Capítulo 17: El Relato de Apolo
Cuatro meses y medio transcurrieron desde la trágica jornada en que Apolo y Oasis fueron rescatados del Búnker. Los hermanos ayudaron en todo lo posible a ambos seres, hasta alrededor del cuarto mes. Luego empezaron a prepararse física y psicológicamente para el largo y tortuoso viaje que les esperaba. Oasis y su compañero ya se sentían bastante fuertes, no necesitaban de cuidados especiales, y además los mellizos debían guardar todas sus energías para enfrentar los imprevistos del viaje.
Apolo y Oasis seguían siendo un poco torpes y lentos en sus movimientos, pero contrarrestaban esto con una gran agilidad mental. Sus diálogos eran coherentes y llenos de sabiduría. Evidentemente poseían numerosos conocimientos que podrían ayudar a que la aldea crezca. Esto puso muy contentos a los hermanos, puesto que la muerte de tanta gente en el último ataque al Búnker debía estar justificada. La pareja había sido trasladada a una choza, para que sintiera que poco a poco iba convirtiéndose en una parte natural de la comunidad, y que no estaría toda su vida atrapada en una enfermería. Los pacientes accedieron gustosos, también deseaban obtener un poco de intimidad y paz, lejos de los ojos expectantes de la población.
La mayoría de la gente de la aldea tuvo un comportamiento receloso hacia los clones al principio, debido especialmente al daño sufrido por causa de las incursiones, ataques y contraataques del Búnker, pero luego de notar la pureza que albergaban sus corazones, se dieron cuenta que ellos no eran los culpables de sus desgracias, y los acogieron en su sociedad.
En los meses que compartieron como familia, el Santo, Selene y los hermanos, discutieron mucho sobre el tema del viaje que tanto deseaban realizar. Orión y Pléyade no buscaban que comprendieran sus motivos, nunca lo harían, pero deseaban contar con el apoyo de sus padres. El Santo se los dio incondicionalmente, en el fondo siempre supo cuáles eran sus motivos, y qué tan importantes iban a resultar ellos en el futuro que se avecinaba para Yronia. Las leyendas empezaban a cobrar sentido en ese momento, un sentido que antes el Santo no había vislumbrado.
Por su parte, Selene renegaba de todo, y buscaba cualquier excusa disponible para justificar que sus hijos permanecieran junto a ella. Le había tomado tanto tiempo, tantos sacrificios y avatares, lograr constituir una familia, y ahora se desvanecía de nuevo, al despertar de un sueño que duró escasos meses. Pero ya no tenía forma de retenerlos. La aldea se había establecido satisfactoriamente, ella no quedaría sola, puesto que el Santo prometió jamás abandonarla. Los enfermos habían sanado, Oasis y Apolo ya se podían valer por sí mismos... Sólo pudo llorar, amargamente, temiendo nunca volver a encontrarse con sus hijos. Aunque en el fondo de su corazón estaba segura que si ellos partían era porque sabían que podrían regresar.
Y de esa manera llegó el nefasto día en el que los gemelos decidieron emprender la marcha. La madre organizó una reunión, toda una fiesta, para despedirlos, y así poder compartir unos últimos momentos de dicha que pudieran plasmar en sus mentes, para soportar los solitarios días venideros. Habían faenado un animal grande, para saborearlo entre todos los comensales, y encendieron una fogata en el centro del pueblo, donde se acumularon para comer, charlar, reír... En definitiva, pasar un momento de gracia en el cual olvidar las penas y las tensiones. Desde la apresurada huida, tanto tiempo atrás, nunca habían efectuado una fiesta semejante, y les era tan necesaria...
La familia entera estaba sentada alrededor del círculo de piedras, en el centro del poblado. Muy cercano al fuego se hallaban los hermanos, sus padres, Mayhem y Roberto. Mucha otra gente charlaba vivamente, había tomado asiento en círculos concéntricos alrededor del fuego. Al rato aparecieron Oasis y Apolo, caminado lentamente, ayudándose por sus bastones. Se les sentó en un lugar de honor, junto a los jefes de la aldea, cerca del fuego. Los seres saludaron a los presentes, y, como siempre, se sintieron especialmente atraídos por los niños, tan extraños para ellos, puesto que en su mundo no existían. Conversaron unos momentos con algunos, y luego permanecieron abstraídos en un silencioso abrazo, observando el vaivén de las llamas, que brotaban de la hoguera en el centro del círculo de piedras.
Los menores, curiosos como siempre, sacaron de su ensimismamiento a los pálidos y frágiles seres, para hacerles numerosas preguntas sobre el mundo que habitaban, sus reglas, su arte. Selene también participó en la charla, discutiendo sobre el arte, y cómo era posible crearlo de manera virtual, sin convertirlo en algo tangible.
—...Tal vez sea cierto lo que dices —le respondió Apolo a la mujer—, pero nosotros estábamos por arriba de las artes simples, como ser la escultura. Teníamos formas de creación y de arte tan avanzadas que nunca podrían siquiera imaginárselas, porque sobrepasaban a los sentidos tradicionales y al mundo material. Es por eso que no podemos mostrarles ninguna de nuestras obras a ustedes, porque no hay forma de reproducirlas aquí.
—Vamos, estoy completamente segura de que existe por lo menos una obra tuya que puedes mostrarnos en este preciso instante a todos nosotros —aseguró Pléyade, que había prestado poca atención a la charla hasta ese momento.
—¿Alguna obra? —se preguntó Apolo, mirando a Oasis y abrazándola un poco más fuerte—. ¿Alguna obra? —se volvió a preguntar, mientras que tímidamente empezaba a tararear una canción, a pesar de lo mucho que le costaba modular la voz. Oasis también empezó a tararear con él. La melodía era simple, pero armónica, y aunque la entonación de Apolo dejaba bastante que desear, de todos modos era bastante bonita.
