Capítulo 12: El difícil regreso a casa
El polvo se levantaba como una punta de lanza en la lejanía, indicando la rápida aproximación de algo en el horizonte. No podían ser caballos, puesto que la velocidad de este lejano punto era excesiva, además hacía tiempo que no se veían caballos salvajes en esa zona. Los niños que divisaron el movimiento en la distancia corrieron a avisar a sus padres, y al rato la aldea estaba conmocionada. Pasaron escasos minutos desde el primer momento de la visualización hasta que los puntos se acercaron lo suficiente como para ser reconocidos.
El pánico cundió en el poblado. Mujeres y niños corrían en todas las direcciones, y se ocultaban dentro de las vetustas casas. Los pocos hombres que habían permanecido en el lugar se armaron con piedras y palos, a la espera de una cruenta batalla, una trifulca que nunca se dio.
Un murmullo de sorpresa fue compartido por los hombres al descubrir que los extraños móviles eran conducidos por sus amigos, en una rápida carrera que los llevó al centro del poblado. El polvo levantado por las ruedas de los vehículos hacía el aire irrespirable. Con la velocidad del rayo, varios soldados saltaron de los vehículos, corriendo velozmente a cumplir las órdenes de una dura voz de mando: la de Mayhem.
Varias mujeres se arremolinaron alrededor de los jeeps cuando notaron que éstos estaban cargados con numerosos soldados heridos, tendidos en pilas desordenadas. Empezaron a sacarlos de los vehículos, pero la mano derecha del Santo se los prohibió, con un grito firme y seguro.
Los niños, sumamente curiosos, tocaban los calientes capots y observaban con sorpresa los extraños carros. Tenían dos ruedas adelante y cuatro atrás, en un mismo eje. Eran muy anchos y largos, y se veían muy potentes. La pintura estaba descascarada, y los asientos en mal estado, pero eso no era importante, lo primordial era que funcionaban.
En escasos momentos se había levantado una enorme tienda de campaña en el centro de la aldea, donde uno a uno fueron resguardados los heridos, en ruinosas camillas o camas aportadas por todos los miembros de la aldea. Muchas mujeres lloraban al no ver a sus maridos o hijos entre los heridos, dándolos por muertos. Otras ayudaban a brindar primeros auxilios a quienes parecían estar agonizando. Pero nadie se acercó a los tubos metálicos, que guardaban las preciosas vidas de dos extraños seres.
Mayhem salió de la tienda, en medio de la tensa preocupación y brindó unas palabras a quienes se hallaban fuera, para reconfortarlos y explicar la situación.
—No se preocupen —alentó a la multitud—. Si bien hubo bajas, muchos hombres sobrevivieron al ataque, y están volviendo a pie, por lo que suponemos que esta noche llegará el resto de la hueste que partió con nosotros. Tampoco quiero mentirles —añadió, al ver que las personas asumían que todos volverían—, con suerte ha sobrevivido la mitad del grupo original, así que quiero brindarles mis más sentidos pésames a las personas cuyos familiares nunca regresarán.
—¿Ha valido de algo todo esto? —preguntó una voz femenina, suave pero firme.
—De seguro —respondió Mayhem observando a Selene, de pie frente a él—. ¡Logramos entrar al Búnker! —exclamó.
—¿Y por qué entonces regresan como ratas asustadas de allá? —insistió la mujer.
—No pudimos atrincherarnos y retener el lugar, y preferimos huir —explicó el hombre—. Pero rescatamos importante tecnología, los aparatos que nos trajeron, y armas del lugar, así como...
—¿Armas? —inquirió la mujer, con la mirada trastornada—. ¿Acaso sueñan con repetir esta hora de dolor y ponernos a todos en vilo de nuevo?
—...Así como —insistió el hombre por encima de la voz de la irrespetuosa dama— a dos habitantes del lugar.
Una ahogada exclamación del público pudo oírse claramente. Mayhem sabía que esa reacción se produciría, y aprovechó el momento para hablar sin ser interrumpido.
—Necesito que todas las mujeres colaboren con la curación de los heridos, tarea que se irá dificultando con las horas, puesto que irán llegando más y más. Traigan todo lo que pueda servir de ayuda, y organícense de una manera que no estorbe nuestro trabajo.
