Capitulo 3
10 de Abril de 1910, del Calendario Unificado
Otto I von Lohenstein, el joven rey de Ildoa, se encontraba sentado en su escritorio de madera tallada en el palacio real de Romulia. La luz del atardecer iluminaba el despacho, proyectando sombras sobre los mapas y documentos dispersos frente a él. En sus manos sostenía un informe recién llegado del sur, enviado por los comandantes del ejército. Sus ojos recorrían las páginas con atención, pero su expresión denotaba una mezcla de satisfacción y disgusto.
El informe describía con detalle los acontecimientos tras el despliegue del ejército. Nobles huyendo en la noche con sus familias y fortunas, sus carruajes interceptados en los caminos por tropas leales a la corona. Terratenientes intentando resistir, solo para ser arrestados y llevados bajo custodia. Sin embargo, el punto que más impacto causaba en el joven monarca era la recepción de los ciudadanos comunes: campesinos que salían a las calles aclamando al ejército, entregándoles flores y vítores, como si fueran sus salvadores.
Otto apretó los labios al leer sobre el sistema de peonaje que había imperado en el sur. Era un método cruel y degradante que había condenado a generaciones enteras a la esclavitud disfrazada de trabajo. El ciclo era perverso: un trabajador recibía un adelanto, suficiente para sobrevivir unos días, pero pronto ese adelanto se convertía en una deuda imposible de pagar. El "contratista" enviaba al trabajador en tren hacia las haciendas, donde este, al llegar, era informado de que ahora debía por la casa, la tierra y cualquier "beneficio" que se le hubiera ofrecido. El sueldo miserable apenas alcanzaba para cubrir el sustento básico, y los préstamos solo incrementaban la deuda. Así, el peón y su descendencia quedaban atrapados para siempre en el sistema de peonaje.
La ira de Otto creció al reflexionar. ¿Cómo se permitió que esto sucediera bajo la corona? Su abuelo, Friedrich IV, había mirado hacia otro lado, probablemente temeroso de perturbar el equilibrio de poder con los nobles sureños tras la consolidación del reino. Pero Otto no tenía intención de cargar con los errores del pasado.
Se levantó de su asiento y caminó hacia la ventana. Desde allí, podía ver la imponente cúpula del Parlamento de Romulia, un recordatorio constante de las leyes y acuerdos que regían el reino. Otto sabía que su decisión de movilizar al ejército tan temprano en su reinado había sido un golpe audaz. Nadie, ni siquiera sus propios ministros, había anticipado que atacaría las bases de poder de los terratenientes con tal rapidez. Pero era necesario.
El rey volvió a su escritorio y tomó un mapa detallado del sur de Ildoa. Las vastas extensiones de tierra baldía de las haciendas se destacaban como cicatrices en el paisaje fértil. Se sentó nuevamente y, con una pluma en la mano, comenzó a escribir notas. Reemplazar a la nobleza local por administradores leales sería esencial para mantener el control. Además, tendría que implementar medidas que ganaran el favor del pueblo. La idea de redistribuir parte de esas tierras abandonadas le parecía pragmática. Aunque sabía que muchos lo acusarían de adoptar políticas socialistas, Otto consideraba que, en este caso, el fin justificaba los medios.
"El trabajo dignifica al hombre, no lo esclaviza", murmuró para sí, las palabras resonando en el despacho vacío. Si repartía esas tierras entre los campesinos, permitiría a cientos de familias construir un futuro libre de deudas y explotación. Además, incentivaría la producción agrícola en una región que hasta ahora había languidecido bajo la sombra de los grandes terratenientes.
Sin embargo, no ignoraba los riesgos. Una reforma tan radical podría alienar a ciertos sectores del norte que veían al socialismo como una amenaza. Además, había que considerar el impacto político: los terratenientes exiliados podrían buscar apoyo en el extranjero, tal vez incluso en la Magna Rumelia o la República. Otto sabía que el equilibrio de poder internacional era frágil, y cualquier movimiento en falso podría atraer la atención de fuerzas externas.