Orión tomó una especie de rústica guitarra pequeña, y acompañó a la canción, creando una suave armonía que encajaba perfectamente con cada nota de lo que Apolo tarareaba. Todos los demás reunidos empezaron a acompañar la canción, en un coro que al clon se le antojó celestial. Luego que la gente aprendió la música, Apolo empezó a cantar, por encima de ellos, la letra de la melodía, una triste oda al pasado, que evidentemente estaba siendo inventada sobre la marcha.
Cuando todo terminó, luego de unos minutos, Apolo se mostró tremendamente feliz, y casi no podía hablar. Oasis lo abrazó y le dio un beso en la mejilla, susurrándole algo al oído. Pasando unos instantes, cuando Apolo se recuperó de la emoción, explicó lo siguiente:
—Esta fue la última obra que realicé antes de salir de allí. La obra no estaba completa, puesto que era un experimento sobre el uso de voces humanas reales en un coro, algo difícil y que no se hacía con frecuencia. Pero acabo de darme cuenta que por más perfecta y pensada que hubiera podido ser aquella obra, jamás se podría comparar con lo que cantamos hoy, algo tan verdadero, tan vivo, tan real... —Apolo apenas pudo evitar llorar, y Oasis le enjugó los ojos. Toda la comunidad aplaudió las palabras del hombre, y él mostró una paz y alegría que jamás se había observado en su semblante.
—¿Y tú, Oasis? Me imagino que también podrás mostrarnos algo —le pidió Pléyade.
Oasis tuvo un momento de duda, y luego recitó un hermoso poema, sobre el sentido de la vida, y la importancia de lo que debemos hacer, para que nuestra existencia tenga sentido. La frase que quedó fijada en la mente de Pléyade fue "...Pues mientras en sus mentes esté, siempre viviré.", era tan cierta, tan llena de significado. Nunca podría olvidar a esa extraña pareja, de la que había aprendido tanto, y que la había ayudado a crecer, de forma inconsciente, cuando tuvo que luchar con voluntad férrea por días y noches para mantenerla con vida.
—¡Por fin estoy viva! —exclamó finalmente Oasis, antes que el silencio se adueñara de la reunión nuevamente. Al escuchar su voz, la muchacha dejó de lado sus pensamientos y volvió a prestar atención a todo lo que le rodeaba. Apolo abrazaba nuevamente a su compañera, hablándole en voz baja.
—Esto lo escribí estando aquí, hace poco tiempo, en su propio idioma —explicó la pálida dama—. Quise explicar de alguna manera lo que siento al vivir con ustedes, de esta manera tan distinta. No sé si me expresé de forma correcta, pero creo que a pesar de todas mis limitaciones lo hice bastante bien.
—Por supuesto que sí —le animó Pléyade—, lo has hecho muy bien.
En ese momento, se empezó a repartir la comida entre todos, era un festín enorme para tiempos tan difíciles. Selene cortó en trocitos la carne que les pasó luego a Oasis y Apolo, quienes tenían mayor dificultad para comer.
Luego de la exquisita cena, la reunión se tornó más alegre. Las estrellas brillaban altas en el cielo, y la temperatura había descendido sensiblemente. Aprovechando el ameno momento, cada uno de los presentes empezó a contar alguna historia, cuento, leyenda o chiste, para entretener a los demás. Mayhem asustó a todos con una historia de vampiros, esas historias que los niños recordarían por las noches, sin atreverse a entornar los párpados para dormir. Como siempre, la historia terminaba cuando los héroes clavaban una estaca en el pecho del vampiro malvado, pero dejaba abierta la puerta a que los posibles esbirros hayan quedado en libertad, vagando por el mundo en búsqueda de nuevas víctimas en quienes perpetuar su maldición.
—Fue bastante buena la historia —le dijo Selene a Mayhem—. Lástima que algunos de los chiquillos que la escucharon tendrán que dormir esta noche con las luces encendidas y los padres al lado.
Dos o tres personas asintieron en silencio, mientras que acariciaban a sus asustados hijos. El Santo, mientras tanto, permanecía imperturbable, pensando o rememorando algún oscuro suceso.
—¿Qué te pasa, papá? —le preguntó Pléyade, leyendo en su confusa mente alguna preocupación o tristeza que no sabía comprender.
—Los únicos y verdaderos vampiros son los que absorben el alma —explicó en forma críptica el padre—. Los demás son cuentos de hadas.
—¿Los que absorben el alma? —lo interrogó Orión—. ¿A qué te refieres?
—A nada, simplemente escuchen lo que les digo. Los vampiros existen, pero no como seres sobrenaturales que se convierten en murciélagos y chupan sangre, no de esa manera. Esos son antiguos cuentos que se utilizaban para explicar lo que la gente no podía comprender. Los verdaderos vampiros succionan la esencia vital de las personas, hasta dejarlos convertidos en zombis que mueren luego de un tiempo. Sorben tu energía, tu vida, tus recuerdos, y te convierten en nada —Los ojos del Santo se empañaron, mostrando un dolor que nadie alcanzó a comprender.
—¿Ésta es una historia o un cuento? —preguntó Mayhem a su superior.
—No importa... —le respondió el hombre—. Pero por favor recuerden lo que les estoy diciendo —se refirió a sus hijos—, ya que puede que se enfrenten a ellos en sus viajes. Pero tengo confianza en que con sus habilidades no les pasará nada, siempre y cuando estén atentos y no se distraigan. ¿Y tú Apolo, no tienes ninguna historia que contar, alguna historia de miedo? —preguntó al interpelado, llevando la conversación en otra dirección.
El clon, empujado por los últimos relatos escuchados, logró traer a su mente aquella historia fruto de sus sueños, creada por su subconsciente, en momentos de letargo. Rememorando sus detalles, empezó a relatarla a los presentes, quienes escucharon con atención.
—Los relatos misteriosos que he escuchado hasta el momento no son nada comparados con el que tengo preparado —aseguró el hombre de pálido semblante, tomando confianza. Su sola figura y tono de voz daban miedo—. Este cuento es muy especial, tardé mucho tiempo en lograr armarlo dentro de mi mente...
