Capitulo 10

16 de Octubre de 1911 del Calendario Unificado

El gran salón del trono en el corazón del Palacio de Topkapi estaba sumido en una penumbra inquietante, apenas iluminado por los rayos del sol que se filtraban a través de los vitrales. El ambiente era frío, opresivo, cargado de un silencio roto solo por el tenue murmullo de los sirvientes. El sultán Mehmed VII, frágil y con el rostro marcado por la enfermedad y el fanatismo, reposaba en su trono de mármol dorado. A su lado, de pie en respetuosa quietud, estaba Ramazan, su gran visir.

Ramazan observaba a su señor con una mezcla de temor y resignación. Desde hacía meses, el sultán había demostrado signos de inestabilidad; su mente parecía atrapada entre la realidad y las fantasías de una gloria divina que nunca se materializaba. Las derrotas sufridas por la Magna Rumelia en el Levante, la pérdida de Damashki y Jebusalén en el Levante y la aparente imposibilidad de expulsar a las fuerzas enemigas de Anatolia habían sumido al reino en una crisis sin precedentes. El pueblo estaba al borde de la desesperación, y los cadáveres de jóvenes soldados se apilaban en los campos de batalla como una triste evidencia del precio de la guerra.

El sultán, sin embargo, parecía ajeno a esta tragedia. Su voz, quebrada pero cargada de un fanatismo ferviente, resonó en la sala:

—¿No es hermoso, visir? —preguntó, con una sonrisa torcida que bordeaba la locura. Su tono era casi soñador, como si hablara de un jardín en flor y no de un imperio en ruinas—. Estamos cumpliendo con la voluntad del Altísimo. Matamos a los herejes que se atreven a profanar nuestras tierras. ¡Eliminaremos a cada uno de ellos! ¡Aquí, en nuestra tierra! ¡Y luego cruzaremos a la suya para exterminar a sus mujeres y niños!

Ramazan mantuvo la mirada baja, evitando cualquier gesto que pudiera delatar su horror o desprecio. Había aprendido que la clave para sobrevivir en este juego era responder con cuidado, alimentando las ilusiones del sultán sin desafiarlas.

—Sí, mi señor —respondió con una voz neutra, medida—. La voluntad del Altísimo debe cumplirse hasta el último aliento.

El sultán pareció complacido. Una risa casi infantil escapó de su garganta, aunque sus palabras estaban cargadas de un fervor aterrador:

—¡Sí! ¿Por qué detenernos solo en Ildoa? ¡Llevaremos la yihad al mundo entero! ¡Por la gloria de Dios! ¡Hasta que mi cuerpo no sea más que polvo!

—Sí, mi señor —repitió Ramazan, incapaz de decir otra cosa.

Como visir, Ramazan gozaba de privilegios y una posición elevada, pero en este momento esas ventajas parecían insignificantes. Era testigo impotente de cómo su nación se desmoronaba ante sus ojos. El gobierno del sultán no solo era errático, sino que se había convertido en un régimen de terror. Cualquier discrepancia, cualquier consejo que no complaciera al monarca, terminaba en ejecuciones públicas. Y para Ramazan, la realidad era aún más sombría: sabía que ni siquiera sus propias palabras podían garantizar su seguridad.

Ese mismo día, un grupo de generales de alto rango, hombres curtidos por años de servicio militar, había solicitado una audiencia con el sultán. Sus rostros eran graves, marcados por la preocupación y la desesperación. Propusieron una retirada táctica en Anatolia para reorganizar las líneas de defensa. También instaron al sultán a adquirir tanques, aviones y artillería moderna del Imperio para nivelar el campo de batalla frente a los bien equipados ejércitos ildoanos.

El sultán escuchó en silencio, pero su respuesta fue tan brutal como previsible:

—¡Los verdaderos creyentes luchan con lo que tienen a la mano por la gloria del Altísimo! —exclamó, golpeando con fuerza el brazo de su trono. Sus ojos brillaban con un fuego casi demoníaco mientras se volvía hacia Ramazan—. ¡Estos hombres no son creyentes! ¡Son cobardes! ¡Traidores que buscan socavar nuestra fe y nuestra victoria!

Sin más, ordenó la ejecución de los generales. Sus cuerpos serían reemplazados por oficiales sin experiencia, pero fervorosamente leales al sultán, hombres cuya incompetencia era superada solo por su voluntad de satisfacer cada capricho del monarca.

