Capitulo 8
20 de Abril de 1911, Calendario Unificado
La brisa salada del Bósforo entraba suavemente por los ventanales abiertos del palacio Topkapi, acariciando las cortinas de seda mientras el Gran Visir Ramazan Şahin caminaba con pasos decididos hacia los aposentos del Sultán. La belleza de la ciudad de Istanbul, con sus cúpulas doradas y sus calles llenas de vida, era un contraste inquietante con el estado decrepito de la Magna Rumelia, un imperio que se aferraba a las glorias de un pasado perdido. Ramazan, un hombre astuto y experimentado, sabía que la situación en el Mediterráneo y en las colonias era crítica. Ildoa estaba ganando terreno y expandiendo su influencia, y el equilibrio de poder en la región se inclinaba peligrosamente en su favor.
Cuando llegó a los aposentos del Sultán, esperaba encontrarlo ocupado en alguna lectura o en sus habituales estudios de historia y filosofía. Sin embargo, lo que vio lo dejó desconcertado. El Sultán, un hombre conocido por su naturaleza pacífica y moderada, estaba arrodillado en el centro de la sala, con las manos levantadas hacia el cielo y los labios susurrando oraciones apasionadas.
—Dios me ha hablado, Ramazan. —La voz del Sultán era baja, pero cargada de una intensidad que el Visir nunca antes había oído en él.
Ramazan se detuvo en seco, sintiendo un escalofrío recorrerle la espalda.
—¿Su Alteza? —preguntó con cautela, inclinándose levemente para no parecer irrespetuoso.
El Sultán se levantó lentamente, sus ojos brillando con un fervor que parecía ajeno al hombre tranquilo que Ramazan conocía.
—El Altísimo me ha enviado un mensaje. Debemos purgar esta tierra de los infieles.
El Gran Visir sintió cómo la sangre se le helaba en las venas tan solo por el tono de voz de su señor.
—¿Infieles, Su Alteza? ¿A qué se refiere? - fue la pregunta de Ramazan, a lo que el Sultán sonrió como un maniático.
—Ildoa. Ese reino de pecado y corrupción. Han mancillado las tierras del Altísimo y deben ser erradicados. ¡Debemos iniciar una nueva yihad!
El tono apasionado del Sultán dejó a Ramazan boquiabierto. Durante años, el Sultán había sido un baluarte de la paz, resistiendo las presiones de la corte para emprender guerras inútiles. Ahora, de la noche a la mañana, parecía un hombre transformado, completamente transformado y ajeno a los ideales de paz que había protegido.
—Su Alteza, le ruego que reflexione. Las tropas no están listas, y el pueblo necesita estabilidad. Una guerra contra Ildoa sería un riesgo enorme.
—¿Riesgo? —interrumpió el Sultán, con una chispa de enojo en su mirada. —¡No tememos riesgos cuando cumplimos la voluntad del Altísimo! Ramazan, convoca a los generales y oficiales. No puedo retrasar el mandato divino. - ordeno el sultán colocándose de pie, dirigiéndose hacia su ropero
El Visir, aunque él mismo había ansiado una confrontación con Ildoa en el pasado, ahora se encontraba en una posición incómoda. ¿Qué había sucedido con el Sultán? El fervor casi fanático que irradiaba parecía salido de un sueño o una alucinación.
—Alteza, le suplico que lo reconsidere. Ildoa está mejor preparada que nosotros, y una yihad sin preparación podría ser... devastadora.
—¡Calla! —tronó el Sultán, avanzando hacia Ramazan con una mirada penetrante. —¿Acaso dudas del mensaje de Dios? ¿Dudas de Su voluntad?
Ramazan retrocedió un paso, inclinando la cabeza en señal de sumisión.
—Nunca, Su Alteza. Haré lo que ordene. - contesto con una sonrisa nerviosa y varias reverencias mientras se dirigía hacia la salida, cuidando de no darle la espalda al Sultán.
Pero mientras salía de los aposentos para convocar a los oficiales, su mente trabajaba febrilmente. Algo estaba terriblemente mal. ¿Un sueño habría provocado este cambio en el Sultán? ¿O acaso alguien en la corte había manipulado al Sultán, aprovechando su fe para impulsar una agenda belicista?
