Capítulo 10: El Ataque

La despedida fue difícil. Selene lloró desconsoladamente hasta que vio alejarse a la hueste, desapareciendo en el horizonte. Luego simplemente corrió hacia su nuevo hogar, para continuar sollozando en soledad. No podía soportar la idea de perder a sus hijos, ni al hombre de su vida...

Mientras tanto, la enorme caravana avanzaba lentamente. El suelo era un lodazal intransitable, debido a las últimas lluvias que se habían descargado en el lugar. Recientemente había anochecido, aunque todo el día fue oscuro, a causa de los nubarrones que cubrieron el cielo, trayendo la inesperada tormenta. Y esa lluvia era un presagio de algo, si era bueno o malo estaba por verse... Un clima así era poco frecuente, algunos de los hombres no recordaban cuándo fue la última vez en la que vieron caer agua del cielo, era un milagro para ellos, algo divino... La lluvia era siempre bienvenida, pero la oscuridad que venía con ella traía un desasosiego inexplicable, más en momentos como ese...

Orión había tenido prácticamente que arrastrar a Pléyade hasta el lugar donde se encontraban en ese momento, tomando un descanso. Ella era la única mujer en el grupo, causando preocupación y sorpresa en tan peligrosa jornada. Sólo los miembros de su aldea la conocían y sabían cuán útil podría llegar a ser en una emergencia. Pero para los demás, ver a una mujer tan hermosa, embarrada y caminado junto a ellos, era un hecho insólito.

El Santo subió con dificultad a una loma, deformada y resbaladiza a causa de la lluvia. Desde allí emitió palabras de aliento a sus hombres, que estaban sumamente preocupados e inquietos.

—¡Compañeros! —gritó—. La hora ha llegado... El momento de luchar por una vida mejor, de encontrar respuestas a nuestros eternos cuestionamientos, la cura a nuestras enfermedades y a nuestra ignorancia. Es la hora en la que podemos cambiar nuestro eterno destino de sufrimiento, miedo y angustia... ¡El futuro será auspicioso mientras poseamos la fuerza para vencer! —exclamó a viva voz. Sabía que los hombres lo escuchaban con dificultad debido a la potente lluvia, pero necesitaba animarlos, para que combatieran con todas sus fuerzas por ese cambio que estaban buscando—. Nosotros no queremos eliminar a un enemigo, sino encontrar sabiduría y entendimiento. No queremos entrar para pelear, sino para conseguir datos, conocimientos científicos y tecnológicos que puedan ayudar a que nuestra raza crezca, convirtiéndonos en hombres de verdad, completos, para dejar de ser simples bestias de la creación ¡Avancemos! Sin miedo, porque nuestro futuro y el de nuestras familias es lo que está en juego.

Orión y Pléyade dieron poca importancia a las palabras de su padre, sabían que no estaban dirigidas a ellos, no las necesitaban. La joven se sentía realmente agotada, tenía el cuerpo entumecido, y nunca había exigido tanto a su físico. Orión, preocupado, la ayudaba en todo lo posible, pero caminar por ese barro realmente era inhumano.

El Santo enseguida había bajado de la loma y empezado a caminar rumbo al Búnker. Nadie habló, nadie profirió un vítor de esperanza. Todos simplemente lo siguieron, con la cabeza gacha. Orión se acercó al Santo y caminó a su lado, pero tampoco se atrevió a decir nada.

—¿Por qué me hicieron esto? —le preguntó el Santo al muchacho, contrariado, sin detener la marcha.

—¿Qué cosa? —quiso saber Orión.

—Traer a su madre, en este momento tan difícil.

—¿Por qué? —le contestó el joven—. ¿Acaso estos días no han sido maravillosos para ti? ¿Acaso no reencontraste la felicidad?

—Por supuesto —le respondió el Santo—, pero por primera vez en mucho tiempo he vuelto a sentir miedo... Un miedo que había olvidado... El miedo de no volver a casa, cuando alguien me está esperando. Es sencillo ser un héroe cuando a nadie le importa que regreses, en cambio es imposible serlo, si sabes que tu ausencia podría causar un gran dolor a alguien. Ahora, además de preocuparme por todos ellos —dijo refiriéndose al ejército que venía lentamente caminado detrás suyo—, debo preocuparme de mí mismo. Eso es algo que nunca hice, mis hombres siempre estuvieron por encima mío, y por eso me consideran su líder...

—No pienses tonterías —lo interrumpió Orión, apoyándole la mano en el hombro, en forma de un tímido abrazo—, la vida tiene momentos para todo, y creo que ya ha llegado el tiempo de que seas feliz. Tal vez, luego de que todo esto termine, puedas cambiar tu existencia, y ser quien siempre deseaste ser.

—No sé si deseo ser alguien distinto, tal vez ese no sea mi destino.

—O tal vez tu misión ya esté cumplida —caviló finalmente Orión, mientras daba media vuelta y corría de nuevo hacia atrás en busca de su hermana, que caminaba dificultosamente a través del barro y los pozos. Cuando llegó a ella la ayudó con cariño a avanzar un poco más rápido, inclusive cargándola en ciertos trechos difíciles.

—¿Qué te dijo papá? —le preguntó la muchacha. Ella misma se sorprendió al darse cuenta de haber utilizado la palabra papá. Nunca la había usado hasta ese momento, pero notaba que los lazos familiares se habían estrechado en esos escasos días que compartieron juntos, más aún desde la llegada de Selene al pueblo.

