Capítulo 32: Un paseo, falta amor
Un dedo, otro ¿Debían ser cinco o cuatro?... Cantidades, números. Los ojos se desviaron de la rugosa mano y se posaron en un papel abollado a un lado junto a sus pies. La mano levantó el papel. Estaba húmedo. Con tosco cuidado desenvolvió el bollo y miró su contenido: una imagen acompañada de un sinnúmero de letras sin sentido, ordenadas en filas de manera cuidadosa. Tos. Ambas manos aplastaron nuevamente el papel, y lo arrojaron a un costado, cerca. Los ojos se posaron en las alturas. Estaba nublado, o eso parecía. Había demasiadas torres en todas direcciones como para entender al cielo ¿Llovería? ¿Era bueno eso? Uno de los dedos de la mano rascó a uno de los ojos... ¿Cuatro o cinco?... Tos. Reconocía la mano, y no lo hacía ¿Era parte de sí mismo? Los ojos se desviaron hacia una pared enfrente. Había mucha suciedad en todas partes. En el piso, cerca, estaba un curioso papel machacado. La mano intentó alcanzarlo, pero el viento lo movió a un lado, distrayendo los ojos nuevamente. Tos. El piso era duro, y el trasero dolía. Unas risas llamaron la atención de los oídos, y luego de los ojos. Por la izquierda aparecieron varias formas juveniles, hablando fuerte y moviéndose de un lado a otro. Pasaron a su lado, haciendo bulla, aparentemente sin notarlo. Una fresca y repentina brisa desenredó sus retorcidos y oxidados pensamientos. Una muchacha, un ángel, se había detenido muy cerca, y lo estaba mirando apenada. Tantos años, tantos... ¿Por qué estoy aquí todavía? ¿Qué hago aquí? Cuando era joven tenía familia, hijos... No, eso fue hace mucho tiempo... La joven sonrió. Desgracias, tantas noches en vela, mi cuerpo... ¡Señor, perdóname por haberme convertido en esto! ¡No permitas que vuelva a hundirme en el olvido! La muchacha volteó, y corrió hacia el grupo, que la había dejado atrás... Niebla... ¡No te vayas! ¡No! ¿Qué sentido tiene esta absurda existencia? ¡No me dejes! El hombre estiró el brazo hacia ella, pero no pudo alcanzarla, ni moverse. Bajó la mano. Tos. Niebla espesa... La mano ¿Cuatro o cinco? Los ojos se posaron en una bolsa de basura a la izquierda. Luego recorrieron la calleja hacia la derecha, hasta posarse en un papel abollado unos centímetros a la derecha. La mano lo levantó. Estaba mojado...
* * * * *
Melissa, Juan, Orión, Pléyade y Arcadio caminaron por las callejas de Asción sin un rumbo fijo. Los muchachos querían conocer el lugar, sentirlo, formar parte de él. Los hermanos se hallaban muy incómodos. Un clima de dolor les pesaba sobre el cuerpo espiritual, como una capa que no podían sacarse de ninguna manera. Acababan de salir de un sucio callejón, y doblaron hacia la derecha, dando en una calle más ancha y no tan mugrienta, pero de todos modos poco agradable. Numerosos transeúntes voltearon para observar al grupo, puesto que ambas mujeres resaltaban por su belleza exótica para esos perdidos barrios. Eran seres inmaculados, altos, delicados, con brillantes cabellos y rostros despejados. Su presencia iluminaba la oscura calle, renovándola, como si caminaran dentro de una burbuja irreal.
—Esa es una de las terminales de La Máquina —señaló Arcadio un aparato a escasos metros de ellos, empotrado en la pared. El armatoste tenía una pequeña pantalla, algunas teclas, y numerosos cables que lo conectaban con unos dispositivos extraños, semejantes a anteojos pero más grandes. Varias personas se hallaban sentadas en el suelo alrededor de la terminal, conectadas a ella mediante el citado componente.
—Me gustaría probarlo —le indicó Orion—. Quiero entender por dónde va todo esto.
—Es una lástima que no puedas hacerlo —se disculpó el guía—. Sólo las personas registradas pueden usar las máquinas, acceder a la información, a la comida, al transporte público o a cualquier otro servicio. Y ninguno de nosotros lo está.
—¿Por qué? —preguntó Juan, curioso.
—Porque al estar registrados pueden seguir nuestros pasos, averiguar qué hacemos, dónde estamos, saber que existimos... No nos conviene aparecer en ninguna base de datos.
—Pero, según entiendo —le replicó el muchacho—, al no estar registrado, no puedes hacer nada en esta sociedad, ni siquiera conseguir alimento, no tienes derechos, no existes...
—La comida la conseguimos de contrabando del exterior. Tenemos algunos contactos que se arriesgan mucho por ayudarnos. A veces logramos engañar a las máquinas para que nos confundan con otros usuarios, pero son pocos los especiales capaces de lograr esto, puesto que debe apoyarse el dedo para que la máquina lea tu huella dactilar y así te permita acceder a sus servicios.
—Yo estoy registrada—les informó Melissa con seguridad.
—Eso no es posible, puesto que eres una forastera —le respondió Arcadio con una sonrisa.
—Yo ya he estado antes en esta ciudad. Mi padre era un importante científico que trabajaba para la cúpula de Yronia. Y me he conectado a estos aparatos. Es una experiencia muy especial, vale la pena, y si por lo menos para esto sirvo, puedo hacerlos ingresar al sistema con mi identidad.
—¡Me encantaría! —exclamó Pléyade saltando de emoción.
—Acepto —la secundó Orión.
—¡Esperen! Es peligroso hacerlo —aseguró Arcadio—, van a saber que estás aquí.
—¿Quiénes? —preguntó la muchacha—. No seas ridículo, soy una persona más del montón. Además, no volveremos a hacerlo. Pero si mis amigos no conocen esto se perderán de entender algo clave de nuestra sociedad.
—Vamos... No va a pasar nada... —le suplicó Juan.
—Bueno, hagan lo que quieran, pero no tarden mucho... Ni me hagan responsable de lo que pudiera pasar.
Melissa se acercó a la máquina y apoyó su mano en la pantalla. Luego presionó dos botones, y alcanzó el aparato virtual a su marido. Viéndolo de cerca era una mezcla de casco, anteojos, auriculares y micrófono. Además tenía un guante que debía usarse en la mano derecha. Todo el equipo estaba conectado por unos delgados cables de color negro. El muchacho estuvo unos veinte minutos haciendo pruebas, mientras que su mujer lo dirigía. Los demás se impacientaron, y hubo que arrancarle el casco de la cabeza, porque no quería dejarlo.
—Estoy sorprendido —dijo, con los ojos desorbitados y completamente despeinado—, jamás pensé que podría ser así. Me quedaría por horas viendo los millares de cosas que había allí. Estuve en un paisaje virtual conduciendo un automóvil en el cual podía seleccionar los temas musicales que deseaba oír, compitiendo contra otros personajes. Después de ustedes quiero volver a entrar, me encantó...
—Ese es el peligro... —comentó Arcadio—. El de la adicción. Y eso que aún no es de noche.
El siguiente en probarlo fue Orión. Estuvo un buen rato experimentando con el ambiente virtual en el cual se había sumergido, hasta que de repente se sacó el casco. Miró preocupado a Pléyade, y luego a Arcadio.
