Capitulo 1

Federación de Republicas Socialistas de Eurasia
Ciudad de Moskova, El Kremlin
24 Enero de 1932

El Kremlin, imponente y solemne incluso en los momentos más privados, acogía una pequeña celebración. Era el cumpleaños de Tania Iósifovna Dzhugashvili, la tercera hija del Secretario General de la Federación de Repúblicas Socialistas de Eurasia, Iósif Vissariónovich. La celebración era modesta: una comida familiar en un salón privado. Tania compartía la mesa con sus hermanos mayores, Yakóv y Vasili, y su hermana menor, Svetlana. Su madre, siempre serena y distante, observaba a los niños con una sonrisa tenue, mientras los sirvientes mantenían el protocolo con precisión mecánica.

El ausente, como era habitual, era Iósif. Su rol como líder del partido y de la nación lo mantenía en reuniones interminables y decisiones constantes, justificando su falta con un mensaje breve que había dejado horas antes: "No puedo faltar al trabajo del Partido. Feliciten a Tania de mi parte." Era un recordatorio del peso que la revolución imponía sobre quienes la dirigían, incluso en el ámbito personal.

La pequeña Tania, sentada frente a un plato de pollo y lentejas, no podía evitar sentir el peso de su propia existencia. Su corta estatura, su cabello dorado y su mirada astuta podían engañar a cualquiera, haciéndola parecer una niña inocente. Pero en su interior, Tania Iósifovna albergaba un alma atormentada, una conciencia que había vivido ya dos vidas anteriores. Esta era su tercera vida, y el destino, cruel y caprichoso, la había colocado en el corazón de un régimen comunista: la ideología que más despreciaba.

Para colmo de ironía, era hija de quien encarnaba esa ideología. Su padre no era un hombre común; era el dictador, el tirano que gobernaba con mano de hierro en nombre del proletariado. Desde la distancia, Iósif era admirado por algunos y temido por todos, pero Tania lo veía por lo que realmente era: un hombre implacable, cuya obsesión por el poder alimentaba un régimen de terror que aplastaba a cualquiera que se interpusiera en su camino.

Mientras los demás comían en silencio, Tania jugueteaba con su comida, moviendo las lentejas con el tenedor como si buscara distraerse de su amarga realidad. ¿Cuánto tiempo podría mantener la fachada de ser una niña normal? ¿Cuánto tardaría su intelecto, tan fuera de lugar en ese cuerpo infantil, en llamar la atención de su padre o de los espías del NKVD que infestaban su hogar?

"Feliz cumpleaños, Tania", dijo Yakóv, el mayor de sus hermanos, con una sonrisa amable. Había una sinceridad en su tono que contrastaba con la rigidez del ambiente.

"Gracias, Yakóv", respondió Tania, esforzándose por devolverle la sonrisa. Pero incluso esas palabras simples le costaban. Todo en esta vida le parecía una burla cruel. Había muerto dos veces luchando por una vida libre y digna, y ahora estaba atrapada en el núcleo de aquello que más odiaba.

Miró de reojo a su hermana menor, Svetlana, que jugaba con una muñeca sin preocuparse por el mundo que la rodeaba. Envidiaba esa inocencia, la misma que ella había perdido mucho antes de este día. Tania reprimió un suspiro mientras daba un pequeño bocado a su comida.

Si debo sobrevivir a este régimen, será por pura necesidad. No hay lealtad ni amor por esta causa. Solo una cosa importa: vivir, superar este infierno y encontrar una manera de escapar.

La voz de su madre interrumpió sus pensamientos.

—Tania, cariño, ¿no te gusta tu comida?

—Está bien, mamá. Solo no tengo mucha hambre, respondió con una voz dulce que ocultaba la tormenta interior.

El cumpleaños de Tania pasó sin mayor fanfarria, pero en su interior, las piezas ya estaban en movimiento. Cada día que vivía, cada observación que hacía, se convertía en parte de un plan que aún no estaba claro ni para ella misma. En una vida anterior, había sido un soldado despiadado, un estratega brillante. Ahora, era una niña de diez años en una dictadura comunista.

Pero algo era seguro: el alma de Tania Degurechaff, el infame demonio del Rin, no se doblegaría. No importaba cuántas vidas tuviera que vivir, no importaba cuántos obstáculos le pusiera el destino, ella encontraría la manera de sobrevivir. Y si las oportunidades surgían, incluso podría volver a ser quien realmente era: una fuerza imparable contra la mediocridad y la opresión.
Tania movía su comida con el tenedor, perdida en sus pensamientos. Los sonidos de cubiertos y platos llenaban el silencio incómodo, cuando una voz infantil rompió su concentración.

