanto antes.

—Así es —aceptó el muchacho, a la vez que subía con un poco de dificultad a su corcel. Juan alcanzó a mirar hacia la puerta, a la espera de que el profesor y su hija aparecieran a despedirlo, pero esto no sucedió. En cambio, pudo observar que desde una de las ventanas del segundo piso una sombra lo observaba, y podría haber jurado que se trataba de Melissa.

La frustración de tener que irse sin poder hacer nada logró que el muchacho se decidiera, sin reparar demasiado en las consecuencias de sus actos, a quedarse. Juan taloneó al caballo con fuerza, a la vez que tiraba de las riendas con seguridad. El potro automáticamente se elevó sobre sus patas traseras, como tenía acostumbrado, ya que estaba muy bien entrenado. Inmediatamente, el joven soltó las riendas, y se dejó caer, intentando dar en el piso con el brazo lastimado.

Un grito lastimero fue lo único que profirió, al tiempo que los dos hombres a su lado intentaban socorrerlo, y la sangre empezaba a brotar nuevamente de la herida y a notarse a través de la camisa.

Unos segundos después Melissa estaba parada junto a la puerta del castillo, mirando al muchacho que se acercaba, ayudado por los dos sirvientes. El rostro de la hermosa mujer denotaba a la vez preocupación y duda, de una manera que sólo Juan podía entender.

—¡Llévenlo a la cocina! —exclamó ella, adentrándose en la casa—. ¡Estela! —gritó a continuación—. ¡Consígueme unas vendas y ungüentos!

El muchacho profirió una leve sonrisa, que nadie llegó a ver, al tiempo que lo llevaban de nuevo adentro de la mansión.

* * * * *

—Eres un tonto —reprendía Melissa al joven, mientras pasaba un paño embebido en cremas curativas sobre las heridas de su cabeza—. No hacía falta semejante despliegue escénico para quedarte. Me preocupé mucho al verte caer.

—No entiendo... —alcanzó a justificarse él, sumisamente, a la vez que mostraba síntomas de sufrimiento cada vez que ella acercaba el paño húmedo a sus lastimaduras.

—No te pases de listo conmigo, amigo —agregó ella—, es evidente que te lanzaste a propósito del caballo. Todos nos dimos cuenta de ello. Podrías haber inventado algo más elaborado y menos peligroso si querías permanecer cerca un tiempo más.

—No tuve tiempo de pensar nada mejor —aceptó finalmente el joven—. ¿Qué más podía hacer?

—No lo sé —le respondió la bella dama—, por suerte mi padre no vio tu patética interpretación, así que podremos explicarle cuán peligroso fue el accidente sin que tenga dudas al respecto.

Juan profirió una leve sonrisa, que se ensombreció enseguida.

—¿Y los criados? —preguntó.

—Ellos me son más fieles a mí que a mi padre, no te preocupes —afirmó la mujer—. Lo que me molesta es esta incómoda situación. Si querías quedarte cerca mío mejor hubiera sido que me lo dijeras, y yo hubiera buscado la forma de convencer a mi padre, no hacía falta que te lastimaras de esta manera.

—¡¿Cerca tuyo?! —exclamó Juan separando la mano de la joven de su frente, con una sonrisa casi sarcástica, para luego mirarla fijamente.

—¿Por qué más lo harías? —le preguntó ella, con altivez—. ¿Crees que soy tonta? Tenías una cara de bobo que duró toda la cena, no despegaste tus ojos de mí por un instante. Creo que ese fue el motivo principal por el que mi padre quería que te vayas.

El muchacho dudó por unos instantes, pero finalmente se decidió a hablar:

—Bueno, eso es cierto, no puedo negar que me resultas sumamente atractiva, pero esa no es toda la verdad, también quiero permanecer aquí para que me enseñes a utilizar el arma de los cazadores, y para averiguar...

Un grito furibundo interrumpió la explicación del joven, proveniente del pasillo contiguo, que dejó paralizados a todos. Amulio entró hecho una fiera a la sala, mirando con ojos cargados de ira al joven.

—¿Qué haces aquí todavía? —lo increpó—. ¿Entiendes el peligro en que nos estás poniendo a todos?

Inmediatamente el hombre lo tomó por el brazo con fuerza, y lo levantó de la silla en la cual estaba sentado, mirando fijamente a sus ojos:

—¿Qué hago ahora con los cazadores que han venido a buscarte? ¿Sabes la situación en la que me has puesto? ¡Tendré problemas con mis protectores en Asción! ¿Cómo solucionaré este dilema? ¡Mereces que te entregue!

—¡Suéltalo! —le gritó Melissa, a la vez que lo empujaba—. ¡Tiene el brazo lastimado! ¿No lo ves?

Amulio liberó al joven, que se desplomó en el suelo presa del dolor, y miró su mano, levemente teñida de rojo, así como la camisa de la víctima.

—Hay que ser muy tonto para lastimarse de semejante manera al caer de un caballo, sobre todo si se es arriero de nacimiento... —insinuó. El hombre miró de soslayo a un criado que lo acompañaba, dio media vuelta y se internó de nuevo en el pasillo, emitiendo un último grito:

—¡Si mañana aún sigue aquí, no lo protegeré, no me importa cuán herido esté!

Melissa ayudó a Juan a levantarse del piso y lo acomodó de nuevo en la silla.

—Creo que no hubieras podido convencerlo de que me permitiera quedarme, de todos modos —afirmó el muchacho.

—Es extraño —pensó ella—, mi padre siempre tuvo un carácter difícil, lo admito, pero hace unas semanas que se muestra mucho más sensible y agresivo ante todo, no sé qué le ocurre... Bueno, en realidad creo saberlo, pero de todos modos lo noto extraño.

—¿Qué crees que le pasa? —alcanzó a preguntar Juan de forma débil y entrecortada.

—La fecha... Mañana se cumple otro aniversario de la muerte de mi madre, el vigésimo —explicó ella, apesadumbrada—. Visité su tumba hoy temprano, como toda la semana. Está enterrada en el bosque detrás del castillo, junto al arroyo. Lo que me sorprendió fue que mi padre no estuvo presente ninguno de estos días. Me parece tan extraño. Todos los años hemos ido juntos hasta allí, y en el aniversario celebrábamos una ceremonia recordatoria, que esta vez no se organizó... ¿Quieres saber cómo era ella? —le preguntó al joven, a la vez que se acercaba de nuevo a él.

—Me encantaría —respondió cortésmente.

La joven extrajo un colgante dorado que pendía de su cuello, oculto por el ropaje. Lo abrió lentamente, para mostrar dentro de él dos fotografías a colores, antiguas pero muy bien mantenidas, engarzadas en el objeto. Era obvio que las personas eran Amulio y su esposa, ambos muy jóvenes. El profesor tenía un semblante de paz, de felicidad, mucho más cabello, oscuro, y ninguna arruga. La mujer era realmente muy bella, poseía una sonrisa tranquilizadora, un cabello castaño muy largo, levemente ondulado y unos ojos brillantes, vivificadores.

—¿Era hermosa, no? —le preguntó ella.

—Sí, pero hay que aceptar que tú eres su viva imagen: tienen la misma sonrisa, los ojos grandes y el cabello claro te sienta mejor aún. Si tuviera que elegir entre ambas, cosa arduamente difícil —explicó, con una sonrisa—, te preferiría a ti, aunque eso es cuestión de gustos...

Un leve destello se encendió en los ojos de la muchacha, que intuitivamente bajó la vista, para observar el objeto del cual estaban hablando.

—Es el único recuerdo que tengo de ella —explicó Melissa—, lo encontré hurgando entre las cosas escondidas de mi padre, en la torre, cuando era niña y jugaba entre los pasajes escondidos del castillo.

—¿Los pasajes? —preguntó Juan, inquieto—. ¿Tú sabes de la existencia de esos pasajes?

—Por supuesto, todos los conocemos, pero hace años que no se utilizan. Me encantaba esconderme allí de pequeña, y espiar a mi padre y a los criados. Por el tono de tu pregunta asumo que también conoces su existencia, y me parece extraño, no creo que nadie te haya hablado de ellos.

—Hay uno en mi habitación —explicó el muchacho, temeroso—, lo encontré por casualidad, y fue el verdadero causante de todas estas magulladuras —afirmó.

—¿Entraste en él? —inquirió la muchacha, con aire sombrío.

—Sí... —alcanzó a asentir el muchacho.

—¿Para qué? —le preguntó ella.

—Por curiosidad, me atraen de sobremanera los sucesos extraños, los lugares como éste, nuca estuve en un lugar así, parece embrujado, ¡Es toda una aventura! Además quería averiguar algo, ese es el otro motivo por el cual decidí quedarme.

—¿Qué querías averiguar? —lo interrogó ella.

—Resulta que anoche no podía dormir... —empezó a explicar Juan, pero detuvo su relato al ver que un criado entraba a la sala, con algunos vendajes que Melissa había solicitado. Ella tomó las vendas y pidió al muchacho que se retirara, pues estaba interesada en escuchar la narración de Juan.

* * * * *

El encanecido hombre abrió la puerta de nuevo, en forma repentina, casi agresiva. Se secó el sudor de la frente con el dorso de la mano, que luego limpió en su blanca camisa; estaba nervioso y no podía ocultarlo. El poco común calor húmedo causado por la tormenta en combinación con el día soleado ahogaba a todos, y más aún a las personas mayores. El hombre miró el cielo, intentando comprender cómo podían existir días así, tan pocas veces vistos en su larga vida.

—Lo lamento señores —se excusó pesadamente, con seguridad, aunque de todos modos le resultaba difícil ocultar su temor—, no podrán llevarse al chico. Es mejor que regresen por el camino a través del cual llegaron.

Dos figuras, humanoides, se hallaban paradas afuera, bajando los pocos escalones de piedra que separaban la entrada del castillo y la tierra del camino que llegaba hasta él. Poseían un extraño ropaje negro, amplio, con numerosos bolsillos, y en la espalda parecía que la mochila formaba parte del mismo atuendo. Un casco, del mismo color renegrido, ocultaba los rostros de los extraños seres. Colgada, en el hombro, cada uno de ellos tenía una extraña arma, de unos cincuenta centímetros de largo, pero ancha, con formas ergonómicas, redondeadas, sumamente llamativas.

—Usted sabe muy bien que no podemos regresar sin él —habló una voz, casi metálica—. Las leyes impiden que hombres libres se internen dentro de los límites de Yronia. Y a nosotros nos pagan para que hagamos cumplir esas leyes, somos los únicos encargados de preservar el orden establecido dentro de este caótico mundo olvidado por Asción. Y dan una gran recompensa por cabeza, recompensa que de ninguna manera perderemos. Hace días que estamos tras esta presa, no volveremos atrás.

—Es una pena, pero esta vez no podrá ser. Está de más decir quién soy, y no son de su incumbencia las tareas a las que me dedico. Sólo deben saber que mi trabajo está apadrinado por las mismas personas que les pagan a ustedes, los dueños de este pequeño mundo, tal vez la única porción de tierra habitada de todo el continente. Y mi trabajo es mucho más importante que el suyo —El rostro del profesor mostraba firmeza, en una batalla de palabras, una batalla difícil de manejar para los cazadores.

El visor de uno de los cascos se levantó, dejando visible parte del rostro de uno de los desconocidos. Su tez era blanca, y sus ojos albinos no se acostumbraban a la luz ambiental. Una especie de monóculo metálico rodeaba uno de sus globos oculares, en una forma semejante a un implante en la carne. A pesar de esa dificultad, el hombre miró fijamente a Amulio, de manera desafiante.

—Yo sé que usted es alguien importante, cuya zona debemos evitar, por orden explícita de nuestros superiores, pero estamos siguiendo al joven desde la frontera, además, él osó lastimar a uno de los nuestros, algo que debe ser castigado severamente. No nos iremos sin él —la voz del interpelado se había tornado más cálida, casi humana.

—¡No le permito que me hable de esa manera, insolente! —exclamó el profesor ofuscado—. ¡Quién se cree que es! Un mero peón, descartable por el sistema. Yo puedo ordenar que lo ejecuten hoy mismo si quisiera, y lo harían sin preguntar razones, así que tranquilícese —El puño del profesor estaba cerrado, apretado con rabia, y el ceño fruncido mostraba que hablaba en serio—. El joven que persiguen me trajo importantes componentes desde lejanas tierras, componentes que necesito para mis experimentos, y sin los cuales no podría continuar. Él está bajo mi cuidado, y mientras lo esté nada le sucederá. Además, debe regresar sano y salvo a su tierra, le prometí que así sería. Ustedes no tienen potestad para contradecir lo que yo les indique.

—No la tenemos —habló el otro ente—, y normalmente haríamos caso a lo que usted nos dijera, es nuestra obligación. Pero esta persona atacó a uno de nuestros hombres, y tenemos órdenes explícitas de atraparlo y llevarlo a Asción directamente para su ejecución pública. Su crimen es grave, uno de los más graves de nuestro tiempo.

—¿Qué crimen? —preguntó el profesor, a la vez que emitía una sonora carcajada—. ¿Atacar a uno de ustedes? Al que deberían ejecutar es al inútil que cayó en manos de una persona indefensa, sin la tecnología y las armas que ustedes poseen.

—Eso ya se hizo —explicó el único hombre cuyo rostro era visible—. Fue ejecutado sin piedad, sin miramientos, por mí.

—Entonces todo está dicho... —murmuró el profesor.

—¡Nada está dicho! —gritó el cazador, contrariado. Ahora era él el que se mostraba amenazador—. ¡El hombre que murió era mi hermano! ¡Mi propia sangre!

El profesor enmudeció. El nudo que tenía en la garganta impedía cualquier posible articulación de palabra alguna. Los ojos abiertos, fijos en el ser, uno de los más peligrosos del mundo conocido, no atinaban siquiera a pestañear. No hubo forma de disimular el terror que lo paralizaba.

