Capítulo 2: Recuerdos borrosos de una niñez incierta

Engendrar un hijo era una bendición difícil de conseguir en aquellas épocas. La mayoría de la gente era estéril, y muchos niños morían al poco tiempo de nacer, débiles y desnutridos. Por eso fue algo sorpresivo, casi increíble, el hecho de que la mujer hubiera dado a luz mellizos (niño y niña), ambos fuertes, sanos y especiales. La relación fraterna era una relación casi desconocida para el pueblo, puesto que era complicado que una mujer lograra dar a luz más de un hijo a lo largo de su vida, y que además tanto ella como los vástagos sobrevivieran. Ciertamente existían algunos medio hermanos por parte de padre, pero no se los consideraba parte de una misma familia.

Toda persona que observaba detenidamente a los mellizos, por unos instantes, sentía que ellos eran un caso aparte. Irradiaban una paz y una armonía asombrosa, que los hacía entrañables y temibles a la vez. Crecieron sin haber tenido una enfermedad, un tonto resfrío. El clima y la dura vida de la aldea jamás mellaron la delicada piel que poseían. Pasados los dos años de edad no simplemente aprendieron a hablar, sino que podían mantener una conversación con un adulto casi sin problemas, y cada nuevo término que escuchaban se les quedaba automáticamente grabado en la mente, junto a su significado, que nunca preguntaban. En ese aspecto se los podía considerar niños prodigio, inclusive su madre se asombraba de lo rápido que crecían, especialmente en el campo intelectual.

Jamás habían reñido entre sí, eran uno solo, siempre pensaban igual y deseaban lo mismo. Cuando uno decía algo, el hermano lo apoyaba sin dudarlo, o completaba sus oraciones. Compartían todo lo que tenían de buen grado, lo que pertenecía a uno, por defecto era del otro. Nunca trataron mal a nadie, nunca renegaron, nunca hicieron enojar a su madre. Lo único que a ésta le molestaba era no poder entenderlos, y que ellos no le explicasen lo que sentían o lo que les ocurría interiormente.

Jamás tuvieron un amigo, un compañerito de travesuras, alguien con quien jugar; se tenían el uno al otro, y no necesitaban, ni buscaban, a nadie más. Ese era un gran problema, especialmente para su madre, quien pensaba que los niños necesitaban el contacto con otros de su edad...

—Son demasiado inocentes, no ven las cosas como nosotros —Alcanzó a excusarse la niña una de las veces que la mamá intentó presentarle otros chiquillos de su edad, para que trabasen amistad—. Además, no comprenden nuestros juegos.

Pero con el paso del tiempo, la madre pasó de preocuparse por la falta de compañeros, a preocuparse por el extraño comportamiento de los mellizos, cada día más taciturno e incomprensible para ella. Era cierto, los demás niños jamás comprenderían sus juegos, es más, ni siquiera ella misma los comprendía, pero sus hijos tampoco estaban interesados en los juguetes, nunca tuvieron uno. Los jovenzuelos se sentaban por horas a admirar las pocas nubes que flotaban en el cielo, según ellos, para darse cuenta de cuál era el momento preciso en que cambiaban de forma... Otras veces corrían como locos de un lado a otro, y cuando ella les inquiría en qué consistía su pasatiempo, respondían que intentaban correr exactamente en el mismo sentido y con la misma velocidad que el viento, entrando en armonía y resonancia con el elemento... Otras veces pasaban días completos dibujando imágenes con forma de espiral en el suelo terroso que tapizaba todo el mundo conocido por esa pobre gente. Entonces la aldea se convertía en una feria de espirales, y sus habitantes intentaban no pisarlos. Pero después de terminar el trabajo realizado durante días, lo admiraban por escasos minutos y lo borraban con las manos, llenando los surcos con arena de nuevo... Otro gran entretenimiento que ambos tenían era encender hogueras detrás del pueblo, en lugares recónditos y totalmente oscuros, para mirarlas por horas, fascinados...

