Capitulo 14

4 de agosto de 1912 del Calendario Unificado

Los últimos meses habían sido un torbellino de acontecimientos. Elecciones, reformas militares, y una boda que ya había pasado a la historia como símbolo de unidad nacional. La recién coronada Emperatriz Silvia Volpezzana se encontraba ahora en el centro de todas las miradas. Su popularidad crecía día a día, y no era difícil entender por qué. Su papel en las reformas iniciales del gobierno había sido decisivo, consolidándola como una figura cercana al pueblo. Proveniente de una familia conocida por su empatía hacia los campesinos, Silvia era percibida como una emperatriz que representaba los intereses de las clases trabajadoras, mientras que su matrimonio por la iglesia había satisfecho las expectativas de los sectores más conservadores del Senado. Era la encarnación perfecta de tradición y progreso.

En el ámbito político, la influencia del Partido Nacional de su Majestad (PNM), liderado por Giulio Bicolini, era cada vez más evidente. Con más de la mitad de los escaños en el Senado, la coalición conocida como El Leal Partido de Su Majestad se había hecho con el control de las instituciones clave. Sin embargo, Otto, el emperador, dudaba si nombrar a Bicolini como primer ministro. Giulio era un orador formidable, pero Otto prefería reservarlo para tareas que requerían carisma público más que maniobras políticas diarias.

En su lugar, la balanza se inclinaba hacia Silvano Formato, el experimentado ministro que, aunque mayor, poseía una aguda percepción política. Mientras tanto, Otto planeaba integrar a Bicolini en un nuevo consejo privado conocido como el Triunvirato Nacional, donde militares, industriales y políticos debatirían estrategias para el desarrollo y la defensa del reino. Este enfoque permitiría mantener a Bicolini en una posición influyente sin desgastar su imagen pública.

A pesar de su posición como emperador, Otto encontraba poco tiempo para descansar. Las reuniones con embajadores y las negociaciones comerciales ocupaban la mayor parte de su agenda. Recientemente había alcanzado un acuerdo con la República para la explotación conjunta de los campos petroleros en Cirenaica. Aunque Otto habría preferido trabajar con los empresarios de los Estados Unificados, consideraba prudente priorizar las relaciones con la República, tanto por cercanía geográfica como por conveniencia estratégica.

La República ofrecía, además, un paquete atractivo: inversiones en el sector industrial, asesoramiento militar y un pacto de defensa mutua contra el Imperio. Su doctrina de "Armas en masa" buscaba equipar a un ejército numeroso con rifles producidos en cantidades industriales, siguiendo una estrategia de saturación. Sin embargo, Otto encontraba esta idea profundamente ineficaz. Para él, la República no podía permitirse el lujo de imitar a la Federación Russy, que enviaba interminables oleadas de soldados a morir en las trincheras.

Ildoa tenía un enfoque diferente: eficiencia y precisión. La doctrina de la guerra relámpago se perfilaba como el futuro de su ejército. En ese sentido, su alianza con el Reich era clave. Los asesores militares y observadores enviados desde Berun no solo eran un gesto diplomático, sino una valiosa oportunidad para aprender de un ejército disciplinado y bien equipado. Aunque el Reich no empleaba plenamente la Blitzkrieg, sus máquinas de guerra y oficiales ofrecían un modelo a seguir.

Otto también buscaba cimentar esta relación proponiendo la construcción de una línea ferroviaria que conectara Berun y Romulia. Más que un proyecto de infraestructura, este ferrocarril sería un símbolo de la amistad entre ambos países, además de facilitar el comercio y las comunicaciones.

El tratado de defensa mutua entre el Imperio y Ildoa había sido revisado, marcando el inicio de una nueva era en su relación bilateral. Los puntos anteriores que permitían a Ildoa mantener su neutralidad en caso de conflicto armado imperial fueron eliminados. En su lugar, se estableció una alianza militar más sólida, conocida como El Pacto de Acero. Según los términos del pacto, cualquier ataque contra una de las naciones sería considerado un ataque contra ambas, lo que obligaba a una respuesta militar inmediata. Si, por circunstancias internas, alguna de las partes no podía declarar la guerra, la otra proporcionaría apoyo logístico y humanitario para reforzar a su aliado.

Este compromiso fortaleció enormemente los lazos entre ambas naciones y dio paso a una colaboración sin precedentes en el desarrollo militar. La primera manifestación tangible de esta cooperación fue el Autocingolato Modello 43, un semioruga inspirado en el Sd.Kfz. 251 del Reich. Con el diseño aprobado, las fábricas ildoanas comenzaron los trabajos para adaptar sus líneas de producción, con las primeras unidades listas para entrar en servicio en octubre. Este vehículo representaba el inicio de una serie de proyectos conjuntos que incluirían tanques, aviones de combate y otros vehículos militares.