—¿Has asesinado a tu propio hermano? —alcanzó a preguntar, a pesar que la lengua le pesaba como una piedra en la boca.

—Bien sabrá que no podemos dejar de cumplir ninguna orden que se nos dé. Estamos programados para hacer todo lo que se nos pida, aunque no lo deseemos. Nuestra moral fue removida... Pero no nuestros sentimientos —el hombre no pudo evitar llorar, estaba desesperado—. ¿Quién fue el monstruo que nos creó? ¿Había necesidad de que pasara algo así? Yo siempre cumplo las órdenes, sin dudar, debo hacer lo que cualquier superior me ordene, para eso fui creado ¡Malditos! —gritó, entre sollozos—. ¡Por lo menos hubieran eliminado el sufrimiento también!

La incredulidad que Amulio mostró en su pálido rostro se tornó indescriptible. Jamás pensó, o conoció, los sentimientos de esos seres. Más que tartamudear, repetía frases ininteligibles:

—N-No quise, no pensé... que se llegaría a tal extremo —balbuceó.

El cazador detuvo su llanto, y cerró su casco, para evitar mostrar sus sentimientos humanos.

—Ahora me ordenaron encontrarlo y asegurarme que este extraño sea destruido —la voz volvió a tomar el tono metálico—. Y por primera vez lo haré con gusto, disfrutaré del momento en que vea su muerte, a pesar de que no disfruto matando.

—Lamento todo lo sucedido, pero mi postura no cambiará. El muchacho se defendió, como lo haría cualquier animal amenazado, ese no es un pecado. Les ordeno que no le hagan daño —insistió, sin demostrar su creciente debilidad.

—Nosotros no le haremos daño al muchacho, ya le dije que nuestras órdenes sólo indican que lo atrapemos y llevemos a Asción. Ahora, esas órdenes provienen de esferas de influencia superiores a la suya, y por lo tanto son precedentes sobre lo que usted nos pida. No podemos entrar a su casa a buscarlo porque es una directiva del mismo nivel, pero estaremos atentos a su salida. Difícilmente escape.

—Eso lo veremos en su momento —afirmó Amulio, pero su semblante demostraba falta de convicción.

Sin mediar palabra, los extraños personajes dieron media vuelta, y caminaron hacia unos matorrales cercanos. Uno de ellos se detuvo por un instante, y dijo en forma desafiante:

—Estaremos observando —Inmediatamente reanudó su marcha junto al compañero, pero luego de dar unos pasos, los dos hombres se esfumaron de la vista de Amulio, como por arte de magia.

—Esos trajes con camuflaje dinámico son fantásticos —murmuró el profesor para sí—. Me pregunto cuál de mis colegas realizó el diseño inicial —Luego, entró de nuevo a la casa, cerrando la puerta tras de sí.

* * * * *

—Bueno, eso es, resumidamente lo que ocurrió —explicaba Juan a Melissa—. Lamento haber causado tantos problemas, no lo deseaba. Pero mi curiosidad, mi necesidad de saber me empujó a todo esto. Debería haberme ido...

—Deberías haberlo hecho... —interrumpió la charla Amulio, quien aparentemente había escuchado la última frase emitida por Juan.

Ambos jóvenes se sobresaltaron, y Melissa soltó instintivamente la mano del muchacho, que estaba sosteniendo desde hacía un rato. Esperando una nueva reprimenda, apretó los labios, y miró fijamente al piso. Pero el reto no llegó, sino que el profesor intentó hablar en forma pausada, sin elevar la voz.

—...Pero probablemente hubieras muerto al traspasar el umbral —continuó Amulio—. Los cazadores vinieron hasta la puerta de mi propia casa a exigir que te entregue. Obviamente me negué, pero ellos permanecen afuera, ocultos, esperando que salgas, para atraparte y asegurarse de que tu vida termine de una manera lenta y dolorosa ¡Aún no entiendo cómo lograste lastimar a uno de ellos! Son armas perfectas, diseñados para atacar, emboscar y subyugar. Debo aceptar que cuando contaste su historia ayer, creí que eras un mentiroso o un exagerado. Nunca un hombre logró evitar a los cazadores, y mucho menos atacar o anular a uno de ellos. Te respeto por eso.

—Gracias —balbuceó el joven.

—Y sobre tu estadía aquí —continuó hablando el hombre cano—, podrías haberme dicho que tu temor residía en que ellos quisieran vengarse y atraparte. No hacía falta semejante teatro, podríamos haber dialogado y encontrado una forma de salir adelante.

Juan intentó ocultar la sorpresa en su rostro, mirando tímidamente a Melissa, cuyo semblante indicaba lo mismo que el suyo.

—Tengo una idea —explicó sereno el hombre, al no recibir respuesta por parte de los jóvenes—. Mañana pondremos en práctica una alternativa para tu escape. Tiene que ser en el crepúsculo, debes escabullirte entre las sombras. Y te ruego que no hagas ninguna tontería, es demasiado peligroso que permanezcas aquí, poniendo en riesgo a toda la gente que intenta protegerte, serías un malagradecido si lo hicieras. Por el momento estás seguro aquí, los cazadores no osarán entrar a buscarte, pero una orden superior anularía esa directiva, y significaría un riesgo enorme para todos nosotros. Descansa todo el día de hoy y de mañana, y recupera fuerzas para la jornada que emprenderás. Y tú, Melissa —se dirigió a su hija—, debes empezar a mentalizarte que nunca lo volverás a ver, por más que salga de todo este embrollo con vida.

Luego de echar una extraña mirada a la joven, que no se podría definir como dulce o amarga, se acercó a ella y tomó el colgante de su cuello, que no había ocultado luego de mostrárselo a Juan. Lo abrió lentamente, y miró por varios segundos las fotografías, sin expresar ningún sentimiento. Finalmente habló, para sí mismo, olvidando que los dos jóvenes estaban a su lado:

—Ay mi amor... Cómo necesito que estés aquí —habló, conteniendo las lágrimas. Inmediatamente soltó el colgante y se retiró, sin decir nada más. Ambos permanecieron callados, desconcertados, era obvio que ni siquiera Melissa comprendía el humor cambiante de su padre, que se comportaba de manera cada vez más extraña.

—Me sorprende lo complicada y llena de vueltas que puede ser nuestra vida —dijo ella—. Es bueno que mi padre haya insistido en que te quedaras, aunque sabemos que no es el miedo a los cazadores lo que te ató a aquí. Y hablando de cazadores... ¿Tienes el arma que mencionaste? Realmente vas a necesitarla para salir vivo de este lugar.

—Sí, la tengo —afirmó el muchacho—. ¿Me enseñarás a utilizarla? —le preguntó.

—Debes dármela primero. Hay un pequeño problema, que veremos cómo solucionar.

—¿Qué problema? —preguntó intrigado el muchacho. Era obvio que el arma era un instrumento sumamente complejo, y que no sería fácil comprender su funcionamiento, pero aparentemente el problema al que ella se refería no era ese.

—El rifle no responde a otra persona que no sea su dueña.

—¿Cómo es eso? —inquirió Juan, confundido.

—Así es, como te digo. El dueño del arma puede ordenarle a la misma que ignore cualquier orden fuera de las suyas, lo que hace que la misma sea inutilizable por un desconocido. Debes dármela, y verificaremos si la misma está protegida.

—¿Y qué haremos si lo está?

—Nada, destruirla, puede volverse peligrosa y dañina para el que la use —explicó Melissa con una seguridad que a Juan le resultó por sobremanera extraña. Realmente, detrás de ese manto de ternura que la cubría, había una mujer completa, capaz, fascinante.

* * * * *

—No lo entiendo —dijo Juan a la mujer, a pesar de que ésta no parecía prestarle mucha atención—. ¿Cómo es posible que estés intentando usar el arma si está protegida? Tú misma me dijiste que podría resultar peligrosa en ese caso.

Melissa sonrió, para luego dar la espalda al joven, mirando al hermoso y verde paisaje que se extendía en todas las direcciones, a la vez que emitía un suave suspiro. Su áureo cabello ondeaba levemente con la brisa que le acariciaba el rostro. Ambos se encontraban en la terraza del castillo, un lugar por demás enorme y rústico. Era claro que el espacio no era muy utilizado, ya que el suelo estaba lleno de excrementos de aves, pero de todos modos se mantenía bastante cuidado. Probablemente alguien se encargaba de su mantenimiento periódico. Las pequeñas y altas torres se alzaban a ambos lados, compuestas de la misma gris piedra con la que estaba construido todo el lugar. Desde la explanada en la que estaban se podía acceder a otras dos pequeñas atalayas no visibles desde abajo, que alguna vez habrían servido como puestos de vigía, pero que hoy no hacían más que acumular polvo y telarañas. En un extremo del lugar había unos blancos de arquería, que aún tenían ensartadas, en forma irregular, tres o cuatro flechas, todas cerca del centro. Juan se acercó a ellas, ignorando los pensamientos que aparentemente surcaban la mente de Melissa y extrajo uno de los proyectiles de la paja, observando su punta redondeada y tocándola con el dedo. Obviamente eran flechas de práctica, no de cacería.

—¡Esto es una vergüenza! —exclamó la mujer, que había seguido silenciosamente a Juan hasta allí—. ¡Fátima! —reprendió inmediatamente a la muchacha que los había acompañado hasta el lugar—. ¿Cuantas veces te dije que al terminar mis prácticas juntes y ordenes todo? ¡Desde hace más de quince días que estas flechas han estado estropeándose aquí, a la intemperie!

—Disculpe señorita... —alcanzó a decir la criada.

—¡Vete! —exclamó la patrona, aún molesta—. ¡Abre la puerta del cobertizo y vuelve a tus quehaceres!

La muchacha se retiró sumisamente hacia un pequeño cuarto que estaba en el otro extremo de la terraza y abrió un gran candado que cerraba la única puerta de acceso al lugarcito. Junto a esa pequeña habitación había un toldo construido con materiales rústicos; madera sin trabajar, paja en el techo y ninguna pared, salvo la del cobertizo, hacia la derecha. Finalmente la sirvienta se retiró por las mismas escaleras a través de las cuales habían llegado hasta allí.

—Uno no puede confiar en los empleados, nunca hacen las cosas como debe ser... —se quejó la muchacha.

—¿Tú sabes entiendes de arquería? —le preguntó Juan a Melissa, aun sosteniendo la flecha en sus manos, y desviando la atención de la muchacha hacia él.

—Es uno de mis pasatiempos favoritos —le explicó ella—. También soy bastante diestra con la ballesta.

—Me extraña que a una mujer le interese algo así —pensó en voz alta el joven.

—Un comentario increíblemente machista... —le respondió ella—. Pero la verdad es que no hay mucho que hacer por aquí, tengo que ocupar mis horas en algo. Y esta es una de las actividades que más me relaja... Tensar la cuerda, afinar la puntería, y finalmente lograr que la flecha, una extensión de mi propio ser, llegue al destino que me propuse alcanzar. Modestia aparte, lo hago bastante bien, y eso me anima. Es una de las pocas cosas que sé hacer bien. Si quieres podemos practicar un poco —le ofreció la mujer.

—Me gustaría, pero recuerda que habíamos subido hasta aquí para otra cosa, y aún no me has explicado cómo es posible que utilice el arma que obtuve de los cazadores siendo que es peligrosa para cualquiera que no sea el propio dueño.

—¡Ah! Eso... Pues en realidad esta arma —dijo señalando al artefacto que se hallaba en el piso, a unos metros de ellos—, no es la que robaste a ellos, sino la de mi padre, la que yo aprendí a utilizar.

—¿Y para qué quiero aprender a usar ésta si la mía no podré manejarla? —quiso saber el muchacho.

—No te preocupes por ello —lo calmó Melissa—. Las intercambié. Mi padre tiene la suya en una vitrina como si fuera un trofeo de un museo, o un adorno, nunca la ha usado ni creo que lo haga. Te daré ésta para que la lleves contigo ¿Comprendes?

—¿Estás segura de querer hacerlo? —le preguntó el muchacho, preocupado por la reacción del padre si descubría lo que hizo Melissa—. No deseo generar problemas entre tú y tu padre.

—No importa —respondió ella sonriente— nuestra situación no va a cambiar por algo así, además, mi padre nunca se dará cuenta, ambas son idénticas. Sígueme... —pidió la mujer al muchacho.

Juan acompañó a Melissa hasta donde se encontraba el extraño artefacto. Ella lo tomó entre sus manos e insertó el antebrazo completo en un agujero que inmediatamente se adaptó al tamaño de su delgado brazo. La mano de la joven salió por un hoyo del otro lado del artefacto, pero cubierta por un guante negro. La supuesta arma rodeaba todo el antebrazo de la mujer, y era lisa, sin orificios ni luces, sólo un metal adherido a su piel, nada más. Su conformación permitía ser usada a la vez que se mantenían las manos libres.

—Todavía no comprendo cómo algo tan complejo y grande puede ser a la vez tan liviano —pensó la mujer, estudiándose la mano.

—Los materiales son únicos —habló Juan—. Nunca había visto una aleación semejante, ni oído sobre ella.

—Fascinante, y maravilloso... Este es el poder de la tecnología de Asción... —alcanzó a decir Melissa, de nuevo sumida en sus pensamientos. La mujer caminó de nuevo hasta la baranda de la terraza, y miró perdidamente al paisaje circundante. Los verdes árboles chocaban con el cielo azul y sin nubes en el lejano horizonte, donde ambos planos convergían.