Esos eran sus esparcimientos preferidos, por llamarle de alguna manera a esas extrañas actividades. Observaban al mundo con curiosidad y suspicacia, intentando comprender el funcionamiento y la relación de todas las cosas, hasta el de las más pequeñas. Pero nunca hicieron una sola pregunta a su madre, no les interesaban sus explicaciones, ellos debían descubrir por sí mismos cómo era todo en verdad.

Como a todos nos ha ocurrido con los eventos de la niñez, al crecer, ellos no lograban recordar mucho de lo que vivieron a esa corta edad, pero las pocas cosas de las que se acordaban eran impresiones casi fotográficas, en las que ningún detalle se había perdido, momentos de lucidez extrema en los que habían comprendido hechos claves de la realidad.

* * * * *

La tormenta había pasado al fin, siendo uno de esos temporales que todos odiaban en la aldea, en los que las nubes de polvo cubrían completamente el firmamento, y el viento arrastraba todo lo que encontraba a su paso. Pero ninguna mísera gota de agua fue capaz de caer sobre el reseco suelo, que necesitaba tanto de su ayuda.

Los niños pasaron la noche en vela, su madre lo había notado, pero sabía que no tenía sentido intentar dormirlos, nunca logró que obedecieran alguna de sus órdenes... Las demás mujeres decían que ella era demasiado permisiva con ellos, que tenía que ser más dura para merecer su respeto. En el fondo ella sabía que no serviría de nada, que los pequeños, a pesar de su corta edad, sabían muy bien lo que debían o no hacer, y que no aceptarían imposiciones de nadie, ni siquiera de su madre, a pesar de cuánto la adoraban.

La tormenta había terminado, pero la reconstrucción del pueblo tardaría semanas, muchas casas se habían destartalado, y los corrales estaban caídos o desarmados. Gran cantidad de animales habían muerto sofocados, y varias personas estaban heridas. Los escasos cultivos se perdieron de nuevo, pero esto no preocupaba a los hombres del lugar, era algo común, ya sembrarían de nuevo.

Una de las mejores amigas de Selene irrumpió en la habitación donde ella vivía con los niños. Lloraba desconsoladamente, y entre lágrimas y gritos desgarradores le relató la manera en la cual su esposo se había perdido en el medio de la tormenta. Explicó que el hombre había emprendido viaje con una gran cantidad de animales hacia el sur, a otra aldea, para comerciar, y que dos horas después se había desatado el vendaval.

Cuando éste concluyó se envió a un grupo de personas a buscar a su marido, pero sólo encontraron un montón de animales muertos, semienterrados en la arena. No había rastros del hombre en varias millas a la redonda, y lo daban por fallecido.

Orión, que era el nombre del niño, observó apesadumbrado a la mujer, que no detenía el llanto ni siquiera para respirar. Realmente debía amar de sobremanera a su esposo, porque él nunca había percibido el dolor de otro tan profundamente dentro de sí como en ese instante. Odiaba cuando eso ocurría, por lo tanto solía alejarse de la gente triste o de los lugares donde esa sensación lo ahogaba. Miró de soslayo a su pequeña hermana, que estaba haciendo pequeños garabatos en la tierra con los dedos. El niño entendió el significado de los mismos: era la misma visión que tan fuertemente se había presentado en su mente.

—No deberíamos intervenir —musitó la niña—. Advertía lo que su hermano pensaba, pero no creía que debieran demostrar tener un conocimiento del mundo semejante manera.

—¿De qué hablan? —les preguntó la madre, mirando el dibujo en el suelo. Por un momento creyó comprender lo que sucedía. Ella era la única que estaba consciente de que sus hijos eran realmente "especiales".

—El hombre no ha muerto, no aún —les informó secamente Orión.

Pléyade, su hermana, lo miró nerviosamente y dejó de dibujar. Inmediatamente se puso de pie, sosteniéndose en una silla, y salió de la habitación arrastrando los pies, no sin antes decir algo a su hermano.

—Yo también estoy apenada, pero esto ha sido un gran error, a partir de hoy, nuestra vida no será la misma —El muchacho no alcanzó a darse cuenta si la voz provino de su hermana, o de su propia mente, pero algo era cierto, ella lo había pensado. Ninguna de las dos mujeres parecía haber escuchado a la niña, sólo miraban con desconfianza al muchacho.

