Capitulo 7.- Memorias

10 de Septiembre de 1940, un año antes
Afueras de Moskova, Federación de Eurasia

La bruma matinal se mezclaba con el humo que ascendía desde los restos de los hogares destruidos. Tania se deslizaba entre los soldados con pasos calculados, su Mosin-Nagant descansando sobre su hombro. Estaba en un pequeño pueblo cuya historia no recordaba y cuyo nombre, sinceramente, le daba igual. Su padre, el omnipresente Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, había ordenado la política de tierra quemada en la región. "Por la revolución," murmuró para sí misma, con un amargo sarcasmo que ya le resultaba casi automático.

La ironía de ser hija del hombre que representaba todo lo que odiaba no dejaba de atormentarla. Había soñado con escapar cuando era joven, cuando aún creía que existía un lugar al que huir. "La Unión de Atlas... La tierra de los libres," pensó con desdén. Qué patético le resultaba ahora ese pensamiento, sabiendo lo que esa tierra realmente era: otra máquina de guerra con una cara diferente.

Mientras sus pensamientos divagaban, Tania observó cómo los civiles corrían desesperados. Hombres, mujeres y niños cargaban lo poco que podían mientras los camiones del Ejército Rojo transportaban suministros y heridos hacia Moskova. Esa gente lo abandonaba todo: sus hogares, sus recuerdos, sus esperanzas. La guerra, pensó, no solo mataba cuerpos; también mataba sueños.

Sacó un cigarrillo de su chaqueta sucia y lo encendió con manos temblorosas. El hábito era nuevo, una de las tantas cosas que había adoptado para enterrar los recuerdos de los horrores que había presenciado. Volar sobre los cielos con el 203° Batallón era diferente; ahí había control, distancia. Aquí, en la tierra, todo era caos y sangre.

Una voz conocida la sacó de sus pensamientos.
—Con que aquí estabas, camarada Tania.

Se giró y encontró al teniente Isakovich, su media sonrisa habitual asomando bajo su desaliñado uniforme.

Camarada Isakovich, —respondió Tanya con un tono aburrido, exhalando una bocanada de humo—, solo estoy matando el tiempo hasta que nos evacúen.

Él tomó el cigarrillo de sus dedos con naturalidad y lo llevó a sus labios.
—Preferiría que invirtieras ese tiempo en matar Atlasianos, camarada.

La forma en que lo dijo, como si fuera una broma, le arrancó una ligera sonrisa. Después de todo, ¿qué otra cosa podían hacer aquí sino matar y sobrevivir?

De todas formas, —continuó Isakovich, devolviéndole el cigarro—, ha llegado el reemplazo del comandante Borodin. Nos ha ordenado reunirnos para discutir el plan de batalla.

Tania arqueó una ceja y dejó escapar un leve suspiro.
—Bueno, no podía esperar menos del Ejército Rojo: resistir hasta el final.

Su sarcasmo era evidente, pero Isakovich pareció ignorarlo, como siempre.
—Así es, camarada. Hasta el final, por la Federación y por la revolución, —respondió con seriedad.

Antes de girarse para marcharse, le lanzó una advertencia:
—Le recomiendo que se apure. Dicen que el nuevo oficial no es muy paciente.

Tania asintió, llevándose el cigarrillo de vuelta a los labios para darle una última calada. Lo dejó caer al lodo de la carretera, aplastándolo con la bota.

—Gracias, teniente. Iré enseguida.

Lo observó mientras se alejaba entre los soldados y los civiles que seguían moviéndose frenéticamente. Tania ajustó la correa de su rifle y respiró profundamente. Una parte de ella quería simplemente caminar en la dirección opuesta, perderse en las sombras y desaparecer. Pero esa no era una opción. No aquí, no ahora.