Llamó a su secretario personal, un hombre de mediana edad con una pluma siempre lista y una mirada astuta.
—Redacta un decreto, Arialdo. Iniciaremos la redistribución de tierras en el sur, pero hazlo parecer una política de desarrollo agrario, no de redistribución socialista. —Otto hizo una pausa, evaluando su próximo movimiento—. Convoca al concejo real. Necesitaré respaldo político antes de que los murmullos se conviertan en ruido, ah, se me olvidaba, también convoca al capitán de la guardia Real, necesito hablar con el.
—Como ordene, Su Majestad —respondió Arialdo con una leve inclinación, saliendo del despacho con rapidez.
Otto suspiró y volvió a mirar el mapa. Observó el mapa con los dedos tamborileando sobre el escritorio, perdido en un mar de ideas y posibilidades. Las líneas fronterizas y los territorios coloniales resaltaban bajo la tenue luz de la lámpara de escritorio, mientras en su mente se trazaban estrategias tanto políticas como militares. Sabía que su reino, aunque rico en cultura y con un pasado glorioso, estaba en un punto crítico. La modernización del sur era solo el primer paso en un camino largo y complicado, pero había un pensamiento que se repetía una y otra vez en su mente: Nada une más a una nación que un enemigo común.
La idea de la guerra le resultaba inquietante, pero también pragmática. Un conflicto externo desviaría la atención de las tensiones internas, movilizaría a la nación y, con suerte, fortalecería su posición como líder indiscutible. Sin embargo, también entendía las limitaciones. El ejército de Ildoa, aunque disciplinado y bien entrenado, no estaba preparado para una guerra de gran escala, y mucho menos contra un país como la Magna Rumelia que se extendía desde los Balcanes hasta el medio oriente.
Otto tomó un libro del estante, un compendio militar que detallaba los avances en armamento y tácticas de los últimos años. Sus pensamientos se dirigieron a las campañas en el norte de Azania, donde el conflicto con la Magna Rumelia por la Cirenaica había demostrado tanto la determinación ildoana como las limitaciones de su maquinaria bélica. Ildoa había logrado asegurar la región, pero los costos habían sido altos, y las lecciones aprendidas durante esa campaña pesaban aún en los informes militares.
La Cirenaica, rica en recursos y estratégicamente ubicada, era una espina constante para los rumelianos, que nunca dejaron de considerarla parte de su esfera de influencia. Las colonias de Erythraia y Soomaaliya, situadas en el Cuerno de Azania, emparedando el reino de Abyssinia, también ofrecían oportunidades y riesgos. Estas posesiones no solo daban acceso a rutas marítimas vitales, sino que también eran un punto de fricción constante con los intereses rumelianos y de otros imperios.
Sin embargo, Otto sabía que para siquiera contemplar un conflicto, el ejército necesitaba una modernización urgente. El Turán I, aunque no existía en este mundo, le pareció un diseño razonable: económico, fiable y adecuado para las condiciones de Ildoa.
Un tanque ligero diseñado por los húngaros con capacidad para moverse largas distancias encajaría perfectamente en las estrategias ildoanas, que dependían de la movilidad y la eficiencia en lugar de la fuerza bruta. Además, la producción de un vehículo así podría revitalizar la industria nacional y ofrecer empleo en las regiones industriales, algo que podría ayudar a sofocar el descontento por sus reformas.
Otto se levantó de su asiento y caminó hacia la ventana, desde donde se veía la tenue luz de las fábricas en las afueras de Romulia. La industria militar de Ildoa, aunque pequeña, era prometedora. Sabía que había fabricantes capaces de asumir el desafío si recibían los recursos adecuados. Uno de ellos era la Fábrica Estatal de Vehículos Militares de Adria, conocida por su experiencia en blindados ligeros y tractores de artillería. La otra opción era la Compañía Mechanica Romuliana, una empresa privada que había diseñado prototipos de aeronaves y vehículos experimentales para el ejercito.
