Capitulo 9

24 de agosto de 1911, Calendario Unificado

El cielo sobre Anatolia era un teatro de muerte y valentía, donde el azul se mezclaba con el rojo de la sangre y el destello de los orbes operativos iluminaba el día como relámpagos en una tormenta perpetua. La batalla aérea no daba tregua, y los gritos de furia y dolor competían con los rugidos metálicos de los motores y el zumbido de las balas.

Los Arditi, la élite de los magos aéreos de Ildoa, luchaban sin descanso contra los temidos jenízaros rumelianos. Ambos grupos se lanzaban al combate armados con fusiles y orbes operativos que canalizaban la magia en devastadores ataques. En el centro de esta tormenta, el capitán Mattia Casanova, el capitán Mattia lideraba a los Arditi, los magos de élite de Ildoa, con la fiereza de un veterano endurecido por las cicatrices del pasado. Su parche en el ojo izquierdo, un recuerdo de la guerra de Cirenaica, y su uniforme desgarrado hablaban de un hombre que no conocía el miedo. Sus movimientos eran precisos y letales, como si cada combate fuera una coreografía calculada. 

La bayoneta de su rifle relucía bajo la luz del crepúsculo, empapada con la sangre de los jenízaros, los magos enemigos de la Magna Rumelia, brillaba bajo la luz del sol. Mattia avanzaba con determinación, su mirada fija en el grupo enemigo que se aproximaba rápidamente por el flanco derecho. Los jenízaros volaban con furia, sosteniendo cimitarras imbuidas en magia, que irradiaban un brillo siniestro.

¡Arditi, formación defensiva! ¡Rifles en alto! —ordenó Mattia con voz firme, mientras sus hombres respondían al unísono.

Los fusiles de los Arditi se alzaron, las bayonetas listas para el choque. Los gritos de guerra resonaron entre ambos bandos, mientras el viento cargaba con la tensión del inminente enfrentamiento.

¡Gloria a Ildoa! ¡Muerte a los perros rumelianos! —rugió Mattia, liderando la carga.

¡Gloria a Ildoa! ¡Que viva el rey! —respondieron sus hombres mientras se lanzaban al choque, un torbellino de acero, fuego y sangre.

El impacto fue brutal. Las bayonetas chocaron contra las cimitarras, mientras los disparos de los rifles iluminaban el cielo como relámpagos. El capitán Mattia esquivó un golpe descendente de un jenízaro y contraatacó con precisión, atravesando el pecho de su enemigo. A su alrededor, el combate era feroz, una danza caótica donde cada error podía significar la vida o la muerte.

Mientras tanto, en el frente terrestre, la situación no era menos desesperada. Las tropas de Ildoa, aunque mejor equipadas y entrenadas que las rumelianas, estaban rodeadas por un enemigo que los superaba en número de forma colosal. Las trincheras, fortificadas apresuradamente tras el desembarco, eran todo lo que separaba a los soldados de Ildoa de ser arrollados por las interminables oleadas de soldados rumelianos.

El sargento Lorenzo Fabbri, un veterano curtido por años de servicio, recorría las líneas con paso firme, asegurándose de que sus hombres estuvieran listos para resistir la próxima embestida.

¡Mantengan la posición! ¡No retrocedan ni un maldito paso! —gritó mientras ajustaba su casco.

Las tropas rumelianas avanzaban en masa, con una brutalidad que solo podía describirse como fanática. Sus filas parecían interminables, y aunque muchos caían bajo el fuego de las ametralladoras y artillería Ildoanas, siempre había más para tomar su lugar.

¡Fuego a discreción! —ordenó Lorenzo, y los rifles crepitaron, enviando una lluvia de balas que derribaba a decenas de enemigos.

En ese momento, un grupo de bombarderos y cazas de Ildoa surgió en el horizonte, máquinas pesadas y veteranas que cruzaban los cielos para proporcionar apoyo a las tropas terrestres. Mattia, flotando sobre el campo de batalla gracias a su orbe operativo Marconi Mod.99, observaba a los jenízaros que se retiraban lentamente, sus destellos mágicos azules desvaneciéndose en la distancia.

