Capitulo 6
19 de noviembre de 1910, Calendario Unificado
El sol se ocultaba sobre las ondulantes colinas del sur de Ildoa cuando el automóvil real llegó a la finca de la familia Volpezanna. Los colores del atardecer pintaban un cuadro casi idílico, bañando los viñedos y campos circundantes en tonos dorados y carmesí. El aire era fresco, impregnado con el aroma del olivo y la vid, típico de la campiña ildoana.
El auto se detuvo frente a la imponente residencia, una mansión de estilo neoclásico con paredes blancas y techos de tejas rojizas, rodeada por jardines bien cuidados. Otto, vestido con un elegante traje oscuro y la insignia de la casa real en la solapa, observaba con atención desde la ventana mientras el Capitán Duccio, al mando de los Coraceros, bajaba primero para inspeccionar el lugar.
Al pie de las escaleras, esperándolo con una impecable postura y una sonrisa serena, estaba Silvia Volpezanna. Su vestido de tonos verde esmeralda contrastaba con la calidez del atardecer, acentuando sus ojos claros y su cabello oscuro recogido en un elaborado peinado. Era una joven de 18 años, con una belleza natural que irradiaba elegancia sin pretensiones, y una mirada firme que denotaba inteligencia.
Otto, apenas disimulando un leve nerviosismo, salió del auto con la ayuda de Duccio. Su porte regio, a pesar de su juventud, hacía honor a su posición, pero en su interior, maldijo las hormonas que lo hacían sentirse incómodamente consciente de la gracia de Silvia.
Silvia dio un paso adelante y realizó una leve inclinación de cabeza, un gesto lleno de respeto pero también de familiaridad.
—Saludos, Su Alteza. —Su voz era suave, pero clara y segura.
Otto, recobrando la compostura, inclinó ligeramente la cabeza en respuesta.
—Buenas tardes, Silvia. ¿Hay algo que necesites de mí? Algo en lo que pueda serte útil?
Silvia sonrió con discreción, sus ojos brillando con un toque de humor.
—Nada, Su Majestad. Me basta con que haya aceptado mi invitación. Con todas las reformas que está liderando, llegué a pensar que no tendría tiempo para un simple baile en el sur.
Otto respondió con un tono relajado, aunque sus palabras estaban cuidadosamente medidas.
—Siempre hay tiempo para la diplomacia y las buenas relaciones, sobre todo con alguien como usted. Además, he aprendido que, a veces, un breve respiro puede ser tan valioso como cualquier decreto real.
Silvia levantó una ceja, divertida.
—¿Un respiro? ¿Es eso lo que soy para Su Majestad? Un descanso de sus arduas tareas?
Otto se permitió una ligera sonrisa, casi juvenil.
—Digamos que es una excelente anfitriona que ofrece un respiro excepcional.
Ambos rieron suavemente, y el momento sirvió para romper la tensión inicial. Silvia extendió una mano hacia la entrada de la mansión.
—Permítame acompañarlo adentro. Mi padre estará encantado de darle la bienvenida personalmente.
Otto asintió, haciendo un gesto a Duccio para que supervisara la escolta mientras él avanzaba junto a Silvia.
El interior de la residencia Volpezanna era una muestra de la opulencia del sur, aunque mucho más discreta. Los salones estaban decorados con muebles antiguos, tapices con escenas pastorales y candelabros de cristal que reflejaban la luz cálida de las lámparas. El aroma de flores frescas impregnaba el aire, y la música de un cuarteto de cuerdas resonaba suavemente desde una sala cercana.
Mientras caminaban, Silvia le habló con un tono casual, casi como si fuera una vieja amiga.
—¿Cómo ha encontrado el sur, Su Alteza? Sé que las cosas han cambiado mucho desde que sus reformas empezaron a implementarse aquí.
Otto meditó un momento antes de responder.
—El sur tiene un encanto único. Las reformas han traído desafíos, pero también oportunidades. He visto esperanza en los ojos de la gente a medida que viajaba hacia aquí. Eso me motiva para seguir adelante con todos los planes que tengo en mente.
Silvia lo observó de reojo, intrigada por su respuesta.
—Esperanza... Una palabra poderosa viniendo de un rey. ¿De verdad cree que todos ven su labor de esa forma?
Otto se detuvo un instante, girándose hacia ella con una expresión seria.