Otto tomó una hoja en blanco y comenzó a esbozar una directiva. La creación de un comité militar-industrial sería el siguiente paso. Este comité estaría encargado de supervisar la producción de los tanques y de estudiar diseños de cazas modernos para reforzar la fuerza aérea. Con el modelo adecuado, los cielos de Ildoa podrían ser dominados por pilotos y magos voladores equipados con tecnología de punta.
La otra gran tarea sería preparar al ejército para esta transición. Las tropas necesitarían entrenamiento intensivo, no solo en el uso de nuevos equipos, sino también en tácticas modernas que aprovecharan al máximo sus capacidades. Otto sabía que los Arditi, el Real Regimiento de Magos, serían cruciales en cualquier futura guerra. Su movilidad y capacidad mágica les daban una ventaja táctica que pocos ejércitos podían igualar.
Finalmente, su mente volvió al sur. La estabilidad interna era esencial antes de cualquier expansión colonial o conflicto externo. Si lograba consolidar el control en esa región, asegurando que los campesinos estuvieran leales al trono y no a los terratenientes, tendría la base necesaria para avanzar en sus ambiciones. Sin embargo, sabía que esto sería solo el comienzo.
Otto suspiró y regresó a su escritorio. El peso de su posición no era algo que temiera, pero cada decisión era una jugada de ajedrez en un tablero donde muchas piezas aún estaban ocultas. Con una pluma en la mano, escribió una nota dirigida al Ministerio de Guerra:
"Inicien los estudios para la producción de blindados ligeros y aeronaves modernas. Reúnan a los mejores ingenieros y técnicos. Ildoa debe estar preparada para defender su soberanía y asegurar su lugar entre las potencias del mundo."
Tras sellar el documento, Otto llamo a un mensajero y se lo entregó, cuando el hombre salio de su oficina, se recostó en su silla, observando las luces de la ciudad. La modernización del ejército y la unificación del país eran piezas de un mismo rompecabezas. La guerra era una posibilidad, pero primero debía garantizar que, cuando llegara el momento, Ildoa estuviera lista para enfrentar cualquier desafío.
En ese momento, Duccio Capraro, el capitán de la Guardia real, los Corazzieri, había llegado al despecho de Otto, este al ver al hombre se coloco firme en su asiento, cruzo sus dedos y miro al líder de su guardia real.
- Capitán, ¿Usted me apoya? - pregunta Otto
- Si su alteza, con lo que usted me pida - Otto asintió ante las palabras del hombre
- En ese caso necesito que prepare a sus hombres para un trabajo la próxima vez que haya una Reunión del senado, le daré una lista de nombres, espero que sepa que hacer con ellos - Duccio asintió
- Por supuesto su alteza, solo deme la orden, y la llevare acabo - Otto se permitió sonreír
16 de Abril de 1910, Calendario Unificado
El gran salón del Senado de Ildoa, con sus columnas de mármol y cúpulas doradas, estaba cargado de tensión. El murmullo de los senadores se desvaneció al momento en que Otto I von Lohenstein ascendió al púlpito. Vestía su uniforme real, sobrio y perfectamente ajustado, y su figura irradiaba una autoridad que no dejaba lugar para dudas. A su lado, el Primer Ministro Vincenzo Carrozza observaba con una mezcla de seriedad y orgullo. Todos los presentes sabían que algo monumental estaba por anunciarse.
El eco de los pasos del monarca resonó en la cámara antes de que tomara uno de los micrófonos situados frente a él. Su mirada recorrió a los senadores reunidos, fijándose especialmente en aquellos del sur, cuyas caras estaban marcadas por la inquietud. Las filtraciones sobre la reforma agraria ya habían encendido rumores en todo Romulia, y los senadores sureños, en su mayoría terratenientes, se removían incómodos en sus asientos.
Con un movimiento deliberado, Otto habló, su voz clara y cargada de una autoridad que parecía llenar cada rincón del recinto.
