Capitulo 11
28 de Febrero de 1912, Calendario Unificado
Un nuevo amanecer se alzaba sobre el Levante mientras las formaciones del ejército ildoano avanzaban implacablemente, extendiendo su dominio sobre los antiguos territorios del Sultanato de Rumelia. El paisaje desértico era testigo de una ofensiva calculada y metódica, diseñada para quebrar la debilitada resistencia local y cimentar el control de Ildoa en la región.
Las tropas ildoanas irrumpieron en la península arábiga, enfrentándose a los principados turcomanos que, aunque orgullosos de su independencia, carecían del equipo y las tácticas modernas para resistir. La resistencia enemiga fue rápidamente aplastada por el 12.º Ejército, liderado por el carismático general Giovanni Bellezza, quien implementó una estrategia agresiva y coordinada.
Las tanquetas L3/35, pequeñas pero rápidas y maniobrables, demostraron ser decisivas en los primeros enfrentamientos. Atacaban posiciones enemigas con velocidad, desbaratando las líneas antes de que pudieran consolidarse, solo para retirarse y dejar paso a los vehículos más pesados como los Semovente 47/32 y los recién desplegados tanques Centurione. Las filas enemigas, acostumbradas a tácticas obsoletas de formación cerrada al estilo napoleónico, se rompieron bajo el asalto moderno. La infantería ildoana, mejor equipada y entrenada, se movió rápidamente para asegurar las posiciones, persiguiendo a los soldados en retirada y consolidando el avance.
La ciudad de Makkah cayó con sorprendente rapidez, marcando un golpe simbólico al dominio rumeliano en la región. Con ella, el control de los lugares sagrados del Mahometismo pasó a manos ildoanas, un movimiento calculado para ganar influencia sobre las comunidades mahometanas bajo su dominio.
Simultáneamente, el 32.º Ejército, bajo el mando del astuto general Attila Cerrone, marchó hacia Mesopotamia. En su camino atravesaron el territorio del Koçeran, una región estratégica y culturalmente diversa, habitada por el pueblo koçerani, árabes y otras minorías étnicas. A diferencia de la resistencia enfrentada en la península arábiga, aquí las fuerzas ildoanas fueron recibidas como libertadoras, especialmente cuando Cerrone tomó la decisión de formar un "Gobierno de Regencia de Koçeran". Este cuerpo provisional no solo estabilizó la región sino que envió un mensaje claro: Ildoa estaba dispuesta a consolidar su influencia local, permitiendo a los pueblos autonomía, siempre que estas estuvieran alineados con los intereses de Ildoa.
Baghdad cayó poco después, tras una ofensiva relámpago que dejó a las fuerzas rumelianas en la región incapaces de reagruparse. La captura de la ciudad consolidó el control de Ildoa sobre Mesopotamia y sentó las bases para un dominio prolongado en la región.
En los Balcanes, el 21.º Ejército, liderado por el experimentado general Panciano Mallozzi, había asegurado Durres a principios de enero. Esta conquista estratégica permitió un flujo continuo de tropas y suministros hacia el frente balcánico, facilitando las operaciones posteriores. En las regiones liberadas, las reacciones variaron.
En Aquea, el fervor independentista llevó al establecimiento de un "Consejo de Regencia", respaldado por Ildoa, aunque con tensiones internas entre monárquicos y republicanos que deseaban alinear su destino con los intereses de La Republica de Francois, una potencia influyente en la región, con un vasto imperio colonial y posición politica más fuerte que Ildoa.
Más al norte, en Raskava y Bolgharia, la recepción de las tropas ildoanas fue igualmente ambivalente. Mientras las capitales como Beograd celebraban la caída de la opresión rumeliana y recibían a los soldados ildoanos como libertadores, algunos sectores de la población temían que Ildoa no fuera más que un nuevo amo, con una correa más larga pero igual de restrictiva que la de los rumelianos.