La muchacha dio media vuelta y otra vez observó la amplia terraza, mostrando signos de añorar un pasado remoto. Finalmente habló otra vez:

—Aún recuerdo las grandes fiestas que se celebraban aquí arriba... —dijo—. Noches hermosas, iluminadas únicamente por antorchas, gente disfrazada, risas, deliciosa comida y bebida. Yo era muy pequeña, pero disfrutaba de esos momentos con locura. Todos bailaban... —explicó a la vez que se movía en círculos con un brazo extendido y el otro en el pecho, al son de un vals que sólo sonaba en sus recuerdos—. Era todo tan bello, tan ideal. Lastimosamente mi padre hizo pocas de esas reuniones, su ánimo cambió en forma muy repentina, y las fiestas terminaron. Sólo algún cumpleaños de mi niñez se festejó aquí, a pedido mío, pero nunca tuve muchos amigos, y no se podían comparar con las fiestas de otros tiempos... Discúlpame —suplicó Melissa, apartando la añoranza de su mente—, estoy divagando de nuevo, fantaseando, como siempre. Muchas veces me cuesta hacer que mi cuerpo y mi mente coincidan en un lugar, por más necesario que pudiera ser.

—Eres una soñadora —supuso Juan.

—No lo sé. Creo que no pertenezco totalmente al mundo material, eso es lo que pasa. Pero bueno, volvamos a tu lección sobre el uso de este artefacto tan útil y devastador. Soy Melissa —dijo con voz firme, hablando hacia el objeto inanimado—, desarma las protecciones. El objeto inmediatamente emitió un leve pitido, indicando haber reconocido a la usuaria.

—¿Le hablas? —preguntó el muchacho, confundido.

—Por supuesto —repuso ella—, es la única forma de activar algo tan complejo y aprovechar todas sus capacidades. Bueno, también se puede operar directamente presionando los controles que están detrás de este panel —le describió Melissa mostrando un cuadrado metálico que se encontraba debajo del artefacto—, pero es mucho más cómodo simplemente usar comandos verbales. Yo no conozco todas las cosas que esta arma puede hacer, pero por lo menos podré explicarte las básicas. De hecho, no funcionará a todo su potencial, porque para ello necesita estar conectada a un casco especialmente diseñado para compartir información con ella. Si tuviésemos ese casco, podríamos aprovechar los lectores de calor, cámaras y otros múltiples detectores que posee este magnífico aparato. Bueno, no importa...

—Me parece que esto será más complicado de lo que me imaginaba —dijo Juan, preocupado, a la dama.

—En realidad no lo es tanto —le respondió ella—, tan sólo debes aprender algunos comandos verbales, y apuntar, aunque tal vez ni siquiera eso sea muy necesario. En realidad, tenemos un pequeño visor que se puede utilizar si no poseemos el casco, - continuó mostrándole Melissa - pero no es tan cómodo como poseer toda la información directamente frente a los ojos. Te mostraré... Pantalla Secundaria —dijo ella, extendiendo el brazo hacia adelante. Inmediatamente una porción del metal se elevó, mostrando una pantalla de cerca de cinco pulgadas frente a ella, aún apagada.

—Sorprendente —exclamó interesado Juan.

—Esto no es nada —le explicó la mujer—, con este monitor puedo utilizar varias cámaras y detectores de distintos tipos. Por ejemplo, tenemos la Cámara Uno —Inmediatamente la pantalla se encendió, mostrando en su pequeño tamaño, el lugar al que apuntaba Melissa con el arma—. O el Modo Infrarrojo —Cuando la mujer pronunció esas palabras, las tonalidades cambiaron a colores rojizos en la pantalla, indicando que se estaba utilizando el detector de calor—. También tenemos el Detector de Movimiento —explicó ella, apuntando hacia abajo, donde un perro caminaba sobre el piso terroso. El monitor se tornó negro, y sólo mostró trazas borrosas de los lugares por los que el animal fue pasando—. ¡Ah! —continuó la joven—. Lo olvidaba, el Detector Sonoro. Esta tecnología es la que más me asombró, el aparato genera una imagen a partir de ondas sonoras, como lo hacen los murciélagos, es fantástico.

—Me parece que todo esto es demasiado complicado para mí. No creo que pueda utilizar el arma. Mejor devuélvesela a tu padre y olvidemos esto —se excusó Juan, sobrepasado por tanta información.

—Vamos, es mucho más fácil de lo que parece. Las armas básicas son una pistola de plasma, una ametralladora de proyectiles, un lanzallamas, un tranquilizante de contacto, las granadas paralizantes y un pequeño lanzador de cohetes. Todos se accionan por voz, y se disparan mediante un leve movimiento de la mano que debes conocer. Y apuntar es tan sencillo... Mira, primero apunto la zona que me interesa, luego pido a la máquina que seleccione, por ejemplo, blancos vivientes, y luego con un suave movimiento de la mano elijo cuál es la víctima deseada.

En la pantalla se observaba la zona de abajo del castillo, y en recuadros habían aparecido el perro antes mencionado y uno de los empleados que estaba realizando algún tipo de trabajo cerca de las puertas del lugar. Con una orden precisa, un recuadro rojo se movía entre ambos, indicando que era el blanco de cualquier agresión posible.

—¿Ves que no es tan complicado? —continuó explicando Melissa—. Además de los usos meramente de combate, este artefacto tiene otras posibilidades, como ser una gran base de datos y un sistema de navegación por satélite al que se puede acceder mediante la misma pantalla, y que sirve para generar mapas, entre otras cosas.

—Insisto en que es más de lo que mi mente puede manejar, me asusta... Voy a terminar lastimando a alguien sin desearlo.

—No tengas miedo. Toma —Continuó ella, extrayendo la mano del arma y pasándosela a Juan—. Póntela y empezaremos con la práctica. Tengo municiones de sus principales armas, que te daré para que lleves contigo, ya que una vez que se te acaben, no tendrás forma de recargarla, en tu tierra natal.

El joven accedió, temeroso y de mala gana, no pudiendo evadir la presión de la dama. El resto de la tarde estuvo experimentando con ella, intentando compenetrarse con una tecnología desconocida e imposible de concebir para él...

* * * * *

La larga mesa estaba hermosamente dispuesta, decorada con flores y candelabros. Amulio se encontraba sentado en un extremo, con Melissa a su lado, mientras que Juan se hallaba en la otra punta. La deliciosa cena había sido servida, y todos comían con fruición los manjares allí dispuestos. Algunos comentarios tontos se echaron al aire, pero todavía el ambiente era tenso, especialmente debido a todo lo sucedido durante el día, y a que Juan permanecía en un lugar donde no gustaba su presencia. De todos modos, el anfitrión intentó mostrarse amable y cortés, ya nada más podía hacer.

—Escuché que estuvieron practicando con el arma de los cazadores durante toda la tarde —comentó el hombre, a nadie en particular, sólo por el hecho de hablar.

—Así es —le respondió Juan—. Sigo sorprendido de lo poderoso que es ese pequeño artefacto. Todo lo que puede hacer...

—Es por eso que me pareció increíble que tú solo hayas vencido a uno de los cazadores. Y no es únicamente por el arma. Ellos tienen un sinnúmero de otros artefactos, instrumentos y trampas que los convierten en máquinas de matar.

—Tal vez justamente por eso se haya salvado —sugirió Melissa—. No podían usar todo ese arsenal contra él, porque lo querían vivo, para utilizarlo como esclavo. Pero ahora temo por él, ya que quieren ejecutarlo públicamente.

—Sí —afirmó el padre—, pero lo tienen que llevar vivo a Asción para su ajusticiamiento público, así que mantiene la ventaja... Salvo que se resistiera y tuvieran que defenderse de él...

Juan frunció el ceño con disgusto. Al fin y al cabo era su vida la que estaba en juego. Prefirió no emitir palabra.

—De todos modos, algunos consejos te serán de utilidad —continuó hablando el hombre mayor—. Debes entender a tus enemigos para intentar enfrentarte a ellos, aunque sinceramente creo que esta vez no se descuidarán ni te infravalorarán... Los cazadores manejan mucho mejor las capacidades del arma, porque el casco que poseen les da toda la información necesaria directamente a sus ojos, además puede mezclar distintos sensores juntos, para búsquedas específicas, y apuntar les es sumamente fácil de este modo... Bueno, eso es por un lado, pero por otro está la dificultad que entraña detectarlos si es que activan el camuflaje de sus trajes.

—¿Camuflaje? —preguntó Melissa, interesada.

—Eso mismo. Los trajes poseen un poderoso mecanismo de ocultamiento y camuflaje que los hace casi invisibles e indetectables. Lo negativo de esto es que consumen mucha energía cuando lo activan, por lo que no deben utilizarlo más de lo estrictamente necesario.

—¿Ese mecanismo los hace casi invisibles? —repitió Juan, dejando el tenedor que sostenía sobre el plato y prestando atención a Amulio.

—Así es. El ojo humano difícilmente lo note, aunque sea un buen observador. Te explicaré cómo funciona el atuendo, para que entiendas. Una computadora se encarga de tomar los fotones de la luz entrantes en la dirección exactamente opuesta a la del campo de visión de la víctima y hace que el traje emita exactamente los mismos en tonalidad e intensidad en dirección a ella. Por otro lado, el traje es antirreflectivo, y no emite ningún color perceptible al ojo humano. Supongo que sabes que los objetos que observamos sólo son visibles cuando una luz los ilumina, o sino carecen de color y no se ven, como ocurre cuando entramos a un cuarto oscuro, en el que no se ve nada. Este traje tiene un mecanismo que hace que la luz que choca contra él no se refleje, por lo que sólo la absorbe e impide verlo.

Juan se mostró turbado y confundido, pero no atinaba a preguntar nada. El profesor notó esto, y por lo tanto decidió explicarse de una manera más sencilla para él:

—Mira, el cazador se convierte en algo así como un vidrio, que deja que la luz cromática pase a través de él, sin ser modificada. Lo que la computadora de la que le hablé hace, es simplemente copiar los rayos luminosos que chocarían en él, hacia adelante suyo, dando la ilusión de que no está allí. Es como si tomara una linterna y pusiera algo en frente, que haga sombra. Este aparato permite que la luz continúe su camino como si el objeto no estuviera allí.

El muchacho, a pesar de ser considerado uno de los más inteligentes de su aldea, se sentía un tonto. Comprendía que el aparato hacía invisibles a los hombres dejando pasar la luz a través de ellos, o no dejando que ésta se refleje en ellos, o algo por el estilo, pero los detalles técnicos, las computadoras y todo lo demás era totalmente confuso.

El profesor no tenía mucha paciencia para continuar con los detalles, pero de todos modos siguió explicando el funcionamiento del artefacto:

—El ejemplo de la linterna de todos modos no es correcto, porque la computadora toma conciencia de todos los posibles focos luminosos del lugar en el cual el cazador se encuentra, y de este modo emite luz que borre todas las sombras que pudiera generar. Es obvio que cuantas más fuentes de luz existan, será más trabajoso para el traje simularlas.

—¿Y no ocurre lo mismo si es que hay varias personas ante quienes esconderse? —inquirió Melissa, mirando a su padre y acercándose un poco a él—. Porque entiendo que el traje se prepara para engañar al punto de vista de una persona, según lo que has dicho.

—Así es —afirmó Amulio—. Los trajes trabajan en forma direccional. Esto quiere decir que el cazador debe elegir el punto o la persona que quiere engañar. Desde otros puntos de vista el cazador no es invisible. Esto nos da pistas de cómo sería más fácil verlos: por un lado, si la víctima o el cazador está en movimiento, entonces se tienen que hacer cálculos correctivos en tiempo real que mantengan la ilusión. Los movimientos suaves serán mucho menos notorios que los bruscos, que pueden dejar trazas visibles. Por otro lado, es cierto el comentario que Melissa realizó. Si se quiere engañar a múltiples personas, el procesador debe realizar una simulación para cada una de ellas, lo cual puede llegar a ser imposible para la computadora en ciertas circunstancias, haciendo parcialmente visible al cazador desde alguno de los puntos de vista. Además el traje debería emitir diversos fotones superpuestos en diferentes direcciones pero desde el mismo punto, lo cual es imposible. De todos modos, las imperfecciones normales en la ilusión serían semejantes a las que se producen los días caldeados, en los que el calor deforma la visión con la distancia, pero en un grado poco perceptible.

—Lo que todo esto significa es que tendré que utilizar los detectores del arma para localizarlos, porque del otro modo será muy difícil —supuso Juan en su confusión. Le había sido más fácil escapar a esas sombras que lo acechaban cuando no sabía nada sobre ellas que ahora, que creía conocerlas mucho mejor.

—Esa suposición es falsa —le aseguró el profesor, desbaratando sus planes—. Los sensores infrarrojos y sonoros no servirán en lo absoluto, ni siquiera si su modo oculto está desactivado. Esto es porque los trajes están preparados para evitar que el calor del cuerpo escape de ellos, además de absorber las ondas sonoras. El escáner de movimiento es el único que tal vez devuelva leves trazas de su ubicación.

—¡Pero entonces deben estar ahogándose dentro de esa bolsa que usan como ropa! —exclamó Melissa divertida.

—Nada de eso —le respondió Amulio molesto—, no digas tonterías. Es obvio que eso no ocurre, sino no estarían las veinticuatro horas del día dentro de esos trajes.

—¿Cómo es que usted sabe tanto sobre ellos y sobre su tecnología? —le preguntó Juan—. Los cazadores son seres furtivos que no hablan con nadie más de lo estrictamente necesario, no entiendo cómo usted puede conocer todos esos detalles.

—Yo soy un investigador, un científico. Además trabajo para la gente de Asción, e intercambio ideas y conocimientos con mis colegas. Conozco a quienes diseñaron los trajes y las armas que utilizan los cazadores, e inclusive colaboré brindando ideas sobre algunas de ellas —luego de pronunciar estas palabras, el tono de Amulio se volvió desconfiado—. Lo que quisiera saber es cómo lograste hacer funcionar un arma que estaba protegida, inutilizable para ningún extraño fuera del dueño de la misma. Yo sé que es imposible, me gustaría que me lo explicaras.

Juan se puso pálido y enmudeció. Quiso hablar, pero sólo tartamudeaba nerviosamente frases ininteligibles. Melissa denotaba también signos de nerviosismo, pero estaba mucho más calmada, por lo que decidió hablar, con supuesta naturalidad.