—Nada, está preocupado. Teme por mamá, se siente culpable de estar haciéndola sufrir al venir aquí, y al traernos a nosotros.

—No debería preocuparse —reflexionó Pléyade—. Sabemos que no nos ocurrirá nada, y se lo hemos dicho.

—Tú no comprendes, nuestras palabras no le sirven de consuelo. Nunca va a creer ciegamente en lo que digamos, siempre tendrá la semilla de la duda dentro suyo. Además, el Santo sufre una crisis, al tener que dividir su atención entre el pueblo, sus hombres, y mamá. Siente que no puede cumplir con ambos, y está temeroso del futuro.

—Es fácil entenderlo, pero si todo sale bien, a partir de mañana podrá dedicarse únicamente a su familia, y olvidarse de estos peligrosos ataques y pérdidas de vidas.

—Esperemos que así sea... —murmuró Orión.

El Santo avanzaba adelante de la hueste, caminando pensativo. Nadie lo acompañaba, sólo sus ideas y preocupaciones. El paso de los hombres era lento y cauto, la esperanza llenaba el alma de todos, pero sabían que muchos morirían para llegar a cumplir el cometido de la misión, y por eso los rostros eran sombríos y nerviosos.

El tiempo pasó lentamente, mientras la caravana redoblaba el paso, preocupada por la posible aparición de los peligrosos Demonios Aéreos, que tantos estragos habían producido en el último ataque. Lentamente un rumor lejano se hizo presente, por encima del ruido que producía la lluvia al caer. Este zumbido asustó a todos, y los obligó a apurarse aún más, para no ser encontrados antes de llegar al Búnker.

Mayhem se acercó al Santo, con un extraño aparato entre sus manos, y le indicó algo. El hombre se preocupó, e hizo la señal que indicaba a los demás que alistaran las armas para el combate que se avecinaba. Todos sabían que corrían un grave riesgo, y que éste se acrecentaba con cada segundo que discurría. Los hombres prepararon las armas, oteando el horizonte en busca de las luces de los Demonios.

En pocos minutos, un resplandor surgió detrás de una loma, por la retaguardia. Era un resplandor único, conocido, muy distinto a cualquier relámpago que esa noche lluviosa pudiera mostrar. La luz se acercó a una asombrosa velocidad, hasta cegar a los hombres y cubrirlos por completo, mientras que las miles de brillantes gotas de agua reflejaban el peligro. Como ya se encontraban cerca del Búnker, todos empezaron a correr hacia él, mientras que los hombres con las ametralladoras de grueso calibre protegían la huida, quedando al final de la fila. Otras dos naves aparecieron de repente, cubriendo los flancos izquierdo y derecho, formando una triangulación perfecta e impidiendo que la lucha se realice en un solo frente.

—¡Síganme! —exclamó el Santo al grupo de asalto, compuesto por Orión, Pléyade, Mayhem, Esteban, y algunos hombres de confianza. Los reflectores de las naves cubrían todo el perímetro, y los soldados no podían distinguir lo que ocurría a su alrededor. La hueste mayor se encargó de distraer a las naves, mientras ellos abandonaban la región iluminada. Este pequeño grupo cargaba con el pesado cañón en el cual se basaban todas las expectativas de éxito de esa batalla.

Cuando estuvieron a una distancia prudencial de las puertas del Búnker, no muy cerca de los cañones que custodiaban la entrada, Mayhem ordenó a los hombres que depositaran el cañón en el suelo. El fragor de la batalla era mayor, y miles de luces iluminaban tanto el cielo como la tierra a espaldas de este pequeño grupo de renegados.

Los hermanos escucharon, entre la marejada de gritos y explosiones, algunos lamentos proferidos por su padre, al notar que la puerta del lugar había sido reparada; Mayhem le dio unas palabras de aliento y a continuación ordenó a Esteban que disparase el cañón directamente al pórtico.

El hombre obedeció a sus superiores, y abrió fuego. Un haz luminoso surcó el húmedo terreno, seguido de una terrible explosión que se produjo en la puerta, dejando en llamas todo a su alrededor, que poco a poco se fueron apagando con la intensa lluvia.

—¡Realiza otro disparo —gritó el Santo— y estaremos dentro!

Esteban lo hizo sin titubear, y la segunda gran explosión que se produjo tras el fogonazo dejó sólo una gran caverna, donde antes hubiera una puerta inexpugnable. Instantáneamente, el Santo hizo una señal con la mano, y empezó a correr hacia la entrada, seguido de veinte hombres, entre los que estaban sus hijos. Tuvieron que esquivar a los cañones que la protegían, y a las minas, que eliminaron a algunos de los participantes de esa carrera mortal. Detrás de ellos había quedado el humeante cañón, protegido por Esteban y unos pocos hombres.

Al notar que se había producido una brecha en la seguridad del Búnker, uno de los Demonios abandonó su combate contra la hueste mayor y se dirigió rápidamente hacia la puerta, para evitar que alguien lograra penetrar al lugar. El ente empezó a disparar sobre todo cuerpo en movimiento, con gran certeza. Varios hombres fueron aniquilados en segundos, y aparentemente nadie lograría llegar sano y salvo al pórtico.