Giró sobre sus talones y comenzó a avanzar hacia la reunión. Los ecos distantes de los bombardeos retumbaban en el aire, un recordatorio constante del caos que se extendía a su alrededor. Cada paso que daba era acompañado por el crujir del barro bajo sus botas, el grito de los oficiales coordinando la evacuación y el llanto apagado de los civiles que dejaban atrás todo lo que conocían.

Mientras caminaba, sus pensamientos la arrastraron hacia los orígenes de este desastre.

La Revolución Galiana. Ese punto de inflexión en la historia que había destruido el feudalismo en la Galia, dando paso a una república revolucionaria. Tania recordaba vagamente los libros de historia que hablaban del carismático Nathanaël Boucher, un general que ascendió entre las filas hasta proclamarse emperador en 1804. Nathanaël I Boucher había conquistado gran parte del continente, extendiendo sus ideales revolucionarios como una tormenta imparable. Cuando murió, dejó un imperio poderoso, pero también enemigos al acecho.

El principal adversario, el Imperio Rosmovita, resistió los embates de los galos, y tras la muerte de Nathanaël I, su sucesor, Nathanaël II, apenas pudo mantener el control. En 1831, un golpe de estado liderado por generales descontentos lo destituyó, transformando el Imperio Galo en la Unión de Atlas, una federación democrática que casi colapsa en sus primeros años. Sin embargo, logró estabilizarse, industrializarse y, finalmente, consolidarse como una superpotencia.

Esa consolidación no trajo paz. Para 1912, las tensiones entre Atlas y Rosmovia explotaron en la Gran Guerra Continental. Tanya podía casi imaginar las trincheras, el hedor de la muerte y la sangre empapando la tierra. Los galos empujaron a los Rosmovitas hasta las puertas de Minskaya y Ruskiev, pero una brutal contraofensiva en 1914 los devolvió a sus fronteras. La guerra se estancó en una pesadilla de tres años hasta que en 1917, agotados, firmaron un armisticio.

Rosmovia cayó en guerra civil, y de sus cenizas surgió el régimen comunista que ahora gobernaba con puño de hierro. Mientras tanto, Atlas, hundida en una crisis económica y en el resentimiento, vio nacer al Partido Legionario de Restauración Nacional. Su líder, Jacques De'Bayon, convirtió la Unión en un estado fascista, obsesionado con la venganza y la supremacía.

Tanya dejó escapar un suspiro irónico. "Y pensar que alguna vez quise escapar a Atlas," pensó. El paraíso que había imaginado no era más que otra prisión, solo que pintada de colores diferentes.

Su línea de pensamientos se detuvo al llegar al lugar de la reunión. Frente a un grupo de soldados estaba un hombre corpulento, de uniforme impecable del NKVD. Su cabello entrecano y sus facciones endurecidas por la edad y la experiencia denotaban que había superado los cuarenta. Estaba de pie sobre una caja, su posición elevándolo sobre los soldados como si quisiera recordarles su autoridad.

Tania se posicionó entre dos soldados, ajustando su Mosin-Nagant al hombro y cruzando los brazos. A su izquierda estaba Isakovich, quien le dio una breve mirada de reconocimiento antes de centrar su atención en el hombre.

Soy el coronel Churkin, del NKVD, —anunció el hombre con voz grave y segura—. El comandante Borodin ha sido relevado por incompetencia. A partir de ahora, yo estoy al mando.

El coronel barrió con la mirada al grupo, deteniéndose un segundo en cada rostro, como evaluándolos.

Camaradas, tenemos a los fascistas encima. Nuestro frente se contrae... ¡de nuevo! —Su voz retumbó con una mezcla de frustración y fervor, como si con sus palabras pudiera cambiar el curso de la guerra.

Tania observó cómo algunos de los reclutas se miraban nerviosos, sus expresiones delatando miedo e incertidumbre. "Otra vez el mismo discurso," pensó con desdén, reprimiendo un suspiro. Churkin no era el primero ni sería el último en tratar de inspirar a los soldados con palabras vacías.