—¿Ustedes han usado esto antes? —le preguntó al hombre.
—Casi nadie ha tenido contacto con La Máquina entre los especiales —le explicó el guía—. Algunos lo han hecho, tiempo atrás, pero está prohibido, por ser alienante.
—Es más que eso —afirmó el muchacho apretándose la frente con la yema de los dedos en forma circular—. Es... Preocupante.
A continuación, Pléyade hizo las pruebas pertinentes, pero no duró más que unos escasos minutos.
—Es maravilloso... —dijo mientras se desmontaba el aparato de la cabeza, con malestar reflejado en el rostro—. Increíblemente maravilloso... Pero está envenenado.
—¿Qué? —le preguntó Juan. Orión asintió.
—Esta máquina es capaz de lavar el cerebro a la gente.
—Yo les dije que era alienante —acotó Arcadio.
—Sí, pero no es una alienación normal, ni como los vicios conocidos —continuó explicando la muchacha—. ¡Ay!... Tengo un dolor de cabeza... —se detuvo por un instante para ordenar las ideas, y luego continuó—. Todo lo que se puede hacer en ese espacio irreal es fantástico, hermoso, y abre posibilidades jamás pensadas a la comunicación humana, exactamente de la misma manera que Apolo nos comentó que sucedía en su mundo. Pero esta tecnología está siendo utilizada con un fin oculto. Una mente sin entrenamiento jamás lo notaría, pero hay una enorme carga diabólica en el ambiente virtual, maldad pura, subliminal. La cantidad de basura que intentaron introducirme en la mente desde que me conecté me hizo sentir que estaban lavándome el cerebro de una manera bochornosa. Si una persona está conectada por horas a esta terminal, recibiendo tanta inmundicia concentrada, terminará loca al cabo de un tiempo, o peor aún: trastornada, maligna, o saturada de una información inútil que le hará perder el pensamiento coherente, olvidando todo, en un surmenage de tamañas proporciones.
—¿Estás segura de lo que dices, niña? —la interrogó Arcadio—. Eso explicaría muchas cosas...
—Por supuesto que lo estoy —aseguró ella. Los ojos de la muchacha se encendieron, y apoyó la mano en la pantalla del equipo electrónico, concentrándose.
En escasos segundos se escuchó la voz de una de las personas del suelo.
—¡Hey! ¿Qué pasa? ¿Por qué se detuvo todo? —Se sacó el casco, y lo mismo hicieron los demás. Tenía los ojos enrojecidos y pequeños, y la luz repentina lo encegueció. Un tenue olor a plástico quemado se empezó a sentir en el lugar.
—No pueden utilizar este aparato ¡Les está destruyendo la vida! —les gritó la joven, alterada.
El hombre se puso de pie, mirándola airado y con los carmesíes ojos traspasándola de odio.
—¡No te doy un golpe en la cara sólo porque eres una mujer! —le gritó—. Una bella mujer...
Orión se interpuso entre ambos con cara de pocos amigos. El hombre no dijo nada más, simplemente caminó por un costado, empujando al muchacho con el hombro. Los demás se esparcieron también.
—Hay otra máquina en este callejón —dijo un muchacho a otro, mientras se alejaban.
—Esta no es la forma de detener la maldad. Escuchaste lo que dijeron en la sesión de esta mañana —le explicó Arcadio a Pléyade—. Hay miles de máquinas en la ciudad. Destruir una no cambia nada.
—¡Pero están matando lentamente a la gente! ¡No podemos permitirlo!
—Recuerda las palabras de La Sombra, nuestra misión está arriba. Hasta entonces no debemos llamar la atención ni ser descubiertos. Y es mejor que nos vayamos, puesto que alguien vendrá en cualquier momento a ver qué ocurre con este equipo.
—Vamos —asintió Juan.
—Pero esto me preocupa —insistió Pléyade—. Es muy malo.
—A mí también me preocupa —le dijo Orión, tomándola del hombro para continuar la caminata—. Y pronto terminaremos con todo esto, pero no así.
El grupo siguió paseando por callejas escondidas, rumbo al centro de la ciudad, mientras que Arcadio les explicaba sobre cada lugar y les relataba algunas anécdotas relacionadas. Al rato, un ruido denso, proveniente de una casa les llamó la atención. La puerta doble estaba abierta, por lo que Juan espió para ver qué se escondía en su interior. El salón interno era bastante grande, y más de treinta personas se apiñaban alrededor de diferentes tipos de máquinas electrónicas, en algún tipo de pasatiempo que el muchacho no llegó a comprender.
Los demás ingresaron al recinto. Un tufo de aire rancio se respiraba en el lugar, y nadie les prestó la menor atención, puesto que todos se hallaban ensimismados mirando fijamente a unas pantallas luminosas, mientras que machacaban descontroladamente una serie de palancas y botones debajo de ellas.
—Un conocido nuestro es el dueño de este lugar —explicó Arcadio—. Es un fanático de la tecnología, y nos ha ayudado a desarrollar algunos "productos".
—¿Qué es todo esto? —preguntó Pléyade, acercándose a uno de los aparatos que nadie estaba utilizando. La pantalla variaba cada cierto tiempo, entre una especie de título con letras orientales y el dibujo de un dragón rojo y otro verde, y otra que mostraba a unos personajes animados que peleaban contra otros que iban apareciendo a medida que avanzaban.
—Esta es una colección de máquinas legendarias, llamadas "arcades", que fueron una gran fuente de diversión hace cientos de años. Cristian las colecciona, repara, y comercia con ellas.
—¿El dueño?
—Sí. Y hablando de él. Aquí viene llegando —Un hombre alto, rubio, con una barba descuidada y el pelo medianamente largo se asomó por detrás de una cortina, y, al ver a Arcadio, se acercó al grupo con tono afable. Saludó a todos, y el guía los presentó uno a uno.
—Arcadio nos comentaba que estas máquinas son muy antiguas —le preguntó Juan, interesado en el tema.
—Así es —respondió Cristian, sonriente—. Toda mi vida he recolectado fragmentos de ellas y las he ido reconstruyendo ¡Este lugar es el museo más completo de antigüedades electrónicas del mundo! —se jactó.
—¿Y cómo es posible que haya logrado recuperar estos aparatos tan antiguos?
—Como les decía, con un poco de ingenio, suerte, viajes y mucho trabajo. Es evidente que hay algunas cuyo hardware estaba completamente inservible o se perdió irremediablemente, por lo que me valí de herramientas de software del tipo emulador, para crear réplicas en software del hardware perdido y así lograr hacer funcionar sus programas. Estas réplicas corren sobre La Máquina simulando ser los circuitos de los aparatos antiguos, y las imágenes de sus programas se ejecutan sobre esta emulación, creyendo que realmente están funcionando sobre su hardware original. De este modo, con tan sólo conseguir el ROM original de la máquina, todo el resto puede ser reconstruido, en una especie de trabajo arqueológico-técnico de ingeniería inversa. Finalmente pongo todo en una casilla de madera pintada que yo mismo fabrico, intentando sea semejante a la original, si es que se sabe cómo era la original ¡Y ya está! Tenemos arcades antiquísimos funcionando en nuestros días.