—¡Explícate! ¿Cómo sabes que no está muerto? —le suplicó la madre.

La otra mujer intentaba en vano enjugarse las lágrimas, sin lograrlo. Veía al muchacho como una mancha borrosa frente a ella. Pero lo escuchaba atentamente, sorprendida. El niño señaló al mapa dibujado por su hermana, y le agregó un camino entre los puntos que aparentemente había trazado al azar la niña.

—Él está sepultado en un pequeño y profundo hoyo, parecería una cueva pequeña —empezó a explicar el pequeño, señalando la senda irregular que había dibujado—, a un lado del camino. Se guareció allí de la tormenta, pero el polvo selló la entrada y lo atrapó. El lugar está a unos pocos metros de donde se halla el cadáver de una oveja negra, creo que la única de todo el grupo.

—Es cierto, había una sola oveja negra en el rebaño... —murmuró sorprendida la mujer.

—Está agonizando —continuó hablando Orión, sin dar importancia a la interrupción—, deberán llevar palas para sacarlo de allí. Hay que apurarse, no le queda mucho tiempo antes de que se asfixie. Además, el hueco en el que se metió no me sorprendería que fuese de algún animal salvaje.

La mujer no salía de su asombro, incrédula, sorprendida, y sobre todo, asustada. El niño habló con tanta seguridad, que no podía evitar creerle. Luego miró a la madre, pasmada.

—¡Qué esperas mujer! —exclamó Selene—. ¡Ya has escuchado! ¡Corre, no queda mucho tiempo!

Ella se levantó desesperadamente y salió apresurada de la habitación, gritando a viva voz que sabía dónde se encontraba su marido, y reuniendo a algunos de los hombres del lugar para que la acompañasen.

Luego de que la mujer se retiró, la madre permaneció observando intensamente a su hijo por un momento. Éste se sintió incómodo, y se levantó del suelo, para ir junto a su hermana. Selene lo continuó contemplando preocupada; ya había presenciado cosas semejantes de ellos, nunca tan importantes, pero jamás se habían hecho públicas. Sabía que preguntarle a Orión cómo supo todo lo que reveló no tenía importancia, él le respondería que simplemente lo sabía, como supo tantas otras cosas.

Y no podía desconfiar del niño, nunca se había equivocado, por descabelladas cosas que dijera.

El pequeño se acercó a su hermana, que estaba sentada sobre el piso de madera del exterior de la cabaña. Ella miraba distraídamente hacia el horizonte, preocupada. Cualquiera que la viera sentiría que algo extraño ocurría... Un niño no podía mostrar en su rostro trazos de preocupación, no de esa manera.

—¿En qué piensas? —le preguntó el hermano, para romper el hielo, sentándose a su lado.

—Yo no pienso, entiendo —le respondió con dureza—. Sabes muy bien el problema en que nos has metido. A partir de ahora no nos dejarán en paz, o peor aún, nos evitarán.

—Discúlpame. No podía ver sufrir a esa mujer, era como si me clavaran lentamente una estaca en el corazón... Estoy seguro que sentías lo mismo que yo... Era un dolor insoportable. Y estaba a nuestro alcance evitarlo... Además, si rehúyen de alguien, será de mí, no de ti.

—Esa es una tontería —lo interrumpió Pléyade—. Todo el mundo sabe, o se imagina, que soy exactamente igual a ti, tu gemela, no tu melliza.

—¿Y qué pasaría si nos evitan? —preguntó el niño—. ¿Acaso alguna vez nos ha interesado que alguien se nos acerque? Sabes muy bien que no.

—No es eso... —respondió ella pensativamente—. Nuestra vida cambiará de forma radical a partir del día de hoy. Todavía no hemos crecido del todo, nos faltan muchos años de estudio. Debíamos permanecer ocultos, intentando ser normales, dentro de lo posible, hasta que fuera el momento adecuado de revelarnos tal cual somos. Ahora no podremos aprender tranquilos. Todos sus ojos estarán posados en nosotros, observando cada una de las tonterías que según ellos hacemos. Nunca van a comprendernos, están en un nivel de muy por debajo del nuestro.