—No estaba protegida —dijo, como si fuera un comentario sin importancia.

—Eso —la apoyó Juan.

—Que extraño —meditó el profesor, rascándose la barbilla y mirando a su hija esperando más explicaciones.

—Lo que pasa es que lo ataqué por sorpresa, y fui superior en el combate físico, sin permitirle usar el arma... Y cuando lo vencí le pedí que desactive todos sus artilugios, y así lo hizo —explicó Juan, mintiendo, ya que en realidad lo había matado a traición en una oportunidad única que se le presentó.

—Podría ser —dudó Amulio, luego se dirigió a Juan, en un tono entre jocoso e irónico—. Mira, si tanto te preocupan los cazadores, deberías atacarlos de la misma forma con la que anulaste al que le robaste el arma. Será lo mejor.

Juan emitió una risa semejante a un suspiro:

—Dudo que pueda hacerlo, en ese momento y en ese lugar se dieron simultáneamente una serie de acontecimientos fortuitos que no se repetirán jamás.

—Entonces tuvo mucha suerte —le dijo el profesor con tono de pregunta.

—Lo que fuera, no sabría como llamarlo, buena estrella, ángel de la guarda tal vez —asintió Juan—. Tengo que aceptar que mi ángel guardián cumple su trabajo muy bien, puesto que nunca permitió que ninguna desgracia me alcance, ni que la fortuna me juegue una mala pasada.

Melissa sonrió. Sus pómulos, sonrosados, demostraban la vivacidad que poseía. Pero enseguida recobró la postura, acomodó un poco el cabello que había caído a un costado del rostro y se lo pasó por detrás de la oreja. A continuación, habló a su padre, con tono molesto, desviando la conversación previa.

—¿Por qué esta semana no me acompañaste a la tumba de mamá, ni preparaste los oficios religiosos? ¡Mañana se cumplen veinte años de su muerte! —Apoyó su exigencia con un golpe de su puño sobre la mesa.

—Creo que ya es hora de que ella descanse. Ya la hemos llorado demasiado —explicó Amulio, mostrándose apenado—. No tiene sentido seguir sufriendo su ausencia, y otra cosa no se puede hacer...

—Me entristece y resulta extraño este cambio repentino en tu actitud. Nunca pensaste de manera similar —le reclamó Melissa.

—Todos podemos crecer, evolucionar, mejorar, aprender... He perdido veinte años llorando, y ya no lo haré más —afirmó el profesor con dureza y seguridad—. Es hora de que mi vida, nuestra vida, cambie. Y no tienes derecho a recriminarme nada, si tú deseas seguir padeciendo su ausencia hazlo, yo no te acompañaré.

Melissa titubeó por unos instantes, y unas lágrimas brotaron de sus ojos, débiles, contenidas.

—Por lo menos mañana me acompañarás a su tumba —suplicó al padre.

—Está bien —le respondió éste, luego de unos instantes en los que se dedicó a jugar con la comida. El hombre no podía soportar la inmensa presión que causaban en su interior las lágrimas de su hija—. Mañana por la mañana iremos, pero será la última vez.

Juan se sentía un estorbo dentro de esa discusión familiar. Pensó en levantarse, pero no quería actuar en forma grosera, por lo que permaneció en silencio. El resto de la cena transcurrió en el mismo mutismo, luego vinieron los postres y finalmente todos se levantaron de la mesa para acudir a sus respectivos aposentos. Cuando subían las escaleras, Juan iba junto a Melissa, y el profesor caminaba un poco más adelante. Con susurros el muchacho pidió a la joven que más tarde pasara por su habitación, cuando todos estuvieran dormidos, porque necesitaba mostrarle algo y hablar de algunos temas con ella. Dubitativa, ella finalmente aceptó, prometiendo ir a verlo en lo oscuro de la noche, sin levantar sospechas.

* * * * *

Dos golpes breves y suaves despertaron a Juan de su ensoñamiento. Se había recostado sobre la cama, boca arriba, unos instantes atrás... ¿U horas? No estaba muy seguro. Lentamente logró ponerse en pie, se acomodó un poco la camisa que llevaba puesta, intentando en vano borrar las numerosas arrugas que la surcaban, y luego se acercó a la puerta un poco mareado. Asió el picaporte y con cuidado, evitando el rechinar de las antiguas bisagras, abrió la pesada puerta de madera.

Melissa se hallaba impaciente en el umbral, escurriéndose silenciosamente dentro del recinto una vez que el muchacho abrió el acceso. Juan volvió a cerrar con delicadeza la puerta y se dirigió a la cama, donde tomó asiento. La muchacha, por el contrario, prefirió permanecer parada. Con supuesta naturalidad miraba el tapiz que cubría la pared, esperando a que el muchacho se decidiera a hablar.

Juan, mientras tanto la observaba extasiado, aún no se acostumbraba a la belleza de la joven, a sus formas balanceadas y suaves, su cabello dorado, su sonrisa... La atracción que ésta le producía era intensa, casi incontrolable. Cuando el muchacho notó que su silencio se volvía incómodo para la dama, comenzó a hablar.

—Te pedí que vinieras porque quiero que me acompañes.

—¿Acompañarte? ¿Adónde? —quiso saber ella.

—Como te dije anteriormente —empezó a explicarse el muchacho—, durante la madrugada de ayer, sucedió el incidente del libro con tu padre, y luego su misteriosa desaparición. Tengo una enorme curiosidad de saber qué pasó con Amulio, cómo hizo para evaporarse así. Tal vez haya algún pasadizo secreto en la biblioteca que lleva a un laboratorio escondido, como en las novelas de terror... O algo por el estilo. En los pasajes de los que te hablé encontré uno que lleva hasta detrás de la biblioteca, y permite observar por un hoyo en la pared lo que dentro de ella ocurre. Es el lugar perfecto para esperar, vigilar, y ver qué sucede en realidad.

—Mira, te diré varias cosas —le respondió la joven, un tanto molesta, al escuchar semejante argumento— Primero, no me interesa espiar a mi padre, es más, me daría vergüenza hacerlo. Él es una persona muy influyente y ocupada, y debe tener motivos más que suficientes para escabullirse de extraños como tú —la muchacha empezó a caminar en círculos por la habitación, hablando y gesticulando con las manos—. En segundo lugar, no entiendo esa curiosidad enfermiza que te mueve a espiar a los demás, y con la cual no me interesa colaborar. Para finalizar, tu historia me suena un tanto extraña. Si bien conozco la existencia de los pasadizos, también sé que no existe ninguno en esta habitación, no te lo dije antes porque estaba esperando ver a donde llevaba todo esto.

—¿Cómo que no existe ningún pasaje en esta habitación? ¿Acaso crees que te miento? ¡Observa esto! —exclamó Juan, convirtiéndose él en el ofendido. El muchacho levantó el tapiz, tras el cual estaba la pared, lisa e ininterrumpida. Esto le pareció extraño, ya que recordaba haberla dejado abierta por la mañana—. Se habrá cerrado sola —se dijo, e intentó con todas sus fuerzas empujarla para abrirla. El muro no cedió en lo absoluto, seguía igual, inmutable. Inmediatamente empezó a darle golpes con el hombro, pero la piedra no mostraba signos de movimiento. Además, el hombro le dolía aún por el profundo corte que tenía, y eso le impedía aplicar toda su fuerza contra él.

—¿Qué pasa aquí? —preguntó en voz alta a la mujer. Su voz parecía inculparla en algún tipo de complot que ella no discernía—. ¡Te juro que hoy por la mañana aquí existía un pasaje abierto! —exclamó, a la vez que empezó a mirar en los alrededores cualquier roca, piedra floja, candelabro u objeto que en su febril imaginación le pareciera una posible palanca que abriría la puerta.

—¡En algún lugar debe estar! ¡Recuerdo haber visto el mecanismo! —continuó hablando nerviosamente Juan, a la vez que se colgaba de un aplique que sobresalía en una de las paredes.

La muchacha, un tanto asustada, retrocedió disimuladamente hacia la puerta, y por detrás de su espalda intentó accionar la manija de la misma, preparando un escape a una situación que se le antojó ridícula y extraña. La puerta no cedió... Estaba cerrada con llave. Melissa no recordaba el momento en que Juan la trancó, posiblemente estaba distraída. En ese instante la situación dejó de parecerle jocosa o rara, y empezó a causarle temor.

—Te suplico que abras la puerta, quiero irme —dijo ella con voz temblorosa.

—¿Irte? Espera ¡No te irás hasta que logre abrir el pasaje! —exclamó Juan fuera de sí—. Aunque recuerdo que la cadena que formaba parte del mecanismo estaba cortada, no creo que se pueda abrir de este modo tampoco.

—Te lo suplico, o sino gritaré y pediré ayuda —rogó la muchacha—. Fue muy vil de tu parte traerme a tu habitación con engaños semejantes. Yo había empezado a confiar en ti, pero acabas de demostrar que no eres más que un hombre detestable, de mente calenturienta, podrida. ¡Te juro que pensé que valías más!

Juan, al escuchar la última frase emitida por Melissa, detuvo bruscamente la búsqueda, como si de repente despertara de una pesadilla. Caminó con largos trancos hasta el lugar donde la joven se hallaba, tomó sus muñecas con fuerza entre sus manos, la apretó junto a él y le habló, en forma nerviosa pero suave.

—¿Qué tontería estás pensando? —le reclamó—. ¿Crees que te engañé, que te traje aquí con infames argucias? ¿Para qué lo haría?

—¡Suéltame! —le suplicó ella, intentando liberarse de las garras de Juan— ¡Aléjate de mí! ¡Los hombres son todos iguales! ¡Pervertidos!

—¿Acaso piensas que sería capaz de hacer algo así? —le preguntó, luego de unos instantes de reflexión en los que creyó darse cuenta de lo que la mujer estaba pensando.

—Claro que no, y por eso vine a verte. Pero ahora has demostrado lo que realmente eres.

El joven la apretó aún más contra él, con ira, su rostro estaba contrariado. Ella lo miraba con temor, sus tibias manos, doloridas y presionadas contra el cuerpo del muchacho, casi llegaban a acariciar su rostro. Sus respiraciones (lo único audible en lo profundo de la noche) eran nerviosas y entrecortadas. Los penetrantes ojos de ambos seres se cruzaron en silencio, por unos breves instantes, en donde los sueños y las fantasías más íntimas de los dos se conjugaron...

Juan no pudo soportar por más tiempo el contacto con la piel de Melissa, por lo que liberó a la mujer repentinamente, lanzándola contra la puerta de una forma brusca, aunque su interior rogaba no hacerle daño. Inmediatamente caminó de nuevo hacia el tapiz y apoyó ambas manos, levantadas, sobre él, reclinó la cabeza por unos instantes, respiró profundo, y tomó las llaves de su bolsillo. Sin levantar la vista, las lanzó hacia el lugar en donde la mujer se hallaba.

—No quería que ocurriera nada malo, te lo juro. Cerré la puerta por seguridad, pero eso ahora no importa... —su voz, sus palabras, mostraban tristeza. Melissa no supo discernir si esas palabras eran verdaderas u otro engaño—. Vete, no quiero importunarte más —le dijo, y esperó.

Ella se agachó, tomó las llaves, las insertó en la cerradura y abrió la puerta. Cuando se retiraba quiso volver atrás, dialogar, pero no pudo, estaba disgustada, confundida. Finalmente cerró la puerta con cuidado y regresó a su cuarto.

* * * * *

Día siguiente, nada nuevo. Toda la jornada fue de preparativos, organizarse, hablar con los criados y con Amulio, coordinando el plan de escape. El profesor reveló a Juan la existencia de un túnel bajo la mansión que lo llevaría hasta el bosque cercano, probablemente menos vigilado por los cazadores que el castillo. Uno de los empleados ya había llevado el caballo de Juan hasta el pueblo, donde lo esperaría con provisiones para el viaje. El muchacho, por su parte, continuó practicando el uso del arma a la vez que se recuperaba de las magulladuras del día anterior. Melissa no se presentó ante él en ningún momento del día, y ni siquiera fue a despedirlo al atardecer, cuando se internó por el oscuro túnel excavado en tiempos inmemoriales.

Amulio guió al muchacho hasta la chimenea de la recepción, la cual era en definitiva una entrada a los pasadizos que Juan ya había visitado. El muchacho intentó mostrar sorpresa ante el descubrimiento, pero no se esforzó demasiado en la actuación. Amulio, Juan y el mayordomo caminaron, iluminando los pasajes con unas linternas, hasta la escalera de caracol semiderruida. El fiel sirviente deshizo el atado de cuerdas que llevaba consigo, que en realidad era una escalera, y la anudó a la de caracol.

El grupo llegó abajo sin dificultad, encontrándose de nuevo ante un pasadizo largo, que se extendía en dos direcciones.

—Si sigues este túnel —explicó el profesor a Juan, señalando con la mano hacia adelante—, llegarás hasta su final, no hay desvíos. Sobre él hay una pesada roca que deberás ser capaz de mover con un sencillo mecanismo que se acciona mediante una palanca. Una vez afuera tendrás que utilizar tu propia fuerza para poner la piedra en su lugar. Pero no te preocupes por ello, es mejor que no pierdas tiempo, nosotros después nos encargaremos de ordenar todo. El camino es como de un kilómetro de largo, cavado en la tierra en forma bastante precaria, no como estos túneles de piedra, pero es lo suficientemente seguro como para que no ocurra ningún derrumbe. Se asemeja a una mina.

—Entiendo, no creo que haya ningún problema.

—Mientras tanto, nosotros continuaremos con nuestras actividades normales, para no despertar sospechas en quienes nos vigilan —agregó el mayordomo a la explicación anterior de Amulio.

—Está bien, me parece perfecto.

