Capítulo 25: Un nuevo mundo

Del mismo modo que sucedió durante la travesía por el desierto, la monotonía del trayecto acabó por remover toda esperanza y ansia superior de los hermanos. Volvieron a convertirse en animales, al mismo nivel que su flacuchento y escuálido perro, muertos de hambre, débiles, y sin perspectivas. Al fin y al cabo, la lucidez que siempre los hizo superiores no era más que un espejismo que ellos intentaban mantener a flote. Pero cuando dicha lucidez se pierde, todo hombre es igual a otro hombre, o a las bestias.

Los vampiros nunca volvieron a aparecer en su camino, posiblemente porque su radio de acción estaba focalizado en el lado externo de la cordillera, o tal vez por miedo. No lo sabían, pero era cierto que su presencia fue indetectable desde el último enfrentamiento con ellos, en aquella oscura y olvidada noche.

La ilusión fue creciendo a medida que en la distancia no se vislumbraban nuevos picos mientras avanzaban, lo que les hizo pensar que estaban cercanos a cruzar completamente la cadena montañosa. La brújula que el Santo había dado a Orion se convirtió en un instrumento invaluable para evitar perderse, puesto que ninguno de los dos tenía energías para concentrarse e intentar comprender su lugar dentro de la dinámica del mundo.

Luego de varios días más de recorrido en un mundo dormido, como sonámbulos en las tinieblas, llegaron a los límites de la cordillera. Las horas, los días, meses o años desde su partida eran incontables. Apenas podían recordar su vida antes de iniciar la travesía por las montañas, y mucho menos el motivo de su viaje. Habían llegado adonde tantos años habían deseado estar, y ya no les importaba, o eso creían. De nuevo, no se hablaron por semanas, y Pléyade mostraba la pesadumbre ermitaña que la caracterizó durante todo el viaje. Un brillo en los ojos fue lo único que se le notó cuando, desde el último pico de la cordillera pudo ver, abajo, un valle verde e interminable, como nunca pensó pudiera existir. Era el paraíso terrenal, la tierra prometida, lo que siempre había buscado con ansiedad. Permitió que una lágrima de gozo se escapara, desanudó su desgreñada trenza, atada por tanto tiempo que al liberarla mantuvo su forma, y desarmó los nudos moviendo la cabeza de un lado a otro. Luego estiró los brazos y respiró profundo. El viento a esa altura era bastante fuerte y frío, y elevó sus magníficos cabellos por el aire, para que el sol los ilumine reflejándose en un arcoíris de colores fulgurantes. La muchacha se energizó, y deseó correr, como cuando era niña, a pesar de no tener espacio para hacerlo. El rito duró unos minutos, pero luego se sintió renovada, haciendo desaparecer todo el pasado próximo de su mente y pensando únicamente en el futuro. Luego observó a su hermano: sucio, despeinado, pero aparentemente también renovado.

—¿Estás mejor? —le preguntó éste.

—Estoy perfecta. Vamos, limpiemos nuestro exterior también, que debemos entrar a este nuevo mundo puros en todos los sentidos.

Ambos caminaron un poco más, hasta llegar a un arroyo que fluía cristalino desde los picos más altos. Allí se dieron un baño revitalizante, en el agua helada, y luego se secaron al sol, desnudos, sobre una gran roca. Comieron todo lo que quedaba en el fondo de su morral, que era realmente poco, con la esperanza de al día siguiente encontrar alimento en la pradera que se extendía abajo. Braulio se extendió a un costado de ellos, y descansó plácidamente, al notar que el ambiente y estado de ánimo de sus dueños había cambiado en forma radical. Los hermanos también dormitaron por un rato, tranquilos, porque sabían que uno de los trayectos más difíciles del viaje había finalizado.

* * * * *

El Fénix... El dolor... Su hermano sin esencia, ella misma destrozada. Todo se repetía, en cada momento, de una forma cada vez más dolorosa. El fuego cada vez la quemaba más, y la luz la protegía menos. Orión apenas despertaba, en el último momento. Y el dolor crecía. Todo estaba mal, todo. El aleteo del pájaro blanco mantenía el mismo vigor, pero ahora el fénix se negaba a perecer. Su llama se aferraba a la existencia, y soportaba uno tras otro los embates del ser superior. Finalmente su llama se apagó, pero el ave blanca, carente de energías, murió con él. Y el vacío causado por la ausencia de ambos poderes sobrenaturales la estremeció, hasta las lágrimas, porque entendió que el mundo no podía existir sin ellos.

—El tiempo se agota —se dijo a sí misma, en un lúgubre espacio neblinoso, punto de unión entre ambos mundos.

* * * * *

Los gemidos de Braulio despertaron a la joven, y a su hermano. Al parecer éste estaba soñando, puesto que se hallaba recostado de lado y emitía quejidos entrecortados, moviendo las patas en forma de espasmos. Orión se quedó mirándolo por un rato largo, y Pléyade sonrió por primera vez luego de mucho tiempo.

—¿Será que, si el perro sueña que le doy una tunda, pueda resentirse conmigo, porque cree que realmente le he golpeado? —quiso saber, intrigado, el muchacho—. O se da cuenta de que todo ha sido un sueño...

—¿Qué dices? —le preguntó su hermana, levantándose de la roca y aprestándose a vestirse.

—El perro sueña. Como nosotros, como muchos otros seres inteligentes.

—¿Tú sueñas?

—Por supuesto —afirmó el joven—. Y tú también. Nuestro cuerpo, y nuestra mente, necesitan descanso, descanso humano.

—Yo últimamente no recuerdo mis sueños. Y los pocos que recuerdo preferiría olvidarlos, porque no los comprendo ¿No te pasa lo mismo?

—A pesar de estar tan unidos, y de compartir todo, creo que no es necesario que soñemos lo mismo. Yo no he tenido ninguna disfunción en el dormir, o en el soñar.

—Lo que pasa, es que el sueño te afecta de manera diferente a ti que a mí; la experiencia es otra, determinante, y por lo tanto no podemos tenerla de la misma manera. Tengo miedo.