La mayoría del poblado se dispersó, mientras que algunas señoras entraban a la improvisada tienda para atender a los heridos. Mayhem también se introdujo en el lugar. Tenía la esperanza de que tanto el Santo como alguno de los gemelos hubieran despertado, porque el puesto que él estaba usurpando se le hacía grande, no sabía cuál era el siguiente paso a tomar, necesitaba el consejo de alguno de ellos. De pronto reparó en que Selene estaba caminando detrás de él, por lo que viró repentinamente y le habló.
—Si quieres puedes hacerte cargo de la situación —le pidió—, yo sé que fuiste jefa de tu pueblo por muchos años, y tal vez quieras encargarte de todo.
—No sueñes —le respondió ella, con una tensa sonrisa—. No me interesa reparar los daños que su estupidez pueda haber generado ¿Qué pasó con mis hijos y con el Santo? —quiso saber ella, preocupada.
—Están allí —señaló el hombre hacia las camillas extendidas en hilera dentro de la tienda—, malheridos. El techo se derrumbó encima del Santo, por mi culpa...
—En una batalla nadie tiene culpas —lo reconfortó ella.
—Supongo que no —suspiró el hombre—. Tus hijos en cambio no sufrieron muchas heridas ni maltratos, pero de todos modos están en un estado casi comatoso, del que no los hemos podido sacar. No sé qué les pasa.
—Yo sí —habló la madre, con seguridad—, están exhaustos. Deben haber utilizado hasta el límite sus habilidades.
—Así es —afirmó el hombre—. Aunque no llegué a comprender qué hacían, ni cómo. No soy capaz de distinguir entre alguna situación resuelta por ellos o por simple suerte.
—Es mejor que así sea —le aseguró la mujer, que empezó a caminar hacia donde su amado estaba postrado. Sus hijos estaban recostados a los lados del hombre, sumidos en un profundo sopor. La mujer se sentó al costado del Santo, y tomó las manos del hombre, derramando algunas lágrimas sobre las sábanas que lo cubrían. El rostro del jefe de la aldea aún mostraba signos del dolor que había sufrido, aunque su semblante ahora era bastante tranquilo, a pesar de todo lo sucedido.
La mujer notó que alguien tiraba de su ropa, y dio media vuelta, sorprendida.
—¡Hijo! —exclamó al ver que Orión intentaba ponerse en pie—. Debes descansar, no te ves bien.
—No puedo... —murmuró el joven, apoyándose en la madre—. Los cilindros metálicos... Deben traerlos junto a nosotros... Pronto morirán...
—¿De qué habla? —inquirió la mujer a Mayhem, que aún se encontraba a su lado.
—Los cilindros, son las camillas, por así decirlo, donde están las personas que rescatamos del lugar.
—¿Y qué esperas para acercarlos? —gritó la mujer, exacerbada.
—Lo haré ya mismo —se disculpó el hombre, abandonando la habitación.
—Madre... —habló Orión, de nuevo, exhausto—. Debemos reunir a las tres aldeas... De otro modo no sobreviviremos... Pocos son los que volverán con vida de esta cruenta y desigual batalla... Todas las aldeas han perdido mucha gente.
—¿Reunir las tres aldeas? —pensó la madre—. Tal vez tenga sentido. Enviaré mensajeros. La nuestra vendrá, al fin y al cabo somos sus jefes. Pero la del este no lo sé.
—Su jefe murió, así como la mayoría de sus hombres. Las mujeres y niños necesitarán de nuestra ayuda... Vendrán...
Mayhem, junto a varios hombres, entró en la habitación cargando los tubos metálicos, que apoyó sobre los catres libres que encontró. Selene no pudo evitar lanzar una exclamación frente a la impresión que le causó semejante visión. Dentro de los cilindros había dos lívidas personas, completamente desnudas y embadurnadas por algún tipo de plasma blancuzco. Estaban tan escuálidas que daban pena, parecían dos cadáveres consumidos por el hambre. Numerosos cables y sensores estaban fijados a su cuerpo aún. Orión se acercó a uno de los espectros, y lo tomó de la mano, mientras retiraba los cables de su cuerpo.
—Dios mío —balbuceó por lo bajo—. ¡Se nos están yendo! Necesito suero, urgente —solicitó a Mayhem.
El hombre lo miró sombríamente, y no se movió.
—¡Vamos! ¿Qué esperas? —le increpó Selene—. ¡Están muriendo!
—No puedo traer el suero —se disculpó el hombre—. Tenemos muy poco, y sería injusto dárselo a ellos, mientras que el resto muere sin atención.
