Capítulo 2: Un chino, un Nixon y un perro

Tal y como predijo Skyler, tres horas más tardes apareció Thomson embutido en un viejo Mini Cooper plateado por la verja principal, de nuevo custodiada por Juan. Éste lo saludó de forma animada y le permitió pasar a los grandes jardines de la casa, inundados por coches tan grandes y tan caros que el Mini de Thomson quedó relegado a un plano casi ridículo. Frankie estaba en la puerta principal, fumándose de forma impaciente un cigarrillo, moviendo su pie derecho de forma ágil contra el suelo. Estaba cansado de esperar, el polvo con Skyler había sido efímero debido a sus problemas de disfunción eréctil y eso había incrementado aún más su mal humor.

—Al fin llegas, gordo cabrón—le dijo a Thomson cuando éste al fin logró llegar donde estaba Frankie con un paso lento y cansado.

—Tan amable como de costumbre, Frankie—respondió el policía con una sonrisa tan brillante que parecía artificial—. No tengo mucho tiempo, llevo todo el día de aquí para allá conteniendo a esos putos hippies. Maldito Nixon, menudo revuelo anda montando. La gente está deseando que ocurran escándalos de este tipo para salir a la calle.

—Me importa una mierda lo que le pase a ese hijo de puta, tengo asuntos más importantes que resolver—respondió Frankie de forma cortante. Lo último que le importaba en ese momento eran los escándalos políticos.

—Bueno, para eso he venido. Enséñame qué coño ha pasado—Frankie hizo un rápido gesto con la cabeza y todos sus chicos comenzaron a seguirlo, mirando a todas partes como si en cualquier momento su jefe pudiese ser atacado por un escuadrón de ninjas de Chinatown. Thomson apartó con desprecio al más cercano a Frankie y se colocó junto a él para seguirlo hacia la escena del crimen—. ¿Qué hacen estos chuchos muertos en tu césped? —preguntó un poco asqueado mientras levantaba con la punta de su zapato algunos rastros del cerebro del pobre diablo.

—Eso mismo me he estado preguntando yo todo el día. ¿Qué hacen esos chuchos muertos en mi césped? Dímelo tú, Thomson, ¡¿qué coño hacen ahí?!—Frankie parecía alterado, las arrugas de su rostro se acentuaron aún más y una gota de sudor caía grácilmente por su sien. Al fin y al cabo, era verano y las temperaturas podían llegar a ser verdaderamente insoportables.

—Tranquilízate Frankie. Vamos a llegar al fondo de este asunto rápidamente. ¿Has mirado ya las cámaras de seguridad?

Efectivamente a ninguno de los genios intelectuales presentes en aquel momento se les había ocurrido mirar las cámaras de seguridad. Llevaban relativamente poco instaladas y ninguno de ellos se entendía demasiado bien con la informática. La sala de las cámaras era ridículamente grande y tenía demasiados botones por lo que, si alguno había intuido que podría ser de ayuda con respecto al asesinato de los perros, no iba a ser el que hablase para que Frankie lo obligase a ver los videos. Que no digan lo contrario: la ignorancia es el mejor amigo del hombre.

—No—respondió Frankie a regañadientes—... no hemos tenido tiempo. Hemos estado ocupados con... ya sabes... otros temas importantes...—entonces miró a su alrededor, buscando a alguien con la mirada, hasta que se topó con su hombre: Nico, él se lo explicaría todo al policía—. Nico, explícale a Thomson por qué no hemos podido mirar las cámaras. Iré a buscar las llaves del cuarto de las cámaras.

De repente Frankie desapareció junto a todo su séquito dirigiéndose de nuevo a la puerta principal, esperando a que el gordo de Thomson no pudiese seguir su paso. No quería explicarle que había estado más concentrado en quejarse y follar con su puta que en buscar posibles soluciones a su problema. Nico siempre había sido su hombre para ese tipo de problemas; había sido su hombre para todo: su mano derecha, su mano izquierda, su boca y sus putos huevos. Si Frankie metía la pata, ahí estaba Nico para solucionar sus problemas y que su jefe no quedase en ridículo. Por eso siempre estaba a su lado en las reuniones más importantes. Ese puto ruso era más listo de lo que aparentaba, aunque también un tanto temperamental cuando se lo proponía. A veces podía ser un malhablado y no permitía que nadie le faltase al respeto a excepción de Frankie. Eso sí que era un profesional: comiéndole los huevos a su jefe cuando se lo pedía, pero pateando a los del resto de la humanidad. Era el perro favorito de Frankie, con un poco de suerte también podía haber terminado junto a los Rotweillers.

