Capítulo 4: El regreso del padre

Un golpe seco a la puerta fue todo lo que se escuchó en la oscura madrugada. Era un golpe conocido, largamente olvidado en la noche de los tiempos, pero no podía ser real, no en ese momento, simplemente no.

Selene se levantó a tientas de la cama, adormecida, y buscó un abrigo con el cual cubrirse. Caminó lentamente por la habitación intentando no tropezar con ningún objeto, y salió a la pequeña sala en la que sus hijos dormían juntos, arrebujados en un catre. Cuando llegó a la puerta la abrió lentamente, sin poder evitar el chirrido que la misma profería cada vez que se utilizaba. Miró sorprendida hacia el exterior, y en la penumbra se dio cuenta de que sus sueños más profundos se habían vuelto realidad. La alta figura se hallaba frente a la puerta, esperando que se le permitiera ingresar. El frío de la madrugada helaba hasta los huesos, y su respiración producía una estela de vapor en el aire. Era él, pero al mismo tiempo no lo era. Había envejecido como si treinta años hubieran pasado desde que se fue...

—¡No puedo creerlo! —se alborozó Selene—. Estás aquí ¡Has vuelto! ¿Qué te pasó? ¿Dónde has vivido todo este tiempo? ¡Sabía que regresarías sano y salvo! —exclamó llena de júbilo, a la vez que lo abrazaba fuertemente.

El hombre no habló, simplemente separó un poco a la mujer de él y se introdujo en la casita. Ella cerró la puerta detrás suyo y lo abrazó por la espalda.

—¡Es increíble! —le dijo. La forma en que la mujer lo trataba hacía parecer que no veía al hombre hacía unos pocos días, que el tiempo se hubiera detenido para ambos, y que ahora volvía a correr, sin haber cambiado nada...

Una vocecilla se escuchó en la oscuridad, tenue, dentro de la habitación.

—¿Quién es? —preguntó.

—El hombre sin nombre —respondió otra más suave aún.

—Ah, hacía tiempo que lo esperábamos... —dijo la primera, y luego guardó silencio nuevamente.

La persona que había entrado a la casa sintió que le tomaban de la mano, y que Selene le mencionaba algo al oído.

—Son tus hijos, mellizos —le susurró al oído.

—Lo sé —asintió él, y luego habló con firmeza—. Ya no soy aquél que piensan —dijo—, ahora tengo nombre, no un nombre de nacimiento, sino uno dado a mis méritos. Ahora me conocen como el Santo.

Los chiquillos se levantaron de la cama en silencio, y caminaron por la oscura habitación sin dar un traspié. Cuando llegaron hasta el hombre lo abrazaron por las piernas, esperando ser levantados por él en andas. El Santo no dudó un instante, los elevó y besó cariñosamente, aferrándolos entre sus fuertes brazos. Las lágrimas, si las hubo, quedaron ocultas en la penumbra que los arrumaba, nunca nadie las vería o recordaría.

—Cómo pasa el tiempo —pensó el hombre, mientras acariciaba a sus vástagos—, uno no se da cuenta de cómo transcurre si no tiene un punto de referencia que lo señale, en este caso mis propios hijos. Para mí, estos viajes no fueron más que un abrir y cerrar de ojos, y ahora, cuando regreso, me doy cuenta de la cantidad de años que han pasado, de que no me fui a un simple paseo. Ellos están enormes, caminan, hablan, son personas completas, y yo pensaba que falté apenas un poco de casa...

Aunque podría haber sido una noche de largas charlas y revelaciones, las cosas no fueron así. Fue una madrugada de amor y cariño, nada más. Pocas palabras se dijeron, sólo las necesarias...

* * * * *

Siento que dije tanto ayer,

tantas cosas olvidadas...

Las palabras son inmundas,

ojalá no existieran...

Ojalá existieran sólo las miradas.

* * * * *

El retorno del hombre fue un revuelo para todo el poblado. Los adultos recordaban fríamente a quien prefirió la aventura y ser trotamundos, a su mujer y sus hijos. Bueno, eso no era del todo cierto, puesto que no se enteró de la existencia de los niños hasta mucho después de su partida...

Pero lo más asombroso de todo era que había regresado, y estaba vivo... Volvió de las tierras del sur, con libros y artefactos extraños, nunca vistos en el pueblucho. Hablaba con gran sabiduría y explicaba muchas cosas que nunca habían sido comprendidas por los aldeanos.

La nueva situación fue un revuelo para todos, especialmente para Selene y los niños. Ellos necesitaban escuchar a su padre, darse cuenta que no era un fruto de su imaginación todo lo que sabían de él, o lo que les había relatado su madre a lo largo de esos años. Y el Santo superó con creces todas sus expectativas. Fue el único capaz de responderles preguntas que nunca antes hicieron a nadie, porque sabían que no obtendrían las respuestas correctas.

El Santo les habló de sus viajes, de los lugares que recorrió, y de las personas que conoció. Nunca antes había mencionado esos hechos a nadie, ni volvería a hacerlo jamás. Reveló la verdad a sus hijos porque sabía que ellos debían saber. Algún día seguirían su camino, para eso habían encarnado.

El hombre se estableció junto a Selene, de forma provisoria. Desde los lejanos sitios que visitó, el primer lugar al que regresó fue al pueblo de Selene, porque sabía que ella lo estaría esperando aún, como le había prometido... Todavía no había retornado a su aldea, temeroso de encontrar situaciones que lo obligaran a quedarse allí, impidiéndole visitar a su amada.