—Ah, qué bien... —dijo Juan, asintiendo con la cabeza y sin haber entendido nada de lo que Cristian le había explicado.
—A la gente le fascinan mis máquinas —sonrió Cristian—, porque son distintas a cualquier cosa que exista, y son mucho más divertidas que las porquerías que se encuentran en La Máquina, a pesar de su simplicidad. Había una época en la cual la tecnología y su avance sorprendían a las personas. Ahora eso ya no ocurre; ningún invento, nada nuevo nos asombra, ya hemos visto todo. Por eso es que empecé a buscar cosas viejas, olvidadas... Es como viajar por el túnel del tiempo... Al tocar una de estas palancas estás reviviendo una época pasada y volviendo a sentir lo que alguien tanto tiempo atrás debió haber sentido también. Es algo maravilloso, y por eso tengo tantos fanáticos que vienen todos los días a disfrutar de este viaje temporal. La tecnología es algo bello, es una lástima que tanta gente la utilice y que no la comprenda, que la vea como si fuera magia, sin entenderla, a pesar de ser tan lógica y verdadera.
—Yo quiero probar una de estas máquinas —pidió Pléyade, interesada.
—Y yo —la apoyó su hermano.
Juan y Melissa se unieron en el pedido, ya que no podían perderse una experiencia (en teoría) tan única. Cristian accedió de buen grado, puesto que acompañaban a Arcadio, y eso era una garantía.
Los hermanos compartieron una partida del juego que Pléyade había estado mirando. Ella controlaba a un muchachote rojo y Orión a uno azul, cada uno de los cuales podía realizar diferentes piruetas y golpes dependiendo del botón que se presionara y la dirección de la palanca. Así, juntos, se enfrentaron a hordas de enemigos armados, en un principio, tan sólo con los puños, pero luego con bates de béisbol, cadenas, armas de fuego y todo tipo de cosas. Lo bueno era que si lograban arrebatarles los objetos a los enemigos, podían usarlos en su contra... Y el bate de béisbol era muy efectivo... Al final de cada fase aparecía algún tipo de enemigo más poderoso de lo normal, y mucho más difícil de derrotar que los lacayos anteriores. Así se pasaron un buen rato jugando, repetidas veces, aunque nunca llegaron al final. Les pareció algo divertido, y dijeron que en algún momento volverían a echarse alguna otra partida. Era una violencia inocente, comparada con tantas otras formas existentes de violencia. Juan, por su parte, se mostró un tanto apático al respecto.
—¿No te gustó? —le preguntó Melissa, cuando ya estaban saliendo del local.
—Más o menos. Lo que pasa es que después de haber estado en la realidad alterada de La Máquina, jugando algo tan perfecto, excelente y real, usar un aparato de hace cientos de años, tan limitado, me parece ridículo, incomparable. Si tuviera que elegir, me inclino por La Máquina.
—Pero La Máquina es demoníaca, y esto no —acotó Pléyade.
—Ya lo sé —se excusó el muchacho—. Me refiero a si se pudiera utilizar.
—A mí me divirtió mucho —sonrió Melissa—. Estuvo entretenido ¿No?
—Sí —la apoyó Pléyade, alegre—, bastante.
Arcadio miró hacia arriba, preocupado, ensimismado.
—¿Qué pasa? —le preguntó Orión, detectando su inquietud.
—El clima. Está muy oscuro, y se está poniendo feo. Yo lo conozco, sé lo que puede pasar. Hace semanas que se ha ido espesando. En cualquier momento puede desatarse una lluvia torrencial... Así perdí a mis padres.
—¿Una lluvia? ¿Qué tiene de malo? —preguntó Melissa, ignorante de la realidad.
—Aquí llueve sólo una o dos veces al año, pero cuando eso sucede, toda la zona baja de la ciudad se inunda, y muere mucha gente. Vamos a la plaza, a observar el cielo, porque desde aquí no puedo ver nada.
El grupo avanzó en silencio, preocupado por las palabras de Arcadio. Luego de unos minutos llegaron a la plaza central de la ciudad. Mucha gente se hallaba en ella, sentada en el suelo, charlando, o utilizándola como lugar de paso. Avanzaron hasta cerca de la estatua central, y Arcadio oteó el cielo con detenimiento.
—Será mejor que volvamos a la Iglesia. Esto va a empeorar, apurémonos. Si por desgracia la tormenta nos atrapa antes, deberemos encontrar algún lugar elevado donde guarecernos, hasta que pase, porque el edificio permanecerá sellado y la puerta de entrada estará bajo agua.
—¿Tanta agua se acumula? —preguntó sorprendida Pléyade.
—Sí. Este lugar es como un foso que no tiene desagote, una especie de olla. Y la tormenta es muy grande, todo se inunda con extrema rapidez. Es por eso que muchas casas se construyen altas o de varios pisos, para sobrevivir al torrente que se forma enseguida. Los de arriba —dijo mirando hacia los altos edificios— no tienen problemas, pero aquí mucha gente muere ahogada o enferma, como ratas en un caño. El agua tarda semanas en vaciarse, y destruye todo a su paso.
Pléyade, preocupada, volteó hacia la gran estatua del centro de la plaza. Ahora que la observaba con luz diurna (escasa, pero mejor que la pobre iluminación nocturna), notó que la escultura era muy antigua y estaba bastante maltratada, pero de todos modos el semblante orgulloso del personaje se notaba claramente, así como su postura sin temor. Volvió a leer la placa de su base, en voz alta:
"Pablo Ortiz, siempre supo que el pueblo necesitaba tiempo para pensar, para que pudiera dejar de ser esclavo de los de arriba" —luego continuó con el grafiti escarbado debajo—. "Y los de arriba impidieron que realizara su sueño aquí, por lo que tuvo que irse a Nautilia... Qué diferente podría haber sido nuestro mundo de otra manera..."
—¿Quién fue este personaje tan importante? —preguntó finalmente a Arcadio.
—Es una leyenda —le respondió él—. Fue presidente de Yronia cuando era un país con fronteras y todo eso, hace más de mil años. Tenía ideas muy radicales sobre el fin del hombre y cómo administrar el Estado. Un golpe militar lo exilió, pero aferrado a sus ideales fundó Nautilia, en una gran isla. Actualmente se lo considera más un mito que otra cosa, pero si le fue erigida una estatua tan importante antiguamente, debemos suponer que tal vez haya sido un personaje real después de todo. Muchas historias se tejen alrededor suyo, sobre su vida, sus actos y su muerte. Tal vez La Sombra sepa más de él, o tenga información en su biblioteca.
—Qué interesante... —dijo Pléyade.
—Vamos —insistió Arcadio—. Está haciendo frío, y el cielo no presagia nada bueno.
Juan y Melissa empezaron a caminar detrás suyo. Orión hizo lo mismo, mientras Pléyade observaba por última vez a la estatua. Cuando había decidido emprender el retorno, sintió una leve distorsión en el campo astral a su alrededor. Miró en todas las direcciones, inquieta. Orión, que aún estaba cerca, se volvió hacia ella.