Muy cerca de la entrada, Pléyade, en un intento extremo de ponerse bajo cobijo, tropezó y cayó al suelo de bruces. Las luces del aparato volador estaban sobre ella, evidentemente sería el próximo blanco. Con las escasas energías que le quedaban, logró darse vuelta e invocar un escudo protector que evitara cualquier daño físico que le quisieran infligir. Pero había visto lo poderosas que eran las armas de la nave, y realmente dudaba que su escudo soportara una explosión semejante.

Orión notó el hecho, pero sin darse cuenta, se había separado de su hermana durante la conmoción. No llegaría a socorrerla. El momento se prolongó por siglos, en las estupefactas mentes de los presentes. En ese instante, un áureo haz luminoso surcó el empapado aire, e impactó directamente en el demonio, convirtiéndolo en polvo de estrellas. Asustada, la muchacha se levantó y empezó a correr hacia la puerta, a escasos metros de ella. Su padre, hermano, y algunos pocos hombres la esperaban allí. Pero una nueva y gran explosión la hizo caer de nuevo, a sus pies.

Asustada, miró hacia atrás, y pudo ver como el cañón que le había salvado la vida ahora ardía en llamas multicolores, consumiendo también a sus amigos, los que habían operado el arma. La muchacha se levantó con dificultad del suelo, para luego acercarse al padre y tomar su mano.

—¡Vamos! —le dijo—. ¡No hay tiempo que perder!

—¡Esteban! —gritó el Santo, sabedor de que gracias a su actuación ellos aún estaban con vida—. Has dado tu vida por nosotros, sabías el peligro al que te enfrentabas, y fuiste leal a nuestra causa y a nuestra búsqueda hasta el final ¡Gracias! —exclamó—. Nunca te olvidaré, y juro que haré que tu muerte no sea en vano.

Pensativo, el hombre se adentró en el oscuro lugar, seguido por sus hijos y un puñado de combatientes que habían logrado llegar hasta allí.

—¿Estás bien? —le preguntó Orión a su hermana, ayudándola a mantenerse en pie.

—Sí, un poco magullada, y agotada, pero nada más —le respondió ella, acariciándose una rodilla suavemente, para mitigar el dolor. Luego iniciaron su caminata detrás del grupo.

Las paredes metálicas estaban un poco corroídas, pero dentro de todo, bastante bien conservadas. Unas lucecillas, inútiles para la visión, indicaban el camino descendente en espiral, hacia las profundidades de la tierra. Los hombres tropezaban en la oscuridad, y proferían algunos quejidos, pero los hermanos no tenían ese problema. Comprendían y sentían lo que les rodeaba, por lo tanto podían avanzar con seguridad.

Su padre avanzaba con convicción, delante del grupo. Demasiados peligros habían sorteado, y muchas muertes sucedieron, como para ahora darse el lujo de la duda ¡Lo lograron! ¡Ingresaron al lugar! Parecía algo imposible, increíble, pero lo hicieron. El hombre empuñaba su arma con firmeza, sin miedo, mientras los demás soldados sólo caminaban sorprendidos a su alrededor.

Mayhem y el Santo hablaron un momento sobre la maravillosa construcción, y sus orígenes.

—...Pero no lo miren con asombro, sino con respeto y cautela, puesto que no sabemos lo que nos pueda esperar más adelante —explicaba el Santo al cabo de un rato.

—Por ahora nada —dijo Orión, seguro de sí mismo—, el camino sigue limpio y bajando por un buen trecho aún —Pléyade sentía lo mismo, no había nadie esperando, ni escondido entre las sombras, el lugar se sentía completamente muerto y deshabitado.

—Y parece que nadie nos sigue —completó uno de los hombres que los acompañaba en la retaguardia.

—Santo, hay algo que no entiendo —habló otro de los soldados—. Sé que buscamos conocimiento, tecnología, pero ¿De quién? ¿Quiénes habitan dentro de este complejo? ¿Hombres? ¿Y por qué nos atacan?

—En realidad nunca nos atacaron —respondió el Santo—. El Búnker fue descubierto por accidente cuando yo había abandonado la aldea, recorriendo nuestro devastado mundo en la búsqueda de respuestas. No se sabe quién lo habita, sólo sabemos que se defienden de nuestros ataques y que quieren mantenernos lejos suyo, pero nunca existió un diálogo con sus moradores. No sabemos qué piensan de nosotros, y por qué no nos aceptan. No deseo en lo más mínimo que se derrame sangre inocente, sólo busco la paz. Personalmente, odio la violencia y nuestro método de ataque, pero no podemos hacer otra cosa, nuestras vidas no tienen futuro salvo que encontremos alguna forma de mejorarlas. Con cada generación somos más débiles, la escasa población disminuye aún más, nos azotan las enfermedades, ni siquiera tenemos agua y comida suficiente o por lo menos alguna forma de conseguirlas. Es por eso que nuestra esperanza radica en este lugar, soñamos con que aquí dentro existan el conocimiento y la tecnología necesarias para lograr que nuestra especie no desaparezca... Y no tenemos mucho tiempo para encontrar la solución a nuestros problemas.

—¿Nunca pensaste en la posibilidad de migrar hacia la gran ciudad del sur? —preguntó Orión, participando en la conversación.

El Santo lanzó una mirada gélida al imprudente joven, que nadie notó en la penumbra.