—¿Me obligarás a llamarte "el Santo" por el resto de nuestra vida, mi amor? —le preguntó Selene una de esas tardes en las que ambos se sentaban juntos en el suelo de madera de la pequeña galería de la cabaña, para sentir cuánto se amaban. Los niños jugaban afuera, corriendo a la par de la suave y refrescante brisa que respiraban en ese bello día. Roberto se hallaba con ellos, hacía bastante tiempo que los acompañaba casi todo el día, ya que dejó de frecuentar a los demás muchachos de la aldea. Pero estaba muy confundido: los demás niños no veían las cosas como realmente eran, y eso lo exasperaba, pero por otro lado Orión y Pléyade estaban muy por encima de su entendimiento, apreciaban todo de una manera que él aún no estaba listo a comprender. Por lo tanto, era el más solitario y menos comprendido de todos los muchachos del lugar. Eso lo entristecía notablemente...

—Ése es mi único nombre —respondió el Santo con su rostro endurecido—. Sabes que no tengo otro. Mi padre murió antes de mi nacimiento y mi madre poco tiempo después. Nunca me bautizaron... Quienes me adoptaban elegían un nombre diferente cada vez que cambiaba de hogar, y nunca me identifiqué con ninguna de esas etiquetas. Finalmente llegué a una edad en la cual renegué de todo, inclusive de mis nombres. En cierto modo se podría decir que renací. Sólo ahora, durante mis viajes, cuando conocí a un gran maestro, acepté que me bautizara de esta manera, "el Santo", y tiene un significado, semejante a la misión para la cual vine al mundo.

—¿Misión? —inquirió Selene preocupada.

—En realidad aún no estoy seguro de cuál es —le respondió el Santo. Sus profundos ojos escudriñaban cada detalle de la aldea—. Sólo sé que debo cambiar al mundo, a nuestra patética forma de vida, pero me queda descubrir cómo hacerlo. Por eso vine con conocimiento renovado, para que nuestras aldeas crezcan, aprendan, y mejoren, sólo así dejaremos de ser los esclavos del clima y de las circunstancias que siempre hemos sido. Ese es el camino por el cual debemos avanzar.

—Ahora que estás a mi lado de nuevo, siendo el compañero del jefe de la aldea, te será fácil lograr eso que quieres —supuso Selene.

—No tanto —negó con la cabeza—, recuerda que ésta no es mi aldea, y que aquí nunca van a aceptarme. Siguen odiándome por ser del sur, aún más por haberte abandonado todos estos años. Tal vez tenga que volver a mi aldea, allí también me necesitan.

—¡No te irás sin mí! —gritó la mujer, a punto de llorar—. No lo harás de nuevo —le reclamó. Los niños, hasta ese momento ajenos a sus padres, habían detenido sus juegos y los observaban fijamente.

—Aún no sé cuáles serán las sendas que nos deparará el destino, y menos aún si las recorreremos juntos —se justificó él, estrechándola entre sus brazos. Ella sonrió de una manera triste, y se dejó abrazar por el hombre de su vida.

—Ellos te necesitan —habló ella, refiriéndose a los niños, que los miraban con atención.

—Ya lo sé.

—No, no lo sabes —le aseguró la mujer—. Ellos no son como los demás niños, necesitan una guía, alguien que los encamine, y yo me siento incapaz de hacerlo... Han realizado numerosos prodigios. Prodigios que ni siquiera yo comprendo ¡Son nuestros hijos, pero no son como nosotros! —exclamó.

—Sé a lo que te refieres —la tranquilizó el Santo—. Encontré gente como ellos en Yronia. Les llaman "especiales", aunque los relegaron al escalafón más bajo en la sociedad. Mientras estuve con ellos, logramos que se les permitiera vivir dentro de la ciudad, aunque en los peores barrios... Pero eso no tiene importancia ahora, lo que quiero explicarte es que he conocido a muchos como ellos, y sé lo que sufren al no poder entenderse a sí mismos, ni a los demás, siendo tan diferentes. Tienen que crecer, aprender, alguien debe ayudarlos a despertar, pero no existe nadie aquí capaz de hacerlo... De todos modos, falta mucho tiempo aún para ello, todavía son niños, y desconocen los prodigios para los cuales realmente han venido.

—¿De qué hablas? —le preguntó Selene mirándolo a los ojos, esos ojos firmes e impenetrables que tanto la atraían—. Ellos nunca se irán de mi lado, su misión está aquí, y es ayudar a nuestra aldea a crecer, tanto como tú quieres hacer con la tuya.

—Es muy poco —respondió el Santo—. Esta miserable aldea no es más que un mínimo paraje dentro del mundo, y muy pocas almas viven aquí, comparadas con todas las que necesitan ser salvadas. Ellos tienen un potencial para hacer cosas mucho mayores a las que podrán realizar alguna vez en este lugar. Entiéndelo, tú misma lo has dicho, no son como nosotros. Yo tampoco comprendo cómo niños tan especiales nacieron de personas comunes como tú y yo.

—Me sorprende que digas que somos comunes —lo contrarió Selene—. Nunca lo fuimos. Siempre vimos las cosas de una manera diferente a los demás, entendimos al mundo de otra forma, sólo que nunca fuimos capaces de manipularlo de la forma en que ellos lo hacen. Es por eso que fuimos elegidos para ser sus padres, otros no hubieran ayudado o permitido que crecieran de la manera que lo necesitaban... Y a pesar de todo, me asustan. ¿Ves a ese niño con quien están jugando? —dijo señalando a Roberto—. Orión casi lo mató simplemente mirándolo... Y Pléyade prácticamente lo resucitó al poco tiempo. Ahora él juega siempre con ellos, los considera sus amigos, es el único niño con el que hablan, no tienen compañeros de juego, ni les interesa tenerlos. Me siento tan mal, tan mínima frente a ellos.