Ramazan sintió un escalofrío recorrer su columna. Aunque su rostro permaneció impasible, en su interior hervía una mezcla de frustración y temor. La caída de la Magna Rumelia ya no era solo una posibilidad; se estaba convirtiendo en una certeza bajo el mando de un líder que veía en la fe una excusa para ignorar la lógica y la estrategia.

Mientras Ramazan abandonaba la sala del trono, reflexionó sobre las implicaciones de las decisiones del sultán. El frente de Anatolia estaba al borde del colapso, con las fuerzas ildoanas avanzando lentamente pero de forma constante. Los Balcanes, mientras tanto, se estaban convirtiendo en un polvorín, con los pueblos sometidos agitándose ante las noticias de las derrotas rumelianas en Anatolia y el Levante a manos de los ejercitos ildoanos.

Ramazan sabía que el tiempo se agotaba. Si el sultán continuaba ignorando las realidades del campo de batalla, no solo perderían la guerra, sino que la Magna Rumelia podría dejar de existir como nación. Pero, ¿qué podía hacer un visir en una corte gobernada por el miedo? Su única opción, por ahora, era sobrevivir... y esperar. Quizás, con el tiempo, surgiría una oportunidad para salvar lo poco que quedaba del otrora glorioso imperio.

Se aparto en silencio del trono del Sultan, saliendo lentamente de la sala del trono, mientras las puertas se cerraban tras él, Ramazan murmuró para sí mismo:

— Que el altísimo nos ampare.

Sin embargo Ramazan se detuvo a mitad del pasillo, sus pasos amortiguados por la alfombra que cubría los antiguos mármoles del palacio. Por un instante, el eco de las palabras del sultán resonó en su mente como un martilleo constante: "Los verdaderos creyentes luchan con lo que tienen a la mano por la gloria del Altísimo."

Cerró los ojos y tomó una bocanada de aire profundo. No, pensó con frialdad, su única opción no era esperar. La paciencia no salvaría a la Magna Rumelia de la destrucción. Su deber no era con un hombre que había perdido la razón, sino con el pueblo y con la supervivencia de la nación misma. Ramazan sabía lo que debía hacer.

Giró su rostro hacia una fuente de agua cristalina, una joya olvidada en los vastos jardines interiores del palacio. Se inclinó un poco, observando su reflejo en la superficie. La imagen que le devolvía el agua era la de un hombre cansado, con los ojos rodeados de sombras, pero aún con un brillo de determinación. Su boca se torció en una amarga sonrisa. Lo que planeaba no era sencillo, y mucho menos honesto. Pero si la traición era el precio de la salvación, estaba dispuesto a pagarlo.

Desde hacía tiempo, Ramazan había escuchado rumores. Había disidentes, generales jóvenes y entusiastas que odiaban la monarquía absoluta del sultán. Hombres que soñaban con reformas y con un sistema más justo, donde las decisiones no estuvieran sujetas a los caprichos de un solo hombre. Y ahora, con la guerra perdida en casi todos los frentes, había un nuevo grupo que podía ser reclutado: oficiales descontentos con la gestión militar del sultán, frustrados por las órdenes suicidas y la pérdida constante de vidas.

Era posible unir a ambos bandos, formar una coalición de fuerzas que compartieran un objetivo común: derrocar al sultán. Ramazan sabía que no podía hacerlo solo. Necesitaba aliados, y sobre todo, necesitaba una visión clara de lo que vendría después.

Por un momento, se permitió reflexionar. Si lograba derrocar al sultán, ¿qué forma debía tomar el nuevo gobierno? ¿Una república o una monarquía constitucional? Ambos sistemas tenían ventajas, pero también riesgos. Una república podría dividir aún más a un pueblo profundamente arraigado en sus tradiciones monárquicas y religiosas. No, pensó, la transición debía ser más sutil. Una monarquía constitucional, al estilo de Ildoa o del Imperio, podría ser aceptada más fácilmente.

¿Pero quién ocuparía el trono? Su mirada se endureció mientras una idea se formaba en su mente.

La respuesta era evidente: la hija del sultán. Aunque joven, la princesa gozaba de cierto respeto entre las élites y el pueblo. Convertirla en una figura decorativa, una emira con poderes simbólicos, permitiría mantener la continuidad monárquica mientras el verdadero poder recaía en un consejo real o en un gobierno parlamentario. De esta manera, podría apaciguar tanto a los reformistas como a los tradicionalistas.