Ante el avance implacable de las fuerzas de Ildoa, las fuerzas rumelianas intentaron reorganizarse. El 76.º Ejército se retiro de los Balcanes para establecer una línea defensiva que se extendía desde Eskibaba, en la Tracia Aquea, hasta Marisia, en Bolgharia. Sin embargo, las revueltas internas debilitaban continuamente sus esfuerzos.
En Anatolia, los Arevianos se alzaron en armas en la región de Trabzon, forzando al 23.º y 62.º Ejércitos rumelianos a abandonar sus posiciones defensivas y trasladarse al este. Este movimiento dejó vulnerable al 55.º Ejército y al 7.º Ejército rumelianos, que enfrentaron el avance combinado del 6.º Ejército y el 1.º Ejército ildoano, liderados por el general Pietro Varone, quien había liderado el desembarco inicial en Anatolia.
Varone demostró una capacidad estratégica sin igual, utilizando las debilidades rumelianas a su favor para tomar rápidamente la iniciativa y capturar las ciudades de Kermán, Adalia y Myrsini, permitiendo una mejor zona de operaciones, y el ingreso de refuerzos como el 33° Ejercito Ildoanos, que colocaron más presion sobre las ya agobiadas fuerzas rumelianas. Sin embargo el General Pietro no se quedaría quito, su objetivo final era claro: alcanzar Angora y dividir Rumelia en dos, cortando sus líneas de suministro y comunicaciones, para luego girar al noroeste y tomar Instanbul en un rápido y decisivo golpe.
8 de Marzo de 1912, Calendario Unificado
El cielo se oscurecía con nubes densas y pesadas que prometían una tormenta inminente. La lluvia caía con una monotonía casi melancólica, empapando las viejas murallas de la ciudad y oscureciendo los adoquines de las calles. Ramazan, visir de la Magna Rumelia, observaba las murallas mientras caminaba lentamente por su perímetro. Era un escenario desolador.
La ciudad, normalmente vibrante con la vida y el bullicio de los mercados y las mezquitas, estaba anormalmente silenciosa. Los únicos sonidos eran los pasos apresurados de los pocos civiles que aún se aventuraban fuera de sus hogares, y el murmullo distante de los soldados que patrullaban las murallas.
Entre estos soldados había jóvenes que apenas podían considerarse hombres. Ramazan se detuvo para observarlos, su rostro imperturbable escondía una creciente sensación de inquietud. Un grupo de muchachos, algunos no mayores de 16 años, formaba parte de la guardia de la ciudad. La mayoría parecía aterrada, pero había en sus ojos una mezcla de miedo y determinación.
Esa mañana, Ramazan había sido testigo de la resolución de uno de ellos:
—¡Nuestras familias están aquí! ¡Ya no peleamos por el sultán! ¡Peleamos por nuestras familias! —gritó uno de los chicos con una voz quebrada por la emoción.
Antes de que pudiera decir más, su compañero, alarmado, lo golpeó en la cabeza con la palma de su mano.
—¡Cállate! ¡Estás frente al visir! —reprendió al joven, con un tono casi suplicante.
Rápidamente, el muchacho se giró hacia Ramazan, dejó caer su rifle y cayó de rodillas, golpeando su frente contra el suelo con desesperación.
—¡Mi amigo no quería decir eso! ¡Por favor no nos reporte ante los jenízaros su excelencia! —imploró, su voz temblando.
Ramazan suspiró. Su rostro no mostraba enojo, solo un cansancio que parecía grabado en sus facciones ya mayores.
—Levántate, idiota. No diré nada —respondió secamente, mientras lanzaba una mirada al chico que había hablado. Su tono se tornó más firme—. Pero cuida de que tu amigo deje de decir esas estupideces frente a personas menos tolerantes.