Además de esta modernización terrestre, Ildoa había lanzado un ambicioso programa naval. Se destinaron 18,000 millones de liras a la ampliación de la flota, destacando la construcción de los nuevos portaaviones Clase Aquila. Estas imponentes naves de 26,000 toneladas contaban con 252 metros de eslora, una manga de 33 metros, y podían transportar hasta 90 aviones. Equipados con tres ascensores y una autonomía de 13,000 millas náuticas, los portaaviones Clase Aquila formarían el núcleo de las futuras operaciones navales de la Regia Marina.

El poderío naval se complementaría con la incorporación de ocho nuevos acorazados Clase Littorio, cada uno con un desplazamiento de 44,000 toneladas y un armamento principal compuesto por nueve cañones de 381 mm montados en tres torretas triples. Dos de estas se ubicarían en la proa y una en la popa, brindando una potencia de fuego sin precedentes.

Sin embargo, el proyecto más ambicioso de la armada ildoana era el Superacorazado Clase Imperatore, una obra maestra de la ingeniería naval. Con un blindaje de 450 mm en su cinturón y siete compartimientos estancos para resistir impactos de torpedos, el Imperatore sería un coloso de 290 metros con tres torretas triples, dos en la proa y una en la popa. Este gigante estaría equipado con sistemas antiaéreos avanzados: 16 cañones de 100 mm, 36 de 37 mm y 64 ametralladoras de 20 mm. Además, incorporaría sistemas de radar experimentales y tendría capacidad para operar cuatro hidroaviones.

Con una tripulación de 3,200 hombres, el Clase Imperatore no solo simbolizaba el orgullo de la Regia Marina, sino que también consolidaba a Ildoa como una potencia naval emergente en el Mar Interior. Para Otto, este ambicioso programa militar era un movimiento necesario, aunque sabía que inevitablemente captaría la atención de sus vecinos.

La República, aunque hasta ahora se había mostrado cordial en sus negociaciones, podría adoptar una postura más agresiva una vez que el fortalecimiento de la alianza entre Ildoa y el Reich se hiciera público. Otto previó que intentarían presionar a su país para unirse a ellos en su incesante rivalidad contra el Reich, ofreciéndole concesiones que probablemente vendrían acompañadas de condiciones inaceptables.

Por otro lado, el Reino Aliado vería con recelo cualquier desafío en el Mar Interior. Su base naval en Melita, al sur de Siciliae, era clave para mantener el control de la región. Si perdían su hegemonía marítima, las fuerzas de Albión podrían abrir un nuevo frente desembarcando en el sur de Ildoa. Aunque Otto confiaba en las recientes reformas y la modernización de sus fuerzas armadas para repeler cualquier incursión, entendía los riesgos. La probabilidad que Ser X interviniera e impulsara alianzas internacionales en su contra era una sombra que acechaba en su mente, mientras que el apoyo de la Dama, aunque valioso, era incierto.

Otro punto de tensión era el Peñón de Calpe, la estratégica fortaleza en el sur de Hispania. Otto sabía que con un bloqueo naval bien organizado, y si Hispania mantenía su neutralidad, el comercio exterior de Ildoa y el Imperio podría verse peligrosamente paralizado. La toma del Canal de Aziz, en la colonia albionesa de Kemet, era una posible solución, pero tal movimiento provocaría la ira de Albión, que defendería esa arteria comercial con todas sus fuerzas.

Mientras meditaba sobre estos asuntos, Otto dejó escapar un largo suspiro. Las responsabilidades de gobernar un reino y preparar a su nación para los inevitables desafíos le pesaban, pero sabía que su deber era asegurar la posición de Ildoa en el escenario internacional.

Al fin decidió que ya había hecho suficiente por el día. Silvia estaba organizando una pequeña reunión en palacio, un evento al que asistirían algunas de sus amigas, el embajador del Imperio y varios políticos. Otto pensó que un rato de distracción no le vendría mal, un breve respiro antes de volver a enfrentar las decisiones que definirían el futuro de su reino.

5 de Agosto de 1912 del Calendario Unificado

El general Joaquín Salazar estaba sentado en el balcón de su casa en Barchinona, la segunda ciudad más grande de Hispania, superada solo por Magrita, la capital, y seguida de cerca por Olisipo, la joya de Lusitania. Desde su privilegiado mirador, contemplaba el incesante oleaje del mar interior. A pesar de la serenidad que ofrecía la vista, su mente estaba lejos de la calma.