—¿Quieres jugar con mis muñecas después de comer? —preguntó Svetlana con inocencia, sus ojos brillando de expectativa mientras sostenía una cuchara de sopa.

Tania levantó la mirada, sorprendida por la invitación. Por un momento no supo cómo responder. ¿Cómo explicar que, en su interior, no era una niña? Que sus pensamientos eran los de un adulto atrapado en un cuerpo diminuto, y que no tenía interés en juegos infantiles. Estaba a punto de rechazarla cuando su hermano Vasili intervino con una sonrisa burlona.

—No podrá jugar, gorrión. Tenemos que ir al campo de tiro con el Comisario Andrey —dijo, dirigiéndose a Svetlana con un tono que mezclaba la condescendencia y el orgullo de sentirse mayor.

—Cierto —respondió Tania, agradeciendo mentalmente la interrupción.

El tema quedó zanjado, pero no sin consecuencias. Svetlana bajó la cabeza, y su entusiasmo se desvaneció en un instante. Aquella escena provocó una sensación amarga en Tania. La pequeña no tenía culpa de su desprecio hacia este régimen ni de las circunstancias que la rodeaban. Por un momento, la dureza de Tania se ablandó. Miró a Svetlana con ternura, sintiendo una fugaz chispa de humanidad que no había experimentado en mucho tiempo.

—Te prometo que cuando vuelva jugaremos con tus muñecas —dijo Tania, esforzándose por sonar sincera.

Svetlana levantó la cabeza, emocionada por la promesa. Sus ojos brillaban con esa ingenuidad pura que tanto envidiaba Tania, y su sonrisa iluminó el comedor.

—¡¿De verdad, Tania?! —exclamó alegremente, olvidando en un instante la decepción inicial.

—Claro —respondió Tania, devolviéndole una sonrisa que era más máscara que verdad, pero que, al menos, no delataba sus pensamientos.

Svetlana, feliz con la promesa, regresó a su comida y comenzó a hablar con su madre sobre los juegos que planeaba tener con Tania. Mientras tanto, Tania miró de reojo a sus hermanos mayores. Yakóv, siempre tranquilo y reflexivo, parecía ajeno a la conversación, mientras que Vasili parecía más interesado en terminar rápido para llegar al entrenamiento.

Unos minutos después, Yakóv se levantó de la mesa y miró a Tania y Vasili.

—Es hora —dijo con su tono habitual, calmado pero autoritario.

Tania dejó los cubiertos en el plato y se limpió la boca con la servilleta, lista para marcharse. Mientras se ponía de pie, volvió a mirar a Svetlana, quien ahora hablaba animadamente con su madre. Por un instante, una punzada de culpa la hizo detenerse. Quizás en otra vida habría despreciado cualquier conexión emocional, pero esta niña compartía con ella algo más que sangre: la habitación donde dormían. Y en esas noches de silencio, Tania había aprendido que, en medio del caos, Svetlana era lo más cercano a un ancla que podía tener en este mundo de pesadilla comunista.

Sin más palabras, Tania siguió a Yakóv y Vasili. Cruzaron los largos pasillos del Kremlin en silencio, acompañados por la resonancia de sus pasos en el mármol. Una vez fuera del edificio, el frío de enero los envolvió. El comisario Andrey ya los esperaba junto a un automóvil militar.

—¡Suban! —ordenó con una voz grave y autoritaria.

Yakóv, siendo el mayor, se acercó primero al comisario. Después de unos intercambios breves, miró a sus hermanos menores.

—Los dejo aquí. Yo tengo entrenamiento avanzado con el destacamento especial —anunció antes de marcharse con un grupo de soldados que lo esperaba a unos metros.

Tania observó cómo su hermano mayor se alejaba, su figura recta y firme perdiéndose en la distancia. Aunque Yakóv era menos cercano, había en él algo que Tania respetaba: su dedicación.

El viaje al campo de tiro transcurrió en silencio. Tania, como siempre, utilizaba esos momentos para reflexionar. Su vida aquí no podía ser como las anteriores. En esta tercera existencia, no solo enfrentaba las limitaciones de un cuerpo infantil, sino que estaba atrapada en el corazón del régimen que más despreciaba.

"Si debo soportar este infierno, al menos lo haré de pie", pensó mientras el automóvil se detenía frente al campo de tiro, donde un grupo de niños de entre 10 y 12 años, abrigados con gruesos uniformes, aguardaba nervioso. Tania, de solo 10 años, observaba con una mezcla de resignación y desdén. A diferencia de su hermana menor, Svetlana, que aún era demasiado pequeña para asistir, Tania no tenía el lujo de escapar de estos entrenamientos.