El coronel continuó, su voz ahora teñida de un tono sombrío:
—No hay suficientes recursos para resistir el ataque de Atlas.

El aire pareció volverse más pesado. Tanya arqueó una ceja, desconcertada por la sinceridad de esa admisión. "¿Por qué lo diría en voz alta? ¿Está intentando desmoralizarnos aún más? ¿O simplemente está tan desesperado como el resto?"

El silencio que siguió era casi palpable, roto solo por el crujir de botas sobre el suelo helado mientras los soldados intercambiaban miradas nerviosas. Tanya, incapaz de contener su lengua mordaz, alzó la voz con su característico cinismo:
—¿Entonces, cuál es el plan, camarada coronel? ¿Morir gloriosamente por la Federación? ¿O retroceder mientras cantamos himnos revolucionarios?

Un murmullo recorrió el grupo. Algunos soldados apenas lograron reprimir sonrisas nerviosas, mientras otros la miraron con incredulidad. El coronel Churkin, sin embargo, no compartía la diversión. Su mirada endurecida se fijó en ella, y tras un breve momento, bajó de la caja que usaba como plataforma. Caminó hacia Tanya con pasos deliberados, su figura corpulenta proyectando una sombra intimidante.

—¿Y tú quién eres para hablar así? —preguntó con un tono gélido, deteniéndose a unos pasos de ella.

Tanya sostuvo su mirada sin pestañear, su expresión estoica.
—Sargento Tania Iósifovna, hija de Iósif Vissariónovich Dzhugashvili. Para servirle, camarada.

El silencio se rompió con un murmullo más intenso entre los soldados. Algunos la miraron con renovada atención; otros parecían tensos. Churkin se detuvo un instante, claramente evaluando su respuesta. Finalmente, una sonrisa amarga curvó sus labios.
—Ah, la hija del Secretario General. No solo llevas un apellido famoso, también una lengua más afilada que un cuchillo de trinchera.

Tanya no se inmutó, aunque sintió las miradas pesadas sobre ella.
—Solo digo lo que todos están pensando. Si no podemos resistir, necesitamos algo más que discursos vacíos para justificar nuestra presencia aquí.

El coronel entrecerró los ojos, pero antes de que pudiera responder, el teniente Isakovich dio un paso adelante, alzando la voz con firmeza:
—Camarada Churkin, la sargento Tania no tiene mala intención. Es joven, pero muy consciente de las consecuencias de la incompetencia en el alto mando. Además —añadió, señalando con un gesto hacia la columna de refugiados que huía por un sendero polvoriento detrás de ellos—, está profundamente preocupada por los civiles.

Tania miró a Isakovich de reojo. Su expresión era seria, pero ella entendió su juego. Aprovechó el momento para reforzar la narrativa.

—Exacto, camarada coronel —dijo Tanya, enderezándose—. Huir no es una opción. Al menos, no para mí. Propongo que organicemos una defensa en profundidad, utilizando esta aldea como bastión. Convirtamos cada casa, cada calle, en una fortaleza improvisada. Debemos ganar tiempo para evacuar a los civiles y destruir los suministros que no podamos llevar. Y si los atlasianos quieren tomar este lugar, les haremos pagar cada centímetro con sangre.

Churkin la miró detenidamente, evaluando sus palabras. Finalmente, asintió con lentitud.
—De acuerdo, camarada Tanya. Y tú —dijo, señalando a Isakovich—, ¿cuál es tu nombre?

—Teniente Lev Abramovich, camarada coronel.

Churkin asintió una vez más, colocando una mano pesada sobre el hombro de cada uno de ellos.
—Muy bien, teniente Abramovich y sargento Dzhugashvili. Tienen razón. Necesitamos ganar tiempo, no solo para estos civiles, sino también para Moscú.