—¿Qué? ¿De qué hablan? —preguntó Mayhem con curiosidad.

—Ir al sur sería una pesadilla para nuestro pueblo, inclusive peor que quedarse a morir aquí —respondió el Santo duramente—. Además, el mundo es tan grande... ¿Para qué acumularnos en un único lugar y dejar abandonado el resto del planeta? Creo que estás hablando sobre temas que desconoces por completo. Es mejor que no pronuncies palabras tan peligrosas a la ligera, puedes causar mucho daño. Nunca repitas algo así frente a mis hombres —le pidió con autoridad y desaprobación—, y ustedes —habló mirando a quienes lo acompañaban—, no han escuchado nada de esta conversación sin sentido ¿Entendido? —preguntó.

—¡Sí señor! —fue la respuesta de los soldados, que realmente no habían llegado a comprender el críptico diálogo.

—Eres un tonto —le recriminó Pléyade a Orión, en un susurro apagado—. ¿Acaso no te das cuenta de que ir al sur no es una opción válida para él? Debe tener motivos muy fuertes para nunca haber hablado de ello a sus hombres ¿No lo crees?

—Tal vez, pero eso no impedirá que nosotros viajemos para allá —le aseguró su hermano.

—Por supuesto que no —asintió la mujer—, pero no tenemos el derecho de mezclar al resto de la población en nuestra búsqueda...

Luego de unos minutos, el corredor llegó a su fin, culminando en una gigantesca estancia, iluminada a medias. Habían descendido una gran profundidad hasta llegar allí, aunque no tenían idea de a cuántos metros bajo la superficie se encontraban.

Los siguientes pasos los condujeron a un gran galpón, lleno de objetos y aparatos jamás imaginados por ellos. Había montañas de materiales, vehículos pre-cataclísmicos, cajas enormes, objetos cubiertos con telas protectoras y aislantes, y un sinnúmero de brazos robots en plena actividad, moviendo cosas de un lado al otro, reparando un Demonio averiado, o detenidos sin hacer nada.

Los hombres cautelosamente se cubrieron detrás de unas cajas, y prepararon las armas por cualquier eventualidad, a pesar de no haber signos de vida en ese enorme lugar, salvo por los brazos metálicos y pequeños robots que lo recorrían en su afanoso trabajo.

El Santo ordenó a los hombres dividirse en tres grupos: uno iría por el centro, y los otros por los flancos, explorando y observando cada detalle del lugar.

—¡Qué fantástico! —exclamó, contemplando el lugar por encima de las cajas que lo guarecían—. ¿Funcionarán todavía estos vehículos? —se preguntó—. Parecen estar en buen estado —dijo, mientras ordenaba mediante señas a dos de sus hombres, bastante entendidos en mecánica, que revisaran algunos de los vehículos y las cajas de su alrededor, centrándose especialmente en buscar armas o combustible para estos móviles. El resto del pelotón avanzó con sumo cuidado, puesto que había una sospechosa tranquilidad en el ambiente, tranquilidad que les parecía muy extraña, ya que los habitantes del lugar, si los había, sabrían que ellos lograron penetrar al recinto.

Orión y Pléyade guiaron a dos pequeños grupos, bordeando la estructura circular, mientras que el Santo lideraba a la cuadrilla que iba por el centro. Todos se cubrían en lugares estratégicos, y avanzaban con sumo sigilo. Los grupos de los flancos estaban buscando posibles pórticos a otros ambientes, ese no podía ser el único, en algún lugar debía haber vida. El silencio mortecino sólo se quebraba por el ruido de los robots trabajadores. Salvo eso, nada interrumpió a los hombres en su andar.

Orión y Pléyade caminaban un poco más despreocupadamente, acariciando las paredes con suavidad, y elevando la vista, concentrados en algo. A los pocos minutos, ambos grupos encontraron posibles entradas a otros salones, selladas por pesadas puertas de acero. Los hermanos se miraron a la distancia, debatiendo cuál era el camino más conveniente a seguir. Ella había percibido algún tipo de emanación vital del otro lado de su puerta, la de la izquierda, mientras que Orión percibía sólo vacío a través de la suya. Por lo tanto, todos se acumularon frente a la puerta designada, para ver la forma de abrirla o forzarla.

—¿Por qué prefieren esta puerta y no la otra? —preguntó el Santo a los mellizos.

—Porque sentimos que dentro de este lugar hay vida —respondió Pléyade—, la otra puerta lleva a un lugar semejante a esta habitación, de metal y piedra, donde no hay nadie.

—¿Cómo saben eso? —inquirió Mayhem, sorprendido de la seguridad con la que la mujer se expresó.

—Es fácil percibir vida, en un lugar deshabitado como éste —le respondió crípticamente Orión.

—No les creas —agregó el Santo, moviendo la cabeza en forma negativa—, digamos que tienen una corazonada, y que ellos nunca fallan en sus predicciones.

Todos los presentes se mostraron confusos ante la confianza que el Santo depositaba en los extraños, pero no pronunciaron palabra, el hombre debería tener motivos muy fuertes para fiarse de ellos. La mayoría desconocía que éstos fueran sus hijos, ya que él no había confiado esa información más que a su pequeño círculo de confianza.

La reforzada puerta frente a los hombres estaba sellada completamente, y no encontraron ninguna palanca, manija o control que pudiera servir para abrirla.