—¿De qué estás hablando?

—Cuando lo sepa, cuando entienda, te lo diré. Por ahora sólo estoy muy confundida... ¿Qué me decías del perro?

Orión la miró por unos segundos, y luego continuó con su reflexión:

—El perro duerme, y sueña ¿Pero hasta qué límite es capaz de reconocer la diferencia entre lo soñado y lo vivido dentro de su restringida inteligencia? Si sueña que lo golpeo ¿Será que se molestará conmigo, porque cree que realmente lo he golpeado?

—Una interesante pregunta, pero no pienso perder un segundo de mi vida reflexionando sobre ella —la muchacha sonrió nuevamente—. Vamos, mañana quiero estar allá abajo, y no nos quedan muchas horas de luz.

Orión permaneció observando al perro un tiempo más, hasta que éste despertó. Movió la cola de un lado a otro y se apostó junto a su dueño, para que lo acariciara. Así lo hizo el joven, por un minuto. Pero luego siguió el consejo de su hermana, y se puso en movimiento.

* * * * *

De allí en adelante el viaje fue mucho más agradable y liviano para los hermanos. Frente a ellos se extendía una cálida pradera, alimento y cobijo. Viajaron por dos días sin encontrar signo alguno de gente, hasta que llegaron a una zona rural, en la que había animales sueltos y plantaciones realizadas por una clara mano humana.

Así encontraron las primeras chozas habitadas, después de tanto tiempo de soledad. La gente de la zona hablaba un extraño lenguaje que no les fue muy difícil comprender, por dos motivos: primero, porque más que entender sus palabras, intentaban comprender la energía simbólica que su pensamiento generaba al hablar. Segundo, el idioma manejado por estas personas era extremadamente semejante al utilizado por Apolo y Oasis, ya aprendido por ellos. Así fueron advertidos de lo peligrosos que eran los caminos, en la zona de una "frontera" no muy lejana, y recabaron la información necesaria para llegar a un pueblo importante que se hallaba más al sur, donde podrían conocer las últimas noticias, conseguir provisiones o cualquier cosa que pudieran necesitar. La mayoría de la gente que los recibió en las casuchas primero actuó de manera recelosa, pero pronto entró en confianza con ellos, puesto que los hermanos irradiaban una paz y bondad difícilmente alcanzable por quienes les hacían daño normalmente.

Así llegaron a uno de los pueblos más importantes de la zona, bullicioso, con calles repletas de gente, mercaderes, y todo tipo de animales sueltos. Era evidente que el pueblo no estaba preparado para tanto movimiento, y que había crecido más de la cuenta en muy poco tiempo. Se respiraba un ambiente de tensión en el que todos miraban con suspicacia a los demás, y en el cual la confianza era una virtud desconocida.

Errantes, mareados entre tantas personas, luego de su prolongada soledad, Orión y Pléyade llegaron hasta una taberna, con un hotel anexo. Entraron. Era casi de noche, y estaban agotados. Pensaron que era una buena idea descansar en el hostal luego de tantas noches de dormir en el suelo. Pero desconocían cuál era la moneda que se utilizaba en ese lugar, o qué podrían hacer para conseguirla.

—¡El perro afuera! —demandó una mujer al apenas verlos llegar. Tenía una belleza sobrenatural, compitiendo casi con la de Pléyade, de no ser porque el agobio del trabajo había marcado ya su rostro y sus manos. Pero era evidente que hacía todo lo posible por mantener un porte altivo. Los hermanos se sorprendieron al verla, puesto que el resto de las mujeres que habían visto hasta ese momento estaban realmente marcadas por la vida, siendo flacas y arrugadas o bien con una presencia de matrona rellenita. Los hombres sufrían el mismo problema. Por un instante, ambos se sintieron de vuelta en su pueblo natal, ya inexistente, en el que las inclemencias de la vida diaria extraían la savia vital de todos, dejándolos convertidos en acabados burros de carga.

—¡Dije que saquen a ese perro! —volvió a gritar la mujer. Pero por detrás de la primera impresión, se notó que no era más que una joven, un poco mayor a ellos, cansada, pero de todos modos muy hermosa. Tenía un pañuelo atado a su extrañísimo cabello rubio, que impedía que cayera sobre su rostro. Al ver que los hermanos no reaccionaban, sino que la miraban perplejos, se acercó a ellos. Tenía las manos mojadas, puesto que había estado limpiando una improvisada mesada a un costado de la gran habitación. Tomó a Pléyade por un hombro, y la miró directamente, con sus grandes ojos verdes.

—¿No me escuchas o no me entiendes, muchacha? —le preguntó—. El perro no puede entrar aquí ¡Bastantes bestias ya tenemos dentro! —recalcó, señalando a numerosos comensales, muchos de ellos borrachos y gritando a viva voz o cantando de forma desentonada. Orión no pudo evitar sentirse terriblemente atraído por la joven, la única mujer realmente hermosa que había conocido hasta ese momento, a excepción, obviamente, de su hermana, y, en menor grado, de su madre.

La mujer, por su parte, al estar junto a ellos, sintió exactamente lo mismo que los hermanos, de forma recíproca. Pléyade, con su larga cabellera castaña y sus ojos vivaces, además de poseer una hermosa sonrisa, la impactó. Su belleza era comparable a la propia, y eso la sorprendió, de manera intensa. Orión también parecía inmaculado, por el tiempo, por el dolor del mundo.

—Ustedes no son de aquí... —afirmó—. ¿Acaso vienen de Asción?

—¿Asción? —preguntó Orión.

—La ciudad... —dijo ella, extrañada.

—¡Canción! ¡Canción! —empezó a gritar la jauría descontrolada, detrás de ellos.

—Lo lamento, debo atender a mi gente antes que enloquezca —se disculpó—. Si se quedan por aquí tal vez podamos charlar luego ¡Pero quiero a ese perro afuera! —insistió, molesta, dirigiéndose a una tarima improvisada, cerca de la mesada.

