Capitulo 5
28 de septiembre de 1910 del Calendario Unificado
Otto sonrió al contemplar los informes de la recién terminada guerra en Abyssinia. La victoria había sido rápida y decisiva: una campaña de apenas dos meses con bajas mínimas, muy diferente a los desastres prolongados que la Italia de su realidad había sufrido en ese mismo conflicto.
Comparada con la primera y segunda guerra italo-etíope, la eficiencia de las fuerzas ildoanas era un logro magistral. Sin embargo, Otto no se dejaba llevar por la euforia. Sabía que, aunque la victoria era un hecho, la guerra había expuesto las debilidades estructurales del ejército, especialmente en los ámbitos logístico y armamentístico.
El informe detallaba incidentes preocupantes. Varias unidades habían reportado fallos críticos en sus granadas. Algunas explotaban prematuramente, causando bajas entre los propios soldados. Era un problema inaceptable, y Otto lo anotó mentalmente como una prioridad absoluta. Además, si bien los fusiles Carcano habían demostrado ser útiles, los nuevos modelos M1939 se habían convertido en una revelación en el campo de batalla. Las tropas de magos aéreos, equipadas con esta arma, habían arrasado posiciones enemigas con facilidad.
En el lado enemigo, los magos abyssinios eran poco más que un eco de lo que podían ser las fuerzas mágicas de las grandes potencias. Sin orbes operativos ni capacidad de vuelo, su rendimiento era patético ante los soldados bien entrenados de Ildoa. Incluso los soldados de infantería, armados con rifles convencionales, podían abatir magos abyssinios sin grandes complicaciones.
Otto, sin embargo, no quería dejar nada al azar. La guerra había demostrado que incluso con un enemigo débil, las carencias del ejército podían poner en riesgo operaciones futuras.
La conclusión era clara: era necesario un esfuerzo concertado para modernizar el ejército. Otto apuntó varios objetivos inmediatos:
Revisar la logística: La distribución de suministros durante la campaña había sido desastrosa en varias ocasiones. Si el ejército iba a proyectar poder más allá de sus fronteras, las cadenas de suministro debían ser impecables.
Producción armamentística: Otto convocaría a los principales fabricantes, incluyendo Breda, para desarrollar armas más confiables y aumentar la producción de los exitosos M1939.
Potenciar la fuerza aérea: Aunque Ildoa contaba con un número limitado de magos aéreos —apenas 13,000 en activo—, Otto veía el futuro en los aviones. "Los magos son valiosos, pero son limitados. Los aviones, en cambio, pueden producirse en masa", pensó.
Además, Otto tenía un plan aún más ambicioso: introducir los portaaviones en el arsenal militar ildoano. Era un concepto revolucionario en un mundo donde los magos dominaban los cielos, pero Otto entendía las limitaciones humanas. Los magos, por poderosos que fueran, se cansaban, y los orbes mágicos requerían recursos y un complejo mecanismo interno capaz de soportar la magia, eran maravillas tecnológicas, pero difíciles de obtener.
Los aviones, por otro lado, solo dependían de combustible y piezas mecánicas. Otto reflexionó sobre los ejemplos históricos que había estudiado en su hogar en los Estados Unidos de su anterior vida, la industria militar de Estados Unidos produjo más de 15,000 unidades del P-51 Mustang, un avión legendario que casi todos conocían. Si Ildoa lograba adaptar su industria para producir en masa aviones como el Macchi M.C.200, la fuerza aérea podría superar en número incluso a los magos de las naciones más poderosas.
Además, los portaaviones no serían simplemente plataformas para aviones. Otto planeaba integrar unidades de magos aéreos a bordo, creando una fuerza híbrida capaz de dominar tanto el cielo como el mar. Su visión era clara: una flota que pudiera proyectar poder en cualquier rincón del mundo.
Pero Otto sabía que no sería algo fácil. La producción en masa de aviones requeriría una transformación radical de la economía ildoana. Las fábricas tendrían que operar día y noche, y sería necesario entrenar a miles de nuevos pilotos. Además, la doctrina naval de Ildoa tendría que evolucionar para integrar el concepto de portaaviones.
El joven rey también anticipaba resistencia de otras potencias. La República y el Imperio verían los portaaviones como una amenaza directa a su propio poderío naval, quizá no el Imperio, eran "aliados", pero la republica no tenía algún tratado que limitara su poder naval en el mar Interior y Otto no descartaba intentos de sabotaje o espionaje. Aún así, estaba decidido. "Si queremos ser grandes, debemos asumir grandes riesgos", pensó mientras miraba el mapa de su escritorio.