Se apartó y alzó la voz, dirigiéndose a los soldados que los rodeaban:
—¡Escuchen bien, camaradas! Defenderemos esta aldea según el plan de la camarada Tanya. Cada casa será una fortaleza. Los civiles serán evacuados de inmediato. Y cualquier suministro que no podamos cargar en los trenes será destruido. ¡No dejaremos nada para los fascistas!

—¡Sí, camarada coronel! —respondieron los soldados, con renovada determinación en sus voces.

Un repentino sonido de estática interrumpió el momento. Todos giraron hacia una pequeña torre de megafonía al borde del campamento. La estática cesó, y una voz grave, cargada de urgencia, resonó por el altavoz:
—Atención, las fuerzas atlasianas han entrado en la ciudad. Evacuen la zona de inmediato. Dejen sus pertenencias y diríjanse a los puntos de evacuación asignados.

El silencio volvió a caer entre ellos. Tanya apretó los puños, su mente trabajando rápidamente. "Esto es peor de lo que pensábamos. Pero si vamos a luchar, entonces que sea una pelea que recuerden."

El mensaje resonó en el aire como un toque de clarín sombrío. La voz, entrecortada y grave, marcaba el inicio de lo inevitable. Tanya apretó los dientes, sus ojos recorriendo a los soldados reunidos. Algunos palidecieron; otros se mantuvieron firmes, con una determinación temblorosa que apenas disfrazaba su miedo.

Churkin se cuadró, su postura irradiaba un aire de autoridad que parecía desafiar incluso a la desesperación que impregnaba el ambiente. Sus ojos recorrieron a los soldados reunidos, como un maestro observando a estudiantes antes de un examen decisivo.

—¡Escuchen bien! —tronó su voz, cortando el murmullo entre las filas—. Esta es nuestra última oportunidad para demostrar nuestra lealtad a la Madre Patria. ¡Defenderemos esta posición hasta el último aliento! ¡Por los camaradas que confían en nosotros, por la revolución, y por nuestra gente!

Un "¡Ura!" resonó en respuesta, aunque Tanya no pudo evitar notar cómo muchos lo pronunciaban más por costumbre que por convicción.

Ella cruzó una mirada fugaz con Isakovich y murmuró en voz baja:
—Esto se pondrá feo.

Isakovich asintió, con una calma casi exasperante en su semblante.
—Por supuesto que sí. Pero lo feo es donde destacamos, ¿no?

Tanya dejó escapar un bufido seco.
—Si eso es lo que necesitas creer para seguir adelante, camarada.

Antes de que pudiera responderle, Churkin retomó el control.
—Teniente Isakovich, Sargento Dzhugashvili, organicen un grupo y fortifiquen la línea norte. ¡Asegúrense de que cada paso que den los atlasianos sea un infierno!

Ambos asintieron, compartiendo un entendimiento tácito, y se dirigieron hacia los soldados asignados. Tanya levantó la voz con su acostumbrada mezcla de autoridad y desdén.
—¡Ustedes, conmigo! Carguen las cajas de munición y traigan cualquier herramienta útil. ¡No me interesa si están cansados o asustados! ¡Tenemos trabajo que hacer!

Los soldados comenzaron a moverse, algunos murmurando entre dientes, pero Tanya no les prestó atención. Su mente estaba ocupada planificando, mientras el sonido de explosiones lejanas marcaba un ritmo inquietante en el aire, recordándoles que el enemigo estaba cada vez más cerca.

Isakovich caminaba a su lado, su semblante tranquilo y calculador.
—¿Crees que podamos resistir lo suficiente? —preguntó, su tono bajo pero claro.

Tanya no lo miró, sus ojos estaban fijos en los edificios semiderruidos que bordeaban las calles.
—No lo sé. Pero no voy a morir aquí, eso seguro.

Isakovich soltó una leve risa seca.
—Eso pensé. Solo no te vuelvas demasiado heroica.

Ella le lanzó una mirada de reojo, sus labios torciéndose en una media sonrisa.
—¿Heroica? Por favor. Deja las gestas para los poetas. Yo solo planeo sobrevivir.