Los muchachos asintieron nerviosamente mientras Ramazan los enviaba de vuelta a sus rondas. Se alejó del lugar, con el sonido de la lluvia amortiguando el eco de sus pasos a medida que se internaba a la ciudad, rumbo al palacio de Topkapi
Las calles de la ciudad eran un reflejo de ka desesperación que inundaba cada rincón de la magna rumelia. Mujeres con rostros demacrados se acurrucaban junto a sus hijos, susurrando plegarias al Altísimo para que la guerra terminara y los hombres regresaran a salvo. Sus voces apenas eran audibles, pero Ramazan las sentía como un peso en su alma.
La capital estaba asfixiada por el miedo. Los ildoanos estaban peligrosamente cerca, al otro lado de la frontera con la provincia de Eboria, que separaba Rumelia de Bolgharia y Aquea. Los soldados rumelianos, mal equipados y mal entrenados, trabajaban frenéticamente para construir defensas. Pero su esfuerzo era constantemente socavado por los guerrilleros bolgharitas y aqueos que, como enjambres de mosquitos, hostigaban las líneas de suministro y atacaban con emboscadas.
Ramazan sabía que estas guerrillas estaban logrando lo que los ejércitos regulares hacían a una escala mucho mayor: desgastar lenta pero inexorablemente al moribundo ejército rumeliano. Lo que vio en las murallas le provocaba una mezcla de furia y tristeza: soldados demasiado jóvenes para morir, muchachos que debían haber heredado las tierras de sus padres y llevado el legado de Rumelia al futuro, ahora eran enviados a una muerte casi segura por las ambiciones del sultán.
Los adultos y ancianos, aunque también luchaban, no despertaban en Ramazan la misma sensación de culpa. Para ellos, el destino en el campo de batalla parecía una tragedia inevitable, pero esperada. Sin embargo, los niños... Pensar en ellos lo hacía apretar los puños hasta que los nudillos le dolían.
Ramazan sabía que su tiempo de maniobra se acababa, pero también sabía que no podían lanzar el golpe de forma precipitada, o todos morirían. El sultán aún confiaba en los jenízaros, su guardia de elite y el cuerpo de magos de la Magna Rumelia, estos eran desplegados constantemente sobre los cielos de Instanbul para patrullarla, cazando a cualquier disidente, y usando hechizos de interferencia para captar alguna señal de radio de los Ildoanos que avisara sobre cualquier ataque sobre la ciudad, así que tratar de comunicarse con los ejércitos de ildoa era difícil, y complicaba cualquier maniobra.
Pero Ramazan no era un hombre sin recursos. Durante meses, había operado en las sombras, tejiendo una red de conspiradores decididos a cambiar el rumbo de Rumelia. Traidores y rebeldes, todos impulsados por un objetivo común: salvar lo que quedaba de su patria, incluso si eso significaba apuntar sus armas contra el sultán. Su determinación era férrea mientras caminaba con pasos apresurados hacia el Palacio Topkapi, el corazón simbólico de un imperio que se tambaleaba al borde del abismo.
El palacio, alguna vez un símbolo de poder y opulencia, ahora se sentía como un mausoleo. La misma soledad que impregnaba las calles de la ciudad parecía haberse filtrado entre sus muros. Ramazan atravesó los pasillos silenciosos con rapidez, ignorando a los pocos sirvientes que quedaban. Eran rostros marcados por el miedo y la incertidumbre, sobrevivientes de las purgas del sultán, quien veía infieles incluso en las sombras de su propia corte.
Al llegar a la biblioteca, un lugar que había servido de refugio intelectual para generaciones de sultanes, Ramazan no se detuvo. Su objetivo no era un libro ni un manuscrito. Con un movimiento decidido, empujó una puerta secreta oculta tras una estantería, un acceso conocido por él y el sultán... o al menos eso había creído hasta hace poco.
El pequeño salón al otro lado de la puerta, diseñado originalmente como un refugio seguro para el monarca en tiempos de crisis, ahora se había convertido en el epicentro de una conspiración para derrocarlo.