Mientras los últimos rayos del sol bañaban la ciudad de Romulia con una cálida luz dorada, Otto seguía absorto en su trabajo. Las líneas recién trazadas en el mapa no eran simples rutas comerciales; eran símbolos de la ambición ildoana de extender su influencia más allá de sus fronteras. No veía el mapa como una representación estática, sino como un tablero de juego donde cada movimiento debía ser calculado con precisión para asegurar la supervivencia y prosperidad de Ildoa frente a sus enemigos.
Su mirada se fijó en la región de la Magna Rumelia, ese anciano decadente al que muchos llamaban "el hombre enfermo de Europa". Durante la reciente guerra en Abyssinia, Rumelia había permanecido oficialmente neutral, pero su intervención diplomática a favor de su aliado, aunque indirecta, había complicado las operaciones ildoanas. Los rumores y la propaganda habían convencido a muchos generales y ciudadanos de que Rumelia era la mano oculta detrás de la resistencia en Abyssinia, fomentando tensiones que ahora parecían irreparables.
Aunque Abyssinia ya no existía como un estado soberano, el conflicto estaba lejos de haber terminado. La familia imperial de los Silaasee, derrotada pero no aniquilada, había encontrado refugio en el territorio rumeliano, lo que sumaba más leña a las tensiones entre Ildoa y Rumelia. Desde allí los Silaasee, intentaban encender las llamas de la resistencia entre la población local, agitando a los campesinos y a los antiguos nobles para sabotear el control ildoano sobre el país.
Otto, sin embargo, no era un hombre que permitiera que la inestabilidad se apoderara de sus territorios. Había decidido usar la vieja política de la zanahoria y el palo.
"Recompensa a los que cooperen, aplasta a los que se opongan," reflexionó mientras tamborileaba los dedos sobre su escritorio.
La primera parte de la política consistía en ofrecer incentivos claros a los habitantes de Abyssinia. Otto había iniciado la construcción de carreteras, escuelas y hospitales, proyectos que no solo modernizarían la región, sino que también servirían como propaganda para mostrar los beneficios de la administración ildoana. Además, el acceso al agua potable, la electricidad y la industrialización prometían transformar una sociedad feudal en una moderna.
Otto también había implementado un sistema de co-gobernanza limitado. Aunque los ildoanos mantendrían el control absoluto sobre el gobierno, se permitiría a líderes locales seleccionados participar en la administración colonial en las distintas administraciones, siempre bajo estricta supervisión. "Dales un sentido de pertenencia," pensaba Otto, "pero asegúrate de que sepan quién manda realmente."
Los programas de desarrollo tenían un doble propósito: debilitar el apoyo a la resistencia y generar una clase colaboracionista que se beneficiara directamente del dominio ildoano.
Pero Otto no era ingenuo. Sabía que no todos aceptarían la zanahoria. Contra aquellos que optaran por resistir, desplegó el palo con una dureza calculada.
Las células rebeldes eran aplastadas sin piedad por el ejército y los Arditi, ya eran conocidos por su eficacia y brutalidad a la hora de aplastar a los rebeldes. Las órdenes de Otto eran claras: no dejar supervivientes entre las células rebeldes, pero jamás usar la violencia indiscriminada contra civiles.
"Cometer una atrocidad para evitar cien mil más," pensó, justificándose. Era un mal necesario, un sacrificio que garantizaría un futuro más estable.
Los castigos para quienes abusaran de su autoridad también eran severos. Otto había dejado en claro que cualquier soldado que atacara a civiles inocentes sin pruebas sería llevado ante un consejo de guerra. La disciplina era la base del ejército ildoano, y aquellos que rompieran las reglas, sin importar su rango o condecoraciones, enfrentarían un pelotón de fusilamiento.
Mientras consideraba estos temas, Otto tomó una copa de vino que le había traído uno de sus asistentes y caminó hacia la ventana de su despacho. Desde allí podía ver las luces de Romulia encendiéndose mientras la ciudad se preparaba para la noche. La guerra en Abyssinia había sido una victoria, pero también un recordatorio de las limitaciones de Ildoa.
