Capítulo 15: Un breve relato de horror
—¡Vamos Godo! —llamó un eco infantil entre los derruidos edificios. Un muchachito, rondando los ocho años, surgió desde un callejón, acompañado de un gran y peludo perro, que jugueteaba con él. Las sombras de los abandonados edificios empezaban a alargarse, indicando el final de la tarde. A pesar de ello aún faltaba cerca de una hora para que el sol se ocultara completamente.
—¡Te dije que Fede jamás nos alcanzaría si veníamos por este camino! ¡Sólo yo lo conozco!
El perro continuó corriendo detrás del muchacho, con la lengua afuera y las babas cayendo en forma de gotas sobre el reseco suelo. Al cabo de un minuto, el niño se adentró en un edificio en ruinas, pasando por diferentes habitaciones a velocidad del rayo. Estaba seguro de que su amiguito volvería a casa por el camino acostumbrado, rodeando el pueblo, pero él conocía un atajo mucho más directo, a través de una serie de pasajes y edificios que lo llevarían directamente a su hogar. Ambos habían apostado un coscorrón, a recibirse por parte del que llegara primero. Y Jaime se lo haría sentir a Federico, sin lugar a dudas.
El edificio por donde el muchacho corría ruidosamente era inmenso, y cubría cerca de dos manzanas, con un extenso pasillo de madera surcándolo casi en su totalidad en la dirección que el muchachito corría. De vez en cuando debía dar un empujón a unas puertas de vaivén que aún se mantenían sobre sus goznes, y que rechinaban casi tanto como el suelo bajo sus pies. Godo estaba exhausto, y apenas podía alcanzar el tranco del pequeñuelo, ansioso por ganar su apuesta.
El niño continuaba con su carrera infernal, atropellando todo lo que encontraba a su paso. Al empujar una de las últimas puertas del edificio, repentinamente halló una pila de escombros detrás de ella, y tuvo que realizar un gran esfuerzo para no estrellarse contra la misma, dando un gran salto por encima. Luego cayó, mucho más de lo que pensó podría caer. El suelo bajo sus pies se resquebrajó como si hubiera pisado una hoja de papel, y el niño se desplomó hasta caer en un sótano oscuro que apenas pudo visualizar, puesto que el dolor de la caída lo dejó inconsciente de forma casi inmediata.
Una lengua pastosa y tibia mojándole la cara fue lo próximo que percibió Jaime. Una lengua animal.
—¡Godo! —exclamó, empujando al can. Era imposible saber cuánto tiempo pasó desde la caída, pero era evidente que había anochecido, porque la habitación estaba casi totalmente a oscuras, distinguiéndose escasamente las sombras del niño y del perro.
El muchacho se levantó del suelo, con dificultad, puesto que le dolían todos los huesos. Se pasó una mano por el rostro, y sintió la costra formada por la sangre coagulada que seguramente brotó al golpearse la cabeza.
—Mamá debe estar muy preocupada —supuso—. Además, es peligroso estar afuera de noche. Aunque... Si apareciera alguno de los espíritus, podría enfrentarme a ellos como lo hace Gradio ¡Pum! —gritó, haciendo la mímica del disparo de un rifle—. De todos modos, es mejor que nos vayamos, porque no tengo escopeta, ni linterna.
El perro gimió, desde las sombras, en asentimiento.
Sin mucha dificultad, el niño encontró una escalera que subía nuevamente al pasillo que había recorrido anteriormente, cercana a la puerta trasera del edificio. Cuando abandonó la estructura se encontró con una noche iluminada, llena de estrellas y con una luna casi llena. Claramente podía ver todos los edificios a su alrededor, las calles abandonadas, y, en la lejanía, las luces del edificio que era su hogar.
—No te preocupes, Godo —habló al perro—. Estamos cerca, y el camino es recto; llegaremos sin problemas.