—Entonces... Cuídate —le dijo el profesor, con un ademán de despedida—. Es una pena haber recibido una visita de alguien que llegó de tan lejos y tener que apurarlo en su regreso. Créeme que lo lamento, pero este mundo no es justo, lo sabes, y estás expuesto a un gran peligro, un peligro que nos amenaza a nosotros también. No quise ser un mal anfitrión, pero mi vida es muy complicada, tengo muchas responsabilidades, y tu presencia sólo ha sido un estorbo, sin ofender, no es nada personal.

—No te preocupes, lo entiendo. Además, has sido bastante paciente conmigo y sé que he complicado sus vidas. Espero me disculpes el incidente del libro en la madrugada, no quise pasar por un maleducado o fisgón, simplemente quería leer algo porque tenía insomnio, y la lectura me ayuda a sobrellevarlo.

—No te preocupes, fue una tontería —aceptó Amulio, restándole importancia. Por su parte, Juan estuvo a punto de preguntarle cómo había desaparecido esa noche, estaba obsesionado con ello, a pesar de ser una insignificancia—. Ahora ve, tienes que aprovechar lo más posible el tiempo que el manto protector y oscuro de la noche te brinda. Cuando amanezca debes haberte alejado todo lo posible aquí, será la única forma de perder a los cazadores que acechan en esta zona.

—Pero no son los únicos que existen —afirmó Juan.

—Es obvio que no —le explicó el profesor—, pero si ellos te siguieron desde la frontera, probablemente ahora esté más descuidada, menos vigilada, y sea más fácil regresar a tu hogar.

—Eso es cierto... Bueno, les agradezco toda la ayuda que me han prestado hasta ahora, y despídame de su hija, ya que no ha podido venir con nosotros hasta aquí.

—No te preocupes, le haré llegar tus saludos —le aseguró el profesor.

El muchacho dio media vuelta, y empezó a caminar por el túnel con la única compañía de su linterna. Las paredes a los pocos metros cambiaron, dejando de ser de piedra para estar constituidas simplemente por la tierra escarbada, sostenida con vigas de madera. El pasillo era bastante amplio, pero de todos modos Juan tenía que agacharse un poco para no golpear el techo con la cabeza. Caminó así por más de diez minutos, en los que el túnel no sufrió ningún cambio ni desviación, hasta que con la linterna le pareció distinguir que un bulto se movía adelante suyo, oculto entre las sombras. Intuitivamente el muchacho desenfundó el cuchillo que llevaba colgando del cinturón, y avanzó con mayor sigilo, esperando otear algún movimiento frente a él.

—¿Qué hacés manoteando un cuchillo? ¿Para eso te enseñé a utilizar el arma? —le preguntó una voz familiar, mientras que desde las sombras brotaba una persona cubierta por algún tipo de túnica oscura con capucha.

—¡Yo soy muy hábil con el cuchillo! —se quejó Juan.

—Si yo hubiera sido un enemigo, probablemente ya estarías muerto —le aseguró la mujer, desdeñosamente. Tienes que estar más despierto, o sino nunca llegaremos hasta tu hogar.

—¡Espera! En primer lugar... ¿¡Qué haces tú aquí!? ¿Cómo que llegaremos? —inquirió él, nerviosamente, a la vez que ponía el cuchillo en su vaina de nuevo—. Yo llegaré a mi hogar, seguro que sí, y tú al tuyo, tan sólo tienes que caminar unos minutos en aquel sentido hasta llegar a él —le insinuó, señalando el rumbo por el que había arribado.

—Mmmmm... Lo dudo, yo me voy contigo —afirmó la muchacha descubriéndose la capucha, sin aceptar un no como respuesta.

—Melissa, escúchame, préstame atención —intentó hablar él, tranquilo y amable—. Eres la mujer más hermosa que he conocido en mi vida, y mi corazón late queriendo escapar de mi pecho cada vez que te veo. Escapar contigo sería un sueño hecho realidad, digno de una novela romántica. Pero corro peligro de muerte, y por lo tanto tu también. Me gustaría que nuestra historia tuviera un final feliz, y no que se convierta en una tragedia. Además, aunque lográramos escapar al peligro que se cierne sobre nosotros, allá afuera no es un juego vivir, la gente es ignorante, el clima es severo y no existe ninguna comodidad ¡Ni siquiera tenemos electricidad! Estarás lejos de tus familiares y amigos, y tal vez nunca vuelvas a verlos.

—¿Familiares, amigos? —preguntó la muchacha, a la vez que se quitaba el polvo que tenía encima—. Nunca tuve ninguno. Mi padre no me tiene en cuenta más que para mirarme y recordar a mi madre, y no existo para nadie más. Tú eres la primera persona fuera de mi pequeño universo que ha demostrado que le intereso, y no permitiré que te vayas, mientras yo quedo encerrada en un mundo ilusorio aislada de la realidad. Algún día mi padre morirá, y no tendré los privilegios que ostento. Terminaré siendo una esclava o un miembro aburguesado de Asción ¡Y nunca habré vivido mi vida! —exclamó molesta, casi llorando.

—Tranquila, no te pongas así —la reconfortó Juan, intentando acogerla entre sus brazos y apaciguarla.

—¡No me toques! —le exigió ella, empujándolo hacia atrás—. Que quiera fugarme contigo no implica que te haya perdonado el mal rato que ayer me hiciste pasar, ni que alguna vez pueda llegar a saciar tus deseos morbosos.

—¡Estás completamente loca! ¡Loca! —gritó Juan, haciendo a un lado a la muchacha, y retomando su camino hacia la boca del túnel—. ¡Claramente te hace falta un hombre que te ponga en tu lugar! —exclamó ofuscado.

Melissa, nerviosa, se derrumbó al piso y se puso a llorar amargamente en medio de la oscuridad. Juan no pudo soportar sus sollozos, y volvió hacia ella luego de unos instantes tensos e infinitos.

—Discúlpame —le dijo para reconfortarla—, no quise lastimarte, me sobrepasé, lo lamento.

—No te preocupes —le respondió ella entre lágrimas—, no es eso lo que me aflige. Me siento mal, siempre fue igual, sólo que antes no quería aceptarlo ¡Veinticuatro años encerrada! Eso es lo que ha sido mi vida. Tú sólo fuiste un acontecimiento más, el mayor de todos, que me hizo dar cuenta que hasta ahora no he vivido, es más, ni siquiera sé si he llegado a existir, a vegetar. No he sido nada ¿Qué he hecho? ¡Nada! Leo, escribo tontos poemas sobre sentimientos que desconozco, veo todos los días como la luna aparece entre las estrellas, y luego se oculta... Y al día siguiente volverá a aparecer, y estará allí, siendo un inmutable testigo de cómo he envejecido otro día, y me he acercado a la tumba un día más ¿Sabes que cada jornada que termina, la vida se te ha acortado exactamente en un día?

—Es algo obvio. Todos avanzamos irremediablemente hacia la muerte —le contestó el muchacho, sentándose a su lado y acariciándole el cabello. Ella se acurrucó, abrazando sus rodillas con los brazos.

—Es obvio para todos, pero no hacemos nada al respecto. Mañana estarás un día más cerca del final de tu existencia, que puede ser en horas, semanas o décadas, no importa. Así pasan los años, y la gente se da cuenta que no ha vivido la vida, si es que se llega a dar cuenta, cuando ya es tarde y se han convertido en ancianos, o cuando les ocurre una desgracia que los sacude y despierta. Tal vez, cuando sus seres queridos mueran, lloren su pérdida y lo poco que compartieron con ellos, cosa que deberían haber hecho antes, pero dejaron de lado por preocupaciones pasajeras. Mientras tanto, toda su existencia la perdieron en la mediocridad de una vida sin sentido. Una vez leí una frase que me conmocionó: "Si te parece que la vida pasa demasiado rápido, es porque no la estás viviendo... Cuando sabes vivir la vida, se disfruta cada momento, y transcurre infinitamente lenta." ¿No lo ves? Miro hacia atrás y parece un sueño del cual despierto, años y años fugaces, perdidos. Ya malogré una porción enorme de mi vida, mis mejores años, en la vacuidad de no haber demostrado que valgo para algo, que vine al mundo para dejar una marca, aunque pequeña sea, de mi paso por él.

—Te entiendo, yo a veces me he detenido a pensar en lo mismo... —habló el muchacho, a la vez que dibujaba tonterías con el dedo en el suelo—. Pero debes tener en cuenta que la vida en el exterior es aún peor. Vivimos en la pobreza, con escasos recursos, dedicando el día a día a tratar de sobrevivir hasta el siguiente, sin libertad o posibilidad de vivir, como tu misma dices, ya que no hay condiciones adecuadas para hacerlo. Tú no puedes permitirte pensar que has hecho poco. Te has preparado, tienes cultura y conocimientos adquiridos en todos estos vacuos años de estudio, como les llamas, que pueden ser útiles a mucha gente. ¡Tantos mueren allá fuera horriblemente! Ya sea por injusticias, falta de salud y de alimento, de ayuda. Tú podrías ser de gran utilidad para el mundo, ya que sabes mucho de él.

—Eso es lo que creo —afirmó ella—, pero para eso tengo que irme de aquí. Y la única manera de hacerlo es acompañándote. Nunca he tenido una oportunidad para hacerlo. Sola nunca saldría viva del bosque, y ni que decir de la zona. Necesito que me escoltes, me enseñes a vivir en el mundo verdadero, a ser parte de él. Mi padre jamás me permitiría salir de aquí, de su mundo creado para mí. ¿Me entiendes? Lo único que me queda es huir. Además no pierdo nada, como te dije, mi vida ha sido tan poca cosa que no extrañaré a nadie, no recordaré ni añoraré nada.

—Te comprendo —asintió él, apoyándole la mano sobre el hombro—. Pero de todos modos creo que mi escape es demasiado peligroso como para que te arriesgues a ir conmigo. Puede que apenas salga los cazadores me atrapen y ajusticien, o lo que sea que pudiera pasar. Tal vez deberías huir con alguien de Yronia, y no con un fugitivo extraño venido de las tierras libres.

—¡Pero es allá adonde quiero ir! ¡A las tierras libres! Yronia apesta, ya debes saberlo, el gobierno despótico e injusto es inmundo, y la gente cada día está peor. Yo llegué a viajar en dos ocasiones a Asción y sé lo que te digo, pero tú no lo entenderías ni aunque te lo explicase, porque no eres de aquí. Te aseguro que no volveré a estas tierras hasta que la sociedad constituida se desmorone por su propio peso, o hasta que la desmoronen. Pero tenemos que darle tiempo al tiempo, y empezar a vivir mientras tanto. Además, no puedes discutir conmigo, porque te seguiré a donde sea, lo quieras o no, así que es mejor que partamos cuanto antes.

Juan dudó por unos instantes, pensando en los pros y los contras de cargar con la mujer por el duro camino que debería tomar y en el que estuvo a punto de morir en varias ocasiones durante su venida. Luego de luchar consigo mismo por un buen rato, levantó la mano en la cual tenía puesta el arma de los cazadores, y le habló.

—Tranquilizador de contacto —dijo.

—¡Ni se te ocurra! —grito la mujer intentando levantarse del piso y alejándose de él.

—Lo lamento, en este momento sólo puedo decir lo mucho que he llegado a quererte, a necesitarte, te soñé cada noche... Lo más bello de este mundo sería llevarte conmigo... Pero moriría si te pasara algo... Prefiero tenerte lejos sabiendo que estás viva, a llevarte a una muerte casi segura.

—No lo harás... —susurró Melissa asustada, acurrucada contra una pared—. No te atreverías.

Juan caminó hacia ella, hizo un gesto con la mano, y se la apoyó en el hombro. Inmediatamente la muchacha sufrió una corta pero brusca convulsión y cayó al piso inconsciente. El joven se agachó, la sentó, y le dio un delicado beso en los labios.

—Espero sepas comprenderme. Me encantaría tenerte a mi lado por el resto de la vida, pero tú no lo soportarías, estoy seguro. Es mejor que permanezcas dentro de tu castillo de cristal, aunque sientas que mueres en su interior. Algún día, tal vez pronto, vendrá un príncipe azul que te llevará a un mundo en el que harás todo lo que deseas, pero sin ponerte en el peligro que correrías conmigo. ¡Adiós!

El muchacho tomó sus cosas, deshabilitó el arma, y retomó el camino que lo llevó hasta allí. Ya había perdido demasiado tiempo en una discusión dolorosa y sin salida. Un malestar le poseía por momentos, haciendo que sus piernas fallaran, a la vez que tropezaba con cada pequeño pedrusco que había en el túnel. El llanto no brotó de sus ojos, por más que deseaba descargarse, no tenía tiempo para ello. Luego de unos minutos se reincorporó, afianzó el paso y caminó olvidando el pasado próximo; debía eliminarlo de su mente si quería estar alerta y poder llegar sano y salvo a su tierra, donde su madre debería estar preocupada llorando su falta, imaginando su muerte.

* * * * *

La roca se movió pesadamente, dejando libre el hueco del cual el muchacho brotó, sigilosamente y cubierto por la espesura de la noche en el bosque. La linterna estaba apagada ya, y nada podía verse en los alrededores excepto las sombras que la luna y las estrellas proyectaban al ser cubiertas por los frondosos árboles de la zona. El viento movía el follaje, que crujía suavemente y ocultaba los pasos de Juan a medida que éste avanzaba. El joven caminó cautelosamente en la dirección que el profesor le había indicado, por cerca de quince minutos, pero no estaba seguro si seguía sus instrucciones correctamente. En seguida activó los sensores del arma, intentando detectar algún peligro, pero todo le resultaba confuso dentro del bosque, múltiples señales se mezclaban, y el muchacho no las comprendía. Tal vez había mucha vida y mucho movimiento entre los arbustos, o tal vez el aparato no funcionaba correctamente, él no lo sabía. Lo único bueno que le encontró a dicha situación es que probablemente los cazadores se encontrarían con el mismo problema si intentaban utilizar sus sensores para localizarlo. Finalmente los apagó, y prefirió confiar en sus ojos y oídos, que nunca le habían fallado. Nunca, hasta ese momento...