Orión llevó al perro afuera, consiguió un trozo de cuerda y lo ató a un poste en la entrada, junto a dos caballos raquíticos. Luego volvió adentro.

—¡Por favor! —Pléyade se lanzó a sus brazos apenas éste estuvo de regreso—. ¡No me dejes sola ni un instante más! ¡En medio minuto recibí cerca de diez proposiciones indecentes! ¡Y ni qué decir que tuve que alejar a un depravado arrojándole una botella en la cabeza! Este lugar no es para personas como nosotros.

—¿Acaso lo es para ella? —preguntó su hermano, señalando al escenario, donde la hermosa mujer se disponía a ofrecer un recital.

—Tampoco lo es... —afirmó Pléyade, preocupada—. Pero al menos parece saber lidiar con todo esto.

La vorágine se aplacó en cuestión de segundos, y un silencio sepulcral se apoderó del recinto. La mujer empezó a cantar una triste canción, acompañada únicamente por un hombre que ejecutaba la guitarra. Al final de esa canción, y de las subsiguientes, la gente vitoreó, chifló y aplaudió, mareada por la hermosura de su voz, y, por qué no decirlo, de su rostro y su cuerpo. Era evidente que el motivo del éxito de su bar era la belleza de la patrona, y aunque allí sirvieran únicamente aguardiente y carne dura, nunca sobraría una mesa libre. Orión y Pléyade escucharon todo el recital de pie, apoyados contra una pared, abrazados. Arte... Por tanto tiempo no habían disfrutado de una expresión artística espontánea, de la música, de nada que no fuera satisfacer sus necesidades fisiológicas, y avanzar hacia un objetivo, cada vez menos claro... Luego, ambos salieron al exterior, a hacer compañía a su perro. Adentro, la tertulia continuó por horas, en las cuales la mujer cantaba dos o tres canciones, se dedicaba a atender clientes, limpiar cosas y luego volvía a cantar por otro rato.

Pasada la medianoche, la mayoría de la gente fue abandonando el lugar, a excepción de unos borrachines crónicos que diariamente despertaban sobre la misma mesa en la que habían estado vomitando la noche anterior. Cuando el ambiente pareció más tranquilo, los hermanos volvieron a entrar al lugar. Ya quedaba poca gente, y un hombre estaba parado detrás de la barra. La mujer, por su parte, barría el amplio comedor, además de pasarle el estropajo, con la esperanza de terminar temprano las actividades de esa noche.

Orión y Pléyade se acercaron al hombre del mostrador, dispuestos a entablar conversación con él. Era una persona alta, fuerte, pero marcada por el trabajo duro de muchos años, a pesar de ser bastante joven. Éste, de la misma manera que la mujer, se mostró sorprendido ante la presencia de los dos hermanos, inmaculados, sagrados.

—¿En qué puedo servirles? —les preguntó, ocultando el asombro que le causó, especialmente, la imponente belleza de la muchacha.

—Quisiéramos algo para comer, y un lugar donde dormir, aunque sea en el establo —habló ella—. No tenemos nada con qué pagarles, pero yo canto bastante bien, y podría reemplazar por una o dos noches a la señora, a cambio de techo y comida.

—La cocina está cerrada —dijo la mujer rudamente, acercándose a ellos—. Además, las cosas están suficientemente difíciles ahora como para impulsar a la competencia.

—Discúlpeme —la interrumpió Pléyade, ofendida—, yo puedo cantar disfrazada si quiere, puesto que no me valgo de mi cuerpo para obtener dinero.

—¿Qué estás queriendo insinuar, chiquilina? —se envalentonó la mujer, elevando el estropajo como para partírselo en la cabeza—. ¡Soy una mujer casada, y exijo respeto! —le gritó—. ¡Si puedo tratar con todos estos maleducados cada noche, más fácil será ponerte en tu lugar! ¡Mocosa!

—¡Tranquila, mi amor! —exclamó el hombre del mostrador, saltando por encima de él, y abrazando a su mujer.

Ella inmediatamente se aferró a él, dejando caer el palo al piso. Un llanto amargo provino de su garganta, y la impotencia, la rabia acumulada de mucho tiempo, terminó por explotar.

—¡No aguanto más! —exclamó entre lágrimas—. ¡Tengo preparación, soy amable, puedo hacer cualquier cosa en la vida, pero debo aguantar el acoso de farsantes, maleducados y babosos todas las noches! ¡Todo por mantenernos a flote!

—Shhhh... —intentó tranquilizarla su marido—. No te pongas así.

—¡Además hago trabajo de sirvienta, limpiando pisos, mesas y vómitos! ¡Lo único que falta es que tengamos un hijo, y deba también hacer de niñera y cambiar pañales!

—Por favor...

—¡Y todo lo hago por amor! ¡Porque te amo!

—Lo sé, yo también te amo...

—No pertenezco a este lugar, a este pueblo, a esta gente —la mujer continuó llorando—. ¡Vine aquí, por amor, por ti, y no me arrepiento, por eso sigo cada día esta rutina, pero ya no doy más!

—Está bien, todo va a mejorar...

Ella se libró de las manos de su amado, y, secándose las lágrimas con un repasador, habló nuevamente.

—Voy a ver si tu mamá está despierta, para que les caliente algunas sobras a estos pobres muchachos, que tampoco tienen la culpa de lo que nos pasa —la muchacha pasó a la trastienda a través de una cortina, detrás de la cual se continuaron escuchando sus sollozos por un tiempo.

—Disculpen a mi esposa, se los ruego —habló el hombre—. La vida aquí es muy dura, y cada día lo será más. Ella es muy buena persona, sólo está cansada.

—¿Qué ocurre? —le preguntó Orión, notando que el pueblo, y la gente, estaba fuera de su contexto natural, de su estilo de vida.

—Ustedes no son de aquí ¿Verdad? Y con "aquí" me refiero a cualquier zona habitable entre la frontera y las montañas...

—Pues... No realmente —le respondió Pléyade.