—No te preocupes —la confortó el Santo—. No intentes comprenderlos, nunca podrás, lo que debes hacer es acompañarlos en su camino, nada más... Y estar orgullosa de ellos.

—Lo estoy, no dudes que lo estoy —le aseguró ella. El hombre se separó de la mujer, y emprendió camino hacia donde estaban sus hijos. Selene se quedó mirándolo. Realmente estaba orgullosa de sus vástagos, habían crecido tanto... También estaba orgullosa de la elección que había realizado al tener al Santo como pareja, y aunque en su corazón sabía que nunca podrían ser completamente felices ni estar juntos, no importaba...

—¿A qué estaban jugando? —les preguntó el Santo a los niños cuando llegó hasta ellos.

—Corríamos a la par del viento —le respondió Roberto.

—No, eso es incorrecto —lo reprendió Pléyade—. Nos fundíamos con él.

—Entiendo —le dijo el padre, tomándola de la mano—. ¿Puedo jugar yo también?

—Claro —le respondió la niña—. Pero no creo que puedas siquiera sentir lo que nosotros.

—No quiero sentir lo mismo que ustedes —respondió el padre, sabiamente—. Simplemente quiero sentir que estoy con ustedes.

Orión y Pléyade sonrieron. Su padre era tan especial como ellos lo esperaban, sabían que no podía ser de otra manera.

Los niños jugaron con el padre por unos minutos, correteando por las callejuelas de tierra. Pero la dicha duró poco. Al rato, una señora, con el rostro macilento se acercó al grupo, no osando interrumpir, pero esperando que notaran su presencia. Pléyade se detuvo, y se acercó a la mujer.

—¿Qué necesitas? —le preguntó.

—Rosa está a punto de dar a luz... Las cosas se están complicando, y no sabemos si sobrevivirá al parto, pensábamos que tal vez podrías ayudar con el alumbramiento... —explicó la mujer, quien no podía creer estar solicitando ayuda a una niña de nueve años en una situación tan delicada. Ella era una experta partera, había traído al mundo a casi todos los niños del pueblo, incluyendo a la niña a la que ahora suplicaba su ayuda, así como a su hermano.

Pléyade miró de reojo al grupo, que había detenido sus juegos. Nunca había compartido con su padre momentos semejantes, tan emotivos para ellos. Pero sabía que tenía un deber que cumplir, importante para el resto de la comunidad.

—Volveré después —se excusó—. Continúen sin mí —luego se alejó, tomada de la mano de la señora, y caminando con firmeza hacia donde se la necesitaba.

—Ella tenía razón —murmuró Orión, para sí—. Nuestra vida cambió de sobremanera al ser descubiertos nuestros dones...

El Santo observó cómo su hija se alejaba, para finalmente entrar en una covacha más adelante. Y comprendió... Entendió que sus hijos se estaban preparando, creciendo, para realizar proezas incluso mayores que las que él mismo había logrado o lograría jamás.

* * * * *

Tres escasos meses trascurrieron desde el momento en que el Santo regresó a la aldea. Consigo trajo esperanza, y también recelos. Era cierto... Nadie lo apreciaba allí. Tenía costumbres diferentes a las del resto de los compueblanos, y quería convertir a la villa en algo que ellos no deseaban. De todos modos permaneció junto a Selene todo ese tiempo, apoyándola en sus decisiones, e intentando darle ideas y opiniones sobre cómo administrar el poblado para que éste mejore.

Su frágil felicidad se quebró al poco tiempo. Ambos sabían que tarde o temprano sucedería, pero no querían aceptarlo, necesitaban sentir que estaban juntos, día a día, amándose.

La mañana era de un calor agobiante. El mundo se había convertido en un desierto, y la temperatura impedía a cualquiera asomarse al sol por más de unos escasos minutos, sin desvanecerse sofocado. Todo el horizonte se observaba distorsionado por el calor que emanaba del resquebrajadizo suelo, y la mayoría de la gente se cobijaba bajo la techumbre de sus hogares.

Todos se sorprendieron cuando vieron al emisario llegar, a través de esas desoladas tierras. Tenía cubierta la cabeza con un gorro y un trapo, caminando errante, casi arrastrándose, sin mirar hacia la dirección en que avanzaba. Varias cantimploras colgaban irregularmente de su cuerpo, todas vacías. Cuando los primeros hombres corrieron hasta él, se desplomó en sus brazos, sin poder hablar. Tenía los labios resecos, y los ojos vidriosos, perdidos. Por varias horas lo cuidaron, alimentaron y dieron bebida, hasta que el hombre pudo hilar su pensamiento y hablar con coherencia. Para entonces solicitó hablar con urgencia con el jefe del pueblo... Y grande fue su sorpresa al encontrar a una mujer en ese puesto: Selene.

—...Por eso necesitamos ayuda, información, lo que sea —le explicó el hombre en su primera reunión—. No sabemos nada del lugar, ni quién lo habita. Sólo sabemos que está allí, que posee invaluable tecnología, y que todos los que han querido acercarse a parlamentar terminaron muertos.

—Lo lamento, nunca he oído hablar de ese lugar —se disculpó ela—. Ni la gente de mi aldea.

El hombre se puso de pie, apoyando las manos en la mesa, y acercándose más a la mujer.

—Entonces solicito cualquier asistencia que nos puedas brindar: armas, gente, provisiones. Tenemos que acceder allí sea como sea. Muchos de mi aldea fenecieron al ser atacados sin previo aviso. Estábamos buscando un nuevo y mejor lugar donde establecernos, puesto que nuestro pozo está casi seco. No sobreviviremos si no logramos mudarnos, o establecer contacto con la gente de allí adentro, y solicitarles su ayuda.