Fue poco lo que Juan comprendió en medio de la confusión inicial, sólo tuvo tiempo de preparar el arma con granadas paralizantes y apuntar hacia adelante, tapándose el rostro para evitar quedar ciego debido a las resplandecientes luces que iluminaron todo en forma repentina. Le pareció que desde los árboles se desplomaban unas figuras a su alrededor, pero no podía ver nada.

—¡Baja el arma! —gritó una voz metálica—. ¡No tienes derecho a utilizarla!

—¡Apaguen las luces! —pidió Juan por su parte.

—¡No estás en posición de exigir nada! —exclamó otra voz, muy semejante a la anterior—. Si no extraes el arma de tu mano en cinco segundos, nos veremos forzados a abrir fuego.

Asustado, Juan no atinaba a moverse. Muy nervioso optó por bajar la guardia, y esperar a ver qué ocurría.

—¡Dije que te extrajeras el arma del brazo! —volvió a gritar la voz, con autoridad, a la vez que una de las luces se acercaba hacia él.

—Espera un momento, todavía no comprendo mucho esta cosa —explicó Juan, simulando que intentaba desconectar el arma. No sabía por qué lo hacía, puesto que ningún plan se le había ocurrido, sólo estaba ganando un tiempo inútil. Pero al parecer la suerte estaba de su lado...

Un estruendo, semejante al disparo de una pistola a pólvora, se escuchó entre el follaje, proveniente de un lugar que no pudo discernir. El impacto de un proyectil desestabilizó a la persona que se estaba acercando a Juan, y la hizo caer a la tierra, haciendo rodar su poderosa linterna por el suelo. El otro personaje presente, dio media vuelta iluminando los alrededores y disparando unas ráfagas de metralla en todas las direcciones. Inmediatamente apagó la linterna y, frente a los absortos ojos de Juan, desapareció.

—¡No permitiré que escapes! —gritó el muchacho, mientras apuntaba a la zona en la que había estado el cazador, disparando una granada paralizante.

Cuando ésta llegó al lugar y explotó, se sintió un temblor semejante al causado por una onda sonora extremadamente poderosa, teniendo como epicentro la granada. Los árboles crujieron, algunos inclusive llegaron a ladearse, a la vez que Juan caía atontado al suelo empujado por la onda expansiva.

El muchacho se levantó con dificultad, mirando detenidamente hacia todas las direcciones. Una sombra se acercó rápidamente por la derecha, y en forma automática Juan levantó el arma.

—Si disparas ahora, probablemente los dos terminemos inconscientes en el suelo debido a la fuerza de la granada —la voz era la de Melissa.

Juan encendió su linterna para poder verla bien, y efectivamente era ella. La sangre brotaba de su frente a borbotones, y aparentemente rengueaba mucho con la pierna izquierda. En la mano tenía un antiquísimo revólver, casi de museo.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó el joven—. ¿Estás bien? Déjame revisarte.

—¡No tenemos tiempo para eso! —exclamó la joven, apoyándose en él. Volvamos a casa, este plan falló, debemos pensar en otro mejor.

—¿Falló? Acabamos con los dos cazadores, ahora podemos huir seguros hacia el pueblo —asumió Juan, esperanzado.

—¡Eres un ingenuo! —le gritó la muchacha, a la vez que lo empujaba hacia atrás—. Sus trajes son antibalas, y la duración de la paralización no durará más que unos minutos, si es que les hizo efecto ¡Vámonos!

El muchacho no tuvo tiempo para renegar. Un potente disparo luminoso y verde surcó el aire, proveniente de algún oculto lugar, y dio en un árbol junto a ellos, que automáticamente se resquebrajó y empezó a caer pesadamente al suelo.

—¡Te lo dije! ¡Vamos! —le exigió Melissa, estirándolo de la mano.

Ambos corrieron a toda la velocidad que sus piernas pudieron imprimirles. La cojera de Melissa se hizo más patente luego de un escaso minuto, y Juan tuvo que ayudarla a correr, sosteniéndola, casi llevándola en andas. Estaban seguros de que los perseguían muy de cerca, a pesar que ningún disparo volvió a verse atravesando el oscuro cielo.

Enseguida llegaron al hoyo por dónde habían salido, y se lanzaron dentro. No había una forma de cerrar el paso fuera de empujar la roca de nuevo, pero eso tomaría mucho tiempo y esfuerzo.

—¿Qué haremos? —preguntó Juan a Melissa, preocupado.

—¡Corramos! En cualquier momento nos alcanzarán —le respondió ella.

—No podemos irnos dejando el pasaje abierto, si lo clausuramos o escondemos estaremos a salvo.

—No hay forma de hacerlo ¡Huyamos! —insistió la mujer.

El muchacho empezó a avanzar con la muchacha hacia el extremo opuesto del túnel, pero luego de haber caminado cerca de diez metros, se detuvo.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Melissa, a la vez que intentaba contener la hemorragia de su cabeza atándose el cinturón de la túnica sobre la herida.

—No quería hacer esto, pero es la única alternativa que tenemos. Espero que el techo no caiga sobre nosotros.

—¿Qué estás pensando hacer? —le preguntó la muchacha, con suspicacia.

—¡Camina! —le ordenó Juan. Luego elevó el arma y preparó un cohete. Melissa, asustada, se lanzó al suelo y cubrió la cabeza. Un haz de humo avanzó rápidamente hasta la boca del túnel, e inmediatamente se produjo una enorme explosión, que selló la entrada e hizo que muchas rocas de techos y paredes se desprendieran y cayeran al suelo. La onda expansiva derribó a Juan y lo arrastró por el piso, mientras que la nube de polvo producida asfixiaba a los fugitivos, y la luz de la linterna no alcanzaba a alumbrar más de medio metro.

—¡Así está mejor! —gritó Juan, asiendo a Melissa por el brazo y llevándola hacia adelante. La muchacha prefirió no emitir comentario sobre la destrucción del pasaje, y lo siguió, quejándose del profundo dolor que le impedía caminar normalmente.

Luego de unos minutos de caminata y tropiezos, la mujer se dejó caer al suelo, carente de energías. Juan la tomó entre sus brazos y la llevó en andas, temía que de alguna manera los cazadores pudieran despejar el pasaje y alcanzarlos en un lugar tan estrecho como ese, sin escapatoria posible.

—No entiendo cómo me alcanzaste en el bosque —se preguntó él, respirando entrecortadamente, a la vez que cargaba con la mujer.

—La acción paralizante del shock sólo dura unos minutos —le explicó ella—. Además, caminaste muy despacio.

—Caminé con precaución.

—Ya ves que no te sirvió de nada —rió ella, a la vez que emitía una leve tos.

—Tal vez te siguieron a ti y no a mí —se excusó Juan, molesto—. Pero me preocupa tu salud ¿Estás herida?

—Por suerte ninguna bala me alcanzó. Me golpeé al caer del árbol en el que estaba trepada, ya que no me pude asir suficientemente bien de él cuando disparaste la granada. La caída fue brutal.

—No quise hacerte mal —se disculpó el muchacho.

—Ya lo sé, no te preocupes.

Juan continuó avanzando, preocupado. Cuando llegara a la casa tendría que enfrentarse nuevamente con Amulio, y ya imaginaba cuánto molestaría al profesor su presencia. Por unos segundos divagó... Pensó que tal vez el padre de Melissa lo traicionó y entregó directamente a las garras de los cazadores, pero esas dudas se difuminaron enseguida, no tenía mucho sentido pensar algo así, ya que de todos modos se hubiera deshecho de él con su partida. Mientras Juan reflexionaba sobre todo esto, Melissa respiraba pesadamente, sumida en un sopor enfermizo, que lo preocupó aún más. Finalmente, el muchacho llegó al lugar donde las paredes se convertían en piedra de nuevo, y un hoyo mostraba en el techo la única salida.

El joven, cansado, depositó a la mujer en el suelo y observó el agujero. Sería muy difícil subir hasta allí, aún más para Melissa. Por lo tanto, prefirió continuar por el pasillo, esperando encontrar algún camino alternativo. Luego de unos metros, y de doblar por un recodo, se encontró frente a una pared totalmente de piedra, que hacía terminar al corredor abruptamente. Al volver sobre sus pasos, notó que la muchacha estaba en pie, y casi lo había alcanzado.

—Debes descansar —le sugirió Juan acercándosele— No se te ve bien.

—Estoy bien —aseguró ella— sólo un poco mareada. Pero puedo seguir adelante.

—Bueno, no sé si adelante, tal vez hacia arriba —le indicó Juan, intentando llevarla de nuevo hacia el agujero—. La única salida posible es aquel hueco —le dijo él, señalándolo.

—No debería ser así —habló ella, soltándose del muchacho y caminando hacia adelante. Cuando llegó al final del camino, se apoyó contra la pared de piedra, casi recostándose sobre ella, y respiró pesadamente—. Esta pared no debería estar aquí —aseveró, a la vez que la golpeaba con los nudillos de la mano—. Este camino llevaba directamente al sótano, lo recuerdo muy bien, me encantaba corretear por estos pasajes. Una vez que jugábamos a las escondidas con mi padre, y bajé al sótano, fue cuando descubrí los pasadizos, creo que ni siquiera él sabía de su existencia, porque tuvo que rendirse, nunca me encontró...

—Discúlpame que te interrumpa —habló Juan—, pero aún estamos en peligro, deberíamos movernos, tal vez en otro momento puedas contarme tus historias.

—¡Espera! —exclamó la muchacha—. ¡Escucho algo!

Un sonido metálico, seguido de un chasquido se escuchó claramente, resonando entre las paredes. Automáticamente el muro que les cerraba el camino giró sobre sí mismo, abriéndose lo suficiente para que la pareja pudiera pasar a través de él. Pero antes de que ellos pudieran avanzar, una figura vestida de blanco surgió por el pasaje, y miró sorprendido a los jóvenes, sumamente asustados.

—¡Melissa! —exclamó—. ¡Dónde te metiste! ¿Qué te ocurrió? —inmediatamente miró a Juan—. ¡Escapaste con él! ¡Eres una desvergonzada!

—Papá... —suspiró ella, cabizbaja—. Tú no entiendes.

—¡Claro que entiendo! —gritó Amulio, ofendido—. ¡Entiendo todo! ¡Caminen, entren por aquí!

Los jóvenes traspasaron la pared falsa, y Amulio automáticamente la cerró. El lugar en el que desembocaron era enorme. Se asemejaba a un gran laboratorio, en el que millares de instrumentos y máquinas misteriosas se entremezclaban, junto a olores y sonidos desconocidos para Juan y Melissa. Frascos, vidrios, tubos de metal brillante del tamaño de una persona, otros transparentes... ¡Con gente dentro! Había de todo en el extraño lugar.

Amulio caminaba nerviosamente en círculos, y no atinaba a hablar. Se rascaba la cabeza, deteniéndose por unos instantes, y luego reiniciaba la ronda.

—Sabía que esto sucedería, lo sabía —se quejó en voz baja, para sí mismo. Luego se acercó a su hija, y le dirigió algunas palabras—. Tanto tiempo te protegí, te alejé de la realidad... Te cuidé... Y un don nadie tuvo que venir a destruirlo todo. Sabías que yo investigaba para ellos, colaboraba con sus planes... Pero nunca preguntaste nada, y yo preferí no dar explicaciones. Todo era una perfecta armonía de respeto. Ahora ves lo que soy, lo que hago... ¡Es su culpa! —gritó, dirigiéndose a Juan—. Pero ya solucionaré todos los problemas de una sola vez.

Un estado febril había convertido a Amulio en un demente, caminaba de aquí para allá nerviosamente sin articular más palabras. Subió por las escaleras escondidas en un oscuro rincón, empujó una trampilla en el techo y movió la alfombra que la cubría. Inmediatamente salió del lugar. Mientras tanto, Melissa sollozaba amargamente, acurrucada en un rincón, entre unas cajas. Juan pudo observar por el agujero abierto en el techo por Amulio que arriba se encontraba la biblioteca, algunas estanterías eran visibles desde allí abajo. Luego de un minuto el profesor volvió, con su brazo derecho introducido en un arma de los cazadores. Cuando llegó hasta Juan, levantó la mano apuntándole.

—Has causado demasiadas calamidades ya —le espetó—. ¡Acabaré con esto de una buena vez! Soy Amulio, preparar pistola de plasma... —solicitó. El arma emitió un pitido de rechazo, pero el profesor, en su nerviosismo, no prestaba atención alguna a lo que sucedía a su alrededor.

—¡Papá, basta! —le exigió Melissa, temerosa tanto de lo que pudiera pasar a Juan como a su padre, que tenía en su brazo un arma cuyo acceso le había sido denegado—. Si le haces daño, dejaré de considerarte mi padre.

Amulio, nervioso, miró a su hija de reojo, dejó de apuntar al muchacho y dando media vuelta caminó hacia unas máquinas que estaban en un rincón.

—Iba a ser una sorpresa, un regalo para esta fecha tan importante —habló en voz alta—. Pero no me queda otra opción que hacerlo ahora.

Melissa se levantó del piso, enjugando las lágrimas de su rostro con la túnica, y caminó hacia su padre. Junto a él, había dos tubos de metal abiertos, dispuestos en forma horizontal. Dentro de cada uno de ellos había un cuerpo flotando en un espeso líquido verdusco, con millares de sensores, cables y tubos adheridos a la piel. Melissa tuvo un ataque de pánico que la obligó a alejarse de los tubos, apoyándose sobre una mesa cercana. Instantáneamente comenzó a vomitar en el suelo. Las lágrimas mezcladas con la sangre que aún corría por su rostro caían en forma irregular sobre el vómito, mientras que el cabello de la muchacha se apoyaba sobre el infecto suelo, convirtiendo el cuadro en algo patético.

Juan se acercó a la mujer para ayudarla, pero ella estiró el brazo alejándolo.