* * * * *
Todo comenzó en un lejano lugar... Un pueblo parecido a éste, situado en la ladera de unas altas montañas. Allí, los pobladores llevaban una vida apacible, viviendo principalmente de los cultivos y cría de animales, puesto que como en casi todo el mundo, se basaban en una economía rural, un poco más activa a la que llevamos nosotros aquí. Nuestro héroe, Juan, sufrió una gran pérdida: la mujer que lo había criado, a la que amaba tanto o más que a su propia madre, había muerto. La señora aparentemente no tenía ningún pariente cercano, puesto que era originaria de otro poblado, bastante alejado al de Juan. Sólo tenían noticias de un pariente lejano que vivía en su pueblo natal, y el muchacho, sin saber cómo proceder, decidió ir en busca de aquella persona, para que se encargara del funeral y tomara posesión de la herencia de la dama, que para esos tiempos tan difíciles era bastante: una casa, muebles, algunas joyas...
El muchacho preparó un caballo, guardó algunos víveres en un morral, y partió rumbo a ese lejano lugar la mañana siguiente, por un camino que sabía era muy peligroso. Finalmente, luego de mucho, mucho buscar, alcanzó llegar al pueblo indicado, pero nadie en él pudo darle noticias sobre la persona que estaba buscando. Un anciano ciego y decrépito, que pedía limosnas en la plaza central le dijo que había escuchado de un castillo tenebroso en las afueras del pueblo, que nadie visitaba, pero que estaba habitado. El muchacho, sin dejarse atemorizar por cuentos populares, tomó el camino hacia aquella dirección, a la espera de encontrar a quien estaba buscando. El camino había sido demasiado difícil como para dar media vuelta y regresar sin dato alguno.
Juan nunca olvidaría la imagen que se presentó ante él aquel día. El clima era húmedo y caluroso, la transpiración le recorría y mojaba todas las prendas que llevaba puestas, pero las oscuras nubes denotaban un próximo aguacero. A su alrededor se extendía una verde pradera, con islas de árboles distribuidas en ella. En medio de ese magnífico paisaje se erguía solitario un castillo, oscuro, lleno de hiedras colgando de sus paredes, y franqueado por unas grandes puertas de madera. Un camino de tierra lo llevaba hasta allí, y ningún ser vivo se cruzó con él en todo el camino.
Al llegar al lugar, desmontó al caballo de un salto y con gran habilidad, para luego golpear la puerta, sin mucho ahínco. Pasaron unos minutos, que se le antojaron eternos al agotado muchacho, y volvió a golpear la puerta, esta vez de forma más enérgica, con sus argollas de metal. Esperando, observó con mayor detenimiento al castillo. Realmente parecía salido de algún cuento de hadas... O más bien de uno de brujas, con esas oscuras y deshabitadas torres que se erguían imponentes a ambos costados...
En seguida, la puerta se abrió, acompañada de un intenso chirrido. Un hombre alto y pálido se asomó tras ella, e inquirió al visitante el motivo de su presencia. Juan dio las explicaciones competentes, y el sospechoso hombre, luego de unos instantes de duda, le permitió pasar, explicando que hacía mucho tiempo nadie visitaba a su amo, pero que el nombre de la persona que Juan buscaba era, efectivamente, el de éste.
El mayordomo, por llamar de alguna manera a ese sirviente, le explicó al muchacho que el "profesor", no estaba, pero que no tardaría en llegar, por lo que debería esperarlo. El hall donde se encontraba se le antojó frío y poco confortable al joven, que enseguida echó una mirada a su alrededor. A la derecha podía observarse, detrás de un vitral, una amplia biblioteca repleta de libros, en la que no había nadie. Luego había dos puertas más, cerradas, y una escalera que comunicaba con el nivel superior. En el centro del lugar había una gran chimenea, que denotaba años de abandono. Cansado, Juan tomó asiento en un incómodo sillón de la recepción, para esperar al hombre que buscaba. Cinco minutos después, roncaba estrepitosamente, sumido en un profundo sueño reparador.
El muchacho despertó abruptamente, al oír el golpe de la puerta de la biblioteca. De ella había salido un hombre canoso, no muy alto y de mirada inquisitiva, que se mostró sorprendido al encontrarse frente a frente con un extraño. El mayordomo apareció rápidamente tras otra puerta, intentando dar algunas explicaciones al hombre. Le dijo que el muchacho lo estaba esperando hacía horas, y que necesitaba urgentemente hablar con él. Juan se presentó, y explicó el porqué de su presencia, la muerte de su madrastra, y el tema de la herencia y el entierro.
El profesor, llamado Angulio, mostró un total desinterés y desdeño en el tema, explicándole al joven que hacía más de veinte años que no veía a la finada, y que no tenía el menor apego hacia sus pertenencias. Le firmó un documento cediéndole todos los bienes de la mujer, y pidiéndole que se hiciera cargo de la situación, lo conminó a retirarse, puesto que él era una persona muy ocupada que no podía perder tiempo en insignificancias como esa.
El muchacho estaba muy cansado, sucio, y en el tiempo que permaneció dormido había anochecido. Por lo tanto no tenía intención alguna de recorrer todos los kilómetros que lo separaban de su aldea sin descansar en paz por lo menos una noche. En ese instante, además, se desató una gigantesca tormenta, en la que inclusive llegó a caer granizo. Juan, desesperado, y agobiado, solicitó al profesor que lo albergara aunque fuera hasta la mañana siguiente, en la que partiría sin demora.