—Entiendo. Entonces, tienen mucho para contarme, y yo a ustedes. La frontera de Yronia crece a pasos agigantados, y nos está acorralando contra las montañas. Quienes quedan dentro de sus fronteras se convierten inmediatamente en esclavos, y la gente libre ha iniciado un éxodo masivo hacia esta zona del mundo, para escapar de su alcance, pero ya no queda espacio, apenas podemos subsistir todos con el escaso terreno que nos sobra para realizar plantaciones y criar animales. Todos los pueblos de la zona se han unido para formar un gobierno provisorio que administre los escasos recursos de los que disponemos, pero no hay forma de subsistir. En menos de un año, esta historia habrá acabado, y habremos sido absorbidos por la gran ciudad. Tan desesperados estamos que hemos inclusive enviado expediciones en busca de caminos que nos lleven a través de las montañas, pero las pocas que han regresado con vida afirman que no hay forma de cruzar.

—Además, del otro lado sólo hay tierra muerta —aseguró Orión—. No servirá para alimentar a su gente.

—¿Ustedes vienen de allí? —preguntó sorprendido el hombre—. ¡¿Conocen un camino?!

—Llegamos hasta aquí —lo interrumpió Pléyade—, pero no creo que sepamos cómo volver... No importa. No les servirá de nada, puesto que un pueblo entero jamás será capaz de realizar tamaña travesía, sin alimentos, ropa, y mucha, mucha, fuerza de voluntad.

—Eso es lo que yo creo —asintió el hombre—. Estamos condenados. Muy pocos sobrevivirían a un viaje semejante, y si encima vamos a tierras yermas, no tiene sentido.

—Pero cuéntame —continuó la muchacha—. ¿No hay forma de resistirse al avance de la frontera?

—Es imposible. Los cazadores vienen en escuadrones, imposibles de detener. Lo único que podemos hacer es correr, pero el espacio ahora se nos está acabando.

—¿Cazadores, dijiste? —preguntó Orión.

—Soldados, mercenarios equipados con lo mejor que la tecnología puede brindar, indetectables, certeros, sin sentimientos, y sumamente violentos. No hay nada que gente simple como nosotros pueda hacer contra ellos.

—¿Y cuál es el afán que tiene Yronia por adquirir estas tierras?

—No lo sé —afirmó el hombre—, las usan para plantaciones y cría de ganado, como nosotros. Esclavizan a los verdaderos dueños de la tierra para lograrlo. Pero no entiendo el porqué de su afán expansivo, ya que, supongo, la población de la ciudad no puede crecer tan velozmente como para necesitar tantos recursos...

La mujer, en ese momento, volvió de la trastienda, con dos cuencos humeantes conteniendo algún tipo de guiso.

—Esto es todo lo que pude conseguirles. Espero sea suficiente. La cocinera ya estaba durmiendo.

Los hermanos le agradecieron el alimento.

—Pueden dormir en un cuarto que está dentro de la caballeriza —continuó explicando la dama—, allí hay un catre en el que creo que ambos tendrán cabida. Además, como pareja, supongo que disfrutarán estar juntos acurrucados...

—No somos pareja —advirtió Orión a la mujer—, somos hermanos.

—Ya me parecía a mí, ya me parecía a mí —afirmó ella, moviendo la cabeza y mirando a su marido—. De todos modos, creo que no tiene nada de malo que compartan la cama ¡Ah! Me olvidaba —continuó, pasándoles una pequeña bolsa con restos de comida—, esto es para el perro, el pobre está tan flaco que parece que se va a desfallecer en cualquier momento.

—Muchísimas gracias —le dijo Pléyade, tomando la bolsa—. No sé cómo podremos devolverles el favor que nos están haciendo.

—No se preocupen —afirmó el hombre—. Todo lo que hacemos acumula puntos en el cielo.

—En cierta manera es correcto —aseguró Orión, con la boca llena, puesto que había empezado a comer—. Pero uno no puede actuar esperando que se nos anoten esos puntos, porque entonces no tienen valor.

—Ya lo sé, amigo. Lo hacemos por amor, no por otro motivo... Ah, y mi nombre es Juan. Ella —dijo, dirigiéndose a su esposa— es Melissa.

—Un gusto —dijeron ambos, pasando la mano a los anfitriones—. Él es Orión, y yo soy Pléyade.

Los hermanos saciaron su hambre, y, había que reconocerlo, el guiso recalentado estaba muy rico. Bebieron agua, mientras los esposos terminaban de limpiar el lugar y ordenar todo. Antes de retirarse a descansar, Orión se dirigió al dueño del lugar.

—Me gustaría que mañana nos explicaras más en detalle el tema de la frontera y lo que sucede en Yronia, si no es mucha molestia.

—Durante el día el trabajo es mínimo —le respondió él—, así que podremos conversar sin problemas.

—Te lo agradezco —dijo el muchacho, y luego se retiró con su hermana del lugar. Desataron al perro del poste y lo llevaron consigo.

Melissa se acercó a su marido, dándole un beso en la mejilla y abrazándolo fuerte.

—Gente extraña ¿No? —le preguntó.

—Muy extraña la verdad... ¿Sabes? Tienen un parecido a ti.

Ella le dio una palmada en el brazo.

—¿Crees que no me di cuenta de que te pasaste mirando a esa chiquilina? ¿Soy boba acaso? ¡Conmigo hiciste lo mismo cuando nos conocimos! Baboso...

—No seas tonta. No existe nada en el mundo más importante que vos, mi amor.

—Claro, ahora me mimás, descarado...

* * * * *

El descanso fue bastante placentero, a pesar que los animales en el establo no estuvieron totalmente quietos ni en silencio. Pero con el cansancio acumulado, y la necesidad de una tregua, ambos durmieron como niños. Al levantarse, a la mañana, rodearon la construcción y entraron al local. Estaba cerrado, pero sus dueños se hallaban dentro, trabajando, ordenando cosas, preparando comida y realizando todo tipo de tareas. Una señora los ayudaba, probablemente la madre del hombre. No era muy mayor, pero la vida se había encargado de cansarla más de lo debido.