—No. Soy consciente de que no todos comparten mi visión. Algunos me ven como un intruso, otros como una amenaza, sobre todo los nobles. Pero si puedo ganarme la confianza de unos pocos campesinos, esos pocos pueden convertirse en el puente hacia muchos más. La esperanza es contagiosa, Silvia. Pero también lo es la desesperación.
Ella asintió lentamente, impresionada por la honestidad en sus palabras.
—Me alegra escuchar eso, Su Alteza. Mi padre siempre dice que un líder que entiende a su pueblo ya ha ganado la mitad de la batalla. Estoy segura de que en esta casa encontrará aliados dispuestos a trabajar por un futuro mejor.
Antes de que Otto pudiera responder, una figura alta y robusta apareció al final del pasillo. Era Emilio Volpezanna, el patriarca de la familia. Su cabello gris y su barba bien cuidada le daban un aire de sabiduría, mientras que sus ojos, del mismo tono que los de su hija, irradiaban calidez.
—¡Su Alteza! —exclamó Emilio, extendiendo los brazos con una sonrisa—. Es un honor tenerlo en nuestra humilde morada. Espero que Silvia le haya dado una bienvenida digna de un rey.
Otto avanzó para estrecharle la mano con firmeza.
—El honor es mío, señor Volpezanna. Su hospitalidad es tan cálida como su reputación.
Silvia permaneció ligeramente detrás, observando la conversación con una sonrisa apenas perceptible. Sabía que la política era una parte inevitable de este encuentro, pero no podía evitar sentir una leve curiosidad por el hombre detrás de la corona y el protocolo. Había algo en la forma en que Otto manejaba las palabras, con calma y precisión, que le intrigaba.
Después de un intercambio de cortesías, Otto y el padre de Silvia se despidieron. El rey giró entonces hacia ella, quien había permanecido en silencio y en un discreto segundo plano.
—¿Me acompañaría a caminar por el patio? —preguntó Otto, su tono formal pero amable, como si la invitación fuera tan natural como estratégica.
—Encantada. —respondió Silvia con una ligera inclinación de cabeza, dejando entrever un destello de curiosidad en su mirada.
El cielo nocturno se extendía sobre el jardín de la hacienda Volpezanna, un lienzo oscuro tachonado de estrellas que parecían brillar solo para esa noche. El jardín, vasto y cuidadosamente diseñado, estaba decorado con rosales en plena floración, fuentes que susurraban con el correr del agua, y senderos de grava delineados por faroles de hierro forjado, cuyas luces temblorosas proyectaban sombras caprichosas sobre los arbustos.
El aire estaba impregnado del aroma dulce y embriagador de las flores nocturnas. El suave crujir de la grava bajo sus pasos y el canto rítmico de los grillos eran los únicos sonidos que acompañaban su lento caminar. Por un instante, el mundo parecía haberse reducido a ese momento compartido bajo las estrellas, lejos de la corte, de los títulos y las tensiones políticas.
Otto, con las manos cruzadas tras la espalda, parecía reflexivo, mientras Silvia, a su lado, mantenía una ligera sonrisa, esperando a que él rompiera el silencio. Ella no sabía qué esperar de este paseo, pero sentía que algo más profundo que una conversación protocolar estaba a punto de ocurrir.
Lejos del bullicio de la casa, ambos se sentían libres de las formalidades que sus títulos les imponían. Otto, aún vestido con su traje real, parecía menos rígido bajo la tenue luz de la luna. Su postura, generalmente recta y calculada, se había relajado, y en su rostro había un atisbo de curiosidad juvenil. Silvia, con su vestido sencillo de color crema, irradiaba una gracia natural que contrastaba con la pompa de su entorno. Sus ojos, iluminados por la luz de los faroles, reflejaban una mezcla de cautela y genuino interés.
—¿Siempre tienes tiempo para paseos nocturnos como este? —preguntó Otto con una sonrisa ligera, rompiendo el silencio.
Silvia rió suavemente, llevando una mano al cabello que el viento apenas movía.
—No tan seguido como me gustaría. Mi vida aquí es tranquila, pero no deja de haber responsabilidades. Aunque, comparadas con las tuyas, las mías deben parecer insignificantes.
Otto negó con la cabeza, deteniéndose junto a una fuente adornada con figuras de mármol.
—No subestimes lo que haces, Silvia. A veces, cuidar de un hogar, de una tierra, requiere más paciencia y sabiduría que dirigir un reino.
Ella arqueó una ceja, divertida por la comparación.
—¿Lo dices por experiencia? ¿Cuántas tierras has cuidado personalmente, Su Alteza?