Al momento que el niño había dado su primer paso, resonó un eco profundo, como un gran relámpago, y luego otro. Varios más le siguieron. El muchachito cambió de color automáticamente, tornándose tan blanco como un espectro y quieto como una estatua. El perro no atinó a moverse.
—Ya están sueltos por la ciudad —informó el muchacho al animal—. No podemos volver a casa, no llegaremos. Deberíamos encerrarnos en algún lugar y esperar a que amanezca ¿Pero dónde?
Godo emitió un suspiro, y se sentó en el suelo de tierra. El muchacho dio media vuelta, y lo miró con pena.
—¿Qué te pasa, nene? —le preguntó, a la vez que acariciaba la pelambre de su cabeza—. ¿Será que entendés lo que ocurre, lo que te estoy explicando, o sólo me mirás ignorante, moviendo la cola por gusto?
El perro no cambió su actitud; únicamente se paró nuevamente, atendiendo lo que ocurría a su alrededor.
—Cualquier lugar es bueno para ocultarse, inclusive una caja de madera, porque ellos no pueden romperla. ¿Pero dónde encontraremos refugio? Creo que cerca de casa hay unos edificios en ruinas que tienen habitaciones selladas, justamente para casos como éste. Y desde allí, podríamos ver lo que ocurre abajo, para saber cuándo correr hasta casa. Vamos, y esperemos que salga todo bien.
El muchachito se puso en movimiento, y el can detrás suyo, buscando ocultarse en las escasas sombras producidas por las construcciones más altas.
Al cabo de un rato pudo vislumbrar claramente su destino, su hogar. Era un gigantesco edificio, bien iluminado, que poco tenía que ver con el resto de la ciudad en ruinas, puesto que parecía completamente nuevo. Más estallidos se escucharon, junto con algunos fogonazos al final de la calle.
El muchacho detuvo su marcha.
—El problema es más grave de lo que parece. Adelante está atestado de ellos.
El animal se puso en posición solemne, paró (como pudo) las grandes orejas peludas, y dio media vuelta, a espaldas del niño. Jaime miró hacia atrás, a las sombras.
—Nos siguen ¿Verdad? Tarde o temprano nos descubrirían. A la cuenta de tres correremos hacia aquella casa de la derecha ¿Entendido? Uno... Dos... ¡Tres!
El niño corrió a una velocidad endemoniada, con su perro pisándole los talones, hacia una casa que se hallaba en bastante buen estado. La puerta de la misma estaba entreabierta, y, apenas la hubo cruzado, la cerró estrepitosamente. La puerta tenía una madera que al cruzarla actuaba como tranca, y Jaime la bajó de forma inmediata. Las sombras que se retorcían detrás suyo chocaron contra la puerta, haciéndola rechinar, y luego todo volvió a ser silencio.
—Si esta casa fuese segura, podríamos quedarnos aquí —supuso el niño—. Vamos a ver cómo es la cosa.
El muchachito recorrió las diferentes habitaciones del primer nivel, y notó, felizmente, que todas las ventanas estaban tapiadas, y las puertas cerradas con tablas por dentro. Luego tomó la escalera al segundo piso, esquivando algunos escalones rotos y maderas podridas, y llegó a la planta alta. Allí se estremeció de miedo. La ventana junto a la escalera tenía rotas todas las maderas que la tapiaban, dejando un gran hoyo en el medio.
Godo ladró, repetidamente, hacia el profundo y oscuro pasillo que empezaba allí. Jaime no necesitó más explicación que esa para saber que corría un grave peligro. Por lo tanto, arrancó fácilmente una de las desvencijadas tablas que aún colgaban de la ventana, y, sin mirar, sin pensar, sin calcular, dio media vuelta, golpeando al aire con un grito terrible, mezcla de terror y valentía. Un ser sin esencia, sin existencia física, fue flagelado en esa oscura realidad, volando por los aires escaleras abajo. El muchacho ni siquiera sintió el golpe brindado, pero sabía que estaba en graves problemas. Arrojó la tabla hacia las escaleras, y, sin reflexionarlo, se lanzó por la ventana, suponiendo que era mejor morir de una caída que perder el alma para siempre.