Ellos les ofrecieron un desayuno bastante completo, e inclusive permitieron que Braulio entrara, puesto que a esa hora no habría problemas con los clientes. Luego de disfrutar la sabrosa comida, Orión, Pléyade y Juan tuvieron una entretenida charla, matizada por algunas apariciones de Melissa. Así volvieron a tocar el tema de Yronia, que tanto les interesaba. Ellos sabían que ese era su destino, pero aún no tenían claro el motivo de su viaje, ni qué se precisaba de ellos. Por lo tanto, cualquier información que les hiciera comprender lo que ocurría, les era de suma utilidad.

—Como les expliqué ayer... —hablaba Juan—. La frontera de Yronia nos está empujando contra las montañas. Asción es el nombre de la ciudad capital de ese imperio. Yronia es el nombre del país, de las áreas rurales y pobladas que llegan hasta la frontera.

—Entonces nosotros deberíamos ir a Asción —sugirió Orión.

—Tranquilos... —lo interrumpió el hombre—. Toda persona libre, o sea, cualquiera de nosotros, que sea atrapado dentro de su territorio, inmediatamente se convierte en propiedad de Yronia, en un esclavo más. De hecho, como la frontera avanza día a día, no existe ningún lugar seguro al sur de aquí.

—¿Y no han pensado en enfrentárseles? —preguntó Pléyade.

—Es imposible. Sus soldados de élite, los cazadores, forman pequeños grupos de inusual poder. Poseen una tecnología capaz de mimetizarlos con el ambiente, sensores de movimiento o que les permiten ver en la oscuridad, además de poseer armamento sorprendentemente devastador. Sus armas apuntan automáticamente y persiguen a las víctimas, disparan balas, luces, bombas y muchas otras cosas... Nosotros, en cambio, estamos armados con piedras y palos, salvo algunos privilegiados que tienen armas de fuego casi obsoletas en su poder. Luchar contra ellos no es más que convertirnos en carne de cañón, sin esperanza alguna.

—Pareces conocer mucho a tus enemigos —afirmó Orión.

—Una vez me enfrenté con ellos, y si sobreviví, fue de milagro. Soy tal vez el único afortunado en este mundo que puede decir eso.

—¿Recuerdas? —le preguntó Melissa, que hasta ese momento había permanecido distante a la conversación.

—Eso fue cuando nos conocimos... Hace poco, y sin embargo lo recuerdo tan atrás, en un pasado remoto... Yo vivía en un castillo, encerrada, como las princesas de los cuentos, y tú viniste a rescatarme, a llevarme a una vida diferente, libre... Una libertad que se ha convertido en esclavitud...

—¿Él te rescató? —le preguntó Pléyade, intrigada por las palabras de Melissa.

Ella la miró con sus grandes ojos verdes, añorando un pasado remoto.

—Se podría decir que sí. Es una larga historia, pero, en resumen, él me sacó de esa vida irreal que llevaba junto a mi padre, que en paz descanse, y me trajo aquí. Yo tan sólo era una hija atrapada, encerrada, en una torre de cristal, que no conocía el mundo exterior, y que quería huir de allí y salir al mundo, además de encontrar el amor...

—Ojo —advirtió su marido—, ella me exigió venir aquí conmigo. Yo le advertí que la vida sería sumamente difícil en Ramrod, alejada de la servidumbre que siempre tuvo a su alrededor. Pero sus ansias de libertad eran más fuertes que cualquier lógica.

—Pero de todos modos ¿Qué más podía hacer? —le preguntó ella—. No sé si recuerdas que mi hogar se incendió, mi padre murió, y yo quedé sola, sin futuro, amistades o familia.

—Recuerdo haberla oído decir, señorita —dijo una voz áspera—, en aquel entonces, que el amor que usted sentía por este muchacho le permitiría superar cualquier problema o privación.

Un hombre había ingresado por la puerta principal del establecimiento. Era alto, consumido y bastante pálido. Su compostura indicaba altivez, pero al mismo tiempo se mostraba amable.

—¡Pedro! —exclamó la muchacha—. ¡Que alegría! ¿Cómo está todo por la granja?

—Normal. Son tiempos difíciles, pero ya estamos acostumbrados. Y ustedes casi no vienen a visitarme.

—Discúlpanos —se excusó Juan—, pero hay tanto trabajo aquí, todos los días, que no podemos escaparnos.

—Sí, sé que éste es uno de los pocos lugares florecientes del pueblo. Me alegro por ustedes.

Pléyade, mientras tanto, estaba apoyando su cabeza sobre una mano, reflexionando, intentando recordar algo. El hombre se acercó a ellos, y los saludó. Luego saludó a la madre de Juan, y se ofreció a ayudarla en sus quehaceres.

—¿Qué te sucede? —preguntó Orión a su hermana.

—Estabas distraído, no te diste cuenta —afirmó la muchacha.

—¿De qué?

—Presta atención —le dijo—. Juan, Melissa, escúchenme —Ellos se acercaron, curiosos—. Voy a contarles una historia, y me gustaría que no me interrumpan hasta que termine, por más sorprendidos que se vean.

La pareja asintió, y se dispuso a escuchar lo que Pléyade tenía para decir.

—Una persona muy querida por ti —comenzó a explicar a Juan—, murió. Tú te encargaste de dar la noticia a su único familiar conocido. Un hombre que vivía muy lejos de aquí, más allá de la frontera. Cuando llegaste al lugar en donde este hombre vivía, la persona que acaba de ingresar recién al bar fue la que te recibió. Un hombre alto y pálido, de voz ronca.

Juan y Melissa se miraron extrañados, sorprendidos, y continuaron escuchando a la muchacha. Pléyade, por su parte, hablaba sin pensar, sacando datos de su cabeza tal cual le venían a la mente. Orión, confundido al principio, al corto tiempo entendió exactamente aquello de lo cual su hermana estaba hablando.