A regañadientes, pero no pudiendo negar hospitalidad a un viajero que se había acercado a él para hacerle un favor, Angulio aceptó, de mala gana. El mayordomo acompañó al muchacho hasta una confortable habitación, y le mostró el camino al baño, donde el joven podría asearse. Mientras tanto, Juan aprovechó para hacer algunas preguntas al misterioso personaje. Averiguó que el profesor no vivía solo, sino que poseía una hija, y que su esposa había muerto veinte años atrás, al poco tiempo de dar a luz a la niña. El joven preguntó al mayordomo cómo era posible que no estando el profesor en el castillo, saliera de la biblioteca para atenderlo, que además estaba vacía cuando él llegó. El mayordomo no supo responderle, explicándole que a pesar de haber trabajado tanto tiempo para el amo, nunca había averiguado a qué se dedicaba el maestro, ni a dónde iba y venía.
El muchacho tomó un agradable baño de inmersión, con agua tibia, y luego volvió a su habitación. Ésta era amplia, con escasa decoración, salvo por un gran tapiz que cubría casi totalmente una pared, y dos mesitas a los lados de la cama de hierro, que era dura pero cumplía su función. El techo tenía rastros de humedad, y afuera podía escucharse claramente cómo la lluvia golpeaba los vidrios de las ventanas con toda su furia.
Al rato, el joven fue llamado a cenar. Juan estaba hambriento, ya que desde su frugal y apurado almuerzo, no había ingerido absolutamente nada. Casi corriendo, llegó hasta el comedor, ubicado en la planta baja. Al arribar al lugar, se encontró con el profesor, que ya se hallaba cenando, y que le indicó se sentara a su derecha.
El muchacho accedió de buen grado, y empezó a devorar los manjares que su plato contenía, casi con desesperación. Le pareció oír al profesor una disculpa por haber empezado a cenar sin él, pero no le dio importancia, ya que su hambre estaba por encima de cualquier otra cosa. Nada lo detendría en su afán de alimentarse... Bueno, casi nada. El tenedor se deslizó de la mano del muchacho, y cayó sobre el plato, salpicándole la ropa. Juan no podía borrar de su rostro la cara de asombro que la llegada de aquel ángel le produjo. Una hermosísima mujer se perfiló en el arco de la entrada al comedor, acompañada por un aura de paz y belleza que dejó atónito al muchacho. Su larga y dorada cabellera ondeaba levemente con la brisa que se filtraba por una ventana, a la vez que sus grandes ojos verdes observaban curiosos al muchacho que estaba sentado frente a ella. La muchacha se mordió sus pequeños pero carnosos labios inferiores, y luego profirió una leve sonrisa, formando unos hoyuelos terminaron de enloquecer al joven atontado frente a ella. Con la gracia y el misterio de un felino, la joven mujer se acercó a la mesa, sentándose a un lado de Angulio y frente a Juan.
La muchacha se presentó como Meliza, la hija del profesor, y el muchacho no pudo hacer más que proferir un tonto piropo. Ella sonrió, ignorándolo, a la vez que su padre relataba lo parecida que era a su hermosa madre, ya difunta. Juan observó por momentos al hombre que se le había antojado grosero y hasta desagradable, y se preguntó cómo alguien así podía haber concebido un ser tan maravilloso como Meliza.
Las tres personas intentaron llevar adelante una cena normal, pero Juan no pudo casi probar bocado, a pesar de que momentos antes tenía un hambre tan atroz que hubiera devorado todo lo que había sobre la mesa. La muchacha comió poco, por delicadeza no debía servirse más que algunas cosas y degustarlas con lentitud. Al rato, Angulio se levantó de la mesa, pidiendo disculpas, pues deseaba ir a descansar ya que, según explicó, al día siguiente tendría mucho trabajo. Los jóvenes se miraron con complicidad, y casi con gusto, permitieron al anfitrión retirarse.
Por un rato, ambos permanecieron en silencio, comiendo, y aparentando un leve desinterés el uno por el otro. Para los postres, entablaron una nueva conversación, que continuaron en la sobremesa. Meliza habló sobre su vida y su padre, narró la historia de éste, que había sido un gran médico, pero que luego de la muerte de su madre enloqueció, alejándose del mundo exterior y encerrándose en ese caserón con ella. Tuvo un cambio radical en su conducta, pasando de ser una persona cordial y amable, a convertirse en el huraño personaje que ahora representaba... Los muchachos continuaron charlando, relatando anécdotas y cosas de la vida. Meliza llevó a Juan a la biblioteca y le mostró algunos de sus libros preferidos, la mayoría desconocidos para un campesino bruto como él.
Para cuando se dieron cuenta de la hora, era tarde en la madrugada, por lo que ambos decidieron ir a descansar a sus respectivos aposentos. A pesar del enorme cansancio que tenía el muchacho, éste tardó en dormirse, ya que le era imposible borrar de su mente el bello rostro, la sonrisa, las perfectas curvas y la suave voz de Meliza, el ser más perfecto que hubiera conocido jamás.
Juan despertó repentinamente, asustado por su propio grito. Estaba temblando, con el cuerpo sudoroso, y siendo recorrido por numerosos escalofríos. Había tenido una pesadilla, de esas que se borraban de la memoria instantáneamente al despertar, pero cuyo efecto dura bastante tiempo. Probablemente rememoraba los difíciles momentos vividos en el viaje que lo había traído hasta ese lugar. Afuera, la lluvia estaba amainando, y salvo algún relámpago repentino, la habitación estaba sumida en la total oscuridad.
El muchacho intentó reconciliar el sueño, pero fue inútil. Su cuerpo aún temía a la pesadilla anterior, y renegaba de volver a tenerla, por lo que se levantó a tientas en la oscuridad pensando en comer algo o buscar algún libro que leer en la biblioteca, hasta recobrar el sueño. Caminó hacia donde suponía estaba la puerta, pero al moverse en las tinieblas tropezó, golpeándose contra la pared del tapiz, que amortiguó en gran medida el porrazo. Al chocar contra la pared, Juan notó que ésta tenía algo así como una piedra floja, a la que hundió un poco, cosa que en su ensoñamiento no le importó en lo absoluto.