Un hombre vestido totalmente de blanco llegó corriendo entre la gente, trepó dificultosamente sobre la estatua, y empezó a gritar desde allí, a pesar de mostrarse cansado y agitado. Debería tener unos cuarenta y cinco años, aunque la evidente dura vida que llevaba lo hacía parecer mucho más viejo. Su generosa y desorganizada barba ondeaba al viento, junto a unos largos cabellos que le cubrían a medias una evidente calva. La gente que se hallaba en el lugar se arremolinó a su alrededor, intentando escuchar las palabras del personaje, el cual parecía ser conocido para ellos. Los hermanos detectaron que se trataba de un especial, pero por la turbulenta aura que lo rodeaba era evidente que no tenía ningún tipo de entrenamiento, o peor aún, probablemente ni siquiera conocía su condición. El hombre vociferó una sarta de incongruencias (o por lo menos eso parecían) al público.
—...¡La leyenda del fin del milenio se acerca! ¡Son tres mil! ¡Y tres mil almas serán las únicas salvas! ¡Pero si no llegamos a ese número nadie se salvará! ¡Y somos pocos!
Algunos silbidos se escucharon, y una lata voló por los aires, pegándole en una pierna. Otras personas se mostraban más interesadas en sus palabras, a pesar del bullicio, e intentaban calmar a los demás.
—¡Escuchen lo que les digo! —insistía él, ignorando los abucheos—. ¡Satanás está entre nosotros y quiere enviarnos a todos al infierno! ¡No nos queda tiempo! —Luego empezó a recitar unos versos en una lengua extraña, que hizo poner la piel de gallina a los mellizos apenas dijo las primeras palabras. No era una lengua conocida para ellos (y aparentemente para nadie en el lugar), pero el viejo las recitaba a una velocidad asombrosa, sin detenerse y sin dudar. Parecía poseído por algún tipo de antiguo espíritu invisible.
—¡Bájate de ahí! —gritó una voz con autoridad.
El hombre continuó gritando, cada vez más fuerte, con los ojos desorbitados.
—¡Es una orden! —volvió a gritar la voz. Orión pudo ver hacia su derecha a varias personas uniformadas de azul empujando a la gente para llegar hasta la estatua. Algunas mujeres gritaban, y la marea humana era incontrolable.
Arcadio se acercó a los hermanos y los tomó del brazo. Juan y Melissa estaban detrás suyo.
—Es mejor que nos retiremos —indicó el muchacho—, esto se va a poner feo.
Los hombres vestidos con ropas militares azules lograron llegar hasta la base de la estatua, y vociferando intentaron bajar al hombre estirándolo por los pies. Éste gritó varias cosas ininteligibles hacia ellos. La gente arrojaba piedras y palos tanto al hombre como a las fuerzas del orden.
—¡Est, irac! ¡Verbes kombusti esc! —gritó el chiflado, fuera de sí pateando a uno de los soldados. Inmediatamente éste se incendió espontáneamente con grandes llamas amarillas y rojas, y empezó a revolcarse en el piso entre la gente. Muchas personas gritaron, intentando alejarse de la antorcha humana, y la muchedumbre apretujó al grupo. Pléyade intentó aferrarse de la mano de Orión, pero las olas embravecidas de gente asustada se lo impidieron. Se aferró a Arcadio y a Juan como pudo, evitando caer al suelo. Algunas personas empezaron a quemarse al entrar en contacto con el hombre que ahora se hallaba moribundo en el suelo, y estaban bastante malheridas. Uno de los soldados sacó una pistola y disparó al viejo, que cayó estrepitosamente al suelo desde la estatua, cubierto de roja sangre sobre la blanca camisa. Los disparos asustaron aún más a la gente, y el pánico cundió entre todos, produciéndose una avalancha humana. Pléyade cayó al suelo con el tobillo torcido, y arrastró a los dos hombres con ella. Viendo que la masa humana los atropellaría, se cubrió con los brazos la cabeza en un movimiento circular amplio, para envolver también a Juan y a Arcadio. Los gritos, nuevos disparos y la gente corriendo a su alrededor duraron unos minutos, pero nadie les pasó por encima.
Y al momento empezó a llover. Primero eran unas gotas gordas y espaciadas, pero prontamente se transformó en una tormenta torrencial. Con dificultad, y ayudada por sus compañeros, la muchacha se puso de pie. Varios cuerpos sin vida yacían a su alrededor, aunque el del viejo no se veía entre ellos.
—¡Qué barbaridad! —exclamó.
—¡Vámonos! —gritó Arcadio, al tiempo que un relámpago ensordecía a todos.
—¿Y Orión? - preguntó ella.
—No lo sé —le respondió Juan—, tampoco veo a Melissa.
—Esperemos que conozcan el camino de regreso. No podemos esperarlos —los presionó Arcadio, mirando a sus pies. El agua les alcanzaba a los tobillos—. En menos de media hora toda la ciudad será una gran laguna ¡Vámonos!
—Pero... —intentó detenerlos Juan.
—¡No los encontraremos dentro de este caos! —lo hizo callar Arcadio—. ¡Ayúdame, que está lastimada! —gritó en medio de la incesante lluvia. Juan miraba en todas las direcciones, y la gente corría de un lado a otro, pero no localizaba a su mujer ni a Orión en medio del tumulto.
—Enseguida estaré bien —murmuró ella, pero de todos modos ambos la tomaron por debajo del hombro y la cargaron rápidamente.
No habían avanzado más de cincuenta metros cuando Pléyade miró hacia atrás, pareciéndole escuchar algo, un ruido conocido.
—No puede ser —dijo, y se liberó de los hombres. Lo que oyó fue un ladrido, vibrante. Un ladrido conocido. Un ladrido simple, feliz—. ¡Braulio! —exclamó, abrazando con fuerza al can que llegó corriendo en medio de la lluvia.
—¿Y esto? —preguntó Arcadio, sorprendido.
—Es su perro —le respondió Juan.
—¿Su perro?
—Sí, realizó todo el viaje con nosotros, y lo perdimos en un enfrentamiento con los cazadores en la zona de Argüa, antes de llegar. Pensé que había muerto o se había perdido. Me había olvidado completamente de él. Como vinimos en vehículos hasta aquí, aparentemente se retrasó, pobrecito.
—¡Mi amor! —le decía ella, llena de felicidad, mientras que el animal lamía su rostro y movía la cola efusivamente. Estaba empapado, sucio y flaco como un galgo. Probablemente no había comido en días. Pero de todos modos se lo veía fuerte y contento.
—Movámonos —tuvo que interrumpirlos Arcadio—. Por favor.
El grupo caminó unos minutos en dirección a la Iglesia, guiados por el muchacho. Pero el agua rápidamente les alcanzó la cintura. Grandes cantidades de basura flotaban a su alrededor, arrastradas por una fuerte corriente. Braulio apenas si podía sacar la cabeza fuera del agua, por lo que Pléyade terminó cargando con él. Arcadio se detuvo. Los demás lo miraron, preocupados. La tempestad aumentaba en intensidad, y hasta les costaba ver más allá de unos pocos metros.
—¡No llegaremos! —exclamó el hombre— ¡Falta mucho aún, y ya deben haber sellado las puertas! ¡Busquemos otro lugar!
—Sigamos adelante de todos modos, en último caso yo podría protegernos —insistió Pléyade.
—¿Protegernos? —le preguntó Juan.