—En el castillo vivía un científico, que estaba loco. Su hija era Melissa, y ustedes se enamoraron a primera vista. El padre de Melissa, Angulio, tenía la idea fija de resucitar a un antiguo enemigo, para volver a matarlo una y otra vez, saciando una necesidad de venganza infinita. Juan descubrió esto recorriendo unos pasajes ocultos en el castillo, que Melissa desconocía, y juntos vieron a su padre, en el medio de su locura, cuando cumplió con su cometido asesinando nuevamente a su odiado enemigo. Luego de una intensa discusión con Melissa, incendió su hogar, del cual ustedes apenas pudieron escapar con vida. El hombre se arrastró pidiendo perdón, pero ustedes lo ignoraron... ¿Me he equivocado en algo?

Pedro, el mayordomo de aquel castillo olvidado, ya no recordaba ese lugar que había administrado por más de veinte años. Era un fragmento de su vida que había dejado de existir, y que ahora regresaba, de forma dolorosa. Con dificultad, se sentó en una silla, temblando.

La madre de Juan, por su parte, se acercó a su hijo.

—¿Qué disparates está diciendo esta muchacha? ¡Nunca escuché algo tan desquiciado!

—Madre, cállate por un segundo —le suplicó el hijo.

A Melissa le temblaban los labios, y no pudo evitar sollozar, cubriéndose el rostro con el delantal que llevaba puesto.

—¿Cómo sabes todo eso? —le preguntó Juan a Pléyade, de una manera bastante ruda, a la vez que la tomaba por la muñeca con fuerza—. ¿Qué clase de broma macabra es esta?

—Lastimándola no lograrás nada —intervino Orión, cogiendo a su vez al hombre por el brazo.

—¿Qué? ¿Entonces es cierto? —preguntó la mamá de Juan—. ¿Y por qué nunca me contaron nada?

—Mamá ¡Basta! —le suplicó el muchacho.

Melissa, apenas repuesta del golpe inicial, habló.

—La historia es muy cercana a la verdad, pero con algunos errores —dijo, interrumpida por una arcada, que cubrió con su delantal.

—No debes hacer esto... —le sugirió Juan.

—Déjame —suplicó ella—. Amulio, como en realidad se llamaba mi padre, no mató dos veces al otro hombre, porque fue interrumpido durante su loco experimento. Además, quería revivir a mi madre para que su "enemigo" viera que él era un total vencedor, pero al intentar revivir a mi madre, el experimento falló, y, debido a un triste accidente, murió... Nunca llegó a suplicarme perdón, aunque es cierto que en ese momento no se lo hubiera dado... De todos modos, él no incendió el laboratorio a propósito. Además, hay otros personajes involucrados en la historia que ni siquiera has mencionado... Y yo conocía los pasajes, no eran algo nuevo para mí.

—Qué extraño —dijo Pléyade—. Te conté la historia tal cual la recuerdo. Obviamente que he omitido muchos detalles, pero, en definitiva, eso es lo que sabía.

—Esto es sorprendente ¿Será que Apolo tiene algún don que no notamos? —preguntó Orión a su hermana, dándose cuenta del origen de lo que ella describió.

—Tal vez. Yo también estoy asombrada.

—¿Cómo se enteraron de esta historia? —preguntó Juan—. Pedro ¿Acaso tú les contaste algo?

—No, por supuesto que no, ni siquiera los conozco —aseguró el hombre.

—¿Ustedes son algún tipo de gitanos? —les preguntó la madre de Juan—. ¿De esos que predicen el futuro, o que ven cosas del pasado?

—No, señora —se negó Orión— Lo que ocurre es que muy lejos, en nuestro pueblo natal, alguien nos contó esa historia como si se tratara de un cuento, de algo irreal, salido de su mente, de su imaginación, y ahora nos damos cuenta de que estaba relatando algo que ocurrió en el mundo, una historia de la cual ustedes fueron los protagonistas.

—Esto es muy extraño —afirmó la señora, al mismo tiempo que se acercaba a Pedro, para auxiliarlo, puesto que parecía que se deslizaría de la silla al suelo en cualquier momento.

—¿Qué quieren ustedes de nosotros? ¿Qué hacen aquí? —inquirió Juan a los hermanos.

—Disculpen si les hice pasar un mal momento recordándoles tan triste suceso, pero me resultó tan extraño lo que Melissa relató, similar a esa historia que había escuchado, que necesitaba saber si era la misma. Es una casualidad, nada más, no era mi intención causar daño.

—No te preocupes —intervino Melissa—, todo eso no se ha borrado de nuestras mentes. Simplemente nos golpeó que un extraño conociera la historia, que había permanecido en secreto hasta ahora.

—¡Mi nuera es la hija de un científico loco!... —exclamó la mamá de Juan, desde el fondo—. Nuestro mundo está desquiciado... Yo que creía haber visto todo en la vida, que pensaba nunca volvería a sorprenderme con nada...

—Mamá, basta ya... —pidió Juan a media voz.

—¿Por qué no damos un paseo por el pueblo, y charlamos tranquilos? —propuso Melissa—. Me gustaría escuchar su historia.

—Está bien, no hay problema —respondieron los hermanos.

Las dos parejas salieron del local y caminaron a lo largo del desorganizado caserío. Evidentemente la ciudad había crecido de forma descontrolada en los últimos tiempos, puesto que se mezclaban todo tipo de estilos y construcciones encimadas, las plazas estaban tomadas por gente que había construido casas de madera, cartón y chapa en ellas, había muchas zonas sucias y apestosas, especialmente hacia el norte, donde estaba el mercado. Por lo tanto, caminaron hacia el sur, a las afueras del pueblo, hasta un arroyo que poseía varias pequeñas caídas de agua y se hallaba poblado de helechos y musgo, con un aroma húmedo muy agradable. Braulio, incontenible, se lanzó al agua, siendo un espectáculo gracioso verlo todo mojado y flacuchento, puesto que su pelambre era lo único que ocultaba el verdadero estado de desnutrición en que se encontraba. A la vera del arroyo, y con los pies en el agua, los cuatro jóvenes conversaron sinceramente sobre numerosos temas. Orión y Pléyade les relataron el porqué de su viaje (que ni siquiera ellos comprendían del todo), contaron historias de su niñez, de sus padres, del hombre que les había relatado el cuento de cómo se habían conocido, y muchas otras cosas. Juan y Melissa, por su parte, les narraron nuevamente y en mayor detalle la historia de Yronia y Asción, los últimos sucesos, los peligros de la frontera y lo que sabían sobre su organización. Así pasaron una agradable y descansada tarde, como hacía mucho tiempo ninguno de ellos tenía.