Mientras cruzaba los pasillos del palacio, tomó una decisión. Haría lo posible por moderar el impulso del Sultán y, si era necesario, buscaría aliados en la corte para evitar que la Magna Rumelia se lanzara al abismo. Sin embargo, la chispa ya estaba encendida, y temía que pronto se desataría un incendio que consumiría a todos.
A medida que convocaba a los generales, estos acudieron de forma presurosa a ver a su señor, todos reunidos en el salón de trono, y esperaron a su señor, hasta que este entro con su uniforme de gala y escoltado por los Jenízaros, su guardia real.
La atmósfera en el salón del trono se volvió pesada, cargada con una tensión que no se había sentido en años. Los grandes candelabros de cristal lanzaban destellos sobre las caras preocupadas de los generales y oficiales de la Magna Rumelia, reunidos en torno a su soberano. El Sultán, vestido con su uniforme militar que raramente usaba, parecía un hombre transformado. La cimitarra en su cintura, un símbolo más ceremonial que práctico en tiempos normales, ahora se había convertido en una extensión de su fervor.
A su lado, los Jenízaros, su guardia personal, permanecían inmóviles. Su sola presencia era suficiente para recordar a todos los presentes que cualquier signo de desacuerdo podría ser interpretado como deslealtad. Los ojos del Sultán ardían con un fanatismo que desconcertaba incluso a los más veteranos.
—¡Tenemos un deber sagrado, un mandato del Altísimo! —exclamó, su voz resonando en el salón. ¡Debemos erradicar a los infieles, debemos destruir a Ildoa! Solo entonces Magna Rumelia cumplirá su propósito en el mundo, su deber divino con el Todopoderoso.
Las palabras cayeron como martillazos en las mentes de los presentes. Algunos generales intercambiaron miradas incómodas, mientras que otros, los más jóvenes y entusiastas, asentían con fervor.
Los murmullos comenzaron entre los generales, pero nadie se atrevió a interrumpir al Sultán. Este continuó, su tono aumentando en intensidad.
—¡Necesitamos armas, y las conseguiremos de donde sea! No me importa si es del Imperio, del Reino Aliado, de la República, o incluso de los malditos Russy. ¡Compren tantas armas como puedan para armar a nuestros soldados! El tesoro real está a vuestra disposición.
—Majestad, entiendo la urgencia de su mandato, pero... —comenzó a decir uno de los generales más experimentados, un hombre de cabello canoso y expresión endurecida por las décadas de servicio.
El Sultán lo interrumpió bruscamente, señalándolo con un dedo tembloroso y una mirada furiosa.
—¡No hay peros, general! El Altísimo ha hablado. Vacíen las arcas, vendan lo que sea necesario, compren armas de quien haga falta ¡No me importa a quien! Pero necesitamos armas, muchas armas, ¡Para armar a nuestros soldados y cumplir la voluntad del Altísimo! ¡Tienen un mes para cumplir mis ordenes!
Un murmullo se extendió entre los oficiales. El tesoro real no estaba en condiciones de sostener una guerra prolongada. La Magna Rumelia había sobrevivido en las últimas décadas gracias a una economía que apenas lograba mantener la estabilidad interna. Vaciar las arcas era un riesgo monumental.
El Gran Visir, Ramazan Şahin, dio un paso adelante, intentando calmar las aguas.
—Su Majestad, sus deseos serán cumplidos, pero le ruego que considere el tiempo necesario para prepararnos adecuadamente. Si vaciamos nuestras arcas, la administración del reino sufrirá. Los soldados necesitan entrenamiento, organización y equipo. Un mes no es suficiente...
El Sultán lo interrumpió con un golpe de su mano sobre el brazo del trono, su rostro transformado por la furia.
—¡No escuchaste mi orden, Ramazan? Vacíen las arcas, vendan lo que haga falta. ¡Tienen un mes! Desde hoy hasta el final del próximo mes. Ni un día más.
El silencio en la sala era casi insoportable. Ramazan, acostumbrado a las discusiones largas y estratégicas con su soberano, apenas podía creer lo que estaba oyendo.
—No podemos hacer enojar al Altísimo, Ramazan. —La voz del Sultán descendió a un susurro intenso, casi amenazante—. Cualquier retraso será visto como un acto de traición a Su voluntad.
El Gran Visir, tragando su frustración, se inclinó levemente.
—Se hará como desee, Su Majestad.