—No creo que sea buena idea buscar ayuda en ellos —reflexionó el Santo, que había permanecido en un rincón y en silencio hasta ese entonces, pero escuchando con atención todo lo relatado por el hombre—. Deberían buscar un mejor emplazamiento en otro lugar.

—No sé si lo lograremos, sin perecer en el intento... —explicó el hombre. Luego fijó la vista en el entrometido que le estaba complicando los planes, y tuvo un momento de duda—. Yo te conozco ¿Verdad? —le preguntó.

—Tal vez —respondió el otro, con voz clara. Sus profundos ojos lo observaban con recelo.

El visitante lo miró sin temor; el rostro de la persona que tenía enfrente le resultaba familiar, pero no recordaba quién era. Nunca había conocido a nadie joven que presentara arrugas como las que tenía el individuo, y de todos modos le resultaba familiar.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó, luego de un momento de silencio.

—Por mucho tiempo no tuve nombre, pero ahora me conocen como "El Santo"... —le respondió el aludido.

—El sin nombre... ¡Tú! —exclamó el otro sorprendido—. ¡Eres tú! ¡Y estás vivo!

—Así es, y yo también te recuerdo, Esteban, cómo podría no hacerlo, puesto que no has cambiado en absoluto.

Los viejos conocidos se abrazaron fuertemente, volviéndose a mirar a la cara.

—¡Pero tú sí has cambiado! —le dijo el otro— ¡Eres otra persona!

—Tuve que sacrificar mucho para volver hasta aquí vivo. La apariencia es lo de menos —le dijo el Santo, cariñosamente—. Me preocupa todo lo que relataste, y me interesaría conocer el lugar. Pero te suplico que no pidas ayuda a esta gente. Tienen sus propios problemas, bastante difíciles de por sí, como para que pierdan energías en ayudarnos en una empresa que desconocemos.

Selene se puso de pie, y se acercó a los dos compañeros.

—¿Acaso piensas regresar a tu aldea con él? —inquirió con tono de reproche al Santo.

Él la miró fríamente, sin contestar nada.

—¿Ella es tu mujer? —le preguntó Esteban, sorprendido por la reacción de la dama. El Santo sólo suspiró, y se alejó, saliendo de la habitación.

—No sólo su mujer, sino la madre de sus hijos —le respondió ella.

¿Sus hijos? —la interrogó el joven, sorprendido.

—Así como lo oyes, sus hijos. Hace apenas tres meses que los ha conocido, y más de nueve años desde que los abandonó. No puede irse ahora.

—Hablaré con él —se disculpó el muchacho, azorado, y salió de la habitación en búsqueda de su amigo.

Selene se dejó caer sobre el sillón. Sabía que el momento que tanto le atormentaba había llegado. No tenía sentido soñar con que las cosas serían de otra manera.

* * * * *

Esteban alcanzó enseguida al Santo, que había caminado hasta el pozo del pueblo y estaba bebiendo un poco de agua del mismo, a la vez que se refrescaba el rostro. El calor agobiante era insoportable, pero en su semblante podía verse claramente que no era la temperatura lo que lo abrumaba, sino las numerosas dudas que carcomían su interior.

—Discúlpame, Santo —le dijo el muchacho—. Creo que llegué en un mal momento. Estás aprendiendo a convivir con tu familia, a apreciarla. Lo peor que podrías hacer ahora es volver a alejarte de ella.

—No necesito que me digas lo que puedo o no puedo hacer —le respondió en forma tajante el interpelado—. Conozco bien los pros y los contras de irme ahora. Sé lo doloroso que será para ellos permitir que me aleje, y no creas que no será doloroso para mí también. Pero ya he aceptado mi destino, todavía debo realizar muchas cosas antes de poder establecerme con mi familia, si algún día pudiera lograrlo. Además, quiero que me cuentes más detalladamente sobre ese búnker que descubrieron. Me interesa mucho.

—Te repito, es más, te suplico, Santo, olvídalo. Podremos arreglarnos nosotros mismos y solucionar el problema. No arruines tu vida, por favor.

—Yo te repito lo mismo, lo que debo hacer. Intentaré realizarlo rápido, y luego volver aquí, pero primero debemos solucionar ese problema. Te ruego me informes la situación, los hechos, lo que sabes, no me contradigas.

Esteban extrajo un poco de agua del balde con las manos y bebió de ella. Se mojó la cara, quitándose el sudor salado de la frente, y habló.

—Sabemos poco. Una avanzada de gente estaba buscando un mejor lugar donde asentarnos, puesto que nuestros pozos están casi secos, y los arroyos fueron desapareciendo con los años. También buscábamos algún paraje con flora y fauna más variada, aunque no sé si existe algún sitio diferente a este desierto muerto.

—No existe —afirmó el Santo, con seguridad—. Hay que concentrarse en buscar el agua.

—Bueno, estábamos en eso. De esto hace más de un año. La avanzada alcanzó a llegar hasta un extraño lugar. Una especie de búnker. Estaba horadado en una colina, y sólo las enormes puertas de metal podían verse desde afuera, rodeadas de piedra. Quisimos contactar con el interior, saber si alguien vivo habitaba el lugar, pero nadie nos contestó. Un pequeño campamento se instaló en los alrededores, enviando algunos mensajeros para anunciar el descubrimiento. Yo permanecí en el pueblo, y despaché varios hombres fuertes y preparados al lugar, para que intentasen ver la forma de introducirse en él, si era necesario inclusive utilizando cargas explosivas.

—¿Explosivos? —le preguntó el Santo sorprendido.

—Así es —le respondió Esteban—. Encontramos materia prima para crearlos en algunos bunkers abandonados de las Guerras de los Días Antiguos. Se preparó la dinamita y se envió con los hombres.