Calmados, tranquilos, alegres, volvieron antes del ocaso a la taberna, para organizar todo el trabajo pendiente, que era mucho. Orión y Pléyade colaboraron en todo lo posible, puesto que le habían robado mucho tiempo al matrimonio, y tenían comida que preparar, mesas que decorar, sillas que ordenar, el piso que limpiar, y mucho más. La madre de Juan había ordenado bastante y estaba cocinando cuando ellos regresaron, pero de todos modos quedaban numerosas cosas por hacer.

La posterior velada fue sumamente agradable. Braulio fue atado en el establo, junto a un rico y abundante plato de sobras, y los hermanos colaboraron con la atención a los clientes. La taberna estaba más llena que nunca, puesto que además de la estrella principal, Melissa, se había regado por el pueblo la voz de que una nueva y más hermosa muchacha la secundaba. Pléyade hizo de mesera, pero debido a su inexperiencia en ese tipo de actividades, fue sorprendida por numerosos pellizcos en el trasero, dos o tres intentos de abrazos y varios clientes con manos "juguetonas". Melissa, mientras tanto, intentaba explicarle cómo evitar ese tipo de ataques masculinos, nunca dándoles la espalda a los clientes, bordeando las mesas del lado de la pared, no inclinándose sobre la mesa para limpiarla, y dando bien merecidas zurras a los más atrevidos.

Lo más hermoso de la velada fue el momento en que Melissa invitó a Pléyade a subir al escenario, y juntas cantaron a dúo una melodía romántica. Muchos años más tarde, aún había gente que recordaría esa noche como la mejor que vivió en su vida. La fiesta se prolongó hasta la madrugada, cosa inusual, puesto que al día siguiente todos debían trabajar muy temprano, la gran mayoría en el campo. Lo recaudado esa noche superó cualquier expectativa, tanto que llegó un momento en el que sirvieron gratis a todos los presentes varias rondas de cerveza y platos de sopa. Exhaustos, tuvieron que depositar "cuidadosamente" fuera del recinto los cuerpos de numerosos borrachines que se habían dormido al no soportar tanta pachanga.

Luego todos fueron a descansar, y Orión y Pléyade, que habían decidido marcharse temprano por la mañana, corrieron el horario de partida al mediodía, para reponer las energías.

* * * * *

Melissa, Juan... dos cuerpos desnudos, exhaustos. El recuerdo de aquellos días en los que se conocieron, de las experiencias vividas, del pasado remoto, sirvió para reavivar la llama de la pasión que hacía bastante tiempo se había apagado. La joven se hallaba de espaldas al marido, y éste la abrazaba por detrás, acariciando sus curvas, su piel, y husmeando en su cabello. Sin previo aviso, sin esperarlo, ella empezó a llorar, en silencio, respirando de manera entrecortada, con leves espasmos.

—Mi amor ¿Qué te pasa? —le preguntó Juan.

Ella no respondió, simplemente al cabo de unos momentos, dejó de sollozar.

—Melissa —insistió él, volteándola hacia su lado, y abrazándola con fuerza—, ¿Por qué lloras?

—Hace demasiado tiempo que no me hacías sentir importante en tu vida, que no me atendías, que no me hacías el amor de esta manera... Últimamente yo era únicamente tu sirvienta, tu socia en la taberna, pero no tu mujer. El hablar hoy con estos muchachos me hizo recordar nuestra primera época de noviazgo, cuando sólo yo te importaba y sólo tú me importabas, cuando un beso era lo máximo, y hacer el amor algo sublime. Ahora siento que todo eso se ha perdido.

—Mi amor, mi amor... —dijo el muchacho, sosteniéndola con fuerza entre sus brazos, y mimándola al mismo tiempo—. Lastimosamente los tiempos cambiaron, y no podemos vivir la vida tranquila de antes. Ahora tenemos que preocuparnos por conseguir comida, cuidar de los nuestros, sobrevivir...

—Yo entiendo todo eso, pero creo que no porque nuestra vida sea difícil deba desaparecer el cariño que siempre supimos expresar. Últimamente estás muy frío conmigo, y me duele, siento que no tengo la importancia que antes me dabas, y sufro mucho...

—No sufras... —le suplicó su marido—. Este era el motivo por el que no te quise traer conmigo, a este mundo de dolor al que no estás acostumbrada, y en el cual es tan difícil sobrevivir. Sinceramente espero que las cosas mejoren, y volvamos a estar tan bien como antes —Juan sabía que eso era realmente difícil, puesto que cada día la situación se tornaba más y más dura, y su vida no cambiaría para mejor de ninguna manera.

—Las cosas no volverán a estar bien por sí mismas —suspiró ella—. Debemos hacer algo para que cambien.

—¿De qué me estás hablando?

—¿Te acordás de la charla que tuvimos el día que escapamos del castillo, en esa caverna, en la cual te hablé del sentido de la vida? Fue un momento crucial para mí.

—Lo recuerdo, bastante bien —asintió Juan.

—Allí te expresé lo vacía que me sentía, por haber vivido una vida que no era mía, por no haber hecho nada importante por nadie. Tú me dijiste que todo ese tiempo no fue en vano, porque me había cultivado, y podría utilizar esos conocimientos para ayudar a los demás...

—Así fue.