El muchacho se levantó del suelo y caminó hasta la puerta. Tras abrirla vio que el corredor estaba escasamente iluminado por una pequeña lámpara de aceite, que tomó, para luego bajar las escaleras que comunicaban esa área del castillo con el hall. El reloj allí ubicado marcaba cerca de las cuatro de la mañana. Evidentemente había dormido poco. Juan se dirigió en silencio a la biblioteca, a fin de no molestar a nadie. Allí, empezó a revisar los libros: había algunos de historia, otros de medicina y científicos, pero no encontró nada que le fuera de interés. Llegado a ese punto, el joven decidió enfilar hacia la cocina, a fin de calmar su apetito, que había regresado a atormentarlo, pero justo en ese instante apareció el profesor en la biblioteca, ataviado con un blanco guardapolvo, que tenía algunas manchas verduscas desperdigadas en él. Llevaba una lámpara en la mano, y al ver al muchacho, primero se mostró sorprendido, pero enseguida intentó disimular las manchas cubriéndolas con la lámpara. Angulio se molestó al ver al intruso merodeando en su hogar a altas horas de la noche, y le exigió que por favor se retirara a descansar, puesto que al día siguiente debería emprender el viaje de nuevo. El muchacho notó que su voz denotaba cierta cólera, por lo que se alejó sin pronunciar palabra.
El profesor cerró la puerta de la biblioteca tras de sí, a la vez que Juan subía de nuevo las escaleras. El muchacho primero reflexionó en qué estaría haciendo Angulio despierto a esas horas y ataviado de semejante manera, más aún luego de decir que esa noche quería descansar desde temprano, pero luego sus reflexiones se desviaron hacia lo maleducado que había sido él mismo, al vagar por la casa ajena en la madrugada, como un ladrón. Por lo tanto regresó a la biblioteca para ofrecer sus más sinceras disculpas al profesor.
Cuando llegó al lugar, lo encontró vacío. Juan estaba seguro de que el profesor no había salido de allí, pero evidentemente el salón estaba desocupado. Las ventanas estaban enrejadas, por lo que no podía haber escapado a través de ellas. Una silla estaba fuera de lugar, mirando hacia la pared, pero ningún indicio acerca de Angulio podía vislumbrarse.
Sorprendido, y lleno de curiosidad, Juan regresó a su cuarto, cavilando un plan que le permitiera extender su estadía en el lugar, con el fin de averiguar lo que estaba sucediendo en ese extraño sitio. Además, aunque no quisiera aceptarlo, deseaba permanecer un tiempo más al lado de Meliza, el ser más perfecto que jamás pisó la tierra, a los ojos del muchacho.
Juan despertó poco antes del amanecer, como era su costumbre, y empezó a vestirse lentamente mientras pensaba en lo ocurrido durante la noche anterior. Había dormido poco, entre acostarse tarde y luego haber despertado ya cerca del nuevo día. Observó detenidamente la habitación, y aquel gigantesco tapiz que cubría toda la pared. Se acercó a la tela, que en primera instancia palpó con sus dedos, y luego empujó contra la pared. Al sentir el hueco que se formaba tras el paño, lo levantó, y pudo observar que detrás del mismo había una ranura entre las piedras de la pared, de la altura de una persona, mientras que toda la pared estaba un poco hundida, hasta llegar a la ranura, donde volvía a ocupar su lugar correcto. El muchacho intentó observar a través de la ranura, pero del otro lado sólo había oscuridad.
Atraído por su irrefrenable curiosidad, y deseando saber lo que se ocultaba del otro lado del muro, empujó con su cuerpo, alcanzando a moverlo un poco, pero luego éste quedó firmemente atascado, por lo que el muchacho se acercó a la cama de hierro, y con movimientos hábiles y precisos, tomó una de las barras de metal del respaldo de la cama, para luego pasar a hacer palanca con la misma en la ranura. Al rato, y con un poco de esfuerzo, movió la pared lo suficiente como para poder pasar por lo que él supuso era un pasaje secreto, de esos que existen en todo castillo encantado, según los cuentos y leyendas.
El muchacho salió al pasillo, y miró en ambas direcciones, pero parecía que todos, incluyendo a los sirvientes, aún permanecían dormidos. Juan tomó la lámpara del corredor, casi extinta, y volvió a su habitación. Cerró el pestillo de la puerta, y con esa tenue luz que llevaba en la mano, además de la barra de hierro en la otra, se adentró en el oscuro lugar. Lo que encontró parecía un fino pasaje, lleno de telarañas y musgo, por el que se podía caminar incómodamente. El pasadizo parecía ser muy antiguo y estar en desuso desde tiempos inmemoriales. Juan avanzó por el pasaje, hasta doblar hacia la izquierda en una desviación pocos metros adelante. Allí pudo ver cómo unas ratas de grandes dimensiones y algunos insectos bastante desagradables recorrían el lugar a su antojo. Los bichos huyeron en todas las direcciones al detectar el peligro, e inclusive algunas ratas intentaron pasar al costado de Juan, pero éste, aterrado, empezó a darles palos, dejándolas tendidas y moribundas en el suelo.
Con la adrenalina del susto fluyéndole por las venas siguió caminando, hasta llegar a una escalera de caracol que comunicaba tanto con el piso superior como con el inferior. La compleja red de pasajes aparentemente comunicaban todo el castillo, y Juan se preguntó por qué no eran utilizados, llegando a la conclusión de que probablemente el propio profesor desconociera su existencia. Animado por sus descubrimientos, el muchacho recorrió varias dependencias, hasta descender y llegar a un lugar que se le antojó era el hall de entrada. Manipulando los ladrillos de una extraña pared descubrió que sus suposiciones eran ciertas, puesto que se hallaba exactamente detrás de la chimenea, y podía observar todo lo que allí sucedía. Juan continuó por el mismo pasadizo y llegó al final del mismo, justo al lado de la biblioteca. La pared en la que terminaba era de madera, de construcción evidentemente posterior. Al parecer la biblioteca había sufrido algunas remodelaciones posteriores a la construcción del castillo. El muchacho supuso que anteriormente podría haber existido algún tipo de pasaje a la habitación, pero que al refaccionarla, éste fue sellado. Tomó la barra de hierro y golpeó una madera medio podrida hasta romperla. Por el agujero que logró hacer, podía observar todo el recinto, a través de algunos libros. La ubicación era privilegiada, y se le ocurrió la idea de vigilar allí lo que el profesor hacía por las noches, y descubrir su misterio. Tan sólo debía quedarse una noche más... Algún pretexto se le ocurriría.