Los generales, aunque menos expresivos, inclinaron la cabeza en señal de acuerdo. Sin embargo, incluso los más belicistas estaban claramente preocupados. Un mes no era tiempo suficiente para preparar una guerra a gran escala, especialmente contra un enemigo como Ildoa.
El Gran Visir sabía que la situación era más grave de lo que parecía. Un Sultán cegado por el fervor religioso y un ejército mal preparado eran una combinación peligrosa.
Cuando la reunión terminó, los oficiales y ministros salieron del salón con pasos lentos y expresiones sombrías. Algunos murmuraban entre ellos, preguntándose qué había causado este cambio drástico en el Sultán. La idea de vaciar las arcas y lanzarse a una guerra con tan poco tiempo de preparación les parecía suicida. Pero nadie se atrevía a decirlo en voz alta, no con los Jenízaros observando cada movimiento y cada palabra.
Mientras caminaba por los pasillos del palacio, Ramazan trabajaba frenéticamente en un plan para evitar que la Magna Rumelia se desmoronara bajo el peso de esta cruzada precipitada. El hombre razonable al que había servido durante años ahora era un extraño, dominado por un fervor que no podía explicarse. ¿Quién o qué había alimentado esta transformación? ¿Era un sueño, una manipulación de los belicistas en la corte, o algo más oscuro?
En silencio, murmuró para sí mismo: "Que el Altísimo nos proteja. Estamos al borde del abismo."
Esa noche, el Gran Visir se sentó solo en su despacho, rodeado de mapas y documentos. Sus pensamientos estaban divididos entre la lealtad al Sultán y el deber hacia la Magna Rumelia. Sabía que el tiempo era corto y que, si no encontraba una forma de manejar la situación, el imperio podría enfrentarse a un desastre irreversible.
Mientras tanto, en las calles de Istanbul, los rumores de una nueva guerra comenzaban a extenderse, alimentando tanto la esperanza como el miedo en un pueblo que había visto demasiados conflictos y pocas victorias. La chispa había sido encendida, y las llamas no tardarían en propagarse.
31 de mayo de 1911, Calendario Unificado
La ciudad de Istanbul, corazón de la Magna Rumelia, se había convertido en un hervidero de actividad y tensión. Calles normalmente repletas de mercaderes y peregrinos ahora estaban dominadas por filas interminables de hombres siendo llevados al reclutamiento. Las órdenes del Sultán eran claras: todos los hombres debían unirse a la causa sagrada. Jóvenes de apenas 16 años y ancianos de hasta 50 eran arrancados de sus hogares y llevados a centros de entrenamiento improvisados. Familias lloraban en las esquinas, madres suplicaban por sus hijos, mientras que las pocas voces de protesta eran rápidamente sofocadas.
Por encima de todo esto, una nueva amenaza dominaba el paisaje urbano: los Jenízaros. No solo eran la guardia personal del Sultán, sino también el cuerpo de magos de la Magna Rumelia, capaces de surcar los cielos como fantasmas armados. Su mera presencia sembraba el terror, sus rostros inmutables y su fanatismo implacable recordaban a todos que la resistencia no era una opción. Habían regresado a sus raíces como instrumentos de terror y represión, al servicio de un Sultán transformado
En el corazón de la ciudad, la gran plaza frente al Palacio de Topkapi estaba abarrotada. Miles de personas, desde nobles hasta campesinos, habían sido obligadas a asistir. El cielo estaba cubierto de nubes grises, y una ligera brisa marina traía consigo el olor a sal y humedad. Sin embargo, la atmósfera era sofocante, cargada con la electricidad de lo inevitable.
En un balcón adornado con cortinas carmesí y doradas, apareció el Sultán. Pero este no era el hombre afable y sereno que el pueblo había conocido. Su figura, ahora enfundada en un uniforme militar de gala, irradiaba una energía casi aterradora. En su cintura brillaba una cimitarra ceremonial, y en sus ojos se podía ver un fuego que había consumido cualquier rastro de moderación o razón.
Cuando habló, su voz resonó por toda la plaza, amplificada por un artefacto mágico que los jenízaros habían preparado de antemano.
—¡Hijos de la Magna Rumelia! —comenzó, su tono firme y vibrante. - ¡Hoy es un día de gloria, un día en el que reafirmamos nuestro propósito como siervos del Altísimo! Hemos sido llamados a cumplir con Su voluntad, a erradicar a los pecadores que contaminan la tierra.