—Bueno, hasta ahora no lo he hecho, y sigo sintiéndome igual, vacía, inútil, peleando por sobrevivir en un mundo que de todos modos va a morir en poco tiempo ¿Recuerdas? Papá dijo que en un máximo de diez años Yronia tomaría todos los territorios libres hasta las montañas... Eso nos deja muy poco tiempo. Y, hasta ahora, no he ayudado. Este pueblo es tan pobre que no se puede hacer nada por la gente que vive en él, siendo apenas podemos mantenernos a nosotros mismos.

—¿Qué me querés decir?

—Que creo que por fin he encontrado el sentido a mi existencia, a todo lo aprendido, a lo que sé... Y puedo por fin ayudar. Quiero marcharme con Orión y con Pléyade —la frase fue una sentencia sin posible apelación—. Ese es el sentido que debo darle a mi vida.

Juan titubeó. Sintió que un calor sofocante lo ahogaba y le impedía respirar. Intentando no levantar la voz, habló.

—Pero... Tú has hecho una vida, has aprovechado cada momento de ella, has formado una familia, tal vez pronto tengamos nuestro primer hijo ¿Acaso eso no es suficiente?

—Sí, digo, no, no sé. Lo que sé es que me sentiré útil al mundo si los acompaño ¿De qué sirve tener una familia que pronto será destruida, un hijo que nacerá en un mundo de esclavos? Yo había dicho que nunca volvería a Yronia hasta que su gobierno despótico se desmoronara por su propio peso, o lo desmoronaran. Pero ahora veo que eso puede muy bien nunca ocurrir, y que nuestro destino sea perecer en un mundo injusto. Por lo tanto es mi obligación ayudar. Millones de personas podrían ser salvas gracias a las personas que conocimos, y yo habré colaborado en su gesta... Las pequeñas cosas de nuestra vida juntos me han hecho muy feliz, pero de todos modos siento que aún debo hacer más. Tal vez, cuando todo esto termine, vuelva aquí, y tengamos nuestros hijos, y yo sea una madre abnegada y trabajadora, pero este no es el momento, no aún. Además, no sé si tendremos hijos, porque lo hemos intentado bastante...

—Escúchame —la interrumpió Juan, nervioso—, estos muchachos pueden ser muy agradables, extraños, especiales. Pero nunca sobrevivirán al camino desde aquí hasta Asción. Los atraparán los cazadores, el hambre, serán engullidos por un mundo que no entienden...

—Por eso debo acompañarlos. Yo estuve allá en dos ocasiones, conozco lugares, gente, puedo serles muy útil. Es más, ¡Soy una ciudadana clase A como mi padre! Eso abre puertas y facilita enormemente cualquier infiltración. Y recuerda esto, detrás de sus inocentes miradas, y de su bondad, existe un corazón fuerte y un espíritu inquebrantable ¿Acaso no cruzaron la cordillera de Eglarest por sí mismos, sin ayuda alguna?

—Sí, pero...

—Pero nada. Sólo necesitan que se los guíe hasta allá.

—Espera —dijo el hombre sentándose al borde de la cama—. Ellos mismos dijeron que no saben a qué van allá, que saben que deben llegar, y combatir el mal. Eso es demasiado vago, demasiado poco, como para que nos comprometamos en una gesta emancipadora basada en ideales de dos muchachos que muy bien pueden estar locos.

—No importa, yo siento que ellos irradian bondad, verdad y sinceridad. Eso es suficiente para dar todo por ayudarlos. Además, yo en ningún momento te pedí que nos acompañaras. Simplemente te transmití la decisión que he tomado. Tú puedes quedarte.

Juan suspiró, moviendo la cabeza negativamente, de un lado al otro.

—Sabes perfectamente que no te dejaré ir sola... Tal vez es cierto que debamos ayudar, que nuestro mundo se derrumbará si no hacemos algo al respecto. Pero cualquier intento será demasiado peligroso, y no quiero exponerte, no soportaré verte sufrir, no podré.

Melissa se acercó a su hombre, y lo abrazó, acariciando cariñosamente su espalda y sus hombros.

—Tarde o temprano sufriremos, puesto que el tiempo se está agotando. Es mejor hacer un intento ahora que cuando ya no haya nada que podamos conseguir. Es ahora o nunca.

Juan se volteó, y tomó a la mujer entre sus brazos, con fuerza. Luego la besó sin temor, sin reparos. Sabía que a partir de ese momento sus vidas tomarían un rumbo totalmente diferente, frente a un futuro incierto, desconocido, temible. Pero tal vez Melissa tenía razón. No tenía sentido permanecer pasivo, esperando un final que tarde o temprano llegaría y los consumiría. Mejor era luchar por sus ideas, por justicia, por la vida.

* * * * *

El hombre tiene la capacidad de imaginar cosas, y convertir su imaginación, sus sueños, en realidad. Esto puede ser de una manera casi mágica, utilizando la energía mental que poseemos para transformar al mundo, o de una manera activa, realizando un trabajo propiamente dicho en pos del ideal original. La segunda opción es la más clara y evidente, la que todos utilizan: pensar en algo, y realizar alguna actividad para conseguirlo. La primera opción y la más importante, en cambio, es cada día menos aceptada como verdadera por la gente, basada en una realidad materialista y poco sublime. Pero la verdad es que el esfuerzo que ponemos en cada pensamiento es un motivo de transformación del mundo, y de convertirlo en lo que deseamos o creemos. Por eso, cuando la gente pierde las esperanzas, o deja de soñar, el mundo se viene abajo solo, al no contar con el sustento de nuestra fe. Cada pensamiento, cada palabra que pronunciamos, tiene un efecto directo en nuestro entorno, y lo transforma en lo que deseamos o creemos. Muchas mentes, muchos espíritus, deseando un bien, lo harán posible, no cabe la menor duda. Es por esto que siempre debemos tener la mente limpia y empujar hacia adelante, para que el mundo crezca cada vez más, y nuestros sueños se realicen. Una vez que adquirimos experiencia en ese ámbito, es fácil transformar al mundo tan sólo con el pensamiento, con la expresión de los sueños y deseos. Y eso no es magia, es un poder superior que nos han regalado.


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