—Bueno... —respondió Otto, encogiéndose de hombros con un gesto teatral—. Digamos que mis responsabilidades son más abstractas. En mi caso, no se trata de un jardín, sino de millones de vidas que dependen de decisiones que, muchas veces, preferiría no tomar.
Silvia lo miró con una mezcla de empatía y admiración.
—Debe ser una carga inmensa. Y aun así, estás aquí esta noche, alejándote por un momento de todo eso. ¿Por qué?
Otto se quedó en silencio por un momento, mirando el agua que fluía en la fuente. Luego, giró hacia ella, sus ojos encontrándose con los de Silvia.
—Porque, a veces, incluso un rey necesita recordar que es humano. Hablar de cosas mundanas, como dijiste antes, es un pequeño respiro en medio del caos.
Silvia sonrió suavemente, aunque había una pizca de tristeza en su expresión.
—Hablar de cosas mundanas... Como ser hijos únicos. Supongo que ambos sabemos lo que significa cargar con las expectativas de nuestras familias.
—Demasiado bien, me temo. —Otto rió, pero su tono tenía un matiz amargo—. Desde que tengo memoria, mi vida ha estado planificada al milímetro. Estudios, entrenamientos, protocolo... Incluso mis errores están calculados por otros antes de que pueda cometerlos.
—¿Y nunca te rebelaste? —preguntó Silvia, su tono casi desafiante.
Otto negó con la cabeza, riendo suavemente.
—¿Y arriesgarme a un escándalo que pondría en peligro todo lo que mi familia ha construido? No, nunca tuve ese lujo. Pero tú... Tú parecías tener una vida más... libre.
Silvia lo miró con una sonrisa melancólica.
—Libertad relativa, diría yo. Mi padre siempre fue indulgente, pero eso no significa que no esperara algo de mí. Cuando decidí quedarme en el sur, incluso cuando todo estaba tan tenso, muchos pensaron que era una locura. Pero sabía que era lo correcto. Alguien tenía que demostrar que no todos los nobles del sur eran opresores.
—Y lo hiciste bien. —La voz de Otto era baja, casi un susurro—. Tu valentía fue una de las razones por las que quise venir aquí.
Silvia lo miró fijamente, sorprendida por la honestidad de su declaración.
—¿Valentía? No sé si llamaría valentía a simplemente hacer lo que es justo.
—A veces, lo justo requiere más coraje que cualquier otra cosa.
El silencio se extendió entre ellos, pero no era incómodo. Era un momento de comprensión mutua, una pausa en la que las palabras no eran necesarias. Otto desvió la mirada hacia el cielo estrellado.
—¿Alguna vez has pensado en lo pequeño que somos en comparación con todo esto? —preguntó, señalando las estrellas.
—A veces. Pero también me gusta pensar que, aunque pequeños, nuestras acciones pueden dejar huellas que trascienden el tiempo.
Otto la miró de nuevo, y por un instante, algo en sus ojos mostró una vulnerabilidad que rara vez permitía.
—Espero que tengas razón, Silvia. Espero que lo que haga por Ildoa valga la pena, incluso si yo no estoy aquí para verlo.
Silvia puso una mano en su brazo, un gesto inesperado pero lleno de calidez.
—Lo vale, Otto. Pero también debes permitirte vivir. Incluso los reyes merecen momentos como este.
La conversación continuó hasta altas horas de la noche, mientras ambos caminaban por el jardín, compartiendo historias, anécdotas y pensamientos que rara vez compartían con otros. Ninguno habló de relaciones románticas, aunque la posibilidad flotaba en el aire como el suave aroma de los rosales.
Cuando finalmente regresaron a la mansión, Otto se detuvo en el umbral y miró a Silvia con una expresión que mezclaba gratitud y algo más profundo que no se atrevió a verbalizar.
—Gracias, Silvia. Por recordarme que, a veces, las cosas más simples son las más importantes.
Ella sonrió y asintió.
—Buenas noches, Su Alteza. Espero que mañana disfrute del banquete.
Otto asintió y se retiró, sabiendo que esa noche había marcado un antes y un después, aunque no estaba seguro de qué forma exactamente.
20 de Noviembre de 1910
El día del banquete había llegado con toda la pompa y esplendor que la familia Volpezanna podía ofrecer. Los amplios salones de la hacienda estaban decorados con guirnaldas de flores y candelabros resplandecientes, mientras una orquesta tocaba melodías suaves para recibir a los invitados. Diplomáticos, terratenientes y oficiales de alto rango se mezclaban en la sala, todos ansiosos por compartir palabras o, al menos, un momento con el joven rey. Sin embargo, una ausencia notable pesaba en el ambiente: Silvia Volpezanna no se encontraba en ningún lugar.