—¿Y por qué estaban seguros de que el búnker no estaría abandonado y derruido como los demás? —quiso saber el Santo.

—No lo estábamos. Pero se mantenía en muy buen estado para ser abandonado. Y estaba sellado, lo que significaba que allí dentro podríamos encontrar maquinaria, conocimiento, quién sabe, teníamos muchas esperanzas al respecto.

—¿Y qué sucedió? —preguntó el Santo—. Por lo que dijiste anteriormente, no lograron entrar.

—Desconozco realmente lo ocurrido. Nunca volvimos a recibir noticias del campamento. Al pasar más de diez días sin tener novedades, enviamos un segundo grupo en búsqueda del primero... Fue horroroso... —alcanzó a murmurar. La voz le temblaba, y tenía los ojos cerrados, no pudo continuar.

—Necesito que me digas todo lo que sabes —le presionó el Santo, tomándolo con fuerza—. Por más doloroso que pueda resultarte.

Esteban respiró hondo, y continuó:

—El campamento fue arrasado. Había marcas de explosiones y disparos por doquier. Era evidente que habían detonado los explosivos, pero que las puertas no cedieron, estaban construidas con una aleación extremadamente resistente... Todo el perímetro estaba sembrado de hombres muertos, horriblemente mutilados. Nunca supimos lo que ocurrió en ese lugar.

—¿Nunca lo supieron? —El Santo estaba intrigado, preocupado.

—El grupo encontró a un sobreviviente, un hombre moribundo... Apenas podía hablar, la sangre de sus heridas estaba reseca, se encontraba realmente débil y no había nada que pudiera hacerse para evitar que pereciese... Era evidente que el ataque había sucedido en días pasados. Intentaron hacerle preguntas, saber que pasó, pero él sólo repetía algo sobre unos demonios alados, que escupían fuego por la boca, y que enceguecían a cualquiera que se atreviese a mirarlos. Sus palabras no tenían sentido... Todo demostraba que un combate se dio allí, y no que unos dragones o poderosos monstruos fantásticos los atacaron.

—Podrían haber sido máquinas voladoras, armadas —supuso el Santo.

—¡Vamos! —exclamó Esteban—. ¡No existen tales cosas en este mundo!

—En mis viajes he visto artefactos similares —lo reprendió el Santo, pero luego se dio cuenta de que estaba hablando de más—, perdón, he oído hablar de ellos... Tú mencionaste que el lugar parecía habitado, y que probablemente poseía extraña tecnología... Perfectamente podrían tener artefactos voladores como defensa —arguyó.

—Es posible, no lo sé —se disculpó Esteban. Sin darse cuenta, había dejado de ser jefe, ahora era apenas un subordinado del Santo.

—No importa. Continúa con la historia —le solicitó el hombre.

—Bueno, los hombres volvieron con los restos del campamento, y con esa fantástica historia. En un principio pensamos que otra de las aldeas, tal vez ésta, habría encontrado el lugar antes, y queriendo conservarlo para sí, nos atacaron. Enseguida desechamos esas sospechas, ellos tampoco tenían armamento capaz de hacer el daño que sufrió el campamento. O por lo menos eso creímos.

—Así es —le aseguró el Santo—, aquí se vive una situación tan precaria como la nuestra. Además ni siquiera conocen el lugar del que hablas.

—Yo pensé lo mismo. Ante la sorpresa de los acontecimientos ocurridos, decidimos no volver al lugar hasta que estuviéramos preparados. Me encargué personalmente de reunir gente, armas y municiones como para enfrentar cualquier obstáculo.

—¿Nunca pensaste en parlamentar con los habitantes del lugar, llegar a un acuerdo? —preguntó el Santo.

—¿Cómo hacerlo si no había forma de contactar con ellos?

—¿Probaste mediante la radio, por ejemplo?

—Sí. No recibimos respuesta en ninguna frecuencia. Creemos que contactan con el exterior, porque poseen una enorme antena parabólica apuntando al cielo, pero no sabemos si está en funcionamiento, aunque algunos de los hombres aseguran haberla visto en movimiento... Y había numerosos cristales rectangulares y negros rodeándola; desconocemos su utilidad.

—Paneles solares —lo ilustró el Santo—. Se utilizan para extraer energía del sol.

—¿Puede hacerse eso? —le preguntó sorprendido Esteban.

—Claro que sí. Deben estar bastante adelantados tecnológicamente para poder hacerlo. Sería interesante lograr entrar. Tal vez si destruyéramos o inhabilitáramos los paneles perderían energía y serían más vulnerables...

—No había pensado en ello —Esteban notaba que el Santo era un líder nato, y que su regreso podría traer orden y un futuro auspicioso a su aldea—. Como te relataba, organicé a los hombres, y yo mismo viajé con ellos hacia el lugar. Pasó cerca de un año entre la primera incursión y la siguiente, fue difícil convencer a los hombres y conseguir las provisiones... En ese punto nos encontramos con la segunda y gran desgracia... —el hombre se mostraba descorazonado, el mero hecho de recordar el incidente lo hería profundamente.

—Continúa, por favor —lo azuzó el Santo, ignorando su pesar.

—Sólo recuerdo las explosiones —dijo él—, los fogonazos en medio de la oscura noche. Todo empezó en el ocaso, estábamos desprevenidos, muy lejos aún del búnker, a varios días de camino. Con la primera explosión murieron dos hombres, y tres quedaron incapacitados... ¡Había minas sembradas en todas las direcciones!, en pocas decenas de metros perdimos una gran porción del contingente...

—¿Y anteriormente no se habían topado con ese problema? —preguntó sorprendido el Santo.