Pensando en esto volvió a la escalera en espiral, y notó algo de lo que antes no se había percatado, y que le pareció extraño: la escalera continuaba hacia abajo, hacia algún tipo de subsuelo. El muchacho bajó por ella, pero observó que el pasaje que venía a continuación estaba obstruido por un macizo muro de piedra, imposible de abrir o mover. Aparentemente no había ningún pasadizo escondido que llevara al otro lado. El muchacho volvió al piso de su habitación, pero de forma distraída, casi saliendo de la escalera, resbaló en el húmedo suelo. La lámpara cayó hacia adelante, rompiéndose y apagándose de forma instantánea. A tientas, y un poco magullado, el muchacho alcanzó el portal que comunicaba con su cuarto.
Sin que le dieran un respiro, el joven escuchó que estaban llamando a su puerta, con bastante insistencia. Alguien, al parecer el mayordomo, intentaba abrir la puerta, llamando a Juan por su nombre desde el pasillo. Juan arrojó la barra de metal debajo de la cama, y cubrió la abertura en la pared con el tapiz, lo mejor posible. Luego acomodó un poco sus ropas, que se habían ensuciado con la caída, y enseguida abrió la puerta. El mayordomo entró al cuarto, y miró al muchacho un tanto extrañado. El joven estaba sucio y transpirado, como si volviera de una larga jornada de viaje. Juan se disculpó como pudo, explicando que él siempre hacía ejercicios al levantarse.
El mayordomo, educadamente, no hizo ningún comentario al respecto. Simplemente invitó al muchacho a pasar al comedor, para tomar un desayuno reparador que le diera fuerzas para el viaje que tenía por delante.
Juan pasó al cuarto de baño, se aseó un poco y luego bajó a desayunar. El profesor se presentó al rato frente al muchacho, y le explicó que debía partir cuanto antes, porque ya era tarde y de lo contrario la noche lo tomaría cerca de allí, y eso sería peligroso para él. Mientras hablaban de esto entró Meliza a la habitación, para despedirse del joven. Lo acompañó hasta la puerta, donde el mayordomo lo esperaba con el caballo ensillado y cargado de víveres. El muchacho se subió al caballo, y se despidió de la doncella. Ella lo tomó de la mano, pronunciando unas palabras sobre lo apenada que se sentía de que no hubieran podido conocerse mejor.
Juan la soltó, y espoleó al caballo muy fuerte, tirando de las riendas violentamente, logrando que el corcel se parara en dos patas y diera un corcovo. El muchacho soltó las riendas y se dejó caer al piso, simulando golpearse, a la vez que gritaba con fuerza mientras se retorcía en el piso. La actuación fue bastante convincente, y tanto Meliza como el mayordomo se acercaron enseguida a auxiliarlo.
Juan murmuró unas palabras a la muchacha y le guiñó el ojo, con complicidad. Ella enseguida mostró comprender lo sucedido. Con dificultad, entre ambos, lo ayudaron a entrar nuevamente a la casa. Una vez adentro, Juan abordó al profesor y le solicitó asilo por algunos días más, para recuperarse de las magulladuras. El hombre tuvo que acceder, más aún debido a las súplicas de su propia hija.
El resto del día, el muchacho lo aprovechó para estar con Meliza, a quien deseaba conocer en profundidad, para saber si sus sentimientos no eran más que una tonta idealización de alguien que desconocía o mostraban una realidad que imaginaba por momentos. Hablaron mucho, en especial sobre ellos y sus vidas, sus recuerdos, memorias de sucesos que jamás habían comentado a otra persona. Finalmente, con un poco de temor, Juan reveló a la muchacha el motivo por el cual deseaba permanecer un tiempo más allí (además de estar con ella, claro está), y los sucesos que ocurrieron la noche anterior, el encuentro con su padre en la madrugada y su extraña desaparición, la forma en que lo había maltratado, el descubrimiento de los pasadizos que comunicaban todo el castillo, y el plan que había urdido para vigilar al viejo en la biblioteca. La muchacha se mostró sorprendida ante tales afirmaciones, pero siempre había tenido dudas sobre las actividades de su padre, por lo que se comprometió a ayudar al muchacho en todo lo que necesitara, y así saciar también su propia curiosidad.
Ambos caminaron por los hermosos jardines que rodeaban al castillo, y por un bosquecillo que estaba detrás. Avanzaban abrazados, o tomados de la mano, divagando y soñando. En cierto momento Juan intentó besar a Meliza, acercándose a ella, tiernamente. La muchacha lo alejó, sin mucha convicción, más bien suplicante, y le dijo que no era el momento, que estaba muy confundida, y que por favor le tuviera paciencia, puesto que siempre había vivido encerrada en ese lugar, sin conocer a nadie del exterior ni tener amigos, por lo que podría estar confundiendo sus sentimientos. Juan respetó su decisión, y siguieron caminando, de regreso a la casa, hablando de otros temas.
Una vez en el castillo ambos se dirigieron a la habitación de la muchacha, deseando encontrar un pasadizo semejante al de la habitación de Juan, que la joven pudiera utilizar para movilizarse sin despertar sospechas. Una única pared era candidata a poseer algún tipo de pasaje, a la derecha, poseedora de un enorme cuadro y unos candelabros a sus lados. El muchacho corrió el cuadro, pero no halló nada detrás de él, empujó las piedras de la pared, para ver si había alguna floja, pero nada ocurrió.