—¿Qué significa todo esto? —preguntó la joven, entre toses y arcadas—. ¿Quién es esa mujer tan parecida a mi madre?

—Esta mujer es tu madre —afirmó secamente el profesor.

—Eso no es posible —susurró Melissa—. Han pasado más de veinte años... Hemos ido en cada aniversario de su muerte a visitar la tumba donde está enterrada... ¡Explícame! ¿Qué está sucediendo aquí?

Amulio parecía ignorar a la muchacha, que cada vez se asemejaba más a una niña desvalida.

—Sería demasiado complicado de aclarar ahora, la historia es muy larga, tal vez luego podamos hablar. Tu madre no está enterrada en el bosque... —fue lo único que explicó el padre a su hija.

Melissa tuvo un ataque de ira, se secó la boca llena de baba con la manga de la túnica, y reponiéndose tomó el brazo de su padre fuertemente, dándolo vuelta y obligándolo a mirarla.

—¡Me dirás ahora lo que está sucediendo! —le exigió—. Esa mujer no puede ser mi madre ¡Ella murió hace veinte años!

Amulio tuvo un momento de duda. Pero al no poder zafar del brazo y la mirada opresora de su hija, se decidió a hablar, titubeando al principio.

—Tú sabes que yo trabajo para la gente de Asción, en numerosos proyectos. Me he valido de ellos y de la tecnología y conocimientos que me dieron para, paralelamente, dedicarme a un proyecto únicamente mío. Un proyecto que inicié hace veinte años... —El hombre intentaba mostrarse firme, pero fruncía el ceño con dolor—. Mantener incorrupto el cuerpo de una persona por tan poco tiempo es una tontería para el nivel actual de la ciencia... Pero eso no importa, tú quieres conocer la historia, el cuentito que nos trajo hasta esta situación...

El profesor se soltó de las garras de la hija, dándole la espalda y esquivando su mirada desquiciada. La imagen que ella brindaba era triste, insoportable para él.

—Tu madre y yo siempre soñamos con tenerte, concebir un hijo a partir de nuestro amor... Pero eso nunca fue posible. Tú sabes que gran parte de la población de este continente es estéril, debido a problemas genéticos derivados de las Guerras de los Días Antiguos. Yo carecía del don de la fertilidad, lo cual hizo tambalear nuestra relación de pareja, y nos llevó a una dolorosa crisis. Finalmente tomamos una decisión: elegiríamos un padre sustituto, que preñara a tu madre, para poder tener nuestro hijo. No fue muy difícil lograrlo, tu madre era hermosa, y cualquiera se hubiera sentido realizado pasando una noche con ella... —Amulio por momentos parecía estar a punto de desvanecerse mientras hablaba—. Lo demás es digno de novela fantástica... El escogido fue un amigo de la familia, en el que confiábamos ambos y creíamos tenía todas las dotes fisiológicas e intelectuales para ser el mejor padre para tí. El problema es que ninguno de los dos sabíamos que esta persona —dijo, señalando al hombre que estaba en el otro tubo—, hacía tiempo tenía deseos carnales hacia tu madre. Y esa noche se desató el inicio de la tragedia... Él alegó estar enamorado de ella, y luego de aquel día empezó a buscar a tu madre, pidiéndole que me dejara y que huyera con él. Tu madre me amaba, y nunca aceptó esto, evadió al hombre hasta que desapareció de nuestras vidas, todos esperábamos que para siempre... Pero no fue así...

Melissa y Juan se miraban sorprendidos por las revelaciones que Amulio profería, una tras otra. El profesor ya no hablaba hacia ellos, sino para sí mismo, a la vez que observaba los tubos metálicos con las personas dentro.

—¡El maldito regresó! —siguió relatando Amulio—. Tú eras apenas una niña en ese entonces. Él había urdido un oscuro y enfermizo plan para tener a la mujer de sus sueños para sí. Tu madre lo descubrió dentro de nuestra casa envenenando nuestra comida. Al verse descubierto, empezó una riña entre ambos, y fuera de sí, el hombre la apuñaló. Cuando llegué a la cocina tu madre agonizaba en un charco de sangre, y él había huido. Las últimas palabras de tu madre fueron "esto no puede terminar así", palabras que tomé muy a pecho. Perseguí al desgraciado como si se tratara de un animal, hasta que lo acorralé en un callejón del pueblo. Le disparé, dejándolo malherido, y lo traje hasta aquí. Toda la noche lo torturé lenta y dolorosamente, observando como el bastardo se retorcía de dolor y languidecía, hasta que su último suspiro fue apagado, suplicando piedad. Luego de verlo morir de manera tan patética, en vez de sentirme mejor, me sentí más vacío, peor aún. Fue entonces, esa madrugada, cuando escribí un poema que me guió hasta el día de hoy, empujándome a llevar este proyecto adelante.

Melissa se sentía peor que nunca, había empezado a vomitar de nuevo, pero de su boca no salían más que amarillentos hilos de bilis; su estómago estaba totalmente vacío. Del cabello le goteaba aún un poco del vómito en que había sido embebido. Juan se mostró fuerte; tomó a la muchacha por la mano y la sentó con la cabeza gacha sobre una silla, a un costado de su padre, sosteniéndola para que no desmayara.

—¿Qué es exactamente lo que estás haciendo? —le preguntó Juan, conmovido por la escena.

—¿Qué te parece? —le respondió Amulio, suspicaz.

—Lo que pienso es imposible, por eso prefiero escucharlo de tus propios labios.

—Vamos, dímelo, quiero saber cuán observador eres —le pidió el profesor.

—Por lo que veo —dedujo Juan—, estás intentando volver a la vida a tu esposa, y luego al infeliz que la mató, para que vea que todo lo que hizo fue en vano, que continuará su vida junto a ella.

—Realmente me sorprende —fueron las palabras de Amulio—. Eres mucho más sensato de lo que pensaba. Has acertado en gran medida. Aunque la verdad va más allá que eso, mucho más allá —El hombre empezó a tocar algunos instrumentos de complejas máquinas a la vez que explicaba todo al joven—. Te recitaré el poema que escribí en aquel momento de dolor, se titula "Venganza":

Cada cien años intento lo mismo:

Me introduzco en mi laboratorio (escondido)

e intento volverlo a la vida

con otros métodos,

de otras maneras,

y con renovadas esperanzas.

Pero hace tanto tiempo que lo intento

que ya estoy desanimado.

Tú que aquí eres nuevo

no debes comprender

de qué se trata esto,

por lo que intentaré explicarlo:

Él era un enemigo, mi enemigo,

él me hizo caer en la desdicha,

él me hundió...

Me produjo tanto dolor,

que la venganza se impuso en mi mente,

y pensé que el peor castigo que podría hacerle sufrir

era la muerte.

Pero luego de haber acabado con su vida,

me di cuenta de que ese castigo no valía,

no borró el dolor que en ese entonces sentía,

por eso ahora intento volverlo a la vida,

ésta es mi última chance...

Preparé los instrumentos,

los estoy accionando,

sólo me queda observar:

se producen movimientos, ¡Vive!,

y ahora tan sólo falta cumplir mi venganza...

Matarlo dos veces, ¡mil veces!;

Ese es el peor castigo que podía sufrir,

que él nunca hubiera imaginado,

y sólo así mi odio será saciado

y sus culpas expiadas,

finalmente los dos estaremos en paz.

—¡Estás enfermo! ¡Y eso ni siquiera es poesía! —gritó Melissa, intentando ponerse en pie.

—¡Cállate! —le exigió Amulio—. Jamás comprenderás los pensamientos de alguien que ha sufrido tanto. ¡Tu madre tiene el derecho de volver a la vida, y de ver cómo cobramos venganza sobre este malnacido!

—Personalmente no creo posible que una persona pueda volver a la vida —habló Juan—, la muerte del alma va más allá de lo que los instrumentos médicos puedan hacer.

—¡No llames imposible al trabajo de toda una vida! —gritó el profesor impacientemente, a la vez que apretaba un botón azul brillante—. La muerte no existe, es un engaño de la naturaleza, sólo que el hombre no es capaz de darse cuenta de ello. Uno está aquí, luego está allá, cambia de lugar y de forma, de mundo, vuelve al cosmos, se unifica con otros... Pero no muere —aseguró—. Podemos regresar así como nos fuimos, estoy seguro, y te lo demostraré.

Unos sonidos extraños procedieron de las máquinas que se habían puesto en funcionamiento, y el plasma verdoso del tubo de la madre de Melissa empezó a volverse mucho más líquido, burbujeando y derramándose en el piso.

Juan tomó a Melissa entre sus brazos enérgicamente, evitando que ésta cayera al suelo conmocionada, y juntos observaron el milagro. El cuerpo de la mujer sostenida por los fluidos del tubo sufrió unos espasmos, y se levantó violentamente, salpicando a todos, a la vez que tosía en forma brusca. Muchos de los cables que la unían al tubo se cortaron, y ella misma se arrancó el respirador de la boca.

—¡Lo logré! —gritó Amulio extasiado.

Melissa casi se desmayó nuevamente. Juan no podía creer lo que sus ojos veían, pensaba estar sumergido en alguna de sus más oscuras pesadillas. La mujer, luego de toser carrasposamente miró al hombre con ojos blanquecinos y desorbitados, a la vez que una ronca voz emanaba de ella, inhumana, a pesar de que casi no movía los labios.

—¡No tenías derecho de hacer esto! ¡Nadie lo tiene! —gritó, mientras intentaba salir del tubo—. ¡Osaste robar mi nueva vida! ¡Yo no debo estar aquí, ya superé esta etapa de mi existencia! ¡Oh no, he perdido otra encarnación! —gritó, a la vez que observaba asustada una sombra que nadie más vio y que se introdujo por sus pulmones como si se tratara de humo, con una mínima respiración. Una voz dentro de su mente le dijo: "No te preocupes, no la has perdido, volverás ahora a donde perteneces".

Los jóvenes observaron absortos cómo la mujer sufría un nuevo espasmo, a la vez que un hilo de sangre brotaba de su nariz. Finalmente la dama cayó estrepitosamente hacia un costado. Amulio, horrorizado, corrió hacia ella, y sostuvo entre sus brazos el cuerpo carente de vida nuevamente.

—¡No puede ser! —gritó, de forma desgarradora—. ¡Todo iba perfecto! ¿¡En qué fallé!?

—En algo básico —le respondió Juan, con serenidad—. Ella misma te lo dijo: no tienes derecho a jugar con algo tan delicado como es la vida y la muerte. El hombre no tiene la facultad de alterar estos dones. Inclusive los asesinos, que cargan con la muerte dentro de ellos, no son más que emisarios del devenir tal y cual debe ser.

—¡Mentiras! —se quejó Amulio, nervioso y temblando—. Revisaré los instrumentos, los cálculos, y repetiré el experimento. Tengo que cumplir mi venganza...

—Tú no mereces el calificativo de hombre —le espetó Melissa, levantándose de la silla, apoyada en Juan, y acercándose tambaleante al padre—. La venganza es cosa de débiles, no de hombres maduros y civilizados. Es el sentimiento del pobre de espíritu, que necesita llenar su vacío con algo, en este caso un resentimiento. La venganza es una energía negativa, que nos hunde y nos aleja del verdadero camino, condenándonos ¿Cuál es la diferencia entre cumplir con tu venganza o no? ¿Acaso tu alma encontrará la paz?

Amulio no movió los labios, no le dieron el tiempo suficiente. Una explosión se produjo en el pasaje por el cual la pareja se había introducido al recinto. No hubo llamas ni calor, sólo polvo y un estruendo aterrador.

—Lamento interrumpir... —dijo una voz temible desde la nube de polvo que se había levantado. La voz era conocida por todos, y amenazadora. Los jóvenes se abrazaron fuertemente, Amulio observó sorprendido a las sombras que se aproximaban.

Los dos cazadores se acercaron hasta el grupo, para luego detenerse y permanecer en pie a dos metros de ellos, observando los alrededores e intentando comprender lo que allí sucedía.

—Me hiciste daño con ese juguete —dijo uno de ellos a Melissa, sin mirarla—. Creo que tengo una costilla rota, y no me hace ninguna gracia, por más que mi metabolismo acelerado se recupere rápido.

—Es hora de que vengas con nosotros —dijo el otro, con un ademán dirigido a Juan—. Ya hemos perdido demasiado tiempo en juegos estúpidos, no puedes escapar.

Melissa se interpuso entre los cazadores, con los brazos extendidos, cubriendo al muchacho.

—¡Él no se irá! —exclamó—. Ustedes no pueden hacerme daño, y yo no me moveré de aquí.

El que habló primero de ambos cazadores levantó la mano con el arma apuntando aparentemente a Melissa. Ella se asustó, sabía que un cazador no tenía el derecho de herirla, pero de todos modos no pudo contener el miedo.

—Si te interpones, dispararé —aseguró el cazador—. Desde esta posición tengo un cien por ciento de probabilidades de matar al muchacho sin causarte el menor daño. Estoy seguro de que prefieres que él siga vivo, por lo menos por un tiempo más, a que lo elimine ahora mismo.

La mujer titubeó, pronunció unas quejas ininteligibles mientras se cubría el rostro con las manos, y corrió hacia la escalera. Al llegar a ella se dio cuenta de que no podía huir y dejar a Juan solo, por lo que finalmente permaneció allí quieta, esperando que la situación no se desenvolviera como ella temía.

El cazador se sacó el casco, y lo lanzó al suelo. Su blanco cabello sorprendió a todos, así como su mortecina tez. Uno de sus ojos tenía implantado una especie de monóculo que todo el tiempo cambiaba de tamaño, ajustándose a diferentes parámetros. La escasa luz que había en el ambiente parecía molestarle, y el cambiante rostro denotaba que una lucha interior lo consumía...

—Es mejor que se retiren ahora mismo de mi morada, ustedes tienen prohibida la entrada, lo saben muy bien —el viejo elevó el arma que poseía, y apuntó al albino. Juan hizo lo mismo.