El sargento Telaio, otro veterano de rostro endurecido, se acercó volando hacia Mattia. Aunque estaba cubierto de sangre, ninguna gota era suya.

Señor, los jenízaros parecen estar retirándose. —su tono era firme, pero en sus ojos había una sombra de duda.

Mattia escupió hacia al suelo, limpiándose la sangre seca de una herida superficial en el rostro.

No lo creo, Telaio. Son tercos y saben que este terreno es clave. Solo están reorganizándose. Envía un pelotón a cubrir a los bombarderos. No podemos permitir que esos malditos los derriben.

Sí, señor. —Telaio asintió y, con un ligero gesto, su orbe operativo emitió un destello, elevándolo nuevamente hacia su escuadrón.

Mattia observó cómo el sargento se alejaba, pero su atención se desvió rápidamente hacia el horizonte. Allí estaban de nuevo: los jenízaros reorganizados y lanzándose hacia ellos en una nueva oleada, sus gritos de guerra resonando como un trueno. Los destellos de sus orbes operativos iluminaban el cielo, proyectando líneas de energía mágica que buscaban destrozar las defensas de los Arditi.

Mattia revisó su arma rápidamente, reemplazando el peine de municiones gastado de su Armaguerra M1939. La máquina, robusta y confiable, emitió un clic metálico al ser cargada. Levantó la vista hacia sus hombres, que levitaban tras de él, formando una línea compacta de magos listos para enfrentarse a la siguiente ola.

¡Preparen las bayonetas! —gritó con voz potente, que resonó como una orden inapelable.

Los Arditi obedecieron de inmediato, acoplando sus bayonetas con manos firmes pero ansiosas. Algunos respiraban con dificultad, las emociones del momento reflejándose en sus miradas: miedo, determinación, y una pizca de desesperación. Mattia, sin embargo, no dudó. Apuntó hacia los jenízaros que avanzaban, y con un movimiento decidido de su brazo izquierdo, lanzó un hechizo con su orbe operativo, impulsándose hacia adelante con una velocidad letal.

¡Carga! —rugió mientras se lanzaba como un cometa hacia el enemigo.

La colisión fue brutal. Las bayonetas chocaron con cimitarras mágicas, las energías de los orbes chocaron como rayos en plena tormenta. Los gritos de los combatientes llenaron el aire mientras cada hombre luchaba por su vida y su patria. Mattia se abrió paso con una ferocidad imparable, su bayoneta desgarrando carne y derribando enemigos con precisión clínica.

Abajo, las trincheras ildoanas eran un hervidero de actividad. Las tropas de tierra se mantenían firmes bajo el constante bombardeo de artillería y los asaltos masivos de los soldados rumelianos, quienes avanzaban en oleadas interminables, como un mar devorando la costa.

Cada segundo de batalla era un desafío. Mattia no cedía terreno, y sus hombres seguían su ejemplo, combatiendo con la fuerza desesperada de quienes saben que no hay margen para el fracaso. Bajo ellos, la infantería de Ildoa resistía con tenacidad, enfrentándose a las interminables oleadas de soldados rumelianos que cargaban como un río desbordado.

Sin embargo, los ildoanos contaban con un as bajo la manga: el recién comisionado portaaviones "Aquila I", una innovación que acababa de unirse a la guerra semanas antes. Era el primero de su clase, un crucero reconvertido apresuradamente para servir como base aérea flotante. Aunque su tripulación enfrentó dificultades iniciales, pronto encontraron el diseño familiar y funcional. Los pilotos, hombres experimentados y adaptables, aprendieron a despegar y aterrizar en su cubierta más reducida, haciendo de cada misión un acto de precisión y valentía.

Desde el cielo, los bombarderos del "Aquila I" comenzaron a lanzar sus bombas con precisión devastadora. Las explosiones desgarraban las formaciones enemigas, abriendo cráteres en las líneas rumelianas y rompiendo el ritmo de sus ataques. La tierra temblaba bajo el impacto de las cargas, y las tropas de Ildoa en el frente vitoreaban al ver los resultados.