Salazar estaba frustrado. La República, con sus promesas de igualdad y progreso, no era más que un espejismo. Recordaba con nostalgia los días de la Casa de Solivara: un reino pobre y quizá humillado, pero donde al menos había paz política. En aquellos tiempos, incluso los más humildes podían contar con un trozo de pan. Sin embargo, cuando los revolucionarios socialistas tomaron el poder y destronaron a la monarquía, todo se desmoronó.

Sus reformas políticas, diseñadas supuestamente para aliviar la pobreza, solo la agravaron. La autonomía concedida a varias regiones, en un intento desesperado por ganarse el apoyo popular, despertó un feroz nacionalismo en cada rincón del país. Ahora, Hispania era una nación fragmentada, dividida entre sus distintas identidades culturales y regionales, cada una más orgullosa y rebelde que la anterior.

El contraste entre las ciudades y el campo era dolorosamente evidente. En las urbes como Magrita y Barchinona, había un aire de modernidad, aunque envenenado por ideologías que Salazar despreciaba. Se hablaba de fábricas que prometían empleo, de universidades repletas de jóvenes soñadores, y de un progreso que supuestamente transformaría Hispania en un país moderno como los del norte. Pero para él, esas calles llenas de vida no eran más que teatros para agitadores comunistas y soñadores inútiles que ignoraban las realidades del país.

La República había llegado cargada de promesas. Salazar lo recordaba con claridad: las mujeres votando por primera vez, los campesinos reclamando tierras, los trabajadores exigiendo mejores condiciones. Por un breve instante, incluso él había pensado que las cosas podrían cambiar para mejor, que el mundo que conoció en su infancia, con sus injusticias y privaciones, podría quedar atrás. Pero cada avance parecía venir acompañado de un precio demasiado alto.

Primero fueron los incendios en iglesias, actos que desgarraron el alma de las comunidades rurales que aún veneraban esas viejas piedras como pilares de su fe. Luego, los enfrentamientos en las calles, donde la sangre manchaba los adoquines de las ciudades. Y, finalmente, lo que más dolía a Salazar: las familias divididas por las malditas ideas.

En su propio entorno, las fracturas eran visibles. Sus tíos, profundamente religiosos, veían en la República la ruina de Hispania. "Están destruyendo la nación, la fe y el alma del pueblo", decían con amargura. Por otro lado, sus amigos de la universidad y de la Academia Militar, jóvenes idealistas, hablaban de justicia social y de un futuro mejor, donde todos pudieran prosperar. Salazar, atrapado en medio de esos extremos, intentó escuchar a ambos bandos, pero pronto descubrió que cada uno hablaba un idioma distinto, incomprensible para el otro.

Graduarse como general solo lo sumió más profundamente en este torbellino político. Rodeado de debates entre sus colegas del ejército, su familia y los pocos amigos que aún mantenía, sentía que Hispania estaba al borde de algo grande y terrible. Cada día parecía cargado de una tensión que no terminaba de explotar, pero que era imposible ignorar.

La Revolución Cantabriana de 1909 fue, para él, el presagio más claro de lo que estaba por venir. A sus 30 años, había enfrentado su primera experiencia real de combate. Fue una rebelión feroz, marcada por la desesperación de un pueblo que se sentía abandonado, y un símbolo evidente de la decadencia de la República. Salazar y sus hombres habían luchado con valentía para aplastar a los sublevados, cumpliendo con su deber a pesar de las adversidades. Sin embargo, la respuesta del gobierno republicano fue un insulto a su sacrificio.

En lugar de reconocer el esfuerzo del ejército, los líderes republicanos se apresuraron a pedir disculpas por la brutalidad con la que se sofocó la revuelta. Renovaron sus promesas de autonomía y aumentaron las concesiones para los movimientos separatistas, buscando evitar nuevas rebeliones. Para Salazar, aquello era una traición. Había arriesgado su vida y la de sus hombres por el bien del país, solo para ver cómo los políticos se inclinaban ante los mismos sublevados que habían intentado destrozar Hispania.

El ejército, que ya estaba dividido, comenzó a fracturarse aún más. Muchos generales y oficiales expresaron abiertamente su descontento. Salazar, aunque siempre había sido un hombre disciplinado, no pudo evitar sentir una profunda amargura. Había jurado defender a la patria, pero ¿qué sentido tenía si quienes la gobernaban parecían más interesados en destruirla desde dentro?

