I Cuento: El amor te ciega... pero el dolor también...

Te dejaría ir...
pero tendría que admitir que me dolería
lo que dijeras sobre mí...

Las lágrimas caían de sus ojos cristalinos, y mancharon su rostro color porcelana. El amor de su vida la había traicionado, era normal su reacción, ¿no?
Yo en el asiento de atrás, me sentía fuera de lugar, escuchando sus lamentos y moqueos. La rabia me iba comiendo la cabeza poco a poco. Deseaba consolarla, quererla, garantizarle que todo iría bien, pero lo único que escuchaba eran sus sollozos y la vergüenza me rondaba. ¿Por qué no era capaz de ayudarle, cuando tantas veces lo hizo ella por mí? ¿Por qué he entrado en un bloqueo mental? ¿Por qué?
El semáforo se puso en rojo, y ella aprovechó para apartarse varias gotas saladas de los párpados, mientras trataba de suavizar su respiración. Apoyé mi mano en su hombro, indicándole que estaba con ella, que la apoyaba, pero ella se zarandeó, rechazando mi contacto. Me sentí desplazada, pero entendía su enojo, así que lo dejé estar. El semáforo pasó a estar en color ámbar,  y continuamos con nuestro trayecto. Pensé que se había tranquilizado, que ya no tenía intenciones de ahorcar a nadie... pero me equivoqué. ¿Quién es capaz de, en un abrir y cerrar de ojos, cambiar de pensar? Nadie.
Con lo cual, al arrancar, en vez de conducir de forma calmada, con una sonrisa serena, como siempre solía hacer, comenzó a moverse por la carretera a toda pastilla. La velocidad era abrumadora, e hice cuanto pude para mantenerme fija en mi asiento, pero los volantazos eran demasiado bruscos y me escandalicé.
— ¡Mamá! ¡Por favor! ¡Para! ¡Nos vamos a estrellar!- Fue lo primero que me digné a decir.
Ella no me hizo caso y siguió con la misma velocidad. Yo comencé a marearme, y tuve que cerrar los ojos para tener una clara visión de lo que estaba sucediendo. Grave error. Cuando volví a abrir los ojos, me sorprendió algo mucho más amenazante: estábamos enfrente de un gran muro.
— ¡MAMÁ! ¡GIRA! ¡VAMOS A CHOCAR!
Fue lo último, que recuerdo, haber dicho. Porque después, un fuerte dolor de cabeza hizo que mi visión se tornara a negro, y un pitido agudo hizo que ensordeciera. Mi cuerpo no pudo soportar más la presión... y me dormí con la esperanza de que todo cambiara...

***

Me despertó el ruido de las sirenas. Aturdida, salí del coche, y comencé a observar a la muchedumbre que iba y venía, confundida. ¿Qué había pasado?
Intentando hallar respuestas, miré el asiento del conductor... pero fue una muy mala idea: mi madre yacía sujeta a su asiento, apoyada en el volante, habían fragmentos de cristales por todo su rostro y brazos, del que desprendía sangre, pero también lo emanaba por sus fosas nasales y cuero cabelludo. En ese momento me desmoroné y caí al suelo, chillando desconsolada, desgarrándome la garganta. Las lágrimas acariciaron mi piel, y sintiéndome sola, volví a observar a la gente detrás de mí. Todos me ignoraban, porque tenían otro propósito, que era sacar el coche, y no encargarse de una niña. Pero, al volver a mirar al frente, mi perspectiva cambió. Volví a gritar, horrorizada, pero con la poca valentía que me quedaba, me acerqué a la ventanilla, destrozada, de atrás. Mis pies descalzos quemaban por cada pisada que daba. Hasta que lo vi claro. Mi cuerpo yacía inerte en aquel sitio. Cubierto de un manto color carmesí.

Y pensar que todo lo había causado él...
me gustaría decir que no fue culpa suya,
pero sería demasiado cruel...

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