—Perdóname, te lo ruego, no puedo evitar ayudar a alguien que sufre si está en mí evitarlo.

—Te entiendo —le dijo ella—, yo sufro tanto como tú en estas situaciones, pero verás que a partir de ahora, nos buscarán por cada alfiler que se pierda... Y no quiero ni pensar lo que ocurriría si se enteran de nuestros demás dones.

—Yo tampoco —asintió Orión, abrazando a su hermana.

—Es la primera vez que disentimos en algo —reflexionó la niña—. Y me preocupa. Siempre vimos todo de la misma manera, éramos idénticos, pero ahora me doy cuenta que somos personas diferentes, y pensamos o creemos que las cosas podrían darse de otra manera. Tengo miedo, miedo de que con el paso del tiempo nuestras mentes poco a poco se separen, así como nuestros cuerpos, y dejemos de ser lo mismo... No nos tendremos el uno al otro para comprendernos... ¡Y nadie más podrá hacerlo!

—Eso nunca ocurrirá —la consoló el hermano—. En el fondo de tu corazón estabas de acuerdo conmigo, no puedes negarlo.

¡No lo estaba! —exclamó la niña en voz alta—. Ya te lo dije, fue un error. Pero nada podrá cambiar o reparar lo que ya se hizo, nada. Ahora sólo queda vivir una vida pública, una vida para la cual no creo que estemos preparados...

El silencio volvió a reinar en el lugar. Ambos permanecieron por horas mirando hacia los confines del mundo. Entendieron el problema que se había suscitado, pero no podían hacer ya nada por solucionarlo.

* * * * *

Y así se sucedieron los hechos. El hombre fue encontrado, moribundo, enterrado en un profundo hoyo, exactamente donde el niño lo había predicho. La gente del pueblo no comprendía cómo Orión conocía el lugar correcto donde se hallaba el hombre, sin haber estado jamás allí, y empezó a mirar de forma suspicaz tanto a la madre como a los niños. En un primer momento se acercaron muchas personas a preguntar cosas, queriendo recibir ayuda de los pequeños. Pléyade jamás emitió una palabra. Orión, por su parte, evitó hablar más de la cuenta, sólo se refería a hechos realmente importantes, y evitaba ayudar en situaciones en las que su colaboración no sirviera directamente para solucionar un problema grave. Poco a poco intentó demostrar que no ayudaría salvo que fuera estrictamente necesaria su competencia, y esto molestó a la gente de la villa, que creía que el pequeño sería su salvación ante cualquier calamidad. Los demás niños del pueblo evitaban acercarse a la pareja "extravagante", como la llamaban, despectivamente...

En una ocasión, Orión y Pléyade correteaban por las callejuelas de tierra del pueblo, a la par del viento, como era su costumbre. Estaban llegando al punto en el que dejaban de sentir la brisa a su alrededor, porque corrían en la misma dirección y con la misma velocidad que ella. Se podría decir que habían logrado que el aire a su alrededor estuviera completamente quieto respecto a ellos. Estaban tan ensimismados, corriendo con los ojos cerrados y en comunión con la naturaleza, que no notaron al grupo de niños frente a ellos, jugando con unas canicas. Pléyade se llevó por delante a uno, y cayó a los tumbos al suelo, atropellando al niño también. Orión apenas se detuvo, casi chocando con otro chiquillo.

—¡Estúpida! —gritó el mocoso golpeado, al levantarse. Pléyade se había lastimado una rodilla y estaba pasándose un poco de saliva sobre la sangre. La herida le ardía todavía. El niño se acercó hasta ella y le dio un tremendo puntapié en la pierna —¡Eres una tarada!—. le gritó. Ella se retorció de dolor, y empezó a sollozar.

Orión, sumamente nervioso, corrió hasta el muchacho, y lo empujó hacia atrás.