En lugar de atender a los invitados, Silvia estaba en el despacho privado de su padre, Emilio Volpezanna. La habitación, decorada con libros encuadernados en cuero y un gran retrato familiar colgado sobre la chimenea, era un espacio donde la tradición y el pragmatismo se encontraban. Silvia, con el rostro ligeramente sonrojado, hablaba con su padre, quien la escuchaba con una mezcla de curiosidad y preocupación.
—Padre, sé que esto puede parecer precipitado, pero quiero hablarte sobre Otto. —comenzó Silvia, de pie frente al escritorio, sus manos entrelazadas con nerviosismo.
Emilio, un hombre robusto de cabello canoso y mirada aguda, la observó con calma, apoyando los codos en el escritorio de madera pulida.
—¿Otto? ¿El rey? —preguntó con voz grave, arqueando una ceja—. ¿Qué hay sobre él?
Silvia tomó aire profundamente antes de responder.
—Creo que hay algo especial entre nosotros, padre. Y no hablo solo de una conexión personal. Creo que nuestra familia podría beneficiarse de un vínculo más cercano con la casa real.
El rostro de Emilio no mostró emoción, aunque sus ojos se estrecharon ligeramente.
—Silvia, ¿estás segura de que esto no es simplemente una ilusión de tu parte? Otto es un hombre joven, pero también es el rey. Su vida está llena de responsabilidades y política. Una relación con él no sería sencilla, ni para él ni para ti.
Silvia sostuvo su mirada, decidida.
—Lo sé, padre. Pero él me mira de la misma manera en que tú mirabas a mamá. Es algo que no puedo ignorar. Y no solo es por lo que siento, sino porque creo que estar a su lado podría ayudar a nuestra familia y al sur de Ildoa en general. Nuestra unión podría simbolizar la reconciliación entre la corona y esta región.
Emilio se inclinó hacia atrás en su silla, cruzando los brazos mientras la estudiaba con atención.
—¿Y qué harías si descubres que Otto no comparte tus sentimientos? O, peor aún, si acepta un compromiso solo por razones políticas?
Silvia bajó la mirada por un momento, pero pronto volvió a alzarla con firmeza.
—Entonces esperaré, padre. Sé que no puedo forzar las cosas, y no quiero que él se sienta obligado a corresponder mis sentimientos. Pero estoy dispuesta a darle tiempo, incluso años, si es necesario. Él es joven, como yo, y el tiempo está de nuestro lado. Si alguna vez decide que yo puedo ser más que una aliada política, estaré aquí.
Emilio permaneció en silencio, evaluando las palabras de su hija. Finalmente, suspiró profundamente y asintió con lentitud.
—Eres muy parecida a tu madre. Tenía esa misma mezcla de terquedad y visión, a veces me preguntaba si ella estaba loca por mi. - el hombre rio levemente tras decir esto, luego miro a los ojos a su hija - Está bien, Silvia. No te detendré, pero debes ser prudente. No permitas que tus emociones te hagan olvidar quién eres y lo que representas para esta familia. Si Otto toma la decisión, será suya, no tuya. Hasta entonces, deja que el tiempo y las circunstancias hagan su trabajo.
Una sonrisa iluminó el rostro de Silvia, y se inclinó ligeramente hacia su padre en señal de agradecimiento.
—Gracias, padre. No te decepcionaré.
Con la conversación resuelta, Silvia se preparó para el banquete. Sabía que no podía presionar a Otto, pero también sabía que la paciencia sería su mejor aliada. Mientras se arreglaba frente al espejo, su corazón latía con una mezcla de nerviosismo y esperanza. La noche sería larga, y cada momento sería una oportunidad para acercarse un poco más al joven rey, sin comprometer su dignidad ni apresurar las cosas.
En el salón de la hacienda Volpezanna rebosaba de vida. Las luces de los candelabros iluminaban los trajes y vestidos finamente decorados, mientras las notas de la orquesta llenaban el aire. Otto, vestido con un uniforme formal, pero no ostentoso, se encontraba rodeado de oficiales y nobles del sur, todos ellos entusiastas de las reformas que el joven rey había implementado.
—Su Majestad, ¿ha considerado ya el tema del matrimonio? —preguntó uno de los terratenientes, un hombre de mediana edad con bigote espeso y un tono de voz que buscaba ser amigable, aunque había un claro trasfondo político en su interés.