—¡Escúchame! —gritó Orión abalanzándose sobre el hombre—. ¡Nuestra única preocupación es que estos seres sobrevivan! ¡Nadie más recibirá el suero, por grave que sea su estado! ¿Entiendes? ¡Toda nuestra vida ahora gira en torno a ellos!
Mayhem no comprendía las razones, pero sabía que tenía que obedecer las órdenes del muchacho, por lo tanto se retiró, buscando esos importantes recursos de artesanal elaboración.
Orión, por su parte, se tambaleó hasta donde se hallaba su hermana, y le acarició el rostro, esperando que despertara. Al poco tiempo la joven abrió los ojos, confundidos y perdidos en la bruma de la inconsciencia. Su hermano no era más que una mancha deforme frente a ella.
—Debes levantarte —le suplicó Orion.
—N-Nno, no puedo... —intentó decir la muchacha.
—Las personas que rescatamos morirán en cualquier momento sin nuestra ayuda.
—Pero, p-pero y-yo, no tengo energías... Jamás pensé que tendríamos la capacidad de realizar los milagros que logramos dentro de ese lugar... Y a cambio de ellos, quedamos en este triste estado —se disculpó Pléyade, cerrando los ojos nuevamente.
—Sé que es así, y me di cuenta de que nos falta aprender mucho sobre nosotros mismos. Pero de todos modos, sin nuestra intervención, las personas que rescatamos perecerán. No podré ocuparme de ambos. Aunque sea intentemos restablecer sus signos vitales, para luego descansar algunas horas.
—Está bien —dijo ella, procurando levantarse del camastro, sin éxito.
Selene, sintiendo compasión por su hija, rápidamente se aprestó a ayudarla. Con cariño logró ponerla en pie, sirviéndole de bastón en su caminar hacia uno de los tubos.
La visión era confusa. Numerosas células, conductos, pensamientos... Todo se entremezclaba de una manera superior a su entendimiento. El cerebro estaba sano, pero el cuerpo se negaba a responder a sus pedidos ¿Qué ocurría dentro de esa masa inerte?
—Respira... Late... No puedo, no puedo... Vamos. Respira, espera, late, respira y late. ¿Qué extraños pensamientos cruzan tu mente?... ¿Ella? Estará bien... Perdón... Respira, late... No logro descifrar tu biorritmo... ¿Por qué está todo tan oscuro?
Pléyade imponía las manos en el pecho de una de las figuras, masculina. Se tambaleaba, por lo tanto Selene la sostenía, impidiendo su caída. La muchacha parecía desvanecerse por momentos, pero luego se reincorporaba con firmeza, por un rato, hasta volver a desmoronarse. Finalmente no pudo más.
Orión dejó a su paciente, que era una mujer, y rápidamente se acercó a su madre, para ayudarla a recostar a Pléyade de nuevo.
—¿Qué haremos? —preguntó ésta, desalentada.
—Por ahora sus signos vitales se estabilizaron, fue difícil para ambos, pero creo que esta noche podremos recuperarnos, y ellos sobrevivirán. Tienen varios huesos rotos y magulladuras a causa del viaje, pero no podremos curarlos en el estado que estamos.
—Espero que todo salga bien —rogó la madre en un suspiro.
—De todos modos, no podemos hacer más, en cualquier momento yo me desmayaré también.
El muchacho se sentó en una cama, palpándose el hombro. Le dolía un poco, y no tenía fuerzas para curarse a sí mismo. Su ropa estaba manchada de sangre, como la del resto de los hombres y hecha jirones en esa zona del cuerpo. Nadie le había prestado atención a la herida, ni siquiera él mismo, en medio de la excitación y los problemas surgidos hasta ese momento.
—¿Qué tienes? —le preguntó la madre preocupada. Nunca vio signos de dolor en el rostro de ninguno de sus hijos, y eso la inquietó—. Déjame revisarte... —dijo, rasgando la deshecha camisa con cuidado—. ¡Por favor! ¿Cómo es posible? —exclamó asustada la mujer—. ¡Necesito ayuda aquí!
Otras dos mujeres se acercaron a colaborar con Selene. El muchacho mostraba una perforación en el hombro, debida a algún proyectil o esquirla, que había penetrado en su cuerpo, alojándose en él. La herida se veía muy mal, puesto que nadie le había dado siquiera unos primeros auxilios.