—Tendremos que volarla —supuso el Santo, impaciente, al notar que el tiempo pasaba sin que ellos lo notaran.

Pero antes que pudieran planear la siguiente movida, a sus espaldas y desde el techo se descolgaron cuatro grandes brazos mecánicos, en cuyo extremo había algún tipo de arma, cañón o ametralladora.

Pléyade, instintivamente, saltó por delante de los hombres, cruzando los brazos por arriba de su cabeza, invocando a todo su poder, para generar un nuevo escudo protector. Inmediatamente unos flashes de luz surcaron la habitación, yendo directamente hacia el grupo de carne y hueso, buscando a cualquier ser de sangre caliente que se moviera dentro del lugar. Las luces, al alcanzar a los hombres, se desviaron en forma de anillo, rodeando al escudo protector, sin causar daño alguno a los soldados. Agobiada por el esfuerzo psíquico, Pléyade se desplomó en el suelo, empujada por la ráfaga que acababa de evitar.

Los soldados la miraron sorprendidos, asustados, sin comprender lo ocurrido. No atinaron a moverse, les era imposible salir de su estupor.

—¡Al suelo! —gritó el Santo. Todos salieron de su estado de trance, e intentaron ocultarse tras las cajas y pilas de objetos que había a su alrededor, excepto Pléyade, aún de rodillas en el suelo. Orión se abalanzó hacia su hermana, tomándola por un brazo y arrastrándola hasta debajo de una mesa metálica que había allí cerca.

—¡Mayhem! —gritó el Santo por su parte—. ¡Intenta abrir esa puerta con las granadas! —exclamó, señalando al acceso que había sido seleccionado por los hermanos.

Los gemelos poco entendían de lo que ocurría a su alrededor. Se oían disparos y explosiones en todas las direcciones, mientras que el agotamiento de Pléyade la llevaba al borde del desmayo. Podían escuchar cómo los brazos mecánicos se movían por el techo, sobre de sus cabezas, disparando a los indefensos y asustados hombres.

Nuevas explosiones, más disparos... Finalmente estos últimos amainaron, de alguna manera los soldados habían destruido a los cañones... Pero ahora las llamas empezaban a consumir algunos de los artefactos y cajas que había en el lugar, llenando de una espesa humareda el amplio recinto.

El Santo hizo una señal a Orión, y éste lo siguió, llevando consigo a Pléyade, que aún no se recuperaba. Todos se apresuraron a penetrar a la siguiente habitación, a través de un boquete en la puerta de acero, hecho con las armas y granadas probablemente.

Un aire cálido y agradable emanaba del hueco abierto en el metal. La habitación estaba iluminada únicamente por las llamas del exterior, por lo que los soldados fabricaron unas antorchas allí mismo, con los materiales que tenían a mano, para ver un poco mejor los alrededores. En el lugar se hallaban varios estantes, frascos, instrumentos, y tubos esparcidos por el suelo debido a la explosión de las granadas. Numerosas mesas de metal estaban repletas de instrumental quirúrgico, colocadas justo debajo de brazos robot, en ese momento inactivos.

Los hombres avanzaron sigilosamente, a pesar que el sitio no parecía peligroso, y caminaron entre los escombros, hacia el centro de la habitación.

Pléyade se liberó de su hermano, acercándose directamente a dos cilindros metálicos que se encontraban allí, de aproximadamente dos metros de largo y un metro de diámetro. Apoyó su mano sobre uno de ellos, y pudo notar con total seguridad que algo o alguien estaba atrapado adentro. Sus signos vitales eran muy leves, semejantes a los que había percibido en Roberto tantos años atrás, cuando el chiquillo había caído en el profundo coma causado por su hermano. Estos recuerdos la llenaron de dolor, al rememorar lo difícil que había sido sanarlo. Asustada, sacó la mano instantáneamente del tubo, despertando de su trance.

—¡Aquí! —gritó a los demás—. ¡Abran esto con cuidado! —agregó, señalando al cilindro.

Inmediatamente Mayhem y otro hombre se acercaron al lugar, buscando alguna forma de abrir esa pieza de sólido metal. Ambos cilindros estaban conectados por numerosos tubos y cables entre ellos y el suelo, pareciendo ser una compleja maquinaria de uso desconocido.

—Está sellado —informó Mayhem, analizándolo desde todos los ángulos—. No sé cómo abrirlo, si es que en realidad hay forma de hacerlo ¿Por qué debemos abrir esto? ¿Acaso no es algún extraño artefacto, algo peligroso o radiactivo?

—Para nada —le respondió Pléyade—, creo que aquí adentro están contenidas las respuestas a muchas de nuestras preguntas.

—¿Piensas que es algún tipo de contenedor o caja fuerte? —le preguntó Mayhem.

—No. Cuando lo abras verás a qué me estoy refiriendo. Sólo hay que encontrar la manera de hacerlo —insistió ella, misteriosa

—¿Acaso esto no es una ranura? —preguntó el Santo, señalando una delgada hendidura que rodeaba todo el complejo artefacto metálico.

—Parece que sí —respondió Mayhem—, veremos cómo forzarla para que se abra —completó, mientras que de entre los objetos de las mesas tomaba una hoja de metal semejante a un cuchillo, e intentaba insertarlo en la ranura, improductivamente.