Desde entonces, Salazar había vivido con una creciente sensación de incertidumbre. Veía al país desmoronarse, y aunque su instinto le decía que debía actuar, no podía evitar preguntarse si su esfuerzo sería en vano. La Hispania que amaba estaba desapareciendo, y lo que surgía en su lugar era algo que no comprendía, algo que no deseaba.

La tristeza pesaba sobre Salazar como un yunque invisible. Una lágrima solitaria se deslizó por su mejilla mientras observaba el vasto mar, un espejo indiferente a sus tormentas internas. No sabía qué le depararía el futuro, pero estaba seguro de que no traería más que desdicha. Cerró los ojos por un instante, buscando en vano una calma que parecía no existir.

De repente, algo interrumpió su ensimismamiento. Abrió los ojos y distinguió una figura en la distancia. Era una mujer. Al principio pensó que estaba saliendo del mar, pero pronto se dio cuenta de que no era así. Caminaba sobre las olas. No, las olas no se movían. Estaban quietas, congeladas en un momento eterno. Salazar se puso de pie de un salto, mirando a su alrededor con creciente inquietud. Los niños en la playa, los carros en las calles, incluso los pájaros en el cielo... todo estaba suspendido en un silencio imposible.

Una voz suave, pero con la fuerza de un trueno, rompió el silencio desde sus espaldas. 
—No temas, hijo de Dios. El momento de actuar ha llegado.

Salazar se giró de inmediato, su corazón tamborileando en su pecho. Allí estaba la mujer, que hasta hacía un momento se encontraba a cientos de metros en la playa. Ahora estaba frente a él, como si el espacio entre ambos nunca hubiera existido. Su belleza era inhumana, casi etérea, y su presencia llenaba el aire de una calma reverente y aterradora a la vez. Incapaz de sostener su mirada, Salazar se dejó caer en su asiento, consternado.

—Soy una enviada de Dios —dijo la mujer, su voz impregnada de una serena autoridad—. He visto el sufrimiento de tu pueblo, y el Señor te ha escogido para liberarlo.

Salazar tragó saliva, buscando palabras. 
—¿Qué? —logró decir, apenas un murmullo. No podía levantarse; sus piernas no le respondían.

La mujer inclinó la cabeza con una sonrisa suave. 
—Hispania necesita ser salvada. El comunismo destruirá esta gran nación. Tú tienes el deber de detenerlo. 

Extendió su mano con gracia infinita y tocó el pecho de Salazar con su dedo índice. Fue como si un fuego cálido se encendiera en su interior. 

—No dejes morir a Hispania. Los defensores del verdadero y único Dios dieron todo por Su gloria, y lo perdieron todo ante las maquinaciones del enemigo. 

—¿Yo? —preguntó Salazar con incredulidad, fijando su mirada en el suelo como un niño regañado—. No soy nadie. Los otros oficiales nunca me seguirían.

La mujer dio un paso hacia él, sus ojos brillando con una intensidad que lo hizo estremecerse. 
—Te seguirán. Aquellos que verdaderamente quieran salvar a Hispania del demonio rojo tomarán las armas por ti. Ve y comprueba con tus propios ojos mis palabras. 

Antes de que Salazar pudiera responder, la figura de la mujer comenzó a desvanecerse como niebla al amanecer. Un parpadeo después, ya no estaba. 

Cuando miró a su alrededor, notó que el tiempo había vuelto a fluir. Pero algo había cambiado: ahora era de noche. ¿Había soñado? Miró el mar, buscando respuestas, pero lo único que encontró fue el reflejo de la luna en las olas. Entonces, unos pasos suaves detrás de él lo hicieron girarse.

—¿Vienes a cenar? —preguntó Eleonora, su esposa, con su mandil atado y un rostro cargado de familiaridad y calidez. 

Salazar la miró, aún aturdido por lo que acababa de vivir. Su voz era apenas un susurro cuando respondió: 
—Vieja... —usó el apodo cariñoso con el que siempre la llamaba—. Creo que... creo que se me acaba de aparecer la Virgen.

Eleonora lo miró con una mezcla de incredulidad y desconcierto, ladeando la cabeza. 
—¿La Virgen? —preguntó, con una sonrisa nerviosa mientras limpiaba sus manos en el mandil—. Anda, ven a cenar. Seguro necesitas comer algo. 

Salazar se quedó un momento más en el balcón, mirando el horizonte nocturno, antes de levantarse. Por primera vez en años, sentía algo distinto: no paz, pero sí propósito. Y eso, para él, era suficiente.

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