Pero sabía que eso no sería suficiente. Para estabilizar el reino y asegurar su éxito, tendría que cooperar con Ildoa. Esto significaría concesiones políticas y económicas, quizás incluso aceptar una alianza formal o una especie de tutela. A cambio, la ayuda ildoana podría garantizar la transición y fortalecer a la nueva monarquía.

El plan era ambicioso, pero también arriesgado. Requeriría tiempo, discreción y la habilidad de manipular a las piezas clave en este tablero de ajedrez político. Primero debía contactar a los disidentes y asegurar su lealtad. Luego, tendría que neutralizar a los leales al sultán y preparar el terreno para un golpe de estado rápido y decisivo.

Ramazan se enderezó, con la determinación dibujada en su rostro. El agua de la fuente seguía reflejando su imagen, pero ahora veía algo más que cansancio y desesperación. Veía un propósito.

—Que así sea —murmuró para sí mismo.

Volvió al interior del palacio, donde los corredores oscuros y las sombras parecían conspirar con él. La traición sería el precio de la redención, pero si eso significaba salvar a la Magna Rumelia, estaba dispuesto a cargar con ese pecado.

Sabía que la clave sería actuar rápido y con precisión. No podía permitirse errores. La primera reunión con los disidentes tendría que realizarse en secreto, lejos de las miradas inquisidoras del sultán y sus espías. Y mientras tanto, tendría que ganarse la confianza de la princesa, preparándola para su nuevo papel como símbolo de una nación que debía renacer de las cenizas.

El futuro de la Magna Rumelia estaba en juego, y Ramazan ya no era un simple visir. Ahora, era un conspirador, un arquitecto de la traición... y, tal vez, el salvador que su pueblo necesitaba.

30 de Octubre de 1911 del Calendario Unificado

Athēnai, una ciudad que en otro tiempo fue cuna de la filosofía, el arte y la democracia, era ahora una sombra de su antigua gloria. Aunque seguía siendo el corazón palpitante de Aquea, sus calles bulliciosas y mercados llenos eran un reflejo de la resiliencia de su gente más que de su prosperidad. La opresión de los rumelianos había dejado su marca: la fe de los aqueos era despreciada, y su cultura, vista como inferior, había sido suprimida durante generaciones. Sin embargo, incluso bajo el peso de los siglos, el anhelo de libertad no se había extinguido por completo.

Algunos se habían resignado, adaptándose a un sistema que los mantenía en servidumbre. Pero otros, más tercos, habían mantenido vivo el sueño de independencia, aunque fuera un susurro en la oscuridad. En las tabernas y talleres, entre susurros clandestinos, ese sueño comenzó a cobrar fuerza con las noticias de las victorias ildoanas en el Levante y Anatolia. Cada victoria era un rayo de esperanza que avivaba las llamas de la rebelión.

Pequeños grupos de aqueos comenzaron a armarse en secreto, utilizando lo que estuviera a su alcance: armas viejas, herramientas adaptadas como armas improvisadas y, en algunos casos, simples cuchillos y lanzas. Estos grupos, aunque desorganizados y mal equipados, estaban decididos a hacer valer su derecho a la libertad. Sin embargo, sabían que cualquier intento de rebelión aislada sería rápidamente aplastado.

Esperaban el momento adecuado, un catalizador que diera fuerza a su causa. Ese momento llegó con el avistamiento de la flota ildoana en el horizonte, acercándose a las costas de Athēnai.

La llegada de la flota ildoana fue un espectáculo imponente. Los acorazados y cruceros, escoltando a los transportes de tropas, navegaban en formación, proyectando una sombra de poder sobre las aguas de Egida. En la cubierta del Aquila I, el almirante Giuseppe Delphini observaba la costa a través de su catalejo.

Athēnai..., —murmuró—, una ciudad de historia, a punto de ser testigo de un nuevo capítulo.

Mientras los barcos anclaban y las primeras lanchas de desembarco comenzaban a dirigirse hacia la orilla, los soldados ildoanos se preparaban para tomar tierra. Entre ellos estaban los veteranos de las campañas en Abyssinia y Anatolia, endurecidos por la guerra. Sus botas tocaron la arena con precisión, organizándose rápidamente en líneas disciplinadas.