—Podría intentarlo. Al fin y al cabo es sólo agua.
Arcadio dudó unos instantes, pero terminó confiando en la muchacha. Avanzaron por un buen rato, aferrándose a las paredes, caños, postes o cualquier otra cosa que les diera algún tipo de seguridad y evitara que los arrastrara la corriente. Cuando se hallaban a unos cien metros de su destino el agua ya les llegaba a los hombros. Juan cargaba ahora con Braulio sobre la espalda, a pedido de Pléyade, que deseaba tener las manos libres.
—¡No podremos entrar! —gritó Arcadio. Había empezado a caer granizo, en piedras de varios centímetros de tamaño, que resonaban entre las casas y techos de lata. Una de las piedras golpeó a Arcadio en la cabeza, causándole una herida profunda, y su cabello se tiñó de rojo inmediatamente, a la vez que él se cubría con una mano el lugar del impacto.
—¡Acérquense a mí todo lo que puedan! —les pidió Pléyade, llamándolos—. Avanzaremos como un grupo compacto —dijo, a la vez que hacía grandes movimientos circulares con los brazos a su alrededor. El agua lentamente fue apartándose a su paso, formando un cono, un remolino en torno suyo, y permitiéndoles caminar con soltura.
Ambos hombres se sorprendieron de la facilidad con la que Pléyade era capaz de dominar al mundo que la rodeaba. Arcadio había visto muchas muestras de poder anteriormente, por parte de sus compañeros, pero nunca nadie, excepto La Sombra, había mostrado señales tan claras de ser un elegido, y mucho menos sin entrenamiento. Juan bajó a Braulio al suelo, él ya había presenciado varios milagros menores de la muchacha, pero cada vez se asombraba más de sus capacidades. Los granizos caían cada vez con más fuerza y en piedras de mayor tamaño. Dieron unos cuantos pasos, pero de manera lenta, porque Pléyade necesitaba mantener la concentración. Repentinamente, una pared enorme se derrumbó a su derecha, y una catarata gigantesca se derramó como un torrente sobre ellos.
—¡A mí! —alcanzó a gritar ella elevando los brazos hacia atrás. El remolino sufrió un golpe inicial, casi cerrándose, pero luego se mantuvo. El agua subió rápidamente de nivel, hasta cubrirlos por completo, quedando atrapados en una gigantesca burbuja de aire. La basura, palos, papeles, bolsas, pasaban a gran velocidad por los costados, e inclusive llegaron a ver discurrir entre las aguas algún que otro cadáver. Braulio se echó al suelo, cansado y asustado. Pléyade se mantuvo quieta, concentrada.
—¿Qué haremos ahora? —preguntó Arcadio, nervioso—. Esto no me gusta nada.
—Supongo que esperaremos que el nivel del agua baje —pensó Juan.
—¿¡Estás mal de la cabeza!? —lo recriminó el otro—. ¿En qué estás pensando? ¡El agua puede estar aquí por días! Y en esta burbuja el aire no nos durará más de una o dos horas, con suerte.
Pléyade asintió con la cabeza.
—¡Encima tenemos que compartir el poco aire que nos queda con este animal! —se quejó, señalando al perro.
—Él tiene tanto derecho a respirar como nosotros —le respondió Pléyade, de manera lenta y pausada—. Esperaremos un rato para ver si el nivel tan alto del agua se debe a la catarata que está sobre nuestras cabezas o si es algo permanente. Y cuanto menos hablemos o nos movamos, tendremos más tiempo de oxígeno aquí adentro.
Nadie dijo nada más. La burbuja estaba muy obscura, y tanto los hombres como el perro no eran más que unas figuras difusas, a pesar de estar muy juntos. Se vislumbraba la claridad exterior arriba, cada vez menos intensa. Pasaron unos incontables minutos en esa oscuridad. Pléyade se había sentado en el suelo mojado, junto al perro. La catarata detuvo su caer, pero el nivel del agua no bajó. Ahora todo estaba más calmo. El granizo golpeaba fuertemente la superficie del agua, y se hundía un poco para luego volver a la superficie, en forma de pequeños proyectiles.
—Nunca me había imaginado que podría llegar a llover dentro del agua —comentó Juan, asombrado. Arcadio lo miró sin verlo. Inconscientemente Juan se había estado inclinando poco a poco evitando la traslúcida pared que lo cobijaba, hasta que de repente se dio cuenta de lo que ocurría—. ¡Se está achicando! —exclamó.
Pléyade despertó asustada. La esfera vibró un momento, y llovió dentro de la zona de aire. El agua fría mojó a todos nuevamente. Braulio se sobresaltó y emitió un ladrido de alerta.
—Disculpen —se excusó la muchacha—. Me estaba quedando dormida. El cansancio, sumado a la oscuridad y al esfuerzo que estoy realizando me vencerá en poco tiempo... Es mejor que nos movamos —Pléyade se puso de pie lentamente—. Estamos muy cerca de la Iglesia. Vamos hasta la puerta, e intentemos hacer que nos abran.
—Pero la Iglesia se inundará si nos abren la puerta —pensó Juan.
—Con la ayuda y la energía bien canalizada de cualquier especial podré hacer que el agua se mantenga atrás por unos segundos, suficientes para entrar y volver a cerrar la puerta. Vamos —La muchacha caminó lentamente, y la esfera se movió con ella, rodeando a todos.
—¡Es en la otra dirección! —apuntó Arcadio, quejándose.
—No —afirmó Pléyade con autoridad, mientras seguía avanzando—. ¿Cómo puedes decirme adónde vamos si no ves nada? Te falta aprender mucho todavía —La esfera se había empequeñecido bastante, y el grupo caminaba lentamente, inclinado y apretado. Braulio tenía las patas traseras y la cola dentro del agua.
—Tú tampoco ves nada... —le respondió Arcadio, siguiéndola.
—Tú no ves... Pero sientes adónde vamos —supuso Juan.
—¡Muy bien! —lo felicitó la muchacha—. Adónde y hacia quiénes vamos.
Por fin, luego de varios prolongados minutos llegaron hasta la puerta secreta del gigantesco edificio. Pléyade apoyó las manos sobre la pared por un momento, murmurando algo indescifrable. Luego esperó, descansando. Apenas lograba ya mantenerse en pie, estaba exhausta. La esfera se empequeñecía, y el agua les llegaba nuevamente hasta las rodillas, Braulio tenía medio cuerpo sumergido. Tanto Juan como Arcadio estaban preocupados. La oscuridad se mantenía. Finalmente, luego de una tensa espera, la muchacha presionó el botón escondido en la letra "o" del grafiti, y la puerta se abrió, permitiendo escapar un poco de aire fresco y puro. Una corriente de agua se empezó a filtrar hacia el interior por unos instantes, pero luego cesó. La Sombra, junto a varias otras personas, estaba esperando en el umbral. Pléyade, al verlos, se tranquilizó, derrumbándose inconsciente en el suelo.