Llegaron a una pequeña plaza donde los refugiados luchaban por organizarse en medio del caos. Mujeres cargando niños llorosos, ancianos con pasos tambaleantes, y hombres arrastrando pertenencias que no querían dejar atrás. La escena era un espectáculo de desesperación que Tanya había visto demasiadas veces como para conmoverla.

Se detuvo junto a una casa en ruinas y alzó la voz:
—¡Sigan avanzando! ¡Nos encargaremos de que tengan tiempo suficiente para huir!

Luego giró hacia Isakovich, señalando las calles y los alrededores.
—Monten una ametralladora pesada en ese cuello de botella —ordenó—. Yo tomaré el campo de trigo al norte con mi grupo.

Isakovich asintió y comenzó a dar instrucciones a sus hombres mientras Tanya dirigía a los suyos por las angostas calles. El grupo avanzó rápidamente, pasando por civiles rezagados y esquivando a ingenieros que trabajaban febrilmente colocando cargas explosivas en los edificios.

Finalmente, llegaron al borde del pueblo, donde se extendía un campo de trigo maduro, alto y dorado, listo para cosechar. La calma momentánea del lugar contrastaba con el sonido cada vez más cercano de las explosiones.

Tanya se detuvo y giró hacia su grupo, sus ojos evaluando las coberturas disponibles: un tronco de árbol caído, un par de barricadas improvisadas y algunos restos de madera vieja.
—¡Prepárense, camaradas! —exclamó, cargando su fusil y arrodillándose tras el tronco—. ¡Los escargots están a las puertas!

Los soldados obedecieron rápidamente, posicionándose detrás de las coberturas. El retumbar de botas comenzó a hacerse eco en la distancia, acompañado por el sonido metálico de vehículos enemigos.

Tania apretó el fusil contra su hombro, sus ojos se afilaron como los de un depredador al acecho. Sus labios se curvaron en una sonrisa oscura mientras murmuraba para sí misma:
—Adelante... Que comience el espectáculo.

El viento soplaba a través del campo de trigo, transformando la quietud en un murmullo inquietante mientras el dorado de las espigas bailaba al ritmo de un enemigo que aún no mostraba su rostro. Tania ajustó la culata de su Mosin contra el hombro y escaneó a su izquierda y derecha. Las miradas de sus soldados, endurecidas por combates pasados, estaban fijas en el horizonte, donde la amenaza se perfilaba.

Reconoció los rostros de Ivan, Katya y Mikhail, todos ellos sobrevivientes de una guerra que había reclamado a otros más fuertes, más jóvenes, o simplemente menos afortunados. Tania, aunque impresionada por su resistencia, no tuvo tiempo de reflexionar. El enemigo finalmente apareció.

Una masa de infantería se desplegó en el horizonte, moviéndose con precisión mecánica. Estaban acompañados por vehículos semioruga cuyos motores resonaban como rugidos metálicos sobre el campo. Entre ellos, un soldado destacaba, corriendo hacia las líneas de Tania con el fusil firme en sus manos. Su casco Adrian, gris azulado, reflejaba el sol, mientras su uniforme desgastado, cruzado con correas y municiones, ondeaba con cada paso.

El distintivo fusil MAS-36 apuntaba directamente hacia las defensas. Tania no pudo evitar notar los puttees que envolvían las pantorrillas del enemigo, un detalle trivial pero que, en ese momento, hacía que todo se sintiera real. Demasiado real. Y como él, decenas más lo seguían, disparando al avanzar.

El primer disparo pasó silbando por encima de su cabeza, un sonido inconfundible que hizo eco en el alma de cualquier veterano. Tania ajustó su mira rápidamente y apretó el gatillo. El retroceso familiar del Mosin resonó en su hombro, y el enemigo cayó, la sangre brotando en un arco delgado desde su cuello.