Orión, por su parte, observaba con suspicacia al aparato. Podía percibir claramente lo mismo que la hermana, e intentaba comprender el mecanismo que accionaba la máquina.

—Dame eso —le pidió el Santo a Mayhem nervioso, tomando la hoja de metal. Inmediatamente, con toda su fuerza, empezó a cortar los tubos y cables que conectaban el cilindro al piso.

—¡No! —gritó Pléyade, asustada—. ¡Vas a hacerle daño! —Su hermano había sentido el mismo escalofrío que ella.

El Santo se detuvo al instante, y la miró extrañado.

—¿Daño? —preguntó, sin llegar a entender a qué se refería Pléyade.

—Pásame el cuchillo —le solicitó Orion—, creo que ya sé cómo abrirlo.

El Santo le entregó el cuchillo al muchacho, y miró con sorpresa cómo el joven lo insertaba en una ranura que estaba junto a los cables, moviéndolo lentamente. Luego cortó con cuidado una de las conexiones, momento en que un ruido semejante a aire que se liberaba a presión se escuchó en todo el tubo. En ese instante también empezó a brotar lentamente, de la ranura que rodeaba todo el cilindro, un blancuzco líquido espeso.

—¿Cómo hiciste eso? —le preguntó Mayhem asombrado.

—Puedes llamarlo intuición, o sexto sentido, no importa. Yo lo llamaría suerte... —respondió, mientras intentaba separar la parte superior del tubo, como si de una tapa se tratara. Instantáneamente el líquido empezó a caer pesadamente al suelo, salpicando a todos.

El grupo entero, exceptuando a los hermanos, se quedó inmóvil, sorprendido, absorto. Dentro del cilindro había una imagen que intentaba asemejarse a la de un ser humano. La figura escuálida flotaba en el líquido viscoso, y tenía miles de cables y tubos pegados por todo el cuerpo. Una especie de casco aislaba la cabeza del resto del organismo y del plasma en que flotaba. Su piel era tan blanca como la nieve y sus delgadas extremidades daban pena a los fuertes hombres que habían llegado hasta él.

—¡Sáquenlo de ahí! —solicitó Mayhem a los hombres que lo acompañaban.

—No creo que sea una buena idea —apuntó el Santo—, pareciera que este cuerpo tan frágil se fuera a deshacer si lo tocáramos. A propósito ¿Está vivo? —preguntó, dirigiéndose a sus hijos.

—Lo está —respondió Orión, acercando una mano al cuerpo—, pero su estado de debilidad es alarmante. No creo que sobreviva mucho sin cuidados extremos.

—Supongo que el otro cilindro debe contener algo semejante —infirió el Santo.

—¿Y qué haremos con ellos? —preguntó Mayhem.

—Los llevaremos con nosotros —le respondió el líder—. Tal vez sean los jefes de este lugar, tal vez sean sabios encerrados por algún extraño motivo.

—A mí más me parecen esclavos —infirió uno de los hombres—. ¿Acaso por su propia voluntad alguien sería capaz de vivir de esta manera?

—Nunca lo sabremos si es que mueren, así que tengan mucho cuidado al trasladarlos —dijo el Santo.

Pléyade se apoyó en una silla, con los ojos cerrados, intentando vencer al cansancio, mientras que Orión y varios hombres cargaban los pesados tubos fuera de la habitación.

—¡Es increíble! —exclamó el Santo momentos más tarde, acompañando a otro hombre que se había asomado por una puerta del otro lado de la habitación, hacia una oscura y profunda caverna—. ¿Así vive toda la población de este lugar? ¡Es algo inimaginable!

La exclamación sorprendió a los hermanos, que habían dejado de prestar atención a lo que su padre hacía. Pléyade sintió un terror que le oprimía el pecho, un terror nunca percibido antes. Inmediatamente miró a su hermano, que había sentido lo mismo, casi dejando caer el tubo de entre sus manos.

Ambos chillaron al unísono:

—¡Salgan de allí! ¡Muévanse! —El Santo dio media vuelta y los miró, sin entender el motivo de los gritos, mientras que el otro soldado prefirió ignorarlos...

Una rojiza explosión cubrió al Santo, bañándolo en sangre, no suya sino del otro hombre, que se había desplomado perforado por cientos de proyectiles que se enterraron en su cuerpo, disparados desde dentro, por numerosas sombras que recorrían el lugar.

Los soldados lanzaron al piso varias mesas metálicas, para utilizarlas como escudos, mientras huían por el agujero por el que habían llegado. Los dos tubos ya estaban afuera, y preferían escapar a luchar contra esas temibles sombras que acabaron con su amigo. El Santo saltó por encima de las mesas, y se cubrió tras una de ellas, donde Orión también estaba, concentrado, rogando no ser alcanzado por los proyectiles. Ellos dos eran los únicos que permanecían en la habitación, iluminada únicamente por las ráfagas del enemigo y la tenue luz de la salida, inalcanzable.

Pléyade estaba afuera, ejerciendo sus dotes de líder. Había cargado los tubos cada uno en un jeep diferente, que lograron activar los hombres que se dedicaron a revisar el lugar. Encontraron armamento sumamente interesante y poderoso en algunas cajas, que también estaban cargando en los vehículos.

Mayhem se acercó desesperado a ella, en busca de ayuda, pero la encontró fría y cansada.