En la ciudad, los habitantes observaban en silencio desde sus ventanas y callejones. Algunos, los más temerosos, se escondían, esperando que la tormenta pasara. Otros, más valientes, se apresuraron a reunirse con los recién llegados, viendo en ellos a los libertadores que habían esperado durante tanto tiempo.

Uno de los líderes rebeldes locales, un hombre de mediana edad llamado Nikolaos Theodakis, se acercó al comandante ildoano, el General Paciano, quien dirigía personalmente el desembarco. Nikolaos llevaba un fusil antiguo y una expresión de determinación en su rostro.

General, hemos esperado este día por generaciones. Nuestros hombres están listos para luchar, pero necesitamos armas y liderazgo.

Pietro, acostumbrado a la desconfianza inicial de las poblaciones ocupadas, evaluó al hombre frente a él. Lo vio firme, un líder nato, aunque falto de experiencia militar formal. Tras un breve silencio, asintió.

Nikolaos, tus hombres serán útiles. Proveeremos armas y entrenamiento. Pero esto no es solo tu lucha, es nuestra. Aquea debe renacer, y juntos lograremos que sea libre.

Las palabras de Pietro fueron un llamado a las armas. En cuestión de horas, los rebeldes aqueos comenzaron a coordinarse con las tropas ildoanas. Armados con rifles modernos, municiones y una organización que nunca habían tenido, los insurgentes se levantaron con una fuerza renovada.

La ciudad se convirtió en un campo de batalla. Los rumelianos, sorprendidos por la magnitud del ataque, lucharon desesperadamente por mantener el control. Las tropas ildoanas avanzaron con precisión militar, asegurando las posiciones clave mientras los aqueos, conocedores del terreno, lideraban ataques sorpresa y emboscadas en las calles estrechas de Athēnai.

Cuando cayó la noche, las fuerzas rumelianas se retiraron al norte, dejando la ciudad en manos de los insurgentes y sus aliados.

Athēnai, liberada por primera vez en siglos, estalló en celebraciones improvisadas. Las campanas de las iglesias resonaron por toda la ciudad, mientras los ciudadanos se reunían en la plaza principal para vitorear a los soldados ildoanos y a sus propios combatientes.

En un discurso improvisado desde los escalones de la antigua Ágora, Paciano habló a la multitud.

Hoy hemos recuperado una ciudad, pero también hemos recuperado algo más grande: la esperanza. Athēnai es solo el comienzo. Con su fuerza y nuestra determinación, juntos liberaremos toda Aquea de las garras de los rumelianos.

La ovación de la multitud fue ensordecedora.

La rebelión en Athēnai marcó el principio del fin para el control rumeliano en Aquea. Inspirados por el levantamiento y la intervención ildoana, otras ciudades de la región comenzaron a alzarse en armas. Thessaloníki, una de las principales ciudades portuarias y centro económico, fue el siguiente punto de ignición. Allí, los grupos armados locales aprovecharon la ventaja del número y el factor sorpresa. Miles de civiles, armados con todo lo que pudieran encontrar, arremetieron contra las guarniciones rumelianas, que, mal equipadas y superadas en número, ofrecieron una resistencia breve antes de ser arrasadas.

En cuestión de semanas, las llamas de la rebelión se extendieron más allá de Aquea, alcanzando regiones vecinas como Bolgharia y Raskava. Estas regiones, con largas historias de tensión bajo el yugo rumeliano, se unieron al levantamiento, debilitando aún más las líneas defensivas del sultán. Sin embargo, no todas las zonas compartían el fervor insurgente.

En la región de Durres, al norte de Aquea, la situación era diferente. Su población, de mayoría mahomista, había mantenido relaciones relativamente pacíficas con el gobierno rumeliano. Gracias a esta tolerancia, Durres no experimentó el mismo nivel de opresión que otras regiones, y sus habitantes no veían con los mismos ojos la rebelión que se extendía por los Balcanes. La región permanecía tranquila, un oasis de estabilidad en medio del caos.

Para los estrategas ildoanos, ocupar Durres era una prioridad. Su posición cercana a la costa del mar Hadriaticum la convertía en un punto vital para controlar el comercio marítimo y, más importante aún, establecer un puente de suministros más eficiente hacia el frente. Dependiendo de Athēnai como único punto logístico, las operaciones militares corrían el riesgo de sufrir retrasos y cuellos de botella.