—Te daré cincuenta dólares si evitas tocar más el tema de las cámaras y humillar a Frankie—susurró Nico al oído del policía mientras se dirigían con parsimonia a la puerta principal. Thomson volvió a sonreír y asintió. Los cincuenta dólares mejor ganados de su vida.

Una vez dentro fue guiado hacia la habitación de las cámaras, donde Frankie esperaba con impaciencia a que Thomson llegase e inicializase a aquellas máquinas hijas de Satán. Estaba apoyado en una especie de mamotreto enorme que emitía luces y que a su vez estaba conectado a lo que parecía el panel de control del aparato. Justo en frente de este había una pared llena de pantallas y más luces parpadeando. Cuando Thomson llegó inicializó el primer mamotreto, tocó alguno de los botones del panel de control y ocurrió el milagro: aparecieron las grabaciones de las cámaras de seguridad.

Thomson comenzó a reírse, Frankie no paraba de ajustarse el peluquín y Nico casi se atraganta varias veces con el humo del cigarrillo que se encendió mientras Thomson ponía las grabaciones.

—¿Qué coño es esto? —preguntó Frankie con la cara roja tras presenciar los primeros minutos de la bizarra escena que se mostraba ante sus ojos.

—Parece un ninja—se apresuró a comentar Thomson entre risas—. ¡Mira cómo se mueve el chino cabrón!

—¿Cómo sabes que es chino? —preguntó Nico con cierta seriedad—. Lleva la cara tapada.

—Sólo los chinos saben moverse así. Mira a Bruce Lee—sentenció Thomson. Estaba clarísimo: sólo los chinos pueden ser ninjas.

—No entiendo por qué hace esas acrobacias...—continuó diciendo Nico en un suspiro.

—Porque es un puto ninja, joder—insistió Thomson, un poco malhumorado—¿Es que no ha quedado claro? Es un chino ninja. Tal vez venga a por ti por venderle armas a los ojos rasgados, Frankie. Los chinos se comen a los perros. Seguro que es una especie de ritual de su cultura eso de que haya matado a tus Rotweillers. Para vengarse o algo así. Ten cuidado.

Nico terminó desistiendo. A ver qué tenían que ver ahora los chinos con Vietnam... y lo de que coman perro y todas las tonterías racistas que estaba soltando ese gilipollas por su boca de retrasado.

—Tiene sentido...—dijo Frankie pensativo, llevándose una mano a la barbilla para frotar su perilla castaña entre sus dedos en señal de reflexión—. La teoría del chino ninja... me gusta. Mirad, ahora está apuntando al pobre Scooby—dijo señalando la pantalla, donde un hombre vestido con un mono negro ceñido y un pasamontañas apuntaba a uno de los perros con su arma mientras éste dormía plácidamente—. Misterio resuelto, no quiero ver cómo mueren los demás...—dijo Frankie mientras buscaba algo con forma de botón rojo en el que estuviese escrita la palabra «off». No le apetecía presenciar cómo sus perros morían a manos de un chino ninja.

—¡Espera Frankie! —interrumpió de nuevo Nico—. Parece que esto no acaba aquí. Fíjate en eso. Hay un grupo de personas acercándose a la valla por la otra esquina. Parece que el hombre los ha oído.

—¿Por qué los chuchos no se despiertan? Vaya mierda de perros de vigilancia—se mofó Thomson.

—Llevan... ¿máscaras de Nixon? —preguntó Nico, incrédulo—. Además, también van disfrazados; menudo circo.

—Se están acercando al ninja—continuó diciendo Thomson—. Y los chuchos sin moverse. A lo mejor ya estaban muertos, Frankie. Los jodidos no se despiertan ni a gritos.

—¿Por qué se está metiendo las manos en las pelotas? —Nico empezaba a replantearse si todo aquello era una broma.