—¡No! —respondió el otro—. Los malditos las sembraron en nuestra ausencia, estoy seguro.

—Supongo que decidieron volver por donde llegaron y buscar una ruta alternativa... —sugirió el hombre sin nombre.

—Eso fue lo que quisimos hacer —respondió el muchacho—. Pero ya habíamos caído en la emboscada... ¡Había minas a nuestras espaldas! Inclusive intentamos caminar sobre nuestras propias huellas ¡Y de todos modos explotaban! ¡Todo era una maldita trampa! —exclamó aterrorizado, al evocar los dolorosos eventos—. Esperaron a que llegáramos al medio del campo minado para activar los aparatos explosivos... No había forma de avanzar ni de regresar...

—¿Y qué hicieron entonces?

—Retroceder, de todos modos... —Esteban no pudo contener las lágrimas por más tiempo, y se deshizo en llanto—. Me siento tan mal —murmuró—. Llevé a todos a la muerte. Sólo regresamos un puñado de hombres, la mayoría malheridos o con impedimentos que nunca sanarían completamente... Jamás regresamos a esas tierras, que bautizamos como los Campos del Horror.

—Y ahora buscas ayuda en las demás aldeas, porque no sabes qué hacer... —asumió el Santo—. No puedes. Ellos tienen demasiados problemas para estar perdiendo a sus pocos hombres en una guerra contra seres invisibles o tal vez inexistentes. Nosotros debemos solucionar el problema sin la participación de los otros poblados. Veremos qué podemos hacer... El problema es que los habitantes del lugar ya están en pie de guerra, y difícilmente nos escuchen. No deberían haber intentado forzar esa puerta.

—¿Y qué podíamos hacer? ¡No teníamos un guía sabio como tú para tomar esas decisiones! ¡Sólo estaba yo! Tenía miedo, no sabía qué hacer, compréndeme, no soy un iluminado, ni un estudioso, ni he recorrido el mundo como tú lo has hecho. Yo simplemente nací y crecí en un pueblucho donde no se puede aprender nada... Asumí la responsabilidad al no haber un líder en el pueblo que deseara hacerlo.

—Te entiendo—. le respondió el Santo.

—No, no entiendes. Yo no nací para ser un líder, sino para seguir a uno. Algunos tienen dotes para comandar, otros para seguir... Y yo hice lo que pude, a pesar de no creerme capaz... ¿Dónde estuviste metido mientras tanto?

—Estuve en muchos lugares... —murmuró el Santo—. Recorrí el mundo, viajé de norte a sur del continente. En un primer momento vine a esta aldea, dónde permanecí por casi seis meses, luego viajé a la otra aldea conocida... Ellos estaban en peor situación que nosotros... Viajé hacia ruinas antiguas, pero nunca exploradas. Allí encontré algunos libros y artefactos útiles, pero pocos estaban sanos después de tanto tiempo... Finalmente preferí creer en las leyendas, y viajé al sur. Crucé la cordillera de Eglarest, y descendí aún más.

—¿La cordillera de Eglarest? —ese nombre no era nuevo para Esteban, pero no sabía dónde lo había escuchado. Luego recordó... Cuando era niño, un hombre desconocido llegó al pueblo, enfermo y moribundo. Decía provenir de una gran ciudad al Sur, más allá de la cordillera de Eglarest, una cordillera jamás conocida por los hombres de la aldea.

El Santo también recordó el hecho, que quedó en leyenda. El hombre murió al poco tiempo, delirando, hablando sobre la gran y magnífica ciudad asentada tan lejos, sobre lo avanzada que era su cultura, y sobre cómo había escapado de ella; Yronia la llamaban...

Como flashes, se agolparon múltiples recuerdos en la mente del Santo, la mayoría dolorosos, hechos que juró jamás relatar a su gente. Había regresado vivo de allá, pero nunca volvería, ni llevaría a su pueblo hasta ese lugar, por más precaria que fuese su situación, no quería convertirlos en esclavos... Debía existir otra manera de salir adelante, sin lo que ellos pudieran ofrecerles... Su mente se iluminó por un instante... Tal vez el búnker fuera la solución. Una fuente de tecnología avanzada, un banco genético poco deteriorado... Quizás esa era su misión, por fin lo descubría...

—¿Cruzaste la cordillera de Eglarest? —repitió Esteban, al darse cuenta de que el Santo había desoído su pregunta, imbuido en sus propios pensamientos—. ¿Eran ciertas las leyendas?

—No —respondió el Santo, volviendo al lugar y momento en el que estaba físicamente—. Estaban erradas. Allá sólo hay muerte y destrucción. No existe ninguna esperanza ni posibilidad de que crezcamos. Debemos tomar otro camino, tal vez ese búnker que encontraron sea un buen comienzo para nuestro crecimiento.

—Y la ciudad, ¿cómo se llamaba?... —preguntó su amigo— ¿Yronia, tal vez? ¿No existe?

El Santo lo miró de forma suspicaz. El muchacho no debía saber la verdad, no tenía sentido exponerle una realidad que no los ayudaría, una realidad cuya existencia no traía ninguna ventaja a nadie.

—No, no como creíamos. —le respondió.

—¿A qué te refieres?

—A que el mal se adueñó de ese lugar perverso, y el costo de alcanzar ese sueño, sus avances tecnológicos, su seguridad, es tan alto como ofrecer tu alma al propio demonio... Pero no importa, no me hagas caso, olvida lo que te mencioné sobre mis viajes. Lo único importante de ellos es que aprendí mucho, recibí respuestas a todos mis cuestionamientos, y pude traer libros y artefactos que serán muy importantes para nuestro desarrollo a partir de ahora. Mi obligación es enseñarles a todos ustedes lo que sé, y que juntos descubramos lo nuevo que espera nuestro devenir. Ahora debemos planear cuáles serán nuestros próximos movimientos... Debo regresar a la aldea, y organizar todo. Una vez que hayamos crecido y superemos la crisis actual, especialmente la del agua, veremos qué hacer con el extraño lugar que descubrieron.