Junto a ella estaba su hermano Vasili, un año mayor, quien se mostraba más confiado. A su alrededor, los oficiales del NKVD y del Ejército disponían blancos improvisados: muñecos de trapo vestidos con harapos que vagamente imitaban los uniformes de los soldados de la Unión de Atlas, el enemigo ideológico del estado soviético.

El comisario Andrey, un hombre robusto con rostro endurecido por años de servicio, dio un paso al frente. Su voz grave resonó en el aire frío.

Pequeños camaradas, hoy aprenderán a disparar. Sé que algunos de ustedes pueden considerar esto innecesario o incluso excesivo, pero deben entender que es por su propio bien. Esto podría salvarles la vida el día de mañana, cuando tengamos que enfrentarnos a los perros fascistas de Atlas —dijo, enfatizando las últimas palabras con desprecio.

Tania apenas logró contener su expresión de burla. Las palabras del comisario eran pura propaganda, pero escuchar el nombre de Atlas despertaba en ella una sensación de añoranza y desesperación. Atlas, la federación democrática, capitalista y liberal, representaba todo lo que ella amaba y anhelaba. Su economía industrializada y su sistema de libertades eran un sueño distante, y escapar allí era su único deseo. Sin embargo, escapar siendo tan joven era prácticamente imposible, y esperar hasta ser mayor era igual de inviable.

Estaba atrapada. Encerrada en un régimen que odiaba y bajo la sombra de un padre cuya ideología repudiaba con cada fibra de su ser.

Su tren de pensamientos se interrumpió cuando el comisario Andrey se acercó a ella con un rifle Mosin-Nagant en las manos.

—Tania, tendrás el honor de empezar el entrenamiento. Aquí tienes. —Le ofreció el arma, pesadamente cargada. Luego, suavizó su tono al notar su aparente inmovilidad. —No te preocupes si fallas el primer tiro, todos los reclutas lo hacen. Es normal.

El comisario, creyendo que los nervios de Tania provenían del miedo al fracaso, intentó tranquilizarla con una sonrisa. No podía imaginar que la mente de la niña estaba muy lejos de ese campo de tiro, soñando con escapar hacia Atlas.

Tania tomó el rifle con ambas manos, esforzándose por cargarlo. El Mosin-Nagant, con su peso considerable y su diseño arcaico, era un arma difícil de manejar para sus brazos infantiles. Caminó hacia la mesa de tiro mientras Vasili, parado cerca, le daba ánimos.

—Vamos, hermana, no te preocupes. Solo apunta y dispara. Nadie espera que lo hagas perfecto la primera vez.

Tania asintió, aunque no necesitaba ánimos. Había usado armas antes... pero en otra vida. En esta, su diminuto cuerpo carecía de la fuerza y precisión que alguna vez tuvo. Con cuidado, apuntó hacia el muñeco más cercano, inhalando profundamente para estabilizar el rifle.

Un segundo de silencio.

Disparó. El retroceso fue brutal, enviándola directamente al suelo. Cayó de espaldas, el rifle se deslizó de sus manos y el aire escapó de sus pulmones con un jadeo ahogado. Algunos niños soltaron risitas nerviosas al verla caer, mientras otros miraban con sorpresa. Pero Tania no los escuchaba; su atención estaba fija en el resultado.

Un tiro perfecto, directo al corazón del muñeco.

Por un instante, el campo quedó en silencio. El comisario Andrey se acercó rápidamente, ayudándola a levantarse mientras examinaba el impacto.

—¡Vaya! Un golpe de suerte impresionante —dijo, palmeándole el hombro con aprobación. Su tono era amistoso, pero claramente no esperaba que la pequeña Tania hubiera acertado un disparo tan preciso en su primer intento.

—Gracias, camarada comisario —respondió Tania, sacudiéndose la nieve de los pantalones mientras ocultaba su satisfacción tras una máscara de modestia.

Mientras Andrey se alejaba para supervisar a los otros niños, Vasili se inclinó hacia ella con una sonrisa traviesa.

—¿"Suerte", eh? No sabía que las niñas como tú pudieran disparar así de bien.

Tania lo ignoró, recogiendo el rifle con aparente indiferencia. Internamente, estaba satisfecha, pero no por el elogio. Ese tiro no había sido suerte. Era la prueba de que, incluso atrapada en este cuerpo pequeño y débil, aún podía aprovechar las habilidades y el conocimiento que había acumulado en sus vidas anteriores.