—¡Se acaba de sacar unos nunchaku! Te dije que era un chino ninja. ¡Mira cómo se mueve! Podrías hacer una peli con esto, Frankie—Thomson estaba eufórico. Pensaba que más que una investigación sobre un asesinato, aquello parecía una película de serie B. Se lo estaba pasando en grande—. Los ha dejado a todos tiesos. Vaya paliza.

—¡Ese está sacando un arma! —gritó Nico, el cual había empezado a asimilar lo absurdo de la situación y, al igual que Thomson, había comenzado a tomarse todo aquello como si se tratase de una película.

—Se huele el drama...—dijo Thomson con dramatismo—. ¡Acaba de dispararle al chino en la pierna! ¡Cojea, chino, cojea! —se burló el policía—. Si no fuese porque no nos hemos encontrado ningún cadáver humano yo votaría porque el chino muere.

—Por ahí viene un coche. Los «mini-Nixons» se largan por donde han venido. El chino parece que está huyendo también. Y los perros sin moverse. Thomson tiene razón, tal vez ya estuviesen muertos, Frankie. Pero... ¿quién les ha disparado?

—Lo veremos ahora—sugirió Frankie, pero de repente la grabación paró y únicamente aparecía una especie de nieve blanca y negra inundando la pantalla de la cámara que apuntaba ala jardín—¿Pero qué cojones? ¡Arregla esto, Thomson!

—Eso intento—dijo enérgicamente el policía mientras aporreaba varios botones con desesperación.

Pero de repente no sólo la pantalla que reflejaba la grabación empezó a mostrar únicamente nieve blanca, sino todas ellas. Unos segundos más tarde, la habitación quedó totalmente a oscuras. Frankie corrió hacia la puerta y comenzó a aporrearla con fuerza, gritando y maldiciendo a todos los que pudiese haber tras ella... sin respuesta.

—¿Qué coño, Frankie...? —preguntó Nico, sumándose a su jefe a la muy útil tarea de aporrear una puerta atascada—. ¡Abrid, hijos de puta! Хуй тебе на постном масле!

Tras media hora de insultos e improperios finalmente todos desistieron. Se quedaron agazapados junto al panel de control esperando un milagro. Y finalmente ese milagro llegó. Era un milagro de largas piernas, pelo ondulado y ojos azules que observaba extrañado cómo tres hombres hechos y derechos lloraban arrodillados en una habitación oscura.

—¡Skyler! Gracias al cielo—gritó Frankie, abalanzándose hacia la chica para darle un enorme abrazo.

—Qué asco, estás sudado—se quejó, apartando al castaño con cierto desprecio—. ¿Qué hacéis aquí, maricas? —preguntó mientras masticaba enérgicamente un chicle de fresa, mirándolos a todos de arriba abajo y mostrando una sonrisa perversa que hacía denotar sus pensamientos lascivos con respecto a aquella situación—. Nico, ¿ahora te las comes de dos en dos? Eres un pequeño viciosillo...

—Puta...—murmuró el ruso, no demasiado alto pues no quería volver a repetir aquella vergonzosa escena con Frankie.

—A mucha honra—respondió Skyler sin borrar la sonrisa de su cara, sorprendiendo a Nico, quien no se esperaba que la rubia tuviese un oído tan fino.

—¿Dónde están todos? —preguntó Frankie, cortando aquella estúpida e innecesaria discusión tan infantil. Skyler se encogió de hombros.

—No lo sé. Creo que están con los tipos raros que hay ahí fuera—volvió a decir con tono aburrido, apartándose bruscamente cuando Nico comenzó a correr hacia la puerta. Frankie y Thomson lo siguieron, aunque con un paso un poco más moderado. Skyler no pudo evitar soltar una risa al ver al gordo de Thomson corriendo de aquella forma tan ridícula. Parecía un cerdo ahogándose en su propia sangre.

Efectivamente en la puerta principal había unos hombres vestidos con chaqueta y gafas de sol, con expresiones frías y duras que no paraban de mirar a todas partes mientras apuntaban cosas en una libreta. Cuando vieron a Frankie llegar uno de ellos dio una orden y varios hombres se acercaron a él de forma intimidante, con sus respectivas libretas.

—¿Es usted Frankie Russo? —preguntó uno de los hombres, observando detenidamente a Frankie, examinando cada parte de su demacrado cuerpo.