* * * * *
—¡Vamos! —gritaba Orión a Melissa tirando de su mano con fuerza. Ella se resistía, gimiendo de dolor. Finalmente el muchacho tuvo que detenerse. La gente corría a su alrededor desesperada, en todas las direcciones. Melissa se arrodilló. Estaba golpeada. Un momento antes había caído al suelo, y varias personas la pisotearon en medio del tumulto. Orión apenas pudo rescatarla—. Intentaré curarte... —empezó a decir el muchacho, en el momento que una bala perdida zumbó junto a su oído. Una persona cayó al suelo ensangrentada detrás suyo—. ...Pero no ahora. Vamos, cargaré contigo.
Orión levantó en andas a Melissa, y se dejó llevar con la marea, ya que le era imposible controlar su movimiento en ese desastre del infierno. Una cuadra más abajo se detuvo y la depositó en el piso. Empezó a llover. Primero eran unas pocas gotas pesadas, pero enseguida la intensidad de la tormenta empezó a crecer. Orión impuso sus manos por unos instantes a Melissa en el tobillo, como para que se recupere lo suficiente y así lograr que camine. Un trueno formidable casi los ensordeció, y le hizo perder la concentración... En realidad le era difícil mantenerla al imponer las manos a la muchacha, con ese hermoso cabello ondulado, rubio, ahora mojado, y su suave piel... El tobillo mejoró algo, suficiente para que ella pudiera ponerse en pie. Miraron hacia la plaza. Parecía no quedar mucha gente allí, pero decidieron volver, seguramente sus compañeros los estarían esperando. La tormenta se había transformado en un torbellino ventoso, por lo que caminaron juntos aferrados del brazo. Un poco adelante suyo escucharon un retumbo ensordecedor, semejante a una explosión, o a hierros retorcidos, y no atinaron más que a cubrirse. Cinco metros adelante, precedido de la caída de todo tipo de escombros, se desplomó un hombre equipado con un extraño aparato en su espalda. No era muy grande, una especie de mochila pequeña, pero humeaba a pesar de la lluvia.
Melissa intentó apresurarse a socorrerlo, pero su condición se lo impidió.
—Es un habitante de las zonas superiores —le comentó a Orión, acercándose al paso que le era posible. El hombre se retorcía de dolor por el golpe, e intentaba reponerse.
—Señor ¿Está usted bien? —le preguntó Melissa al llegar a su lado.
El individuo era una persona mayor, no vieja, pero por lo menos doblaba la edad a los muchachos. Al verlos, se le crisparon los ojos, y sacó fuerzas de donde no tenía para ponerse en pie, recostándose sobre una pared.
—¡Atrás! —gritó, al tiempo que presionaba el botón de una manija que pendía a su lado. El artilugio en su espalda emitió una bocanada de fuego que lo hubiera incendiado de no ser porque se hallaba completamente mojado. Nuevamente se produjo una densa humareda—. ¡Atrás! —volvió a gritar, al tiempo que se desprendía de su carga—. ¡Tiene que haber una forma de volver a subir! —exclamó agitado.
—Sé que la hay —le dijo Melissa suavemente, intentando calmarlo—, pero no conozco su ubicación. Me comentaron que existe un camino fuertemente custodiado, para evitar que la gente de aquí intente subir, que conecta este mundo con el lugar de donde usted proviene ¿Por qué no se tranquiliza?
—¡No me toques, lacra! —gritó el hombre, dando un paso hacia atrás—. ¡Moriré en este nido de miserables! —chilló—. ¡En este lugar abominable! ¡Yo, justamente yo! ¡Alguien tan importante! - luego echó a correr por un callejón.
—Hay personas incapaces de ver lo bueno que los rodea —reflexionó Melissa, triste—. Pero capaces de destruir su vida a causa de la ceguera. Vamos.
La tormenta se había vuelto insoportable. No podían ver más que unos escasos metros adelante, y el agua les llegaba hasta las rodillas. A la derecha había una casa de material de varios pisos, con un toldo amplio, en el cual se guarecieron. El agua seguía subiendo de nivel rápidamente.
—¿Qué haremos? —preguntó la asustada muchacha.
Orión se concentró por un momento. Pero sus pensamientos, su enlace, sus capacidades estaban dormidas, superadas por otro tipo de cavilaciones, dudas y cuestionamientos. No sentía a su hermana, ni a sí mismo.
—Esperaremos, y veremos si esto se detiene —respondió, preocupado.
—¿Pero acaso no oíste lo que dijo Arcadio? La ciudad se inunda, y no pareciera que la lluvia fuera a detenerse.
—Si la tormenta se mantiene así de impetuosa, no llegaremos a la Iglesia. Tendremos que buscar un lugar donde refugiarnos.
Ambos se abrazaron, preocupados, observando a su alrededor. Todo tipo de basura pasaba a su lado flotando. Un edificio de chapas y madera, más adelante, se derrumbó al no soportar la correntada, al mismo tiempo que empezó a caer granizo en forma de grandes piedras brillantes. El techo de chapa que los cubría empezó a retumbar como un tambor, hasta que se fue desarmando poco a poco y agujereándose en toda su extensión. Orión tomó una piedra de hielo que flotaba a su lado, la levantó y la observó extasiado.
—Hielo... —dijo, admirado—. Hielo creado por la naturaleza... En este mundo... Esto sí que es sorprendente. La naturaleza es mágica, increíble.
Melissa tomó el fragmento de hielo de la mano del muchacho, y lo miró con detenimiento. Era grande como un puño, transparente e irregular.
—Movámonos de aquí —le dijo Orión al cabo de un instante—, ya no estamos seguros en este lugar —Miró el costado de la casa, del cual partía una escalera hacia arriba, conectando tres pisos superiores—. Vamos al segundo piso, es suficientemente alto, pero como no es el último, estará a salvo del granizo.
Los jóvenes corrieron por las escaleras rumbo a la zona superior y golpearon la puerta, esperando que alguien les permitiera entrar. Nadie respondió. Volvieron a golpear. La lluvia se mantenía igual de intensa, y el agua ya alcanzaba cerca de metro y medio de profundidad allí abajo. Al no obtener respuesta, el muchacho derrumbó la puerta con el cuerpo, la cual no ofreció mucha resistencia. El interior del vacío lugar no era más que un amplio cuarto, cálido (por suerte), con una cocina, un aparador y algunos estantes, una única cama de plaza y media, con colchas y frazadas, una mesa y varias sillas desvencijadas. Si bien se filtraba agua por el techo y por las ventanas, de todos modos era un lugar acogedor, comparándolo con la intemperie. Orión apoyó de nuevo la puerta en su lugar, para evitar que entrara el frío. La rústica cocina tenía algunas brasas ardiendo en su interior, y unos pocos leños amontonados a su lado, que por lo menos servirían para calentar inicialmente el lugar. En un pequeño baúl encontraron ropas de hombre, pantalones y camisetas, con los que se vistieron, sacándose la ropa mojada. Como no había un solo lugar donde tener privacidad, se cambiaron tímidamente dándose las espaldas. En una alacena había alimento: arroz, un poco de carne seca y algunas verduras, suficientes para varios días.
La noche llegó en seguida, y Melissa logró cocinar un banquete antes que se consumiera la poca madera que quedaba. Comieron con fruición, en silencio, tenso silencio. Cada uno pensaba en algo diferente, o tal vez en lo mismo. Orión intentó escarbar dentro de los verdes ojos de Melissa, buscando una respuesta, pero no vio nada. Ella simplemente lo miraba fijamente, con una leve sonrisa. Luego bajaba la vista y continuaba comiendo. La estadía en la ciudad le sentó bien, y su belleza, largamente perdida, resplandecía nuevamente.