—No sabíamos que los pasadizos nos introdujeron en tu casa, hasta ahora —le respondió el otro—. Es por eso que pudimos llegar aquí. Y no sé qué está ocurriendo, tal vez sea un error en la programación mental, pero no sentimos la obligación de retirarnos. Me siento... Libre...

—¡No puede ser! —exclamó sorprendido Amulio.

—Las reglas claramente indican que nos está prohibido ingresar al hogar de las personas de clase A —explicó el albino—. Pero no nos indican que tengamos que abandonar el lugar una vez que estemos dentro, porque en teoría algo así no podría suceder jamás.

—Es cierto... —murmuró el profesor—. Totalmente cierto. Un error de programación de principiantes... Pero las reglas que les impiden hacerme daño siguen vigentes, estén en mi casa o no, así que los tengo en mis manos, puedo eliminarlos ahora mismo, y ustedes no tienen la capacidad de defenderse. Tal vez prefieran irse antes de que los mate sin piedad.

—¿Quién eres tú? —preguntó el albino a Amulio—. En toda mi vida eres la primera persona de clase A con la que me he topado fuera de Asción.

—¿Quién soy yo? —rió Amulio—. Vamos, no actúes como un ingenuo. Sabes muy bien que soy uno de los líderes del proyecto que los creó, y el principal responsable de su programación mental. Yo convertí su cerebro en una computadora a nuestras órdenes, e hice que nos obedezcan ciegamente.

—Inclusive obligándonos a cometer aberraciones que permanecerán en nuestras peores pesadillas por toda la vida —habló el cazador oculto por la máscara—. ¿No podrían haber eliminado el remordimiento, los sentimientos, también? ¡Crearon máquinas que sufren con cada paso que avanzan, obligadas a hacer cosas aborrecibles para ellas mismas!

—Como matar a un hermano —agregó el albino, con los ojos rojos a causa del dolor y la ira que lo afligían.

—Como matar a un hermano... —repitió Amulio—. Lo lamento, en el fondo yo también sigo órdenes. Ellos me pidieron crear entes perfectos y obedientes, y es lo que hice, no tenía otra opción.

El albino elevó su arma y apuntó a Amulio. El brazo le temblaba, no podía mantener la vista fija en el profesor, empezó a ver todo borroso, y finalmente bajó el brazo.

—Sabes que no puedes hacerme daño —le recordó Amulio.

—Te aborrezco tanto que por un momento sentí que podía pasar por encima de las órdenes que implantaron en mi mente. Siento que puedo matarte... Y cuando eso suceda ¿Quién te llorará? Eres alguien notable, tu falta se sentirá en un amplio círculo intelectual, pero nadie te ama, nadie te llorará, ni siquiera tu hija...

—Me sorprende que alguien carente de alma, nacido para cumplir órdenes, pueda decir eso. A ti nadie te llorará tampoco —le espetó Amulio.

—Todavía no, pero mi vida cambiará, me haré digno del llanto de los demás. Una dignidad que no tendrás, porque tu vida acabará aquí, ahora —el cazador levantó nuevamente el arma, temblando.

Amulio se asustó. Nunca un cazador había tenido la suficiente fuerza de voluntad como para enfrentarse verbalmente con un superior, y decir abiertamente que deseaba hacerle daño. Temiendo que la situación se le fuera de las manos, actuó sin demora.

—¡Zakratu! —gritó, a la vez que hacía un gesto al otro cazador. Éste se desplomó instantáneamente, debido al dolor intenso que atacó todo su cuerpo y su mente. Automáticamente el profesor apuntó al albino.

—¡No! ¡Papá, no lo hagas! —gritó Melissa en el segundo durante el cual Amulio hizo el gesto que indicaba al arma disparar. Evidentemente el padre no la escuchó, sólo oía el ruido que el miedo producía en su cerebro. El exterior no contaba en ese instante. Juan, comprendiendo el grito de Melissa, se lanzó al suelo.

El arma explotó... Estaba protegida, Juan y Melissa lo sabían, pero Amulio hizo caso omiso al grito desgarrador de su hija... El brazo le fue arrancado por el fogonazo, y las esquirlas del arma atravesaron su cuerpo sin dificultad. Las paredes se mancharon con sangre, y en el piso rápidamente se formó una laguna rojiza. Juan recibió dos o tres impactos en el cuerpo, pero ninguna zona vital parecía haber sido afectada. Algunos papeles empezaron a arder, además de alcoholes y substancias extrañas que se hallaban sobre la mesa. Melissa corrió desesperadamente hasta donde se hallaban los restos de su padre, pero poco fue lo que pudo hacer... El hombre estaba muerto, despedazado. Ella lloró en silencio. Juan se acercó a la muchacha, intentando alejarla de la triste escena.

El cazador que había caído al suelo intentaba dificultosamente ponerse en pie, aún permanecía aturdido por el inusual ataque de Amulio, con la palabra clave que podía desconectarlo. Cuando por fin el otro logró ponerse en pie, habló hacia Juan.

—Es hora de que nos vayamos, muchacho, demasiado daño has producido a este mundo. Te aseguro que morirás sin dolor. Lo lamento, porque luego de todo esto, me agradas, pero no puedo ir en contra de mis órdenes, me es imposible.

—¡No iremos a ninguna parte! —gritó Melissa, abrazando y protegiendo a Juan—. Tendrán que matarnos aquí mismo si lo desean, pero no los acompañaremos. Juan, a su vez, alzó temblorosamente su mano, apuntando a los cazadores.

—Morirán, entonces —fue la sentencia del cazador con el casco, que apuntó también a la pareja.

El albino, que hasta ese momento había permanecido estático, inmutable, reaccionó. Algo se gestó dentro de él en ese instante, que terminó de romper las cadenas que lo esclavizaron por tantos años. Observó extrañado la situación, e inmediatamente levantó el brazo hacia el costado, sin mirar, para sentenciar a su compañero con una ráfaga de metralla en la cabeza, que atravesó el casco y desparramó más sangre en todo el recinto. Se sentía profundamente apenado, pero era claro que su compañero aún era una marioneta, y nunca dejaría de serlo. Y sabía que la vida que llevaban era aborrecible, y no valía la pena vivirla.

Melissa apretó incrédula y afectada la mano de Juan. Nunca había visto tanta destrucción y tanta muerte junta. El muchacho dio un paso hacia atrás, y bajó el arma, al apoyarse por el respaldo de una silla.

—¿Por qué? —preguntó.

—Porque te perdono —le respondió el albino—. Mi creador murió, y yo sé que no hubiera podido matarlo por mí mismo. Gracias a ti descubrí la verdad, vengué la muerte de mi hermano, cosa que creía imposible... Y renací, libre del control mental que todos estos años me obligaba a matar y cazar seres humanos inocentes... Siento que ahora nadie me controla, que soy libre al fin, nunca pensé que algo así me sucedería. Lamento la muerte de tu padre —dijo dirigiéndose a Melissa—, pero no es un buen momento para afligirse, como se darán cuenta.

Los jóvenes volvieron a la realidad. Las llamas lamían las paredes, y todos los muebles ardían, substancias corrosivas e inflamables se volcaban o explotaban dentro de sus frascos. En cualquier momento podía estallar algo, o derrumbarse el techo, no lo sabían.

—Muchacha —dijo el cazador a Melissa—. Ve afuera, saca a los sirvientes de la casa, recoge las cosas de valor que puedas... Y tú, ven aquí —se refirió a Juan—. El traje de mi compañero te será de mucha utilidad —la frase fue emitida con sumo pesar, era evidente que su camarada había significado mucho para él, en la solitaria y dura vida que llevaron por tanto tiempo—. Levanta también mi casco... —continuó dando órdenes—. Ya conseguiré otro...

* * * * *

Melissa y Juan se hallaban sobre sus respectivos caballos, cada uno con varias alforjas repletas de objetos valiosos y de comida. El cazador estaba montado en un extraño vehículo, sin ruedas, que podía transportar a una sola persona. El alba despuntaba tras la cordillera de Eglarest, y los primeros sonidos de la mañana se hacían escuchar mediante los trinos de algunos pajarillos.

—Es hora de ponernos en marcha —dijo.

—Ya lo creo —habló Juan.

La pareja observó el derruido castillo frente a ellos. Algunas paredes aún se mantenían en pie, pero parecía que en cualquier momento se derrumbarían. El hollín cubría todo, y columnas de humo aún brotaban del desvencijado tejado. Los sirvientes ya habían partido con rumbo desconocido, huyendo del lugar maldito. El único de ellos que todavía permanecía allí era el mayordomo, sirviente infatigable de la muchacha, también montado sobre un caballo.

—Tú también deberías irte —le dijo Melissa—. Nosotros vamos a un lugar lejano, por caminos peligrosos, no vale la pena que nos acompañes.

—No tengo mejor lugar adónde ir —le respondió con su ronca voz—. Prefiero viajar con ustedes, también ansío la libertad, si me quedo aquí me harán esclavo tarde o temprano, y ya estoy viejo para eso. Consagré mi vida a cuidar de ti y de tu padre; tu madre siempre me repetía que si por algún motivo ella no estaba más entre nosotros, tendría que hacerme cargo de ustedes, confiaba mucho en mí...

—De todos modos será difícil para ti adaptarte al nuevo mundo que nos espera del otro lado de la frontera —le aseguró Juan—. Y no aceptaremos llevarlo como a un sirviente, allá ningún hombre sirve a otro.

—No se preocupen —respondió parsimoniosamente el mayordomo—. No iré como un criado, sino como un amigo servicial. Reconstruiré mi vida... Aún tengo esperanzas de ver el nacimiento de sus hijos... —le dijo a Melissa. Ella se sonrojó, y tímidamente cubrió su rostro con el cabello otrora dorado, ahora más bien semejante a una mezcla de gris y verde, enmarañado.

Las cuatro figuras eran los únicos signos de vida en el devastado lugar, iluminado por las difusas coloraciones del amanecer, que le daban una extraña viveza al humo que se elevaba hacia el cielo.

—Los acompañaré hasta la frontera, escondido entre las sombras —afirmó el albino—. Ante cualquier problema me haré presente y me aseguraré que no les pase nada. Recuerda que mediante el casco podrás contactarme siempre que me necesites —le dijo a Juan—. Ahora me adelantaré a ustedes, para verificar el sendero. Sólo síganme. Espero no haya otros cazadores en la zona, pero vendrán más. Las explosiones y el humo llamarán la atención, descontando la pérdida de signos vitales de dos de los míos, y que yo me he desconectado de su red y no respondo sus comunicaciones.

El cazador puso en funcionamiento el artefacto, que se elevó medio metro del suelo, y tomó velozmente la ruta que llevaba a Argüa. Los muchachos permanecieron un minuto más en silencio, observando el destruido lugar, y luego se aprestaron a iniciar el recorrido hacia el pueblo. El mayordomo aceleró el tranco de su caballo, adelantándose a los jóvenes, no quería importunarlos. Juan observó de forma preocupada a Melissa.

—¡No me mires así! —le suplicó ella—. Ya te dije que iré contigo, te guste o no. No tengo nada que hacer aquí, no por ahora. Prefiero reiniciar mi vida lejos del dolor de estos recuerdos.

—¿Estás segura de que podrás adaptarte a una nueva forma de vida tan diferente a la que llevabas? Allá nadie te atenderá, no tendrás comodidades, vivirás llena de privaciones...

—Nada me importa si voy contigo —afirmó la muchacha con convicción.

—Recuerda tus palabras —le dijo Juan con seriedad—. Cuando lleguen los momentos difíciles tendrán que ser la fuente de tu fuerza para continuar.

—Tu amor deberá ser la fuente de esa fuerza, no mis palabras... —fue la expresiva respuesta de la muchacha.

Los dos jóvenes talonearon a sus caballos, y avanzaron lentamente por la senda. Ambos permanecían callados, pensando en las extrañas cosas sucedidas y vividas en tan pocos días.

—Lamento que tu padre haya muerto... Por mi culpa —dijo Juan luego de un rato.

—No fue tu culpa, ni mía, sino suya. Creo que estaba muerto en vida, desde mucho tiempo atrás. Se había convertido en un demente, y no ahora, sino hace más de veinte años.

—Todo me parece tan irreal... Un mal sueño de esos que pronto se olvidan —afirmó el muchacho.

—Así es... Ya no recuerdo los detalles. Es más, no recuerdo mi vida aquí, creo que he despertado, y la pesadilla se difumina y pierde consistencia en mi mente.

—Es lo mejor, para ambos.

El camino se extendía frente a ellos serpenteante, escondiéndose entre algunos árboles para luego aparecer de nuevo mucho más lejos. La luz descubría todo con su manto rápidamente, pronto sería totalmente de día, pero ellos no estaban preocupados, sabían que una nueva vida, juntos, los esperaba más allá de la frontera, donde los pueblos libres aún existían, por un tiempo que no se podía adivinar...

* * * * *

El resentimiento es uno de los males que corroe con mayor fuerza y peligrosidad al hombre. Re-sentir significa sentir una y otra vez lo mismo, sufrir por lo mismo, llorar por lo mismo, pelear por lo mismo, dañarse a sí mismo y a los demás por lo mismo. En muchos casos es una espina clavada durante años y años, que nos lastima con cada paso que damos. Es una espiral que hunde día a día al hombre, que le impide sentir el momento actual, ser una persona nueva, despertar. El resentimiento entorpece los sentidos, oscurece todo, nos ata y amarra al mundo pasado, y nos aleja del presente y del futuro. Y quien vive en el pasado en realidad no vive, sino que muere.

La venganza no es más que la grave respuesta a un resentimiento. Es el final sin retorno, la condena. Sólo el perdón (proveniente de uno mismo, no de los demás) es la solución a las crisis que desembocan en el resentimiento. Nada es lo suficientemente grave como para odiar, y resentirse. En todo caso hay que dar vuelta a la página y olvidar. De otro modo, no hay felicidad ni plenitud posible

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