El Sultán extendió una mano hacia el horizonte, como si señalara a un enemigo invisible.
—Nuestros enemigos son claros: el Reino de Ildoa, un bastión de decadencia y herejía. No solo han desafiado nuestra soberanía, sino que han osado expandir su influencia, pisoteando a sus vecinos como si fueran dueños de este mundo. ¡Pero el Altísimo es grande, y nosotros somos sus herramientas!
Los jenízaros, que flanqueaban el balcón, alzaron sus espadas al unísono, gritando:
—¡Allah es grande! ¡Victoria para el Sultán!
La multitud permanecía en silencio. Algunos asintieron, atrapados por el fervor del momento, mientras que otros evitaban el contacto visual, temerosos de ser vistos como desleales.
—¡Declaro la guerra! —continuó el Sultán, su voz elevándose a un rugido—. Desde este día, la Magna Rumelia marchará hacia la gloria. ¡Ildoa será destruida, y nosotros cumpliremos nuestro deber sagrado! ¡Todos los hombres son llamados a las armas, sin excepción! ¡Aquellos que se resistan estarán desafiando no solo a su Sultán, sino al Altísimo mismo!
Mientras el Sultán hablaba, en las calles cercanas, un pequeño grupo de ciudadanos intentó levantar la voz en protesta. Eran hombres mayores, preocupados por el reclutamiento de sus hijos y nietos, mujeres que imploraban por sus esposos, y jóvenes que se sentían traicionados por el sistema que los enviaba a una guerra que no comprendían.
No pasó mucho tiempo antes de que los Jenízaros descendieran sobre ellos. Envueltos en túnicas negras y armados con rifles y espadas, se movían con una precisión casi inhumana. Los destellos de sus armas, y la sangre derramaba llenaron las estrechas calles mientras reducían a los manifestantes al silencio absoluto, con una brutalidad única.
En cuestión de minutos, el pequeño motín fue aplastado. Los gritos se extinguieron, reemplazados por el frío sonido de las botas marchando de regreso a sus posiciones roto ocasionalmente por un charco de sangre que era aplastado. El mensaje era claro: la disidencia no sería tolerada.
Las declaraciones del Sultán y la represión subsiguiente generaron reacciones mixtas en la corte y entre la población. Los generales más experimentados se encontraban divididos: algunos veían en la guerra una oportunidad para restaurar el prestigio del imperio, mientras que otros temían que el Sultán estuviera llevando a la Magna Rumelia hacia el desastre inevitable.
El Gran Visir, Ramazan Şahin, observaba todo desde las sombras, su mente trabajando a toda velocidad. Había apoyado la idea de una guerra contra Ildoa, pero no bajo estas circunstancias. Un ejército mal entrenado y mal equipado, reclutado apresuradamente, no tenía ninguna posibilidad real contra un enemigo organizado y tecnológicamente superior.
Mientras tanto, en las provincias rurales, el reclutamiento forzoso y las represiones habían comenzado a erosionar la ya frágil lealtad hacia el Sultán. Los rumores de insurrección comenzaban a tomar fuerza, pero nadie osaba actuar abiertamente.
Con el discurso del Sultán, la Magna Rumelia cruzó un umbral del que no habría retorno. La maquinaria de guerra comenzaba a moverse, alimentada por un fervor religioso y un fanatismo que cegaba a muchos de la realidad: el imperio no estaba preparado para una guerra total.
Los tambores resonaban en la plaza, marcando el ritmo de una marcha que prometía cambiar el destino de la región. Desde los palacios dorados de Istanbul hasta las aldeas más remotas, la sombra de la guerra se extendía como una tormenta, trayendo consigo la incertidumbre, el miedo y la destrucción. La yihad había comenzado.
31 de mayo de 1911, Calendario Unificado
En Romulia, la atmósfera era completamente distinta a la tensa y caótica situación en Istanbul. Las noticias de la declaración de guerra por parte de la Magna Rumelia no habían generado miedo, sino un estallido de fervor nacionalista. Las calles de la ciudad estaban decoradas con banderas de Ildoa, ondeando con orgullo en edificios públicos, plazas y casas. La población se había volcado en apoyo al reino, animada por la percepción de que esta guerra era inevitable y justa.