Mientras tanto, Meliza tomó un candelabro y lo empujó hacia abajo, lo movió a los costados, casi arrancándolo, pero tampoco logró nada. Entonces fue al otro, repitiendo el mismo procedimiento, pero aún no notó diferencia alguna. Luego de momentos de reflexionar y discutir, ambos tomaron los candelabros a la vez y los empujaron hacia abajo al unísono... Se escuchó un ruido metálico, y una ranura alcanzó a mostrarse al costado del cuadro, indicando el lugar donde la posible puerta estaba. Juan empujó la pared con dificultad, hasta que esta cedió y giró sobre sí misma. Repitieron el proceso varias veces, hasta que el mecanismo empezó a funcionar bien, y la puerta se abría un poco al pulsar ambos candelabros, lo suficiente para que la muchacha pudiera escabullirse de la habitación.
Al rato, muy cansado, él se retiró a su cuarto, tomó un baño y descansó. La cena fue rápida y sencilla, ambos decidieron descansar hasta bien entrada la noche, y luego encontrarse en el lugar que permitía espiar a la biblioteca.
Cuando Juan despertó, no recordaba qué hacía ni dónde estaba. Poco a poco las ideas volvieron a tener coherencia en su mente, y tomándose de la cabeza, ordenó sus pensamientos. Al rato se vistió, salió al pasillo y tomó una nueva lámpara de aceite. La casa estaba casi completamente a oscuras, y no se escuchaba el más mínimo ruido en el lugar.
Volvió a la habitación y corrió el tapiz, para luego avanzar por los pasadizos hasta la biblioteca. Al poco tiempo llegó Meliza para hacerle compañía. Estuvieron esperando mucho tiempo hasta que, por fin, apareció el profesor. Éste cerró la puerta de la habitación con cautela, corrió una silla en el medio del lugar con cuidado y levantó la alfombra debajo de ella. Disimulada en el piso, había oculta una trampilla, que Angulio abrió, y por la cual se introdujo. Al descender en las profundidades, cerró de nuevo la portezuela, mientras que con la otra mano estiraba la alfombra de nuevo para disimularla.
Al terminar de observar la escena, los jóvenes se apresuraron a correr hacia allí. Dejaron los pasadizos atrás, saliendo por el cuarto de Meliza, y llegaron hasta la biblioteca. Juan levantó la alfombra y abrió la trampilla, para luego ambos bajar por las escaleras. El pasaje que se presentó ante ellos era mucho más nuevo y cuidado que los otros. A poca distancia había una puerta entreabierta, por la que el muchacho ingresó al recinto, pidiéndole a Meliza que esperara allí. Ella accedió, no sin antes espiar hacia el interior.
Juan se introdujo al lugar y vio algo increíble: allí el profesor había montado un laboratorio completo, y la habitación estaba repleta de frascos, productos químicos, implementos de trabajo, cuadernos con apuntes, maquinaria, y miles de cosas más.
En ese momento el profesor apareció desde atrás de unos estantes, observando a Juan sin sorprenderse. Es más, lo ignoró, continuando con su trabajo. El muchacho se mostró confundido ante la reacción de Angulio.
—Sabía que esto ocurriría —murmuró el profesor—. Temía que me descubrieras, más aún luego de lo sucedido anoche. Hoy no iba a trabajar, por miedo a que me sorprendieras, pero mi proyecto está por culminarse, y no pude resistir la tentación de venir... Además, es bueno que haya un testigo de mi gran obra.
El profesor se acercó a unos controles extraños, y empezó a accionarlos. El muchacho, desorientado, le preguntó en qué consistían sus experimentos e investigaciones. El profesor se acercó a una mesa que estaba en el centro de la habitación, cubierta con una manta. El viejo corrió la sábana y Juan palideció. Allí había una pálida persona, joven, aparentemente muerta. El profesor colocó unos cables al hombre acostado y siguió con su trabajo.
—¿Quién es este hombre? —preguntó temeroso el muchacho.
—¡Un maldito!... —respondió Angulio fuera de sus casillas, develando un odio intenso hacia el individuo—. Que arruinó mi vida veinte años atrás.
—Pero esta persona hace veinte años era sólo un niño...
—¡Tonto! —exclamó el profesor, riendo—. Él lleva veinte años muerto, asesinado por mis propias manos.
Juan lo miró con incredulidad. El cadáver no tenía más de un día de fallecido, era evidente. El profesor notó la desconfianza del muchacho, y decidió explicarle todo.
—He inventado una técnica que impide la descomposición del cuerpo, es así de simple —mientras explicaba esto, el hombre untaba el cuerpo del fallecido con un líquido verdusco.
—¿Qué hizo el hombre que mereciera su muerte? —quiso saber Juan, incrédulo a las palabras de Angulio.
—Mira —empezó a explicar el profesor—, yo entonces era joven, exitoso. Hacía poco tiempo que me había casado con una hermosísima mujer, y Meliza aún no había nacido, y él... Lo que le hizo a ella, a mí, a todos... —el hombre movió la cabeza casi llorando—. ¡Oh! Eso no tiene importancia ahora, no deseo hablar de ello... Lo envenené, él nunca supo lo que ocurrió, y por eso ahora lo volveré a la vida, para que me rinda cuentas y sepa a quién se enfrenta.
—¡Eso es imposible! —reclamó el muchacho al profesor.
—¡No llames imposible al trabajo de toda una vida!
—Con la vida y la muerte no se juega —le advirtió Juan.
—La muerte no existe —fue la cortante respuesta del profesor—, es mentira, uno está aquí y luego está allá, cambia de lugar, de mundo, vuelve al cosmos, se reúne con otros, pero mantiene su integridad, no muere... Uno puede regresar así como se fue, estoy seguro de ello, y hoy te lo demostraré.
—Aun no entiendo por qué quieres revivirlo, si lo odias, y te tomaste el trabajo de matarlo —quiso saber el muchacho.