Al terminar de alimentarse, entablaron una conversación superficial, algo raro en ambos. Orión no era superficial ni le interesaba serlo, y Melissa era bastante callada. De todos modos hablaron de muchas cosas, de sus vidas antes de conocerse, de algunas experiencias de jóvenes. Melissa relató historias sobre su padre, y las veces que anteriormente había visitado Asción, y Orión la escuchó interesado. Todo esto ocurrió a la luz de una tenue vela, puesto que toda la ciudad carecía de energía debido al temporal. Ellos no eran más que unas sombras en la silenciosa noche. El viento afuera aullaba con fuerza, pero la lluvia parecía haberse detenido.
Ambos estaban cansados, por lo que decidieron pasar allí la noche, y al día siguiente pensar en alguna solución a su problema. La muchacha caminó rengueando hacia la cama. El reposo había entumecido sus músculos, y ahora el tobillo lesionado le dolía a más no poder. Orión notó esto, y le pidió que se sentara en la cama. Con tranquilidad tomó el tobillo entre sus manos, concentrándose, y reconstruyendo los tejidos tal como debían estar. Evidentemente el pie mejoró un poco, pero las cosas, sus pensamientos atormentados, sus preocupaciones, lo hacían estar fuera de sincronía con la realidad. La muchacha se sentía mejor, pero interiormente él sabía que no estaba dando todo de sí. De pequeño podía curar con mucha mayor intensidad que en ese momento. Dejó de concentrarse, cansado, pero no soltó el pie de ella.
Melissa notó el cambio de actitud del muchacho, y se impacientó.
—Gracias por cuidarme —le dijo ella—. Hoy hiciste por mí más que nadie en este mundo ha hecho nunca. Jamás me cuidaron o velaron tanto.
—Yo siempre te cuidaré —le respondió Orión, tomando coraje.
—Tantas veces he escuchado promesas semejantes, que al fin y al cabo fueron tan sólo palabras... —le respondió ella, liberando el pie de sus manos.
—Las palabras, palabras son, para quien las dice por decir. Yo nunca prometo lo que no puedo cumplir, porque conozco el valor de una promesa.
Ella sonrió con nerviosismo, mostrando sus hoyuelos, y se acomodó el enredado cabello, ahora ya seco. Orión tomó una de las colchas y la puso en el suelo, luego se recostó en ella. La tenue luz de la vela hacía parecer vivas a las paredes y al techo, moviéndose rítmicamente con la brisa que se filtraba por la puerta y ventanas. Estaba empezando a hacer frío.
—Orión —le dijo Melissa, preocupada—, no creo que sea una buena idea dormir en el suelo. Esta noche va a hacer mucho frío, y no hay suficientes mantas para los dos. Es mejor que duermas en la cama conmigo.
El muchacho tembló levemente.
—No sé... —murmuró, abochornado— He dormido tantas veces a la intemperie y en el suelo que ya no me importa...
—Vamos, hemos pasado todo tipo de situaciones juntos, casi morimos en varias oportunidades. Allá en el campamento de esclavos salvaste a mi marido. Yo confío plenamente en ti. Es mejor que durmamos juntos y que compartamos el calor de las pocas mantas que tenemos. Además, esta cama es suficientemente amplia para los dos.
Orión subió a la cama, tímidamente, y se cubrió con las mantas. Ella hizo lo mismo. Ambos se daban la espalda. La luz de la vela se estaba extinguiendo, y en cualquier momento quedarían en tinieblas. Ambos permanecieron despiertos, recordando cosas. La oscuridad era casi total en el cuarto. Y el silencio los cubría, la paz después de la tormenta, y que en muchos casos la precede.
—Todas las noches me acuesto, y entre sueños me doy cuenta de que tarde o temprano voy a morir, que ya no estaré más aquí. Habré pasado, y todo será oscuridad. Ningún amanecer me volverá a ver, y me convertiré en poco más que un recuerdo para el mundo —reflexionó Melissa—. Estoy triste. Mi vida no es lo que creí sería, y el amor no lo repara todo. Tú, que entiendes tanto ¿Sabes cuál es el sentido de la vida? ¿Para qué estamos aquí?
El muchacho volteó. Ella seguía de espaldas. Acarició su cabello.
—Uno no busca el sentido de la vida, sino el sentido de su vida, diferente para cada uno. Y nadie puede ayudarnos a descubrir cual es, puesto que reside en nuestro interior —le dijo él—. Siempre hubo gente en la búsqueda de la verdad, del sentido de la vida, no es algo exclusivo de nuestra época, ni sólo tuyo. Pero cada camino es único.
—¿Y cómo sé que lo que hago está bien, que he tomado las decisiones correctas? —le preguntó ella, suspirando—. Cuando todo termine ¿adónde iré? ¿Dependerá de mis acciones, de mis decisiones?
—Lo importante no es ir a un cierto lugar, ya sea 'cielo' o 'infierno', 'nirvana', o como quieras llamarlo, sino simplemente ir, y no terminar en la nada, como un vano recuerdo en las mentes efímeras de las personas, sin poder observar el desarrollo del mundo que dejamos atrás. Y para poder ir, debes recorrer un gran camino de crecimiento en vida.
—Pero todo tendrá un fin último, luego de eso —le dijo ella—. ¿Qué ocurrirá cuando todo acabe? ¿Cuando el universo, las estrellas, el mundo, los soles y galaxias se esfumen? ¿Quién estará para recordarnos? Seguro que alguien será, porque o sino toda esta creación no tendría sentido. Aunque no estemos más, nuestra marca en el mundo, nuestro pataleo, nuestro paso, debe dejar algo. Aunque todo deje de existir, aunque el propio universo desaparezca.
—Sólo puedo decir una cosa cuando pienso en la vida, en lo que soy, en lo que me he convertido. Cuando termine la carrera de la vida, de lo que fuimos, habrá primeros, últimos, pero cada uno de nosotros habrá corrido para llegar a ser lo que debía, dejado su huella en el mundo. Sólo espero que lleguemos en algún puesto, cualquiera sea, pero que lleguemos... Porque somos lo que somos, y no lo que deberíamos ser según los otros, y esa capacidad de elección, ese camino que recorremos el que da sentido a nuestra vida.
—Lo bueno del hombre es que es capaz de pensar en el futuro, y en los diversos caminos a tomar, no se estanca en el eterno presente —supuso Melissa—. Yo también leí mucha filosofía de joven, no tenía nada mejor que hacer.
—Yo no he leído nunca filosofía —acotó Orión—. Lo que te digo es una verdad absoluta, producto de mi entendimiento.
—¿A dónde nos empuja el destino, ese ser cuyo poder negamos, pero al cual nos rendimos? ¿Por qué es tan complicada la vida? ¿Quién tiene la culpa? —preguntó ella. Luego se arrebujó apoyando su espalda contra el pecho de Orión. Sus cabellos acariciaron el rostro del muchacho.
—Nadie tiene la culpa —susurró él—. Los mortales somos así, creamos nuestras propias expectativas, somos generadores de mundos, todo está en la mente, inclusive el propio amor... Y para ser un hombre de verdad, tienes que aprender a dominar, conocer y expandir tu mente.