—Uno menos. —Murmuró para sí misma, antes de accionar el cerrojo y disparar de nuevo.

Cinco disparos. Cinco muertes. El cerrojo giraba con precisión, casi automática, mientras el enemigo seguía llegando. Las municiones parecían desaparecer de sus manos, y el ruido de los peines vacíos cayendo al suelo se mezclaba con los gritos de guerra y el retumbar de los motores.

—¡Necesitamos refuerzos! ¡No podremos mantener la línea! —gritó un oficial detrás de ella.

Tanya giró la cabeza rápidamente. Entre sus hombres, había demasiados muertos. El fuego enemigo no daba tregua, y el aire olía a pólvora y sangre. Ivan, con su PPhs-41, disparaba ráfagas que hacían caer a los atlasianos en desorden, mientras algunos gritaban o se desplomaban, heridos de gravedad.

Sin pensarlo, Tania desenfundó su Makarov cuando un atlasiano rompió la línea, acercándose demasiado. Dos disparos secos lo detuvieron en seco, y otro más cayó cuando intentó avanzar por el mismo flanco.

—¡Sargento! —gritó Katya, arrojándose detrás de la barricada con el rostro manchado de polvo y sudor. Tania se agachó junto a ella, manteniéndose en cobertura.

—¿Qué sucede? —preguntó Tania, mientras Katya le extendía un PPhs-41.

—Tómalo. Supuse que te gustaría algo más... rápido. —Katya, con manos temblorosas, sacó tres discos de munición de su mochila.

Tanya tomó el subfusil y lo cargó con rapidez.
—Gracias. ¿También me darás algún consejo estratégico?

Katya negó con la cabeza, jadeando.
—El enemigo es demasiado. Creo que debemos retirarnos, sargento. Esto no tiene sentido.

Tania se asomó por la cobertura, el PPhs-41 firme en sus manos. Apretó el gatillo, y el sonido de la ráfaga ahogó por un momento el caos circundante. Un atlasiano cayó de espaldas, sin tiempo para entender qué lo había alcanzado.

—No nos retiraremos hasta que nos den la orden —respondió Tanya, su voz fría y cortante como el filo de una navaja.

Katya la miró, desamparada, con los ojos casi suplicantes. Pero cuando Tania clavó en ella una mirada gélida, algo en la joven pareció quebrarse y, al mismo tiempo, endurecerse.

—¡Sí, sargento! —respondió Katya con un grito que intentó sonar valiente, aunque la fragilidad de su voz traicionaba su temor.

Tania sonrió, una curva oscura que no tenía nada de cálida.
—Buena chica.

Katya, temblando, se asomó por la barricada y disparó con más convicción que antes. Tania observó la escena por un instante antes de enfocar su atención nuevamente en el enemigo. Los atlasianos seguían avanzando, sus gritos y disparos llenando el aire como un torrente imparable.

—Adelante —susurró Tania para sí misma, con una mezcla de desprecio y desafío. Sus ojos brillaban con esa intensidad que solo aparece cuando alguien se niega a ceder ante el inevitable caos.

Tanya apretó el gatillo una y otra vez hasta vaciar el primer disco. Dos atlasianos más cayeron antes de que su arma quedara inservible. Con movimientos rápidos, intentó recargar. Aunque sus manos estaban acostumbradas al cerrojo robusto del Mosin Nagant, no al PPhs-41, su destreza no falló. El segundo disco encajó con un clic, y la culata volvió a su hombro.

Giró ligeramente, apuntó y disparó una ráfaga sostenida contra un grupo enemigo. Cuatro atlasianos se desplomaron, y el resto se dispersó, buscando refugio entre las altas espigas doradas.