Las plazas estaban abarrotadas de jóvenes que se dirigían en masa a los centros de reclutamiento. Hombres de todas las edades, incluso aquellos que no eran aptos para el combate, ofrecían sus servicios en lo que fuera necesario: desde trabajar en fábricas hasta donar recursos. Los himnos patrióticos resonaban en cada esquina, y grupos de voluntarios marchaban por las calles portando la bandera de Ildoa, sus rostros encendidos por el orgullo y la determinación.
Frente al Palacio Real, un grupo de jóvenes cruzó en un carro decorado con la bandera nacional. Cantaban el himno de Ildoa a todo pulmón, algunos sosteniendo armas en sus puños, mientras gritaban:
—¡Larga vida el rey! ¡Viva Ildoa!
Desde una ventana del palacio, Otto observaba la escena en silencio. Los cánticos patrióticos llegaban hasta él, junto con los ecos de los aplausos de la multitud. Sin embargo, su expresión no era de júbilo, sino de meditación. La guerra había llegado antes de lo planeado, y aunque el pueblo estaba preparado para luchar, Otto sabía que la guerra no se gana solo con el entusiasmo.
En los astilleros y fábricas de Romulia, el trabajo estaba en su punto álgido. Las instalaciones ya estaban ocupadas desarrollando los proyectos armamentísticos impulsados por Otto meses atrás, pero ahora la situación requería acelerar aún más el ritmo. Nuevos barcos de guerra, armas y municiones eran fabricados día y noche, mientras el personal de los astilleros trabajaba hasta el agotamiento.
El Mariscal Valeriano Arcara, jefe del estado mayor, entró apresuradamente al despacho del rey.
—Majestad, los informes confirman que la Magna Rumelia ha movilizado a casi toda su población masculina. Su ejército será masivo, pero carecen de la tecnología y entrenamiento básico.
Otto asintió, su mirada fija en un mapa que mostraba las fronteras entre ambos países.
—Eso es una ventaja que no debemos subestimar, pero tampoco podemos confiarnos. Necesito que todas las divisiones estén listas para el combate antes del final del verano. Nuestra estrategia será contenerlos en el mar mientras consolidamos nuestras fuerzas.
Arcara inclinó la cabeza.
—Así se hará, Majestad. Pero... ¿está seguro de que no debemos buscar aliados externos? La República o el Reino Aliado podrían ver esto como una oportunidad para debilitar a la Magna Rumelia, incluso el Imperio.
Otto lo miró fijamente.
—No quiero que Ildoa sea percibida como débil. Esta es nuestra guerra, general, y la enfrentaremos solos. Si vencemos a la Magna Rumelia por nuestra cuenta, nadie volverá a cuestionar nuestra posición en el continente.
Cuando el Mariscal salió, Otto permaneció unos momentos en silencio. Esta no sería una guerra común; sería una cruzada, una lucha donde la razón no tendría cabida. Las pocas imágenes que había del momento mostraban al Sultán rumeliano enloquecido, pero sabía quien podía ser el responsable, Ser X.
Otto se acercó a su escritorio y tomó una pluma. Escribió en su diario:
"El destino de Ildoa y de la Magna Rumelia se decidirá en esta guerra. Si debemos enfrentarlos antes de estar completamente preparados, que así sea. No solo enfrentamos un ejército; enfrentamos una idea, un fanatismo que amenaza con consumirlo todo. Pero yo, Otto I von Lohenstein, juro que haré todo lo necesario para proteger a mi reino y asegurar un futuro mejor para mi pueblo. La historia no recordará la Magna Rumelia como una potencia, sino como un capítulo que llegó a su fin bajo el peso de su propia locura."
Otto escucho el murmullo de una multitud acercándose, pronto el murmullo se convirtieron en ovaciones, gritos de "¡Viva Ildoa! ¡Viva el rey!". Levantándose, el joven rey se dirigió hacia el balcón, donde la multitud seguía vitoreándolo. Alzó una mano en un gesto solemne, y el pueblo respondió con un rugido de apoyo, ondeando banderas, cantando el himno nacional, o aclamándolo.
En ese momento, Otto supo que esta guerra no solo sería una prueba de su liderazgo, sino el evento que definiría su reinado. La Magna Rumelia debía ser derrotada, ildoa debería alzarse victoriosa de esta guerra, y asegurar su dominio del mar Interior.
P.D tres capítulos seguidos, me pase toda la noche trabajando u.u
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