Y entonces llegó el apoyo más pesado. El acorazado "Lancia Nera", un coloso de la marina ildoana, abrió fuego desde la costa. Sus cañones principales de 250 mm lanzaron proyectiles que surcaron el aire con un silbido aterrador antes de impactar contra el suelo. Cada disparo transformaba el paisaje, arrancando colinas y reduciendo a escombros los puntos de concentración enemiga. Las explosiones resonaban como un trueno que anunciaba el ocaso, y el terreno mismo parecía gemir bajo el peso de la guerra.

En el otro lado del campo, los oficiales de la Magna Rumelia estaban al borde del pánico. Aunque contaban con armas modernas compradas a sus vecinos, carecían de aviones, tanques y otras innovaciones que podrían haber cambiado el curso del combate. El sultán, en su arrogancia, había descartado tales adquisiciones, confiando únicamente en la fuerza de su infantería. Ahora, sus decisiones condenaban a sus tropas a la muerte.

Cuando la artillería naval ildoana abrió fuego y las bombas cayeron como una tormenta, los soldados rumelianos comenzaron a desmoronarse. Eran jóvenes de dieciséis años, ancianos de cincuenta, y hombres jóvenes sin entrenamiento adecuado. El miedo se apoderó de ellos, y las líneas empezaron a colapsar. Los gritos de "¡Retirada!" resonaron en el caos, primero entre los reclutas más inexpertos y luego entre los veteranos. La retirada, lejos de ser organizada, se convirtió en una estampida de hombres aterrorizados que dejaban atrás sus armas y equipos.

En los cielos, los jenízaros, al ver a sus compañeros huir en desbandada, perdieron el ánimo. Algunos trataron de continuar la lucha, pero pronto cedieron, dando media vuelta y alejándose del campo de batalla. Para Mattia y sus Arditi, era la señal de que la batalla estaba decidida.

Con un último disparo preciso de su Armaguerra M1939, Mattia derribó a un jenízaro en retirada. La figura cayó en picada, su orbe operativo apagándose antes de estrellarse contra el suelo. Con el enemigo dispersándose y la noche cayendo, Mattia giró hacia sus hombres, flotando aún sobre el destrozado campo de batalla.

Descansen mientras puedan. La mitad dormirá, la otra mitad estará alerta. No podemos confiarnos. Pueden volver por la noche.

¡Sí, señor! —respondieron los Arditi al unísono, con voces fatigadas pero firmes.

El grupo descendió hacia las trincheras improvisadas que habían sido cavadas con prisa durante los combates. Los soldados de infantería, cubiertos de tierra y sangre, se hacían a un lado para dejar espacio a los magos. Mattia aterrizó pesadamente, dejando que su orbe descansara por primera vez en horas. Observó el cielo oscurecido, donde las últimas luces del día se desvanecían.

El campo de batalla estaba silencioso ahora, salvo por los ecos distantes de los soldados rumelianos en retirada y el crepitar de los incendios esparcidos por las bombas. La tierra, marcada por cráteres y cadáveres, parecía un reflejo de la guerra misma: brutal, implacable, y sangrienta.

Mattia tomó un trago de agua de su cantimplora y exhaló profundamente. Sabía que esta victoria era solo el comienzo. Anatolia seguía siendo un campo de batalla, y el enemigo aún tenía la ventaja del terreno y los números. Pero en ese momento, sus oídos captaron sonidos de pasos y se giro para ver al General Pietro subiendo la pequeña colina hacia ellos

El general Pietro se acercó con pasos firmes, su presencia imponente silencio a todos los que lo rodeaban. Su rostro curtido por años de campañas y cicatrices de batallas pasadas hablaba de su experiencia, y su uniforme impecable, a pesar del polvo y la sangre que cubrían el campamento, recordaba a todos que seguía siendo el oficial al mando. Mattia, aún sentado sobre una roca cerca de las trincheras, se puso de pie rápidamente, dejando la cantimplora a un lado y saludando con formalidad.