—¡Tienes que hacer algo! El Santo y tu hermano están solos allí adentro ¡Van a morir si no los ayudamos!

—Haría cualquier cosa por ellos —afirmó la muchacha, recostándose en el costado del vehículo—, pero estoy tan débil que me desmoronaría con tan sólo dar un paso más —Mientras tanto, numerosos disparos y explosiones se escuchaban desde la habitación contigua. En el amplio lugar que se encontraban, las cosas tampoco estaban bien; las llamas continuaban expandiéndose en todas las direcciones, y consumiendo volátiles substancias que explotaban con violencia. Debían salir de allí, y pronto.

—¿Y tu hermano no puede hacer algo? —le preguntó el hombre a la muchacha.

—Sí —aseguró ella—, pero cuando se asusta normalmente se bloquea. Además, si todavía están vivos, es gracias a él.

Mayhem, desesperado, tomó una extraña pistola que había en una de las cajas, junto a sus grandes y extrañas municiones, mientras intentaba cargarlas sin mucho éxito. De todos modos, corrió hacia el boquete en la puerta y se adentró en él.

La imagen adentro era espeluznante, los dos hombres estaban apenas cubiertos por una endeble y perforada mesa, aparentemente aún ilesos, pero demacrados por la tensión. Unos extraños artefactos mecánicos, dotados de vida, se movían frente a la (para ellos) pequeña puerta que separaba los ambientes, y disparaban ráfagas de metralla en todas las direcciones. Sin dudarlo por un instante, Mayhem se lanzó al suelo, con el arma en la mano, y disparó...

Una luz poderosa y encendida brotó de la pequeña pistola, asombrando a todos, inclusive al portador del arma. Ésta se elevó por encima del Santo y Orión, y llegó exactamente al blanco seleccionado: los robots de la puerta. Una impresionante explosión sobrevino a continuación, retumbando por todo el lugar. Las mesas, y los hombres tras ellas, fueron empujadas violentamente hacia adelante, mientras el techo se desmoronaba parcialmente, junto a las paredes.

Orión, instintivamente, tal como lo hizo su hermana con anterioridad, logró cubrirse de los cascotes que caían alrededor desviándolos con su manto protector, pero contrariamente a lo que Pléyade solía hacer (proteger a los demás), él sólo tenía conciencia de sí mismo. Por lo tanto, salió intacto del desmoronamiento, pero su padre había quedado atrapado por numerosos escombros, y con la pierna aprisionada por una viga de metal.

El hombre, agotado y malherido, estiró una mano en silencio, que Orión asió con firmeza. Inmediatamente se desmayó, confiando en que su hijo lo cuidaría.

El muchacho, junto a Mayhem, desenterró al padre, y dificultosamente movió la viga que lo atrapaba. Se oían aún disparos desde el otro lado de la habitación. Aparentemente había robots aún en funcionamiento, pero no podían acercarse lo suficiente como para disparar con certeza. Ambos hombres cargaron entre sus hombros al Santo, y lo sacaron de la humeante estancia.

Los demás soldados estaban impacientes, pero Pléyade les había ordenado estrictamente que no se movieran de sus posiciones. Todos la obedecieron sin saber por qué; un gran respeto había aflorado hacia la mujer, que parecía casi una niña.

Al rato, entre la humareda que ahora provenía del hueco abierto en el metal, salieron Orión y Mayhem tosiendo, cargando consigo al Santo. Los hombres vitorearon al dúo, y se aprestaron a huir. El calor de las llamas se hacía insoportable, y en cualquier momento ocurriría una desgracia si no escapaban rápidamente.

Cargaron al hombre en uno de los Jeeps, y se subieron todos apuradamente, acomodándose como pudieron entre los tubos, las cajas y algunos barriles. Uno de los vehículos arrancó y partió velozmente hacia la salida. El otro salió bruscamente, y de la misma manera se detuvo. En él estaban los hermanos y el Santo.

—¿Qué pasa? —imprecó Orión al conductor.

—¡Todavía no me acostumbro a sus controles! —se quejó el mismo. Luego encendió nuevamente el motor con unos extraños mecanismos y avanzó, lentamente pero sin detenerse. Ante ellos, una pila de cajas encendidas se había desmoronado, cubriendo la salida. Todos se miraron perplejos, pero el chofer no se inmutó.

—¡Atájense! —alcanzó a gritar el soldado.

Todos se tomaron de las barandas del desvencijado automóvil y rogaron que no ocurriera ningún accidente. El jeep se llevó por delante las cajas ardientes y tomó el camino que ascendía en espiral. El chofer aceleró la marcha, no pudiendo evitar chocar contra las paredes, puesto que no veía absolutamente nada en el oscuro pasillo, y no tenía idea de cómo encender las luces del vehículo.

Finalmente, y de milagro, alcanzaron la salida. El otro coche los esperaba, y al verlos llegar, emprendió la rauda huida nuevamente. El combate afuera había cesado casi por completo, sólo algunos resplandores se observaban aún en la distancia.

Ambos móviles emprendieron la carrera en hilera, siendo el de los hermanos el que iba detrás. Los cañones que custodiaban la entrada se activaron al momento que los coches se hicieron visibles para ellos. Tanto Orión como Pléyade se levantaron de sus lugares, alarmados, al notar este hecho, y se posicionaron en la parte trasera del vehículo. Eran un blanco demasiado grande y sencillo para los poderosos proyectiles que en segundos surcarían el aire.