—¿Qué te pasa imbécil? —le preguntó en forma agresiva. Pléyade mientras tanto intentaba recomponerse.

—El imbécil serás tú —le espetó el otro, llamado Roberto—. Los dos son unos imbéciles, unos extravagantes —El chico hablaba de una manera claramente peyorativa—. ¡Son unos bichos raros que ni siquiera tienen papá! —sentenció.

Orión se sintió sumamente dolido.

—Prefiero no tener papá a que sea un borracho como el tuyo —contraatacó con la tez endurecida.

El niño, enojadísimo, tomó una piedra del suelo y se la lanzó a Orión, con tanta puntería que le dio justo en la cabeza, la cual empezó a sangrar a borbotones—. ¡Eres un bastardo! —gritó desaforadamente. Los demás chiquilines proferían vítores mientras el niño caía lastimado al suelo.

—¡No! —rogó Pléyade al observar el rostro de su hermano, dominado por la ira, y fuera de control. Éste se puso de pie, sacudió el polvo, y miró fijamente al oponente—. ¡No lo hagas! —repitió la hermana. Pero él no quería oírla, su paciencia se había terminado. El otro niño le esperaba, con los puños cerrados, preparado para la lucha. Era un poco más robusto que Orión, pero nunca se imaginó que la pelea sería tremendamente desigual.

Orión ni siquiera se rebajó a tocar al individuo. Mirándolo desdeñosamente hizo un gesto con la mano hacia él, sin pronunciar palabra, y luego se volvió a su hermana, para ayudarla a levantarse. Ella lloraba desconsoladamente, traumatizada por la situación. Siempre habían sido objeto de burla, pero nunca las cosas llegaron hasta tal punto. Ahora la situación se había tornado extremadamente dolorosa.

Un silencio mortecino se adueñó del ambiente escasos segundos después. Los demás niños corrieron asustados del lugar... Roberto había sufrido un estremecimiento, luego su nariz empezó a emanar sangre como si se tratara de una canilla abierta, y finalmente se desplomó en el arenoso suelo, temblando. La tierra inmediatamente se tiñó con el rojo de la sangre derramada.

—No debiste hacer eso —sollozó Pléyade.

—Se lo merecía —respondió el hermano—. Además, no lo hice de forma consciente. Sabes que jamás dañé a nadie.

—Pero si puedes curar, ¿Acaso hay alguna diferencia con lastimar? Es claro que podemos hacer ambas cosas.

—De todos modos, se lo merecía... —insistió el muchacho.

—Nadie se lo merece... Siempre hay otra forma.

Unos cuantos adultos se acercaron corriendo al lugar, mientras los mellizos se alejaban. Varios de ellos miraron con desprecio a los dos, pero no dijeron nada, temían enfrentarlos. Simplemente levantaron el cuerpo inerte y lo llevaron a la casa de sus padres. Para ese entonces, las marcas de la riña y de los golpes ya habían desaparecido de los hermanos...

* * * * *

Selene era la hija del jefe de la ciudad, que hacía poco tiempo había muerto. Ella no tenía intención de continuar el mandato de su padre, pero no existía otra opción. Tomó las riendas del pueblo, pero delegando las diversas actividades a un consejo de ciudadanos. Por lo tanto, su mandato se redujo simplemente a verificar que cada uno de los encargados cumpliera su misión, y ella sólo tomaba las decisiones importantes o brindaba orientación a quienes lo necesitaran.

Éste era el principal motivo por el cual nadie osaba oponérsele, por más que su mandato no fuera de fuerza sino de palabra. Todo el poblado había comentado desde un principio lo extraños que eran sus hijos, pero, hasta ese momento difícil, nadie se había atrevido a tacharlos de peligrosos... Ahora lo hacían.

—¿Cómo es posible? —gritaba la madre nerviosamente. Era muy duro regañar al niño, ya que nunca se encontró en una situación similar—. ¿Tú le hiciste eso? ¡No puedo creerlo!

—Mamá —Era Pléyade la que hablaba—. No pudo controlarse, no fue algo intencional, todavía no somos capaces de dominarnos, a rabia lo superó.