El rey sabía que necesitaría más que disciplina y políticas bien diseñadas para consolidar su visión. Las tensiones con Rumelia eran solo el principio; la República y el Imperio no tardarían en tomar nota de sus ambiciones. Los portaaviones, las reformas en el sur, la industrialización del norte, todo formaba parte de un plan más grande, uno que requeriría tiempo, recursos y quizás más sacrificios de los que él mismo estaba dispuesto a admitir.
"El mundo no espera," se dijo mientras bebía el último sorbo de su copa. "Si Ildoa no avanza, será aplastada por aquellos que lo hagan."
Con ese pensamiento, volvió a su escritorio. La noche era joven, y había más mapas por trazar, más planes por diseñar y más decisiones que tomar, mientras repasaba sus planes frente al escritorio, Otto recordó algo que casi había olvidado: un baile de la alta sociedad. Como rey, era su deber mantener ciertas apariencias, y aquella invitación no era algo que pudiera ignorar fácilmente. La anfitriona del evento, Silvia Volpezanna, era una figura prominente en el sur y la heredera de la casa Volpezanna, una de las pocas familias nobles que había colaborado con sus reformas en lugar de resistirse.
Cuando el ejército llegó al sur para implementar las reformas, la familia Volpezanna no solo no se opuso, sino que cooperó activamente. Los campesinos bajo su cuidado incluso defendieron a los Volpezanna de las acusaciones de abuso, asegurando que eran buena gente, preocupados por el bienestar de los suyos. Emilio Volpezanna, el patriarca, había entregado voluntariamente una lista de nobles cuyos feudos aún practicaban el peonaje. Por esta colaboración, su hacienda fue una de las pocas que no fue completamente expropiada, aunque gran parte de las tierras inactivas, representando el 90% de su propiedad, fue redistribuida entre los campesinos.
Curiosamente, Emilio aceptó la decisión sin resistencia. "Esa tierra me fue heredada por mi padre, pero nunca le encontré utilidad, es solo terreno baldío" había dicho en una reunión con los oficiales encargados de las reformas. Aquella actitud pragmática y la lealtad demostrada hacia el nuevo orden habían llamado la atención de Otto por la familia. Ahora, la joven Silvia, hija y heredera de Emilio, tomaba el protagonismo como representante de su casa en los círculos de la alta sociedad.
Otto no podía negar que Silvia era una dama encantadora, con una belleza serena y una presencia que destacaba incluso entre las figuras más prominentes de la nobleza. Sin embargo, lo que más le atraía de ella era su inteligencia y habilidad para manejar los asuntos de su familia en un tiempo de incertidumbre. Era una mujer con carácter, algo que admiraba profundamente.
Pero mientras pensaba en ella, otra idea cruzó su mente, una más fría y calculadora. El joven rey sabía que su posición como monarca le exigía considerar alianzas políticas, y una unión matrimonial con una figura prominente del Imperio podía ser crucial para fortalecer los lazos entre ambas naciones. Sin embargo, la sola idea de casarse por conveniencia, sin amor, lo llenaba de desasosiego.
"¿Debería sacrificar mis propios deseos por el bien del reino?" pensó, sintiendo el peso de su corona más que nunca. Negó con la cabeza, intentando apartar esos pensamientos. No era el momento para tomar una decisión tan trascendental.
Decidió que asistiría al baile. "Si quiero conocer realmente a Silvia, el baile será el momento adecuado," pensó. No tenía intención de apresurarse en nada, pero sentía que debía darle una oportunidad a esta relación, no como rey, sino como hombre.
Además, sabía que su presencia en el evento sería un gesto significativo para la aristocracia del sur. Mostrar aprecio por una familia que había cooperado con sus reformas podría enviar un mensaje claro: la lealtad y la colaboración serían recompensadas.
Ciudad de Milano, 28 de Septiembre de 1910
Lejos de la majestuosa y bulliciosa Romulia, en la vibrante ciudad industrial de Milano en el norte de Ildoa, el ambiente era tenso pero lleno de fervor. En el centro de una plaza abarrotada de obreros, policías y hombres vestidos con camisas negras, se alzaba una figura imponente sobre una caja de madera. Su nombre era Giulio Bicolini, un hombre de mediana edad con cabello oscuro peinado hacia atrás, bigote perfectamente recortado y ojos profundos que brillaban con la intensidad de su discurso. Vestía un uniforme gris adornado con brazaletes y una insignia en el pecho que mostraba el emblema del Partido Nacional Patriota. Su porte, erguido y decidido, irradiaba autoridad.
Bicolini alzó un brazo hacia la multitud, exigiendo silencio.
—¡Larga vida al rey! —tronó su voz, resonando como un cañón en la plaza.