En el cuartel general de las fuerzas ildoanas en Athēnai, el general Paciano y sus oficiales discutían los próximos pasos.

Durres debe ser nuestro próximo objetivo, —afirmó Pietro, señalando el mapa desplegado sobre la mesa—. Controlar esa zona no solo nos da acceso al Hadriaticum, sino que también consolida nuestra posición en los Balcanes.

El mayor Carlo Martini, uno de sus oficiales más cercanos, asintió.

Pero, señor, Durres no se ha rebelado. No enfrentaremos un levantamiento como en Thessaloníki. Podríamos encontrar resistencia organizada, incluso simpatía hacia los rumelianos.

Pietro se recostó en su silla, reflexionando.

Eso es cierto, Carlo, pero también es nuestra oportunidad. Si actuamos rápido, podemos tomar la ciudad antes de que refuercen sus defensas. Además, si gestionamos bien la ocupación, podríamos ganarnos a la población local. No quiero un conflicto prolongado allí; Durres debe ser asegurada con el mínimo derramamiento de sangre.

Se tomó la decisión de enviar un destacamento liderado por el propio Martini, apoyado por la flota en el Hadriaticum, para iniciar la ocupación de Durres.

Las tropas ildoanas comenzaron a movilizarse desde Athēnai, avanzando por los paisajes montañosos de los Balcanes. En su camino, recibieron apoyo de los insurgentes locales, quienes los guiaron a través de pasos seguros y les proporcionaron información sobre las guarniciones rumelianas en retirada.

En paralelo, la flota ildoana navegaba hacia las costas de Durres. Los acorazados y cruceros escoltaban los transportes de tropas, listos para un desembarco rápido si fuera necesario. Los soldados, conscientes de la importancia estratégica de la ciudad, se preparaban para un enfrentamiento potencialmente complicado.

20 de Diciembre de 1911 del Calendario Unificado

El Rey Otto I contemplaba el avance de los tanques Centurione por el polvoriento campo de pruebas. Diseñados a partir de los diseños del Turan I, estas máquinas prometían revolucionar la capacidad blindada del ejército ildoano. A su lado, los Semovente da 75/18, con sus poderosos cañones de asalto, complementaban la formación, mientras el estruendo de sus motores llenaba el aire con un zumbido constante. Por encima, en el cielo despejado, los recién desarrollados Macchi C.200 realizaban maniobras aéreas, sus líneas modernas señalando un salto tecnológico en comparación con los anticuados biplanos. Estas aeronaves, además, estaban destinadas a operar desde los portaaviones en desarrollo, un testimonio del ambicioso programa de modernización naval del reino.

A simple vista, todo parecía ir viento en popa. Ildoa no solo se preparaba para consolidar su dominio territorial, sino que también aspiraba a convertirse en una potencia militar con proyección global. Sin embargo, Otto sabía que la verdadera fortaleza de un reino no se medía únicamente en cañones y acorazados.

El joven rey reflexionaba mientras observaba las máquinas. Durante los dos años de su reinado, había emprendido un proyecto monumental para transformar Ildoa desde sus cimientos. En el sur, una región históricamente olvidada y sumida en la pobreza, las reformas estaban comenzando a dar fruto. Infraestructuras, como ferrocarriles y puertos, empezaban a conectar a las comunidades rurales con los mercados del norte, mientras las fábricas recién establecidas ofrecían empleo a miles de personas.

Otto había promulgado una serie de leyes progresistas que buscaban mejorar la calidad de vida de su pueblo: Educación obligatoria para reducir el analfabetismo, un sistema de salud público y gratuito, accesible incluso en las aldeas más remotas, reformas laborales, que limitaban la jornada de trabajo a ocho horas diarias y garantizaban prestaciones dignas para los trabajadores, pensiones para veteranos y ancianos, un gesto que aseguraba la lealtad de los más vulnerables y de quienes habían servido al reino.

A nivel económico, Otto había utilizado los recursos confiscados a los nobles que huyeron o fueron arrestados durante las reformas iniciales para financiar estos cambios. Las riquezas acumuladas por siglos de privilegios se invirtieron en maquinaria moderna para fortalecer la industria, tanto civil como militar, generando empleos y revitalizando el norte industrializado. Aunque había considerado un ambicioso programa de vivienda gratuita, los cálculos financieros revelaron que sería una carga excesiva para las finanzas nacionales, que aunque ahora eran más robustas, seguían siendo delicadas.