Entonces lo escuchó: una explosión resonó detrás de ella, seguida del crujir de madera y el estallido de llamas. Tanya giró justo a tiempo para ver una cabaña desmoronarse bajo el impacto. Un instante después, volvió a concentrarse en el frente. Disparó una ráfaga rápida: un joven enemigo giró al caer, herido en el hombro, mientras otro, que intentaba arrastrarlo, recibió una ráfaga que lo dejó sin vida.

Cubriéndose detrás de una barricada improvisada, Tanya notó cómo sus filas se adelgazaban rápidamente. Respiró hondo y recargó, consciente de que la retirada parecía inevitable.

—¡Por la Madre Patria! —el grito resonó como un rugido entre los edificios.

Un estallido de esperanza recorrió a Tanya mientras veía a las tropas de choque emerger con furia. Al frente, el teniente Isakovich lideraba a los soldados armados con ametralladoras ligeras y subfusiles. Las granadas volaron hacia las líneas atlasianas, explotando entre ellos y desorganizando su formación. El avance enemigo titubeó.

Tanya observó cómo algunos de sus propios hombres, animados por el refuerzo, cruzaban las barricadas, persiguiendo a los atlasianos. Finalmente, las filas enemigas se rompieron. Corrían.

—¡Miren cómo huyen esos cobardes! —gritó un soldado con una risa salvaje, su voz cortando el aire.

Tanya dejó caer los discos vacíos de su PPhs al suelo con un clang metálico y se giró hacia Isakovich.

—¿Qué lo trae por aquí, teniente?

El oficial, jadeando, la miró con determinación.
—Churkin nos ha enviado a reforzar la línea. Necesita tiempo para...

Isakovich se detuvo de golpe. Levantó la vista al cielo, y su expresión cambió de inmediato. Tanya escuchó algo también: un zumbido familiar que se elevaba en intensidad. Una sirena.

Su corazón se detuvo por un momento, antes de reconocer el sonido con una claridad escalofriante.

—¡Bréguet! —gritó, arrojándose sobre Isakovich y derribándolo detrás de la barricada.

El grito de Tanya fue suficiente para desatar el caos. Los soldados, presa del pánico, buscaron cubrirse donde pudieron. Los motores rugían en el cielo como depredadores al acecho, y las explosiones no tardaron en llegar.

La primera bomba destruyó otra cabaña cercana. Una segunda estalló demasiado cerca, arrojando tierra y escombros sobre Tanya, que se cubrió instintivamente. Un tercer estallido sacudió el suelo antes de que el estruendo fuera reemplazado por un silencio inquietante.

Tanya abrió los ojos, aturdida. Se apartó de Isakovich, quien, tambaleante, se puso de pie. Su pilotka había desaparecido bajo una capa de tierra, y se inclinó para buscarla.

—Esto está mal... —murmuró Tanya, sacudiendo el polvo de su rostro. Miró hacia el frente, sabiendo lo que venía.
—Volverán pronto.

Isakovich asintió mientras gritaba órdenes a sus hombres.
—¡Reconstruyan las barricadas! ¡Rápido!

El teniente se acercó a Tanya.
—¿Estás bien?

Ella se pasó una mano por la cara, limpiando el sudor mezclado con tierra.
—Solo es tierra, camarada. Pero necesito más munición. —Alzó su PPhs. Sin esperar respuesta, comenzó a caminar hacia los cuerpos esparcidos, buscando algo que le sirviera. Se giró hacia Katya, que se protegía cerca.
—Katya, encuentra al resto de la unidad.

—Sí, sargento —respondió Katya, asintiendo con firmeza antes de mirar a Isakovich.
—Teniente.

—Soldado, ayuda a preparar las defensas —ordenó él, con el ceño fruncido—. Los atlasianos no se rinden fácilmente.

Isakovich se alejó corriendo con sus hombres, dejando a Katya sola. Ella se arrastró por el suelo, murmurando para sí misma mientras buscaba su propio subfusil entre el polvo y el caos.

—Esto no puede ponerse peor... —se dijo, tratando de consolarse, sin saber que esto solo se pondría peor.

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