Y de milagro, gracias a la divinidad, se salvó. La ventana daba a la terraza de la casa vecina, la cual tenía una escalera que llevaba directamente abajo, casi a la calle. Jaime no tuvo más que saltar una pequeña verja, para poder correr despavorido por la calle principal de la ciudad. Inmediatamente notó que las sombras se cernían nuevamente sobre él, acechantes, cada vez más cerca. Y en un último momento de desesperación, sólo atinó a gritar como un loco, y a generar suficiente adrenalina como para no perder un ápice de su velocidad ni sentirse cansado.
* * * * *
Un fornido hombre se hallaba recargando su escopeta. Luego de hacerlo, apuntó de nuevo por uno de los huecos en la pared, y, cuando estaba a punto de disparar, tuvo un momento de duda.
—¡Alguien se acerca! —gritó, observando nuevamente por el hueco—. ¡Parece un niño! —exclamó, aún más sorprendido.
Dos hombres más tomaron sus posiciones, mientras que por detrás, otro con voz de mando empezó a dar órdenes:
—¡Protéjanlo! ¡Que nada se le acerque!
—¡Pero no podemos dejarlo entrar! —exclamó uno de los hombres.
—¡Lo sé! ¡Lo sé! —gritó furioso el jefe.
Él mismo, tomó un rifle más moderno, y empezó a realizar disparos alrededor del niño, formando una cortina protectora de todo mal. El infante continuó corriendo hacia las puertas, en forma desesperada, perseguido por un perro. Pero detrás suyo, las sombras, veloces y certeras, lo acechaban sin piedad, cerca, muy cerca...
Cuando le faltaban menos de cincuenta metros para llegar hasta el lugar, otro de los hombres gritó.
—¡A la derecha, lo alcanzan, y no tengo más balas!
Tarde. Los demás no tuvieron tiempo de reaccionar, y la bestia fue demasiado rápida. De un salto, ésta lo golpeó por la espalda, al mismo tiempo que una bala certera, disparada por alguno de los defensores, le atravesaba la cabeza.
—¡Le di! ¡Estoy seguro de que no lo tocó! —vitoreó uno de los hombres.
—¡Pero el niño cayó al suelo! —gritó otro.
—¡Se habrá desmayado, pero el espectro no lo tocó!
—¡Arroyo! —gritó el mandamás al hombre—. ¡Buscá más gente, trae armas y municiones! Debemos protegerlo ¡Hasta que amanezca, si es necesario!
—La noche será larga, Gradio —susurró el soldado a su superior, antes de retirarse.
—Larga, pero velaremos porque ese niño la supere con vida —se prometió el jefe.
* * * * *
El terror a lo desconocido es común en la humanidad. Y no me refiero al miedo a la oscuridad, o a los fantasmas, sino al miedo al futuro incierto, a lo que no conocemos. Si bien es imposible saber lo que ocurrirá mañana, lo que el efecto de una decisión nuestra o de un factor externo causará en nuestras vidas, de todos modos tenemos que superar ese miedo a lo incierto y vivir la vida con ánimo y bríos.
Mucha gente se ahoga al tener que decidir cosas elementales, por terror a que una equivocación pueda causar algún daño irreparable. Lastimosamente en muchos casos no hay forma de predecir el resultado de nuestras acciones o menos aún de las de los demás, pero eso no puede convertirse en un motivo que nos lleve a la in-acción, puesto que la carencia de actividad nos detiene y no nos permite ser ni crecer. Siempre tenemos que llevar a la vida por delante con valentía, y si algo sale mal, afrontarlo con humanidad y humildad, puesto que errando se aprende, y evitando hacer las cosas, no. Quien comprende y acepta eso, destruyendo el miedo irracional al futuro, se equivoca cada vez menos, porque no actúa coaccionado por fuerzas invisibles, sino por su propia voluntad.
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