—Me parece fantástico —lo apoyó Esteban—. Pero creo que tienes que ser cuidadoso con tu familia. No podemos engañarnos. Si quieres hacer eso, pueden pasar meses, años inclusive hasta que vuelvas a verlos ¿No sería mejor que te quedaras, o en todo caso, que los llevaras contigo?

—Te repetiré esto por última vez —dijo el Santo. Sus ojos refulgían de ira—: Yo debo volver a la aldea, es mi obligación. Y ellos deben permanecer aquí, ocupándose de los suyos. Cada uno tiene una misión que cumplir; sólo cuando ambos hayamos logrado organizar nuestras respectivas aldeas podremos preocuparnos por nuestras vidas sentimentales. Mis hijos permanecerán con Selene, ellos la necesitan más de lo que me necesitan a mí... Y no podemos separarlos, morirían si tuvieran que estar lejos el uno del otro, estoy seguro. Son tan complementarios que parecieran ser una sola entidad, es maravilloso...

—Entonces todo está decidido —suspiró Esteban.

—Sí, y júrame que jamás mencionarás a nadie de nuestra aldea la existencia de mi familia, de mi mujer y de mis hijos, sólo traería problemas y recelos, necesito actuar libremente allá, y cuanto menos sepan sobre mí, más me respetarán ¿Comprendes?

—Comprendo... Te prometo que no mencionaré nada... —Esteban suspiró—. Te admiro, yo no podría ser tan fuerte como tú.

—Por eso no puedes ser el líder —le dijo el Santo con una sonrisa forzada—. Y por eso lo seré yo.

—Tienes razón. Hay que ser fuerte para merecer el respeto y la aprobación de los demás.

Los ojos del Santo estaban tristes, impenetrables para los demás. La máscara de hierro que siempre tuvo, y que sólo pudo retirarse al estar con su familia, volvía a formarse; sabía que regresaría a la dura lucha del afán diario por sobrevivir, y que debería guiar a su pueblo en ella, no le quedaba otra opción. Sólo esperaba no morir sin haber podido reunir de nuevo a su familia, aunque fuera en un futuro lejano, cuando todo estuviera mejor, si existía la posibilidad de que eso sucediera...

* * * * *

El Santo estaba preparando el bolso con sus libros, extraños artefactos, y ropas. Esteban lo observaba taciturno, silencioso. Se sentía culpable porque su amigo destruía su familia, su felicidad. Quería negarlo, pero no podía.

—Mi vida tiene que ser un misterio, un secreto —insistió el Santo días antes—. No me interesa que en la aldea sepan sobre mi mujer y mis hijos, sólo traería problemas —luego de pronunciar estas palabras, le hizo jurar al muchacho que no diría nada a nadie de lo que allí había sucedido. Él accedió.

—Quédate —le solicitó Esteban, entristecido, por última vez—. Nos las arreglaremos sin ti, no te preocupes.

—¿Acaso hay un jefe en la aldea? —le preguntó el Santo—. ¿Alguien que pudiera tomar las riendas de la situación?

—Me encargué de ello por la fuerza, no nos fue tan mal a pesar de todo... —insistió el joven.

El Santo sonrió, conocía la buena voluntad que pondría el muchacho en su empeño, pero sabía que no era capaz de manejar a toda la gente, ni de ser un líder de verdad —De nada sirve huir del mundo... —dijo—. Lo único que sirve es cambiarlo...

Selene, por su parte, estaba sentada en la cama, observando con preocupación cómo su amado guardaba todos los enseres en la pesada mochila. Orión y Pléyade dormitaban a su lado. No era claro si la mujer quería causar pena en el hombre al ver la dolorosa situación, y así lograr que reconsiderara su decisión, pero a Esteban le pareció que así era. Unas pocas lágrimas emanaban de los ojos de ella, pero no osaba hacer ningún ruido, ni siquiera suspirar.

—¿Tú eras el jefe de tu aldea antes de venir aquí? —le preguntó la mujer, escuchando la conversación.

—Sería difícil de explicar —respondió el Santo—. Yo era muy joven en ese entonces. Nuestro líder había muerto, y nadie tenía la voluntad o capacidad de tomar ese rol. Yo ayudé mucho dentro de mis posibilidades, pero sabía que pronto me iría, por lo que nunca quise asumir esa responsabilidad. Pero parece que la gente de todos modos me asignó dicha responsabilidad. Pero me fui, y los dejé solos con sus problemas, con el objetivo de algún día regresar para ofrecer un cambio verdadero.

—Si eras el jefe, no hubieran existido los problemas que tuvimos con mi padre en su momento, y no tendrías que haberte ido, te hubieran aceptado como mi compañero, ya que significaría la unión política de ambas aldeas...

—Eso no importa —le dijo él, evitando mirarla—. De todos modos, no me hubiese quedado, debía continuar viajando, lo sabes muy bien.

El Santo terminó de cerrar el bolso, y dio una palmada a Esteban, que se encargó de llevarlo afuera. Luego se acercó a Selene, y la abrazó, escurriendo las lágrimas de sus ojos con los dedos. Le dio un beso tierno, y la estrechó más cerca aún de él.