Dentro de la sala, la luz de unas pocas lámparas de aceite iluminaba los rostros tensos de los presentes. Una heterogénea asamblea se había reunido, unida por la necesidad más que por la lealtad mutua.
Frente a Ramazan estaban dos oficiales de alta jerarquía: el Comandante Akozan, líder de la guarnición de la ciudad, y el Comandante Sercan, jefe de la Policía Metropolitana. Junto a ellos se encontraban oficiales navales, coroneles del ejército y varios hombres vestidos con elegantes trajes oscuros, miembros del Partido Republicano de Rumelia, que veían en la caída del sultán su única oportunidad para establecer un gobierno democrático.
En un rincón, algunos jóvenes activistas, que habían evadido el reclutamiento gracias a su astucia y contactos, cuchicheaban en voz baja. Eran idealistas y fervientes opositores al régimen, aunque sus opiniones sobre el futuro de Rumelia diferían drásticamente de las de los militares presentes.
Presidiendo esta reunión improbable, pero vital, estaba la Princesa Bellinay, hija del sultán y una figura inesperada en el movimiento. Bellinay, con su porte digno y mirada decidida, había asumido el rol de Emira, un título simbólico para algunos, pero cargado de esperanza para otros. Representaba la posibilidad de un liderazgo que no estuviera manchado por la tiranía de su padre.
Reunir a este grupo no había sido una tarea sencilla. La sala estaba dividida entre dos facciones principales. Por un lado, los republicanos, que soñaban con una Rumelia libre del yugo de la monarquía, una nación moderna gobernada por los principios de la igualdad y la democracia. Por el otro, los lealistas, hombres que habían jurado defender al sultán pero que ahora reconocían que su liderazgo conducía al país a la ruina.
Ramazan observó con atención a los presentes. Sabía que esta coalición era un castillo de naipes; un mal movimiento, una palabra equivocada, y todo se desmoronaría. Pero también sabía que era su única oportunidad de detener la autodestrucción de Rumelia.
Ramazan miró a la princesa Bellinay, quien, con un breve asentimiento, le indicó que tomara la palabra. Su figura, iluminada tenuemente por las lámparas de aceite, irradiaba una autoridad serena, casi etérea. Cuando Bellinay dirigió su mirada al resto de los conspiradores, el salón se sumió en un silencio expectante, Ramazan empezó a hablar.
—Estamos aquí porque todos reconocemos una verdad que no podemos seguir ignorando —comenzó con voz firme, recorriendo a los presentes con la mirada—. El sultán ha fallado. No ha gobernado como un protector del pueblo, sino como un déspota cegado por sus ambiciones. Si no actuamos ahora, Rumelia desaparecerá, no por las manos de los ildoanos, sino por las nuestras.
Un murmullo recorrió la sala. Algunos cabecearon en aprobación, pero otros permanecieron en silencio, con los rostros tensos. Había escepticismo, sí, pero también una sombra de esperanza en aquellos ojos cansados.
Ramazan aprovechó la pausa para continuar.
—El enemigo está a nuestras puertas. Eboria caerá pronto, y cuando eso ocurra, no habrá tiempo para debates —dijo, su tono grave cortando el aire—. Si queremos salvar este país, debemos actuar ya. No podemos seguir siendo observadores pasivos mientras nuestro pueblo muere de hambre y nuestros niños son enviados a morir con rifles oxidados y botas rotas.
El golpe de sus palabras resonó en la sala, como el eco de los truenos que retumbaban a lo lejos, acompañando la lluvia que golpeaba las ventanas del palacio.
Uno de los republicanos, un hombre llamado Erksan, no perdió tiempo en alzar la voz.
—En ese caso, debemos actuar de inmediato —dijo, sus ojos brillando con un fervor peligroso—. Ataquemos y derroquemos al sultán. Establezcamos una república que ponga fin a este ciclo de opresión y decadencia...