En el horizonte, otro factor estratégico comenzaba a tomar forma: el petróleo. Los geólogos enviados a Cirenaica, la colonia en Azania del Norte, habían reportado hallazgos prometedores. Otto sabía que el control de estas reservas podría liberar a Ildoa de la dependencia extranjera y consolidar su posición como un actor clave en los mercados internacionales. Además, el petróleo alimentaría tanto a las máquinas de guerra como a la naciente industria, ofreciendo una ventaja invaluable en un mundo cada vez más industrializado.

A unos pasos de distancia, Silvia, permanecía en silencio, observando con atención el espectáculo de modernidad que se desarrollaba ante sus ojos. Su elegante traje verde oliva y el sombrero blanco, adornado con flores, destacaban entre los uniformes grises y verdes de los oficiales y políticos presentes.

Silvia no era una figura meramente decorativa en el círculo del poder. Aunque mantenía un perfil bajo, su inteligencia y agudo sentido político la convertían en una aliada indispensable para Otto. En privado, ella solía ofrecer consejos y opiniones sobre las reformas sociales, siempre abogando por un equilibrio entre progreso y estabilidad.

El sol de invierno bañaba el pabellón donde se encontraban el Rey Otto y Silvia, ambos observando las maniobras militares en curso. Los Centurione avanzaban en perfecta formación, sus siluetas metálicas proyectando un aura imponente sobre el campo de pruebas. Silvia, con su traje verde oliva impecable y su sombrero adornado con flores, se giró hacia Otto con una sonrisa que siempre lograba desarmarlo, incluso en medio de los temas más serios.

—Parece que te estás preparando para una guerra mucho mayor —comentó ella, su tono juguetón, aunque sus ojos reflejaban un entendimiento más profundo.

Otto esbozó una sonrisa leve, aunque en su interior sabía que sus decisiones tenían implicaciones más allá de lo que podía expresar.

—Un poco —respondió con tono relajado, mirando hacia los tanques—. No podemos permitir que nuestro ejército quede relegado frente a otras potencias.

Silvia entrelazó las manos, como si meditara sus próximas palabras. Luego alzó la vista, sus ojos buscando los de Otto.

—¿De verdad crees que el Imperio o la República nos atacarían solo porque nos volvemos demasiado fuertes? No creo que la política internacional funcione de forma tan sencilla.

Otto suspiró, cruzando los brazos mientras su mirada volvía al horizonte, donde los soldados se alineaban tras los vehículos blindados.

—No, no es tan simple —admitió—. No pueden atacarnos abiertamente solo porque fortalecemos nuestro ejército. Pero un reino como el nuestro, en medio de potencias con ambiciones propias, no puede permitirse ser ignorado. Nuestro crecimiento militar puede colocarnos en una posición delicada.

Silvia lo observó con curiosidad, su expresión animándolo a continuar. Otto prosiguió, su tono tornándose más reflexivo:

—Mira, el Reino Aliado y la República son dos potencias con un largo historial de conflictos. Ambas se han labrado su lugar en el mundo mediante años de lucha, diplomacia y conquista. Por otro lado, tienes al Imperio: joven, dinámico y voraz. Surgió de la necesidad de defensa mutua entre varios estados y, gracias a sus vastos recursos y población, se convirtió en una potencia mundial en un tiempo récord. Pero ese ascenso rápido inquietó a sus vecinos, quienes lo consideran una amenaza directa a su hegemonía.

Silvia asintió, pero su mirada seguía cargada de duda.

—¿Y dónde queda Ildoa en ese tablero? —preguntó con interés genuino.

Otto sonrió de forma sombría.

—En el medio. Ni lo suficientemente pequeño para ser ignorado ni lo suficientemente grande para ser respetado. Si no jugamos nuestras cartas con cuidado, nos convertiremos en el blanco de alianzas destinadas a mantenernos bajo control.

Silvia caminó unos pasos hacia los oficiales reunidos al fondo del pabellón, observándolos mientras discutían las maniobras en curso. Luego se volvió hacia Otto.

—Entonces, ¿es esta la razón detrás de tu enfoque en el desarrollo militar? ¿Un mensaje de que no somos débiles ni dóciles?

Otto asintió.