Un pozo hizo saltar al vehículo, y Pléyade casi cayó fuera de él. Uno de los soldados la sostuvo diestramente, y la ayudó a recomponerse. Ella, por su parte, sólo se preocupaba de los primeros proyectiles que empezaron a brotar de los cañones. Los hermanos se tomaron de las manos, y haciendo acopio de todas sus energías se concentraron únicamente en los encendidos cohetes que se acercaban...

Uno a uno los misiles fueron desviándose, explotando en el aire o en el suelo. Algunos se elevaban por encima de ellos, detonando peligrosamente cerca del otro jeep. En menos de un minuto se habían alejado del radio de tiro de los cañones, pero todavía estaban desviando los últimos proyectiles provenientes de éstos.

La concentración de los gemelos se rompió en ese instante, debido a una brillante explosión que se produjo frente a ellos, cerca del otro móvil ¡Uno de los Demonios se hallaba sobre el jeep! Disparaba en forma irregular sobre el veloz blanco en movimiento, sin lograr acertar al objetivo. Mayhem, por su parte, respondió con varios proyectiles explosivos al ente volador, uno de los cuales dio directamente en él, produciendo una gran explosión, que dañó al aparato, pero sin lograr derribarlo. El Demonio empezó a dar vueltas en círculos, sin control, pero ametrallando en todas las direcciones.

Todos estos acontecimientos se dieron tan repentinamente, que los hermanos no notaron como un misil rezagado, proveniente de los cañones, caía a tierra, a escasos metros suyos. La detonación los tomó desprevenidos, elevando la parte trasera del coche en el aire.

Orión trastabilló, y cayó al suelo... El jeep se detuvo unos cincuenta metros más adelante, ante los gritos desesperados de los demás, pero ahora entre ellos se interponía el espeluznante aparato volador escupiendo proyectiles en todas las direcciones. Pudieron observar cómo el muchacho se levantaba dificultosamente del piso, pero le era imposible cruzar esa frontera de fuego.

El otro vehículo no había notado el incidente, y al ver que estaba libre de la amenaza, huyó más rápidamente aún. Pléyade, desesperada, levantó la mirada al cielo, suplicante, luego elevó ambas manos, apuntando al Demonio... Sus energías se acabaron definitivamente sin lograr su objetivo, cualquiera fuese éste, y cayó desmayada entre los brazos de los que la acompañaban y observaban atónitos la escena. Nadie sabía qué hacer, la muchacha y el Santo estaban inconscientes, y a otro lado del amenazador fuego se encontraba Orión, imposibilitada su huida.

—¡Vámonos! —exigió uno de los soldados, asustado.

—¡No! —gritó el conductor—. No nos iremos sin él.

—¡Entonces moriremos todos! —exclamó el primero, dejándose caer en el asiento.

Orión, por su parte, emprendió la carrera hacia el jeep, a través de la lluvia de balas. En un momento, elevó la vista hacia el Demonio, e hizo un gesto con la mano. De forma casi inmediata el aparato dejó de dar vueltas en círculos, y, perdiendo potencia, poco a poco fue descendiendo, sin disparar, hasta caer al suelo estrepitosamente. Sus luces aún alumbraban la devastada tierra, y parecía intentar cobrar altura de nuevo, sin éxito.

Mientras tanto el muchacho corrió los metros que le faltaban y se arrojó dentro del vehículo, exhausto.

—¡Apúrense! ¡Pronto volverá a elevarse! —gritó, a la vez que un hilo de sangre brotaba de su boca. Aparentemente no había salido indemne de la situación.

Los demás lo observaron con desconfianza, pero no podían perder tiempo, simplemente continuaron el viaje, con la esperanza de llegar sanos y salvos al hogar...

* * * * *

La violencia no es el camino. Pero a veces no hay camino. La conciencia universal aún no se ha formado, y, mientras permanezcan el egoísmo, el orgullo y la mentira en nuestros corazones, la violencia no desaparecerá.

Siempre ha sido así. Las revoluciones, la liberación de los pueblos del yugo de los poderosos invariablemente estuvo rodeada de violencia, de guerra. Porque el fuerte no quiere oír al débil, y, hasta que éste se rebele, las cosas no cambiarán. Los corruptos no dejarán de robar hasta que sus manos sean sacadas del tarro por la fuerza, como se hizo con la monarquía europea y la revolución francesa.

Todos queremos el fin de las guerras, de los conflictos, y de la injusticia, pero muchas veces, un golpe hace más que mil palabras. El problema es que nadie puede hacer justicia por sus propias manos sin ensuciarlas definitivamente, y quedar condenado. Los que hacen eso son héroes, y mártires, de la patria. Salvadores y culpables.

Gracias a los iluminados, a los despiertos, la situación está cambiando, y el clamor popular puede oírse cada vez más fuerte y claro. El reclamo sin violencia, pero con firmeza, produjo resultados. Pero siempre que haya cambios, habrá pirañas esperando comer de las sobras, a las cuales no hay que darles lugar en el banquete.

Hay que recordar siempre que la defensa de un bando es en general una acción errónea y estéril, puesto que quienes han descubierto el verdadero camino ya no defienden ningún bando, al saber que ninguna parcialidad comprende a la totalidad.

Estemos despiertos.

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