Relájese, capitán —dijo Pietro, alzando una mano. Su tono era severo pero no carente de cansancio—. Tenemos más problemas que protocolos en este momento.

Detrás del general, Mattia pudo notar el movimiento constante en la costa. Los barcos de transporte descargaban lo que quedaba de las tropas y el material de guerra. Las pequeñas tanquetas L3/35 y los nuevos tanques Centurione comenzaban a rodar fuera de las rampas, sus motores rugiendo suavemente en la distancia. Aunque escasos en número, los Semoventes también habían sido desembarcados, sus imponentes cañones prometiendo un poder de fuego superior al de los modelos anteriores. Mattia sabía que esas máquinas serían clave para sostener la línea en las semanas venideras.

Pietro señaló hacia el horizonte, donde la penumbra del anochecer comenzaba a dar paso a una noche oscura y peligrosa.

Tenemos que establecer un perímetro antes de que el enemigo decida que ya descansamos suficiente —ordenó con su voz grave y cortante—. Tome a sus hombres y manténganlos vigilando cualquier posible movimiento. No quiero sorpresas nocturnas.

Mattia titubeó un instante antes de responder.

Señor, mis hombres están agotados. Han estado luchando todo el día. Solo puedo disponer de la mitad para mantener la vigilancia.

El general asintió con una mirada dura, pero comprensiva.

Entonces use la mitad. Pero que estén atentos. Nada de hogueras ni luces en el campamento. No quiero que los rumelianos apunten su artillería hacia nosotros. Sería una estupidez monumental regalarles una ventaja así, ¿no cree?

Entendido, señor. Organizaré las patrullas de inmediato.

Bien, capitán Mattia. Comience cuanto antes. Ya sabe cómo son los rumelianos: tercos como mulas. Espero que esta vez decidan olvidar esa pésima costumbre.

Mattia permitió que una pequeña sonrisa se asomara en su rostro, aunque su cansancio era evidente.

Por el bien de todos, señor, también lo espero.

Pietro soltó un resoplido, que bien podría haber sido una risa reprimida, y se giró hacia el caos ordenado del campamento.

Voy a supervisar al teniente coronel Ottaviano. Ese hombre tiene un talento único para mezclar los suministros. Si termina poniendo los proyectiles de artillería junto al pan, vamos a tener un gran problema entre manos.

Mattia se permitió una pequeña carcajada al ver al veterano general alejarse con pasos decididos, pero rápidamente volvió a la realidad. Con un movimiento rápido, tomó su orbe operativo y comenzó a reunir a los Arditi que aún estaban en condiciones de patrullar.

Escuchen, muchachos. Sé que están agotados, pero necesitamos vigilar los alrededores. Los rumelianos son impredecibles, y esta noche no será diferente. Divídanse en grupos y patrullen el perímetro. Nada de hogueras, y mantengan las armas listas. Si ven algo, no duden en avisar.

Los Arditi asintieron, algunos ajustando sus bayonetas, otros revisando sus rifles y el estado de sus orbes. La lucha podía haberles drenado las fuerzas, pero su voluntad permanecía intacta. Uno por uno, comenzaron a elevarse en el aire, sus figuras deslizándose como sombras bajo el cielo estrellado.

Mattia observó mientras sus hombres desaparecían en la oscuridad, sus orbes emitiendo leves destellos azules que se desvanecían a medida que ascendían. Tomó un último trago de su cantimplora, se aseguró de que su rifle estuviera cargado y levantó el vuelo para unirse a ellos. La noche sería larga, y sabía que el enemigo no dormiría por completo.

12 de Septiembre de 1911 del Calendario Unificado

La campaña del Medio Oriente continuaba extendiéndose con una mezcla de logros y desafíos. Para los altos mandos del Reino de Ildoa, la captura de Jebusalén era más que un trofeo estratégico: era un símbolo. La ciudad, cargada de historia y disputas, había caído bajo el control ildoano después de una serie de combates en los que la resistencia rumeliana fue tenaz pero desorganizada.