—Exactamente. No busco la guerra, Silvia, pero tampoco quiero que Ildoa sea vulnerable. Nuestra politica de neutralidad nos ha servido bien hasta ahora, pero ahora debemos mostrar que esa neutralidad es una elección, no una imposición de las circunstancias.

—Pero ¿qué hay del pueblo? —preguntó ella, con suavidad pero con firmeza—. Puedes tener el ejército más fuerte del mundo, pero si tu gente no te apoya, todo esto será inútil.

Otto sonrió con más calidez esta vez, sabiendo que ella tenía razón.

—Por eso las reformas, por eso el desarrollo del sur, las pensiones, las escuelas. No quiero un reino fuerte solo en armas, quiero un reino fuerte en su corazón.

—Entonces, ¿nuestro fortalecimiento militar no es solo por defensa, sino para asegurarnos un lugar entre esos gigantes? —preguntó, con un tono que mezclaba curiosidad y cautela.

Otto asintió mientras dirigía su mirada hacia las maniobras de los Centurione y los cazas Macchi C.200, como si esas máquinas fueran la manifestación tangible de su estrategia.

—Exactamente. El mundo no es gentil con los débiles, Silvia. Fortalecernos militarmente no es solo un acto de supervivencia; es una declaración. Si Ildoa quiere ser más que un actor secundario en el escenario internacional, debemos demostrar que somos capaces de defendernos y, si es necesario, imponer nuestras condiciones.

Silvia dejó escapar un suave suspiro, sus ojos observando el horizonte, Silvia cruzó los brazos, pensativa.

— Tú no quieres que nos vean como un "problema que contener", pero tampoco como un reino irrelevante.

—Exacto. Debemos caminar por la cuerda floja, mantenernos fuertes pero no lo suficientemente amenazantes como para que las potencias mayores consideren unir fuerzas contra nosotros. Es por eso que fortalecernos no es solo militar; también necesitamos que nuestras reformas internas den frutos. Si somos prósperos, si somos un ejemplo de estabilidad, podríamos atraer aliados en lugar de enemigos.

Ella asintió lentamente, considerando sus palabras.

—Es un plan ambicioso, pero tiene sentido. Sin embargo, no puedo evitar preguntarme, Otto... ¿cuál es tu verdadero objetivo?

Otto guardó silencio por un momento, su mirada fija en el horizonte como si buscara algo más allá de los campos de entrenamiento y las maniobras.

— Quiero un reino donde ningún niño pase hambre, donde los campesinos tengan tierras que cultivar sin temor a los terratenientes, donde nuestras industrias no dependan de las potencias extranjeras, y donde nuestra bandera sea un símbolo de respeto, no de lástima, donde podamos vivir felices y sin temor.

Silvia sonrió nuevamente, aunque esta vez con un matiz más serio.

—Ambicioso y romántico a partes iguales.

Otto soltó una breve carcajada.

—Tal vez. Pero si no apuntamos alto, nunca saldremos del lugar en el que estamos.

Los dos se quedaron en silencio, observando las maniobras militares continuar. En ese momento, Otto no solo veía el poderío creciente de su ejército, sino también los cimientos de su visión para Ildoa: un reino moderno, próspero y capaz de enfrentarse al futuro con fuerza y dignidad. Silvia le tocó suavemente el brazo, captando su atención, ella se acercó y tomó su mano, Otto cruzo sus dedos con los de ella.

—Si sigues pensando así, Otto, Ildoa no solo será fuerte. Será grande. - murmuro Silvia

Mientras el diálogo terminaba, el rugido de los motores volvió a llenar el aire. Los Macchi C.200 pasaron en formación cerrada sobre sus cabezas, dejando una estela de promesas en el cielo. Otto sabía que había mucho por hacer, tanto en el frente internacional como en el interno. Pero, por primera vez en mucho tiempo, sentía que Ildoa tenía un rumbo claro.

Silvia lo observó una vez más antes de volver su atención a las máquinas avanzando por el campo.

—¿Y qué dirán las demás potencias cuando vean lo que has logrado aquí? —preguntó, su tono retomando un ligero toque de ironía.

Otto sonrió con un brillo de desafío en los ojos.

—Que Ildoa no es un reino para ser ignorado. Y si alguna vez lo olvidan, se lo recordaremos. 

"A punta de bayoneta si hace falta" fue su pensamiento

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