—Senadores, estoy aquí frente a ustedes para hablar del futuro de nuestro reino —comenzó, haciendo una pausa que solo incrementó la tensión—. Durante demasiado tiempo, los terratenientes del sur han actuado como si fueran dueños absolutos de la tierra, oprimiendo a nuestros ciudadanos bajo un sistema de peonaje que no es más que una forma disfrazada de esclavitud. Esto no solo es una afrenta a nuestra humanidad, sino también una traición a nuestra patria.
Los murmullos se intensificaron entre los senadores sureños. Algunos cruzaban miradas nerviosas, otros parecían congelados en sus asientos. Otto prosiguió, implacable.
—Por ello, he declarado que cualquier terrateniente que no coopere con el gobierno, que intente huir o que mantenga propiedades donde el sistema de peonaje esté vigente será considerado un traidor de forma inmediata.
Un murmullo de incredulidad recorrió la sala, rápidamente sofocado cuando las puertas principales del Senado se abrieron de golpe. Los Corazzieri, la guardia real de élite, entraron al recinto en perfecta formación, con un estruendo sincronizado de botas contra el suelo de mármol. Sus uniformes negros contrastaban con las armaduras brillantes y los cascos con cresta que lucían sobre sus cabezas. Los rifles M1939 descansaban con firmeza en sus manos, y sus rostros permanecían impasibles.
El caos se desató. Senadores sureños comenzaron a gritar, acusando al rey de abuso de poder, clamando que esto era una violación de las leyes y las tradiciones. Pero ninguno de los senadores norteños, que eran mayoría, hizo el menor gesto para intervenir. Sabían que Otto había calculado cada movimiento.
Uno por uno, los terratenientes sureños que habían sido señalados previamente fueron sacados del Senado bajo la custodia de los Corazzieri. Tres docenas de hombres, nobles y acaudalados, fueron escoltados fuera del recinto ante el silencio absoluto que cayó después de los primeros momentos de protesta. Nadie levantó un dedo para defenderlos.
Cuando los guardias abandonaron la sala, Otto permaneció de pie frente al púlpito. Su rostro era severo, pero en su interior sentía una mezcla de satisfacción y determinación. Había lanzado un mensaje claro: no habría tolerancia para quienes obstaculizaran el progreso del reino.
—Una vez liberados de las alimañas que dañaban a nuestra nación, podemos continuar —declaró, su voz resonando con una frialdad que hizo estremecer incluso a algunos de sus aliados. Luego, suavizó su tono, aunque su autoridad seguía siendo evidente—. La reforma agraria y la reorganización de la administración local son esenciales para garantizar el bienestar de nuestros ciudadanos y el desarrollo de nuestra economía. Ahora, procederemos a votar.
Hizo una pausa, observando a los senadores.
—Cualquiera que esté a favor de la repartición de tierras entre los campesinos y la renovación administrativa, levante la mano.
El primer movimiento fue de los senadores del norte, quienes sin vacilación levantaron sus manos en apoyo al monarca. Uno tras otro, las manos comenzaron a elevarse. Algunos senadores sureños titubearon, intercambiando miradas de duda y miedo. Pero la presión de la sala, combinada con el espectáculo de los Corazzieri, era demasiado fuerte para resistirse. Finalmente, cada mano se alzó, algunas con decisión, otras temblorosas.
Otto permitió que una leve sonrisa cruzara su rostro. Había conseguido lo que quería.
—La voluntad del Senado ha hablado. Este será un nuevo comienzo para Ildoa. - exclamo Otto, recordando el ascenso de poder de Palpatine, se permitido sonreír.
Mientras los aplausos comenzaban a resonar, Otto supo que había dado un paso crucial. La consolidación del poder era solo el primer movimiento en un tablero más grande. Con el sur bajo control y el respaldo del Senado asegurado, podía dirigir sus esfuerzos hacia sus verdaderas ambiciones: la modernización de su ejército, la expansión de las colonias y, quizás, la oportunidad de unir al pueblo en contra de un enemigo externo.
Desde lo alto del púlpito, Otto observó a los senadores y pensó para sí mismo: "El reino está avanzando. Nadie podrá detener lo que viene."
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