—Volveré pronto, no te preocupes. Lloras como si fuéramos a estar años sin vernos. Voy a viajar a mi aldea, nada más, para ordenar las cosas, luego volveré aquí. Tú debes quedarte a cuidar de los tuyos, que tanto te necesitan, y yo de los míos. Pronto estaré de regreso, te mandaré noticias mientras tanto, siempre que sea posible. Y asumiré mi responsabilidad como jefe de mi aldea, y entonces tal vez por fin me acepten aquí, como bien dijiste, aunque es poco relevante que lo hagan.

—Entonces, toma esto —dijo ella, sacando un anillo del bolsillo—. Es el anillo que me regalaste tantos años atrás, y que guardé celosamente hasta ahora. La única tabla, salvación y recuerdo tuyo que me mantuvo a flote durante estos años, y que me demostró que no fuiste un sueño, además, obviamente, de nuestros propios hijos.

—Prefiero que te lo quedes —le respondió él, fríamente—. Yo destruyo sistemáticamente los objetos del pasado. Estos no tienen ningún valor en sí, salvo por los recuerdos que traen consigo. Y siendo ese el caso, mientras te tenga, prefiero disfrutarte en vez de recordarte, y si te pierdo, prefiero simplemente no recordar. Sólo importa el futuro, y lo que podemos hacer con él; el pasado atormenta y únicamente trae dolor.

Ella estaba desconsolada, no tenía fuerzas para pensar en lo que sería despertar al día siguiente sin él a su lado. Pero con la fuerza y el coraje de siempre, lo soltó, empujándolo hacia atrás.

—Vete, haz lo que sientas que debes... Sabes que aquí estaré siempre, esperándote —le recordó, con orgullo—. No te preocupes por nosotros, estaremos bien. Es mejor que te marches ahora, antes de que me lance a tus pies en forma desesperada e impida tu partida... —la voz se le quebraba por momentos, y el Santo entendió que debía retirarse cuanto antes. Intentó darle otro beso en los labios, que ella rechazó, y finalmente salió de la habitación cabizbajo, cerrando la puerta tras de sí. Ella ni siquiera intentó salir a despedirlo. Todo estaba dicho, no debía penar más de lo que ya sufría.

—¿Se fue? —preguntó Orión, despertando del incómodo sopor en el que estaba sumido.

—Sí, pero volverá pronto... —le respondió la madre.

—No lo hará —le dijo Pléyade, secamente—. Sabemos que no —la niña lloró en silencio. Fue la primera vez que Selene la vio llorar, desde que había dejado de ser un bebé. Y sintió miedo. Los niños nunca se equivocaban...

La madre abrazó a sus dos hijos, el fruto de su amor, y la única prueba de que ese hombre no había sido un sueño en su vida... Los abrazó fuerte y soñó, soñó con el día en que todos estarían juntos de nuevo como familia, siendo felices al fin.

* * * * *

Oye amor:

Yo tampoco quise que sea así,

óyeme amor:

Yo sólo deseaba correr contigo,

como niños, sin ataduras,

por ese verde prado que es la vida.

Tarde descubrimos que la vida

no es un verde prado,

y que nosotros no somos niños.

Oye amor:

Duele,

¿Oyes mi dolor?

Cuando gran parte de tu vida se derrumba

miras hacia atrás,

y ves...

Ves un gran amor,

de esos que nunca terminan.

Los días, los besos, los pensamientos,

todos arrancados de mi ser,

de mi corazón.

Porque sé lo que fue, es,

o será, o no.

Las imágenes turbias empañan mi mente,

me dominan.

Los momentos, los grandes momentos,

y las desilusiones.

No sé si vale la pena recordar,

o mucho menos olvidar,

sólo sé que lo que fue,

lo que vivimos,

nunca se repetirá.

Es cierto,

pero la vida no acaba ni aquí, ni ahora...

Y si bien las sendas se dividen,

sé que el camino que compartimos

nos hizo humanos,

valiosos, especiales.

El dolor, el temblor en mi mano.

Las líneas, los surcos en el papel,

la tinta borroneada,

las lágrimas,

lo demuestran.

Duele.

El ser lo que somos nos hace valer,

la verdad nos ilumina.

Duele.

Oye amor:

Eres para mí lo que yo para ti,

óyeme amor:

La felicidad está dentro nuestro,

y el dolor al recordar.

No sé si debemos recordar.

Y si el arrancar al otro

nos hace sentir vacíos,

lo comprendo.

Y si nuestra esencia

se niega a dividirse,

lo entiendo.

No es humano amar,

ni dejar de hacerlo,

va más allá de eso.

Tantas cosas deseo decir,

tantas cosas en mi pensamiento,

que al fin y al cabo no importan.

No importan.

La verdad está en mis ojos,

esos ojos que conoces,

esos ojos verdaderos.

Y si a partir de ahora

ese cristal se empaña,

y no muestra el sentimiento,

es para evitar el dolor,

nuestro dolor.

Oye amor:

Ya no soy el que conocías,

y ahora debo decirte adiós,

en esta triste despedida.

* * * * *

Todos somos el Hombre Sin Nombre, hasta que nuestros actos demuestran quiénes somos en verdad. Recién allí, la etiqueta que llevamos, la que nos pusieron nuestros padres, se desvanece, y pasamos a tener un nombre de verdad. La gente ya no te llamará Pedro, Agustín o María, sino el Honesto, el Avaro, el Bueno, el Ladrón, el Corrupto, el Sabio, el Santo. Y tú te denominarás a ti mismo como deba ser. No sirve de nada que la apariencia de Bueno, Servicial, u Honesto engañe a los demás, a los ciegos, cuando tu corazón está podrido por dentro, cuando no eres lo que aparentas, porque la condena o el perdón, no procederá de ellos. Los demás obtendrán sus propios nombres también, así como tú lo has hecho, y responderán por ellos.

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