Jebusalén, más allá de su importancia espiritual como epicentro de las tres religiones más influyentes del mundo —el cristianismo, el mahomitismo y el sionismo—, ofrecía a los ildoanos una ventaja logística insuperable. Sus ferrocarriles conectaban directamente con Damashki en el norte, y los suministros ahora podían fluir con mayor rapidez hacia el frente. La ocupación de la ciudad fue recibida con júbilo en Ildoa, donde la prensa la presentó como una victoria trascendental, incluso comparándola con las glorias de las Cruzadas medievales.

Sin embargo, en Anatolia, la historia era muy diferente. Las tropas ildoanas se enfrentaban a una feroz resistencia en cada colina, cada trinchera y cada valle. La campaña terrestre en esta región se había convertido en un estancamiento brutal, donde cada kilómetro ganado costaba vidas y recursos. Los jenízaros, aunque disminuidos, seguían ofreciendo resistencia en los cielos, mientras la artillería y las oleadas de infantería de la Magna Rumelia trataban de desgastar a los invasores.

Ante estas dificultades, el alto mando ildoano comenzó a evaluar nuevas estrategias para aliviar la presión sobre las fuerzas desplegadas en Anatolia y en el Levante. La propuesta más audaz fue abrir un tercer frente en los Balcanes, específicamente mediante un desembarco en la región de Aquea.

Aquea no era solo un territorio geográficamente estratégico; era un lugar cargado de simbolismo. Esta tierra, conocida como la cuna de la democracia, había dado al mundo figuras legendarias como Alexandros Magno y filósofos que moldearon la civilización occidental. Durante la época del Antiguo Imperio Romuliano, Aquea había sido una de las provincias más valiosas, pasando luego a formar parte del Imperio de Nikea tras la división de Romulia en Oriente y Occidente. Aunque Konstantinopolis había sido la joya del oriente, Nikea, en su momento, había rivalizado en importancia.

Desde el punto de vista militar, Aquea ofrecía una cabeza de playa perfecta para las fuerzas ildoanas. Con acceso directo al Mar Egida y una posición privilegiada para avanzar hacia el corazón de los Balcanes, la región era clave para debilitar las comunicaciones y la defensa de la Magna Rumelia. Además, un avance exitoso en los Balcanes podría forzar al sultán a desviar recursos del frente anatolio, dando a los ildoanos la oportunidad de consolidar sus posiciones allí.

El plan, bautizado como Operación Hoplita, consistía en un desembarco anfibio masivo en las costas de Aquea. Los transportes navales, escoltados por los acorazados y cruceros de la Flota del Mar Interior, llevarían divisiones de infantería, tanques ligeros y artillería móvil. El objetivo era establecer un perímetro fortificado que permitiera a las fuerzas avanzar hacia el norte, cortando las rutas logísticas de la Magna Rumelia en los Balcanes y abriendo una línea directa hacia Instanbul, anteriormente Konstantinopolis.

El general Pietro, quien ya lideraba la campaña en Anatolia, se mostró escéptico sobre dividir las fuerzas en un tercer frente, pero reconocía que la situación en Anatolia no podía mantenerse indefinidamente sin un movimiento disruptivo.

14 de Septiembre de 1911, Calendario Unificado
Cuartel General de Romulia

La sala de reuniones del alto mando estaba cargada de tensión. Mapas, informes y documentos clasificatorios cubrían la mesa principal, mientras oficiales y estrategas discutían en voz baja. Los murmullos cesaron cuando el general Paciano, con su porte imponente y su uniforme impecable, entró en la sala. Sus ojos cansados pero atentos recorrieron al grupo reunido, asentando la gravedad del momento.

La Oficina de Inteligencia Militar tomó la iniciativa. Un joven oficial, con un brillo de convicción en los ojos, se levantó y habló con firmeza:

General Paciano, entendemos sus preocupaciones ante el plan, pero los informes de nuestras fuentes en los Balcanes son claros. Las fuerzas rumelianas en Aquea son limitadas, mal equipadas y desorganizadas. Con un ataque rápido y bien coordinado, podríamos asegurar la región antes de que puedan reforzarla.