—¡Larga vida al rey! —corearon los presentes, un eco de lealtad que sacudió el aire.
Con una mezcla de pasión y cálculo, Giulio prosiguió, moviéndose con energía contenida mientras gesticulaba dramáticamente.
—Hermanos, nuestro rey ha comenzado un camino de gloria. Está llevando a nuestra nación hacia un destino brillante, donde todos los ildoanos podremos estar unidos bajo una sola bandera: la bandera de la Gran Ildoa. ¡El imperio que siempre hemos soñado!
Los aplausos y los vítores llenaron el aire. La multitud, conformada principalmente por trabajadores industriales y miembros del partido, asentía con fervor.
—¡Que viva el rey! —gritó alguien desde el centro del grupo, y una nueva ola de aclamaciones estalló.
Bicolini, aprovechando el impulso, alzó ambos brazos para calmar a la multitud.
—Es el deber del pueblo, nuestro deber, apoyar al rey en esta causa justa. ¿Acaso queremos que las demás potencias nos miren por encima del hombro? ¿Queremos seguir siendo considerados insignificantes cuando deberíamos estar hombro a hombro con ellos, como iguales?
—¡No! —clamaron al unísono, como si respondieran a un himno de guerra.
—¡Entonces debemos actuar! —continuó Giulio, con una voz que parecía capaz de encender hasta el más frío corazón—. Nuestro deber es apoyar a Su Majestad. ¡He escuchado los rumores! Las fábricas están trabajando día y noche. Se producen nuevas armas, municiones y artillería. Ildoa se está preparando, no solo para defenderse, sino para ocupar el lugar que le corresponde en la historia. Pero para que estas armas sean útiles, necesitamos soldados. ¡Debemos militarizar a nuestra sociedad frente a las amenazas internas y externas que acechan nuestra estabilidad!
De pronto, un grito desafiante rompió la atmósfera.
—¡Muerte a los camisas negras!
La multitud se congeló por un instante, buscando el origen de aquella voz. Los ojos se posaron en un hombre entre los presentes. Llevaba una banda roja en el brazo derecho, con las palabras "Partito Rivoluzionario Popolare dell'Ildoa" bordadas en letras estilizadas. Su expresión era de rabia y desafío, y su postura tensa delataba que esperaba represalias.
Un grito surgió del grupo cercano a Giulio:
—¡Atrapen al comunista!
Sin dudarlo, varios hombres, principalmente obreros pero también policías y camisas negras, se lanzaron tras el provocador. Este intentó escapar, pero pronto se vio superado en número. Lo derribaron al suelo mientras los gritos de la multitud aumentaban en intensidad.
Bicolini, imperturbable, observó el caos momentáneo con frialdad antes de alzar nuevamente su voz.
—¡Esto es lo que enfrentamos, hermanos! El comunismo radical, inspirado por la Federación Russy, es un cáncer que debe ser extirpado de nuestras tierras. —Su tono se endureció, casi como si hablara directamente al hombre derribado—. Esta ideología no solo altera el orden social y político, sino que amenaza nuestra orgullosa tradición. No podemos permitir que entorpezca el progreso de nuestra nación. ¡Avanti Ildoa! ¡Lunga vita al re!
La multitud respondió con un rugido de aprobación, ondeando banderas y levantando los puños al aire.
Mientras el sol comenzaba a ocultarse, los camisas negras retomaron la formación, y Giulio descendió de la caja con una expresión triunfal. Caminó hacia un grupo de oficiales del partido, entre ellos Claudio Ricci, su mano derecha, un hombre robusto con cicatrices en las manos, veterano de las campañas en el sur.
—¿Qué hacemos con él? —preguntó Claudio, señalando al comunista detenido, ahora rodeado de hombres que lo miraban con desprecio.
Giulio lo miró fijamente, calculando su respuesta.
—Últimamente la gente se ah estado perdiendo por las montañas, una tragedia la verdad, asegúrate de no dejar restos, no queremos mártires —respondió con una calma aterradora.
Claudio asintió y se marchó, dejando a Giulio con una leve sonrisa en los labios. La noche había terminado con éxito. Los obreros estaban encendidos, el partido ganaba cada vez más adeptos, y los enemigos del régimen comenzaban a temer.
Giulio miró al horizonte mientras las luces de Milano se encendían una por una. "La lucha apenas comienza," pensó. "Pero con hombres como estos, no hay duda de que triunfaremos."
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