—¿Dominarse? —preguntó Selene contrariada— ¿Dominarse dijiste? ¿La vida de la gente de esta aldea depende de que se dominen? ¡No puede ser! ¡Estoy discutiendo con chiquilines de ocho años! ¿Cómo pueden hablar de esta manera?

Pléyade estuvo a punto de interceder de nuevo.

—¡No quiero saberlo! —gritó antes la madre—. Si ese niño muere, la situación será muy difícil, tal vez tengamos que huir de la aldea antes de que nos maten a pedradas o nos linchen.

—No podrían ni aunque quisieran—aseguró Orión.

—¡No hables así! —le suplicó Selene—. ¡Me asustas!... Hagan algo, no me importa qué... Encuentren una solución, cúrenlo. Iré a hablar a sus padres ahora mismo...

—No lo hagas —le rogó Pléyade—. Todo empeoraría. Nosotros intentaremos lo que esté a nuestro alcance. Pero no sé qué tiene, no estoy segura qué tan severo es su problema, ni si podremos sanarlo. Puede que sea una embolia, un derrame, quien sabe...

La madre miró extrañada a la niña:

—¿Una embolia? ¿Un derrame?... ¿Acaso no fue un golpe muy fuerte? —preguntó mirando a su hijo, temblorosa.

Pléyade observó abrumada a su hermano; él estaba con la cabeza gacha.

—Todo se solucionará —aseguró, consolando a Selene—. Ya verás.

* * * * *

En la memoria de ambos, esa sería una de las noches más tensas de sus vidas. Estaban asustados. Orión había jurado no asistir al niño. No era la primera vez que éste los maltrataba, y no perdonaba que hubiera golpeado a su hermana. Pléyade intentaba convencerlo de que la ayudase a sanar al muchacho, puesto que el castigo impuesto a Roberto fue mucho mayor que el crimen cometido, pero Orión era demasiado tozudo para aceptarlo. Finalmente, luego de una larga charla, ella lo persuadió de que golpeara la puerta de la casa del niño y se disculpara formalmente frente a los padres.

En realidad, nadie sabía en detalle lo ocurrido. Sólo pensaban que los muchachos habían peleado, y que Roberto ahora estaba en un estado inconsciente del que no se recuperaba. Orión era acusado de este hecho, pero no estaban al tanto de cómo había sucedido. Todo tipo de rumores corrían en el pueblo, desde que Orión lo golpeó brutalmente llegando a dejarlo en ese estado, hasta que hizo caer un rayo del cielo para matar al niño.

Orión golpeó la puerta de la casa. Era de noche, y las estrellas iluminaban a su pálida manera la desolada tierra. Las casas del pueblo se mostraban como oscuras figuras iluminadas escasamente por las luces interiores. Un aire tenso se respiraba en el lugar, el pueblo guardaba total silencio, inclusive los animales estaban callados. No se escuchaba el viento, ni el llanto de los niños.

La madre de Roberto abrió la puerta, y emitió un grito repentino al ver al niño frente a ella. El padre se acercó rápidamente, preocupado, hasta la entrada. Cuando vio al niño, tuvo la misma reacción. Orión, sin dar importancia a la actitud de los adultos, habló.

—Quiero disculparme —dijo—, corren muchos rumores infundados sobre lo que hoy sucedió. Me gustaría explicarles la verdad...

Los padres se miraron, angustiados, inmóviles...

Pléyade saltó por la ventana y caminó sigilosamente hasta la cama donde el niño yacía exánime. Apoyó sus manos sobre la frente del muchachito e intentó comprender lo que le sucedía, así como reparar el daño causado por su hermano. Fue una dura prueba para la jovencita... Con Orión más de una vez habían sanado a los animales heridos que encontraban, o a sí mismos, cuando se lastimaban jugando. Pero rehabilitar a un niño que tuvo un ataque cerebral le parecía imposible.