El profesor pasó un manuscrito al muchacho, a la vez que accionaba la ruidosa máquina. Juan leyó el papel. Éste era un antiguo poema que claramente indicaba los retorcidos deseos del profesor de revivir al hombre para luego asesinarlo nuevamente, de una manera brutal y macabra. Un odio infinito se notaba en cada línea garabateada rápidamente.
—Ya está —dijo el profesor, sacando de su ensimismamiento al muchacho.
Cuando éste miró hacia la camilla, casi cayó de espaldas, debido a la sorpresa. El hombre, supuestamente muerto, estaba sentado sobre la mesa, mirando a los dos extrañado, perdido, como un niño recién nacido. Inmediatamente el profesor tomó un cuchillo de gran tamaño y saltó sobre el individuo sin que éste llegara inclusive a reaccionar. Juan quiso detenerlo, pero no pudo. Para cuando logró moverse, el profesor ya estaba completamente ensangrentado y había cumplido su más retorcida venganza.
En ese momento, Meliza (que había observado todo escondida detrás de la puerta), entró al cuarto. Los ojos vidriosos y perdidos del profesor apenas la reconocieron. Ella miró con repugnancia a su padre, y le gritó todo tipo de cosas. Lo redujo a menos que un animal, a un ser despreciable e irracional.
—...¡La mejor venganza! ¡Matar a alguien no una, sino dos veces! —gritaba la muchacha.
—O mil veces —agregó el profesor, delirante—. Diariamente, de una manera dolorosa y diferente en cada ocasión.
Los ojos de la muchacha se inflamaron, y ésta dejó de reconocerlo como su padre, para luego salir corriendo de la habitación. El viejo empezó a llorar amargamente, sintiéndose un miserable, mientras Juan perseguía a la joven. Angulio, preso de la locura, tomó todos sus libros y apuntes, y les prendió fuego. Todos los años de investigación se perdieron en pocos minutos. Al poco tiempo, la biblioteca ardía también, y las peligrosas llamas prometían tomar toda la casa.
El profesor acusó a Juan de ser el culpable del desprecio de su hija, y corrió detrás de ellos. Para ese momento, Meliza y el muchacho ya se habían subido a un caballo y empezaban a alejarse del lugar. El profesor salió del castillo y le gritó a su hija, lloró, se arrastró, suplicó, le exigió que regresara, pero ella tan sólo lloraba, sin mirar a su padre. La muchacha reiteró al viejo que no lo consideraba su papá, que lo olvidaría para siempre, y luego pidió a Juan que la llevara lejos de ese triste lugar, a donde él deseara. Enseguida se pusieron en marcha.
Luego de un buen tiempo, pararon en una loma, mirando hacia atrás al castillo, que ardía completamente en llamas. Ya no se escuchaban los lamentos del padre, sólo se sentía un mortuorio silencio. Meliza miró fijamente a Juan, para enseguida abrazarlo con fuerza. Finalmente, los dos jóvenes continuaron su camino, dejando todo atrás, empezando una nueva vida...
* * * * *
Cuando Apolo despertó del ensimismamiento que le produjo rememorar aquella macabra historia, largamente perdida y arremolinada dentro de su mente, notó que los niños pequeños estaban completamente dormidos, y los adultos permanecían en un tenso silencio.
—Eso es todo —dijo el hombre—, tal vez algún día pueda contarles una historia más alegre, sobre la vida posterior de esas dos personas... Pero por ahora no la tengo en mente.
—Fue muy interesante el relato —lo animó el Santo—, muy interesante realmente. Un poco largo tal vez, pero valió la pena escucharlo.
—Es cierto —apoyó Mayhem a su líder.
—Bueno, ha sido mucho suspenso por hoy —apuntó Orión, sacando a relucir de nuevo su pequeño instrumento musical—, tal vez debamos alegrarnos cantando un poco, o relatando algunas anécdotas...
La reunión se prolongó por varias horas más, hasta que un viento huracanado empezó a levantar polvo, y causar escalofríos en la gente. Era evidente que en cualquier momento se desataría una gran tormenta, puesto que el cielo estaba completamente renegrido, y el soplar del vendaval aumentaba a cada momento. Finalmente todos se levantaron y corrieron hacia sus hogares, al sentir las primeras gotas caer sobre sus cabezas. Selene y el Santo ayudaron a los clones, que se hallaban apartados del lugar disfrutando de un momento de tranquilidad, y los acompañaron a su choza, mientras que los hermanos se fueron a acostar, ya que el día siguiente sería muy largo para ellos.
* * * * *
La inspiración, el complejo momento en que la mente es capaz de crear algo nuevo, es una mezcla del intelecto con la chispa divina. La contemplación, la conexión cercana al mundo (que es una experiencia personal y única) nos permite descubrir, o inventar algo, pero la mente debe darle forma, hacerlo entendible para las otras mentes, y por lo tanto útil para la humanidad. Todavía no hemos llegado al momento en el cual el sentimiento divino, la creación verdadera, pueda traspasarse de espíritu a espíritu sin tener a la mente como intermediaria. Y, sobre todo, si queremos guardar una representación de lo creado para que cualquiera pueda accederlo o comprenderlo en otro momento, tenemos que recurrir a plasmar los sentimientos convertidos en ideas a formas tradicionales de comunicación que afecten a uno o más sentidos, en algún tipo de arte. El arte, en su amplio espectro, es justamente la aplicación del entendimiento a la realización de una concepción. Por lo tanto, los artistas son los iluminados capaces de descubrir los secretos divinos del mundo, y luego plasmar esa experiencia de alguna forma (no necesariamente bella) para que el mundo pueda intentar descubrirla también, dependiendo de su nivel de crecimiento interior. A veces se prefiere la simbología para la representación formal del conocimiento esotérico, pero son pocos los entrenados en su comprensión, y mucha información se ha perdido ya por esa causa.
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