—No te preocupes —dijo el muchacho—. Mañana estaré mejor, sólo necesito descansar.
—¡Te sacaré la bala ahora! —gritó la madre, con autoridad. El muchacho, sorprendido por el arranque de furia, no volvió a negarse. Simplemente cerró los ojos y se desconectó del exterior.
* * * * *
—¿Qué hemos hecho el día de hoy? —preguntó Selene a Mayhem, que se encontraba junto a ella afuera de la tienda, desesperanzado, respirando el frío aire nocturno. Las nubes se habían evaporado de forma tan veloz como se habían reunido para atraer la lluvia, y el cielo despejado permitía que la luna y las estrellas iluminaran profusamente el panorama.
—Mucho, o poco. Realmente no lo sé. Yo sólo sé cumplir órdenes, no analizo los motivos de mi jefe, porque confío en quien tiene un entendimiento mayor al mío.
—Esperemos que todo lo que trajeron valga las numerosas vidas que hoy se perdieron. También espero que esos dos seres que llegaron con ustedes sobrevivan, y nos enseñen algo, porque de otro modo me sentiré muy mal.
—¿Cuál es su situación? —preguntó el hombre.
—Mis hijos lograron estabilizar sus signos vitales, lo que les dará algunas horas de descanso antes que corran peligro nuevamente. Pero Orión se está recuperando de una herida de bala en el hombro, mientras que Pléyade tiene un nivel de cansancio tan grande que reposando varios días ininterrumpidos aún no lograría recuperarse. Además, si quieren mantener con vida a ambos, no podrán atender a nadie más, ni siquiera a su propio padre.
—¿Su padre? —quiso saber Mayhem, a pesar de imaginar la respuesta.
—No te hagas el distraído —le dijo ella—. Todos en la aldea lo murmuran, y es verdad. Ellos son nuestros hijos.
—Lo suponía... —alcanzó a decir el hombre.
—Me preocupan el resto de los heridos, y aún más los que regresen ahora. Todos estamos agotados, y habrá que atenderlos... Quien sabe en qué estado lleguen.
—Envié a los dos vehículos en busca de ellos, espero los hayan encontrado y estén de regreso pronto... Pero no tengo muchas esperanzas, supongo que sólo un quinto de la fuerza original habrá sobrevivido, si no menos... No quería mentir al resto de la población, necesito que tengan ánimo para lo que se avecina.
—Mandé llamar a las demás aldeas —explicó Selene—, celebraremos un consejo, y decidiremos nuestro futuro.
—¿Nuestro futuro? —preguntó el hombre, sorprendido.
—Sí, los tres pueblos hemos perdido a la mayoría de nuestros hombres, y realmente no creo que podamos valernos por nosotros mismos si permanecemos separados.
—¡Eso es imposible! —exclamó el hombre—. Ya lo hemos intentado antes, y nuestras diferencias son enormes como para lograr una comunión y una paz que nos permita vivir juntos.
—Ahora la situación es diferente, te lo repito —afirmó la mujer—. Como responsable de mi pueblo te aseguro que nosotros aceptaremos el trato. Los del este son pocos, deberán plegarse...
—Pero nosotros no —insistió Mayhem—. Conozco a mi gente, no querrá juntarse con guerreros y psiónicos.
—Eso lo veremos —sonrió Selene—. El Santo ya me había hablado de la posibilidad, y supongo que ustedes serán leales a la resolución que él tome.
—Estoy mortificado. Las cosas son mucho más complicadas de lo que pensamos, cada día veo más oscuro nuestro futuro.
—No te preocupes —lo reconfortó la mujer— Encontraremos soluciones a todos los problemas que se presenten, el consejo deliberará y encontrará un camino para salir adelante.
* * * * *
En los momentos de dificultad, solamente el esfuerzo, en muchos casos compartido, puede conseguir revertir una situación adversa en algo positivo. El entregarse antes de la lucha, tan común hoy en día, es una falta grave, porque cercenamos la capacidad humana que tenemos de modelar al mundo, de convertirlo en lo que queremos o creemos. No hay que dejarse engañar por los pesimistas, los materialistas, que ven todo desde el punto de vista de la causa-efecto inmediata, y no de la causa-efecto mediata, indirecta y real, hay que iniciar la lucha aunque esté perdida, y sólo así se vencerán las batallas más difíciles. La resignación es el camino de los débiles, de los tibios, de los que no perdurarán.
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