—Tienes que entender —le decía a Roberto—. No es tu momento aún... Debes despertar, pero no creas que saldrás ileso de esta situación. Cuando despiertes habrás cambiado, serás uno de nosotros, despierto, y te darás cuenta de lo que sentimos. Cargarás con esto por el resto de tu vida, serás el primero después de nosotros en ver las cosas como realmente son, y sufrirás de la misma manera que nosotros lo hacemos, sufrirás por el mismo hecho del que te burlabas, extravagante...

Por unos minutos la niña se mantuvo fuerte en la fe que siempre fue su guía, reconstruyendo la destruida y dañada maraña que había en la cabeza del chiquillo. Respiraba pesadamente, al compás del convaleciente niño, y navegaba por las estropeadas conexiones nerviosas, viendo, escribiendo, construyendo... Las manos emitían una pálida luz azul invisible al ojo humano, y la muchacha sentía el fluir del poder en su cuerpo. Era mucho, mucho para un cuerpo tan tierno y débil, no estaba preparada aún para semejante experiencia. Finalmente todo se nubló en sus ojos y dentro de su mente. Nunca pudo recordar nada más de lo que ocurrió esa noche, ni los días subsiguientes...

Los padres de Roberto casi habían echado al muchacho, cerrándole la puerta en la cara, para volver a hacer compañía a su hijo moribundo. No estaban interesados en escuchar las explicaciones de un bicho raro, al que les hubiera gustado azotar de no ser por el temor que les causaba...

Pero cuando llegaron a la habitación, se encontraron con un cuadro más extraño del que podrían haberse imaginado: Roberto se hallaba de rodillas en el suelo, sosteniendo a Pléyade entre sus brazos, exhausta. La niña cayó en un estado suspendido que le duró varias jornadas, en las cuales ni siquiera Orión pudo servir de ayuda para su rápida recuperación.

La sanación de Roberto fue considerada un milagro, un hecho de esperanza, que hizo recuperar la fe en el futuro, y dar expectativas al pueblo. Los hermanos pasaron de ser ignorados o evitados a convertirse en el centro de atención de la comunidad. Todos los extraños hechos que sucedieron en esa época hicieron que los niños, a tan corta edad, fueran reconocidos, respetados y a la vez temidos, dentro de la pequeña sociedad en la que se desenvolvían. Poco a poco fueron recayendo más y más tareas sobre ellos, convirtiéndose en cierto modo en los jefes que su madre no quiso ser. Pero tenían que crecer mucho aún para que sus habilidades fueran realmente útiles a los demás, y debían aprender a controlarlas.

* * * * *

Cuando uno logra superar el primer paso, el del despertar, se encuentra ante un mar de posibilidades, y se pregunta qué hacer. Por lo general, se requiere de un aprendizaje. Despertar no es más que vislumbrar, empezar a ver, como a través del ojo de una cerradura, todo un mundo nuevo. Pero para poder vivir ese mundo, es necesario abrir la puerta, y no meramente pispar por el cerrojo y luego continuar la vida, o, aún peor, quedarse mirando a través del ojo de la cerradura todo el resto de la existencia, por temor a entrar, o por temor a los que quedan afuera y no comprenden, que nos dificultan la vida e intentan hacernos regresar. Eso siempre ocurrirá.

Entonces viene el aprendizaje. Corroborar, estudiar, y sentir que las cosas son como realmente hemos percibido que son. Empaparse de verdad y que cale hasta lo más hondo de los huesos, meditar. Y luego, finalmente, cuando ya se esté seguro de todo, y cuando nadie pueda echar por tierra sus convicciones, entonces viene la prédica, el compartir. No me refiero a salir a pregonar la verdad a los cuatro vientos, no es necesario, ya que pocos son tan valientes como para hacerlo, pero hablar con propiedad, demostrar en los círculos que nos rodean que uno ya no es el de antes, que ya sabe, que ya comprende. Ese es el momento de terminar con la mentira y con las hipocresías, y ser lo que uno es, y ayudar a los demás a serlo también, y a despertar. Esa es la etapa pública del proceso.

Si no predicamos ¿Qué sentido tiene saber?

Si no cambiamos al mundo ¿Qué importancia tiene nuestra potencialidad de hacer?

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