El general permaneció en silencio, su mirada fija en el mapa frente a él. Las líneas trazadas en el papel representaban más que simples rutas y fronteras: eran vidas, riesgos y decisiones que definirían el curso de la guerra. Finalmente, alzó la vista, su rostro imperturbable.

Entiendo los riesgos, y entiendo la oportunidad, pero esto no será fácil. Si fallamos, quedaremos expuestos en tres frentes. ¿Están seguros de que nuestras fuerzas y suministros pueden soportar esta expansión?

El joven oficial no titubeó.

Los suministros desde Jebusalén están asegurados, y los recientes desembarcos en Anatolia han reforzado nuestras posiciones en la zona. Además, los informes sugieren que la moral enemiga en los Balcanes está por los suelos. Este es el momento para actuar, general.

La sala quedó en silencio. Todos los ojos estaban puestos en Paciano, quien parecía debatir consigo mismo. Finalmente, con un suspiro, cedió.

Muy bien. Aquea será nuestra próxima apuesta. Pero quiero que cada soldado, cada tanque y cada barco esté preparado. Esta operación debe ser rápida y decisiva. Si tomamos Aquea, podremos partir en tres a la Magna Rumelia.

El murmullo de aprobación recorrió la sala, pero el peso de la responsabilidad era palpable. El Reino de Ildoa estaba apostando alto, y el margen para el error era inexistente.

Con el plan aprobado, el alto mando ildoano se puso en acción.Panciano se acerco a observar el mapa, las piezas que representaban a los ejercitos y flotas de Ildoa desplegados en el Levante y en Anatolia, tomo una de las fichas del mapa de Ildoa y la coloco sobre Aquea, mandando a volar una pieza que representaba a un rumeliano con turbante lejos de la mesa. 

Las tropas desplegadas serían una mezcla de tropas curtidas en la campaña de Abyssinia y en los actuales frentes de la magna Rumelia, serían el núcleo de las fuerzas invasoras. A estas se sumarían refuerzos frescos provenientes de Ildoa, especialmente unidades especializadas en operaciones anfibias de la Regia Marina.

La flota naval comenzó a reorganizarse. Los acorazados y cruceros, escoltarían los transportes de tropas. Los ingenieros trabajaban a contrarreloj para adaptar los barcos de carga a las necesidades de la operación, el Aquila I fue reubicado para apoyar la nueva operación anfibia sobre aquea.

En los campos de entrenamiento, los soldados repasarían las maniobras anfibias para el inminente asalto. Sabían que Aquea, aunque estratégicamente importante, no sería una campaña fácil si los rumelianos reforzaban rápidamente la region. Los generales recordaban constantemente a sus hombres que las tierras que estaban a punto de invadir habían sido testigo de las gestas de Alexios Magno y de las legiones de Romulianas, y que ellos estaban destinados a escribir el próximo capítulo de esa historia.

Aquea no era solo un punto en el mapa. Para el Reino de Ildoa, simbolizaba la conexión con un pasado glorioso. Era la tierra que había dado origen a la democracia y a algunos de los más grandes conquistadores de la humanidad. Capturarla no solo debilitaría a la Magna Rumelia en términos militares, sino también morales.

El plan consistía en un desembarco anfibio masivo en las costas de Aquea. Una vez asegurada la playa, las tropas avanzarían rápidamente hacia el interior, tomando posiciones clave y consolidando un perímetro. Desde allí, el objetivo era marchar hacia el norte, aislando a las fuerzas rumelianas en los Balcanes y cortando sus líneas de suministro.

La elección de Aquea también buscaba explotar las divisiones internas de la Magna Rumelia. En los Balcanes, las tensiones entre las diferentes etnias y religiones eran un punto débil evidente. El alto mando ildoano esperaba que el avance en Aquea incentivara rebeliones locales, debilitando aún más al sultán.

El 15 de octubre, los primeros convoyes zarparon hacia Aquea bajo un cielo gris. Los soldados a bordo de los transportes hablaban en susurros, conscientes de que estaban a punto de enfrentarse a lo desconocido. Desde los puentes de los acorazados, los oficiales observaban el horizonte con mezcla de nerviosismo y determinación.


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