—Tú pareces saber tanto... —murmuró la muchacha, en un suspiro—. Siempre quise encontrar alguien que me aconsejara, que me dijera qué camino tomar...
—Debes tener mucho cuidado con eso —le explicó el muchacho—. Pedir consejo no es recomendable. En primer lugar, porque cada uno tiene un camino único que recorrer, diferente al de cualquier otro. En segundo lugar, porque únicamente puedes pedir consejo a quienes son completa y totalmente felices, virtuosos. Y ese tipo de maestros casi no existen. Nunca debes seguir el consejo de alguien que no es completamente feliz. Muchos saben cosas, muchos hablan, pero nada de lo que digan es válido, si no son hombres completos ¿De qué sirve el consejo de un gran líder, por ejemplo, pero que se siente completamente vacío y sin razón de vivir? ¿De qué sirve el consejo de un sacerdote, que sintoniza con Dios, pero no trata bien a la gente? ¿Qué puede hablarte un comerciante, sobre conseguir mucho dinero, pero habiendo fracasado en el amor de pareja, siendo infiel toda su vida e incapaz de amar? ¡Él te enseñará a ser un buen comerciante, pero no un buen hombre! Mucha gente puede darte consejos claros sobre cómo obtener un objetivo particular en tu vida, cómo obtener poder, riqueza, familia, sexo, pero debes mirar el todo para darte cuenta si vale la pena seguir su consejo, puesto que es una lección de vida que repercute en otros ámbitos fuera del propio que nos explican. Sólo el aviso de alguien que ha podido dominar todas las facetas de la existencia es válido, y el resto te contará cuentos parciales y recetas que te darán beneficios a corto plazo pero cercenarán tus posibilidades de crecer como un hombre completo...
—Estas son esas cosas que nunca hablarías con tu pareja, o que, en todo caso, hablarías alguna vez al iniciarse la relación, y luego nunca más —dijo la muchacha—. Soy tan feliz cuando te escucho hablar con esa seguridad, como si el mundo no fuera más que un esclavo de tus deseos, de tus verdades... Con Juan jamás pude intercambiar una palabra de este tipo, siempre ocupados en las cosas mundanas. Somos tan opuestos... Y pensar que siempre se dice que necesitamos una media naranja, nuestro otro lado, eso debería ser bueno, pero no lo siento así.
—Es que estás basándote en premisas falsas. Cuando uno busca pareja, no busca un opuesto o un igual, sino un complemento. Ese complemento puede tener cosas opuestas, obviamente, y cosas semejantes también, pero depende de qué balance se esté tratando de crear. Tiene que tener muchas cosas en común para poder compartir la vida y muchas diferencias para completar al otro.
—Eso es tan cierto... —pensó ella—. Pero me sorprende que alguien como tú, que hace un tiempo atrás me dijo que estaba muy por encima del amor terrenal, de todos modos comprenda su realidad, entienda esos sentimientos contradictorios que nos confunden tanto.
—Por supuesto que tengo sentimientos —dijo él—, pero mi pensamiento, mi mente, está muy por encima de ellos. Siempre supe que el amor de pareja es algo inexistente, una vaga esperanza de confianza y fe. No es como el amor fraterno, que implica una dedicación y una verdad absolutas. Es por eso que sigo solo, mi racionalidad me impide poner por delante el sentir. Pero eso no significa que no pueda amar... Y cada vez me es más difícil evitarlo... —Orión abrazó a la muchacha. Hacía mucho frío, pero él ardía interiormente, y su calor la cubrió, cuidándola, acariciándola.
—Tengo miedo —susurró ella, intentando no llorar—. Yo soy demasiado recta, verdadera, y tengo miedo de arrepentirme de lo que pudiera pasar —luego apretó con fuerza la mano que la abrazaba.
—Cuando uno toma una decisión, nunca debe arrepentirse de ella, puesto que la vida queda modelada según lo decidido, y eso sería renegar de la propia existencia de uno, del camino único que te mencioné. Por lo tanto, se debe pensar bien en lo que se hace, y luego vivir con la responsabilidad de cada acto realizado. Esa es la verdad, y no puedo ocultártela. Ahora, en este momento, estamos forjando nuestra vida... Y es algo muy intenso...
—Jamás pensé que existiría alguien como tú en el mundo. Me hubiera gustado tanto esperarte, si hubiera sabido...
—Siempre existe alguien para uno... Inclusive para ti, o para mí...
—Tú... Tú me admiras, me entiendes, y, sobre todo, me respetas, estoy tan bien a tu lado —suspiró ella.
—Yo me crie solo con mi madre y mi hermana, por lo tanto aprendí a respetar a la mujer, y pienso que sirve para más cosas que sólo para el sexo y servir al hombre, como este pueblo ignorante siempre ha creído. Son y sienten tanto como nosotros los hombres —Orión acarició la delicada espalda de Melissa, por debajo de su blusa. Ambos temblaron, y empezaron a vibrar a un mismo nivel nuevamente. Melissa creció, aumentó su nivel vibratorio, y Orión, irremediablemente tuvo que reducir el suyo, para ponerse a la altura de la muchacha. Lo hizo en forma consciente, y conocía muy bien las consecuencias de semejante acto, pero, por primera vez en la vida, sentía que estaba caminando su vida, su camino único, diferente al impuesto por los astros, por los niveles superiores, por su hermana y por su destino.
* * * * *
Soy una pequeña gota de rocío
que se despierta con la mañana
sabiendo que cuando el sol la bese,
morirá.
* * * * *
Cuando una pareja comparte la intimidad, ambos se funden en un único ser, se mezclan. Por eso siempre se busca un complemento, alguien que nos permita mejorar lo que nos falta, aumentar en lo que flaqueamos, y destruir lo malo que albergamos. Y por eso debe elegirse bien la pareja, porque de otro modo, sólo nos alejaremos más y más de lo que debemos ser, en caminos egoístas propios o ajenos. Cada persona con la cual nos compartimos nos da parte de su esencia, y nosotros recibimos parte de la suya, en cada oportunidad que estamos juntos. Las personas promiscuas terminan siendo nadie, puesto que al cabo de mucho tiempo no son ellas, ya que perdieron su esencia al compartirla demasiado, ni son otros, ya que la mezcla conflictiva de caracteres contrarios termina destruyendo su yo. Cada vez que nos compartimos con alguien superior, ganamos y crecemos, y cada vez que nos compartimos con alguien inferior, perdemos y nos embrutecemos. Y si el otro a su vez es promiscuo, recibimos una mezcla de esencias que nos desarma por completo.
Por otro lado, cuando la fidelidad y el compañerismo se afianzan, y tenemos una única pareja complementaria con la cual compartimos la vida, vamos afirmando la relación y siendo cada vez más uno, y no dos; somos una única carne y espíritu, ya que terminamos siendo lo mismo. Cada vez que nos compartimos damos un poco de nosotros y recibimos del otro, hasta que el otro ya es nosotros, y nosotros también lo somos, convirtiéndonos en lo mismo. Al llegarse a ese punto, somos un ser único y completo de verdad, por primera vez en la vida, y somos capaces de trascender a otro estado de conciencia.
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