Otto sonrió, aunque en su interior estaba ligeramente irritado. Esa pregunta parecía surgir con más frecuencia de lo que le hubiera gustado.
—Es un tema importante, pero ahora mi enfoque principal está en fortalecer la nación. Ya habrá tiempo para esas decisiones en el futuro.
No obstante, las insinuaciones continuaron. Algunos nobles habían traído a sus hijas al banquete, todas jóvenes de gran belleza y educación impecable, con la esperanza de que alguna pudiera captar la atención del monarca. Otto, como dictaban las normas de la cortesía, se tomó el tiempo de conversar con ellas, intercambiando palabras educadas y amables. Sin embargo, aunque eran encantadoras, ninguna parecía igualar la gracia y la naturalidad que había encontrado en Silvia la noche anterior.
Mientras observaba el salón, sus ojos buscaban inconscientemente a la joven heredera de los Volpezanna. Cuando finalmente la vio, su corazón dio un ligero vuelco. Silvia había llegado tarde, vistiendo un elegante vestido de seda azul que destacaba sus ojos brillantes y su postura confiada, pero natural. Su sonrisa no era forzada, sino auténtica, y eso la hacía resaltar entre las demás.
La orquesta cambió de ritmo como si le diera la bienvenida a Silvia, comenzando una pieza destinada al baile. Las parejas comenzaron a reunirse en el centro del salón. Otto, decidido a no perder la oportunidad, se disculpó amablemente de su grupo y avanzó hacia Silvia, quien estaba charlando con un par de invitados aunque lo buscaba con la mirada.
—Señorita Volpezanna, ¿me concedería este baile? —preguntó Otto con una ligera inclinación de cabeza, su tono más cálido y personal que formal.
Silvia parpadeó sorprendida, pero pronto sonrió y asintió.
—Será un honor, Su Majestad.
Ambos se dirigieron al centro del salón, mientras las miradas de los presentes los seguían con expectación. La danza comenzó con movimientos suaves y elegantes, marcados por la música que fluía en el ambiente. Otto y Silvia se movían al unísono, una sincronía que parecía más natural que ensayada.
—¿Está disfrutando del banquete? —preguntó Silvia mientras giraban con gracia.
—Mucho más ahora que estamos bailando. —respondió Otto, una ligera sonrisa curvando sus labios.
Silvia rió suavemente, aunque no pudo evitar un leve sonrojo.
—Me temo que los invitados han sido bastante insistentes con usted. Escuché a varias madres presentarle a sus hijas.
—Es inevitable. La corona siempre parece estar rodeada de estrategias matrimoniales. Pero... —hizo una pausa mientras la miraba directamente a los ojos—, me temo que todas esas conversaciones me parecen vacías comparadas con las que hemos tenido usted y yo.
Silvia sintió su corazón acelerarse, pero mantuvo la compostura.
—Me halaga, Su Majestad. Aunque debo decir que nuestras conversaciones han sido más honestas que cualquier charla de salón.
La música continuó, y ambos se permitieron unos momentos de silencio, disfrutando simplemente de la cercanía y el movimiento. Finalmente, Otto habló de nuevo, su voz baja, casi un susurro.
—Silvia, cuando regrese a Romulia, me gustaría que continuáramos conversando. Tal vez a través de correspondencia, si le parece bien.
Silvia levantó la mirada, su sonrisa suave pero radiante.
—Nada me haría más feliz, Su Majestad. Será un honor escribirle y escuchar sobre sus proyectos para el reino.
El baile concluyó con un giro final, y ambos se inclinaron ligeramente como dictaba la etiqueta. Los aplausos llenaron el salón, pero Otto y Silvia apenas los notaron. Para ellos, el resto de los invitados había desaparecido por un breve momento, dejando solo a dos jóvenes compartiendo un instante único.
Cuando Otto la acompañó de regreso a su lugar, inclinó ligeramente la cabeza en señal de despedida.
—Gracias por el baile, Silvia. Ha sido el momento más agradable de la noche.
Silvia asintió, su sonrisa aún presente.
—El placer ha sido mío, Su Majestad.
Mientras Otto regresaba al grupo de oficiales que lo esperaban, no pudo evitar girarse una última vez para mirarla. Silvia también lo observaba, y ambos intercambiaron una sonrisa antes de volver a sus respectivos lugares.
P.D Nuestro Otto enamoro a la loca
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