Sin embargo, también era un recordatorio cruel. Sin magia y sin aliados, todo sería más difícil. Pero no imposible.
El entrenamiento en el campo de tiro continuó durante horas, abarcando múltiples disciplinas. Además del manejo del Mosin-Nagant, los niños practicaron técnicas básicas de combate cuerpo a cuerpo, orientación táctica y supervivencia en condiciones hostiles. Tania, con su mente afilada y su experiencia acumulada de su anterior vida, se destacó en varias actividades. Sin embargo, también falló deliberadamente en otras, forzándose a cometer errores aparentes para no destacar demasiado y evitar llamar la atención no deseada de los comisarios políticos.

El Comisario Andrey, sin embargo, parecía tener un interés especial en ella. Cada vez que tropezaba con una tarea, él aparecía para corregirla con paciencia y cuidado. Al principio, Tania creyó que estaba siendo observado con recelo, como si Andrey desconfiara de su "suerte" en el campo de tiro. Pero a medida que pasaban las horas, se dio cuenta de que sus intenciones eran más simples: quería ayudarla a mejorar.

Andrey no notaba, o tal vez elegía ignorar, que algunos de los problemas de Tania eran autoinfligidos. Cuando ella ajustaba mal una mira o parecía dudar al seguir una orden, él intervenía con consejos útiles. Por momentos, Tania sentía una mezcla incómoda de agradecimiento y desdén. Este hombre, a diferencia de otros, no estaba ahí para humillarla ni para imponer su autoridad, sino para cumplir con su deber de educador militar. Pero eso no lo hacía menos cómplice del régimen que odiaba.

Cuando el entrenamiento finalmente terminó, el cansancio empezaba a pesar en su pequeño cuerpo. Vasili, con energía juvenil, seguía hablando animadamente sobre los ejercicios mientras caminaban de regreso al Kremlin. Pero Tania apenas respondía. Sus pensamientos estaban en otro lugar: en las palabras del Comisario Andrey, en el frío acero del rifle, en las posibilidades y límites de su situación actual.

La cena estaba servida cuando llegaron al Kremlin. En el gran comedor, iluminado por la suave luz de las lámparas de araña, estaban sentados su padre, Iósif, y su madre. Svetlana también estaba presente, ocupando su lugar habitual junto a su madre. El ambiente era solemne, como siempre.

Tania, Vasili y Yakov entraron en silencio, dejando sus abrigos a un lado antes de sentarse en sus respectivos lugares. Nadie habló al principio; solo el sonido de los cubiertos y los platos llenaba el aire. Tania, acostumbrada a este ambiente frío y protocolar, comió sin levantar la vista, su mente vagando entre los recuerdos del entrenamiento y los planes a futuro.

De pronto, la voz grave de su padre rompió el silencio.

—He recibido informes sobre el entrenamiento de hoy —dijo, mirando directamente a Vasili primero y luego a Tania. Su tono era neutral, pero en él había un aire de aprobación. —Ambos están progresando. Vasili, tu desempeño en combate cuerpo a cuerpo fue destacado. Y tú, Tania, me han dicho que tienes buena puntería. Un tiro perfecto en tu primer intento con el rifle Mosin-Nagant es algo que merece reconocimiento.

Tania sintió que un escalofrío le recorría la espalda. Por supuesto que lo sabría. Nada de lo que pasaba en el Kremlin o sus alrededores escapaba al control de su padre. Apretó los labios mientras una sensación de asfixia la invadía. Cada pequeño paso que daba, cada movimiento, todo estaba bajo el escrutinio de ese hombre al que detestaba.

—Gracias, camarada secretario general —respondió Tania finalmente, esforzándose por mantener un tono sumiso. Sabía que cualquier indicio de insolencia podría tener consecuencias.

—Estoy orgulloso de ustedes —continuó Iósif, con una ligera sonrisa en los labios. Para cualquier otro, podría haber parecido un gesto paternal. Para Tania, solo era una máscara más, una herramienta política que su padre usaba incluso en el entorno familiar.

La conversación cambió de tema rápidamente, centrándose en los deberes escolares de Svetlana y otros asuntos triviales. Tania, sin embargo, apenas prestaba atención. Cada palabra de su padre era un recordatorio de su situación: no solo estaba atrapada en un régimen que odiaba, sino que era hija del hombre que lo personificaba.

Cuando finalmente terminó la cena, Tania se retiró a su habitación, alegando cansancio. Una vez sola, se dejó caer en la cama y miró al techo.

Vigilan todo. Hasta los detalles más insignificantes. —murmuró para sí misma, dejando que la frustración se deslizara en sus pensamientos.

No podía permitirse un solo paso en falso. Tendría que jugar el juego de su padre con cuidado, fingir lealtad mientras trazaba su propio camino hacia la libertad. Escapar sería difícil, pero si algo había aprendido en sus vidas pasadas, era que la paciencia era su mejor arma.

Por ahora, se adaptaría. Pero nunca, nunca aceptaría este destino como definitivo.

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