—¡Sobre mi cadáver! —gritó Akozan, el comandante de la guarnición, llevando instintivamente una mano a la empuñadura de su sable—. ¡Ramazan, prometiste que mantendrías el linaje real en el trono! ¿Qué es esta traición? ¿Quién dejó entrar a este perro aquí?
—¡Debemos rebelarnos inmediatamente! —respondió Erksan, con un tono desafiante—. ¡Derroquemos al sultán y a la monarquía! Está claro que la corona nos llevará al desastre. Este país necesita un gobierno civil ahora.
Akozan dio un paso al frente, con el rostro encendido por la ira.
—¿Y hacer que el país entre en una guerra civil por tus ambiciones estúpidas? ¡Primero me matas!
—¡Silencio! —intervino Sercan, el comandante de la policía, golpeando la mesa con el puño—. La rebelión debe ser organizada. Si no lo hacemos con cuidado, perderemos todo. ¡Rumelia no sobrevivirá a más caos!
La discusión se tornó acalorada, con gritos y acusaciones cruzadas. Los republicanos clamaban por una ruptura total con la monarquía, mientras que los militares insistían en la necesidad de preservar algún tipo de estructura para evitar el colapso del país.
En medio del caos, Bellinay se puso de pie. Sus movimientos eran lentos, calculados, y cuando alzó la voz, el tumulto cesó.
—Caballeros, por favor —dijo, su tono firme y calmado a la vez—. Ramazan me ha asegurado que esta revuelta no busca destruir nuestro país, sino salvarlo. Les propongo un camino intermedio: una monarquía constitucional.
El silencio que siguió fue casi tan pesado como el aire cargado de humedad en la sala. Bellinay continuó:
—El monarca no tendrá poder real. Será una figura meramente simbólica. El poder recaerá en un gobierno civil, encabezado por un primer ministro elegido por el pueblo. Esto nos permitirá preservar nuestra historia y tradición mientras damos paso a un futuro más justo y moderno.
Ramazan dio un paso adelante, apoyando la propuesta.
—Es nuestra mejor opción. Con este modelo, podremos negociar con los ildoanos para obtener su apoyo. No olvidemos que, como país agresor, debemos prepararnos para pagar las consecuencias de esta guerra.
Akozan, quien había permanecido en silencio, miró al suelo con melancolía.
—¿Un monarca sin poder? —murmuró, como si hablara consigo mismo—. Es el fin de una era...
Erksan no se mostró del todo convencido.
—No es suficiente. Este país necesita una reforma completa, no un compromiso.
Ramazan lo encaró directamente.
—¿Además de la guerra con los ildoanos quieres sumarle una guerra civil al país? ¿Eso es lo que propones?
El republicano negó con la cabeza, aunque su expresión seguía siendo de descontento.
Sercan dio un paso adelante, extendiendo una mano hacia Ramazan.
—Entonces estamos de acuerdo en algo: debemos actuar con rapidez. ¿Cuál será el plan?
Con las tensiones aún palpables, pero controladas, los conspiradores comenzaron a delinear los pasos del golpe. Akozan y Sercan se encargarían de coordinar un levantamiento en la capital, movilizando a sus hombres para neutralizar a los jenízaros, cuya lealtad al sultán representaba el mayor desafío.
Mientras tanto, Ramazan y Bellinay buscarían contactar discretamente a los ildoanos para establecer una tregua y negociar un acuerdo de paz. Aunque arriesgado, esto era esencial para evitar que la guerra externa arrasara con el país mientras se reorganizaba desde dentro.
La sala se vació poco a poco, con los conspiradores retirándose en silencio. Ramazan observó a Bellinay, quien permanecía de pie, serena pero visiblemente cansada. La decisión que iban a tomar cambiaría el curso de la historia.
La tormenta que azotaba la ciudad seguía rugiendo con fuerza.
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