—Depende de quién pregunte—dijo el castaño, algo reservado pues toda aquella situación le parecía demasiado estrambótica.

—Agente Johnson, de la Agencia Central de Inteligencia. Llevamos varios meses observándole. ¿Conoce a este hombre? —dijo enseñándole la foto de un hombre de rasgos orientales, ojos verdes y pelo negro.

—No...—respondió Frankie con nerviosismo—. ¿Conoce usted a ese hombre? —preguntó Frankie un tanto cabreado pues pensaba que Thomson era quien había montado todo ese entuerto.

—No—respondió el agente Johnson con sequedad.

—Yo no tengo nada que ver con esto, Frankie—se quejó Thomson, cruzándose de brazos y frunciendo el ceño. Johnson dirigió una breve mirada hacia el orondo policía y devolvió sus pupilas a Frankie y a su libreta.

—¿Qué pasa con ese hombre? —preguntó Frankie, un poco molesto por los recientes acontecimientos.

—Creemos que está relacionado con varios robos y asesinatos que no son de su incumbencia. Y según las investigaciones de nuestros agentes debería haberse producido hoy un robo en su casa. Pero al parecer ninguno de sus empleados ha notado nada extraño. ¿Qué me dice usted, señor Russo? ¿Ha sucedido algo singular en las últimas veinticuatro horas?

Frankie enmudeció. Aquellas milésimas de segundo en las que dio su respuesta le parecieron eternas. ¿Qué pasaría si les contaba lo de los perros? ¿O lo de las cámaras y el apagón? No podía permitir que la CIA se entrometiese de aquella manera en su vida. ¿Y si lo encerraban? ¿Y si descubrían todo su negocio? ¿Los encarcelaría a todos? No quería acabar el resto de su vida en una cárcel de la que nadie conoce su existencia siendo torturado por unos agentes sádicos y fieles sirvientes de América. Así que su respuesta fue clara y concisa, evitando que ningún ápice de duda se reflejase en su rostro.

—No, lo siento agente. No ha ocurrido nada fuera de lo común.

—De acuerdo, gracias por su colaboración.

El agente Johnson hizo algunas señales a sus compañeros, indicando que saliesen de la casa. Frankie suspiraba, Thomson sudaba y el resto de los presentes empezaron a arremolinarse en torno a Frankie para inundarlo a preguntas.

—¿Por qué les has dicho eso? —preguntó Thomson—. Creo que casi me da un infarto al ver cómo les mentías a la puta CIA. Joder, ¿en qué estabas pensando?

—En que no quiero acabar en la cárcel, joder. En eso estaba pensando—respondió Frankie, algo alterado. Aún no era capaz de asimilar que acababa de ser interrogado por unos agentes de la CIA.

—Nos han preguntado cosas muy raras, Frankie. Cosas sobre tu padre...—se atrevió a decir Juan, quien miraba a todas partes un tanto asustado por si aquellos hombres volvían.

—¿Mi padre? ¿Qué coño tendrá que ver mi padre en todo esto? ¿A caso ha venido a atormentarme desde el más allá? —Frankie suspiró—. ¿Y qué te han preguntado sobre mi padre?

—Que dónde ha estado estos últimos años, que si tú te relacionabas mucho con él... incluso que de qué partido político era. Todo esto es muy raro, Frankie. ¿Qué vamos a hacer?

—De momento, averiguar quién es el puto chino ninja—respondió Frankie con determinación.

—¿Qué chino ninja? —preguntó El Tuerto. Aquello era lo más raro que había oído en todo el día. Y eso que ya estaba bastante cansado de escuchar cosas raras. Había empezado a sentirse como Alicia en el País de las Maravillas. Sólo faltaba que en vez de perros hubiesen sido conejos para terminar de volverse loco.

—El de la foto que me ha enseñado el agente.

—¿Y por qué es un ninja? —insistió El Tuerto—. No entiendo nada...

—Cállate, coño. Limítate a creerme y punto. Y llama a Nico, tengo que encargarle algo importante.

El Tuerto se encogió de hombros, ya desesperado por los disparates de Frankie. Así que se limitó a cumplir órdenes, que para eso le pagaban, y fue en busca de Nico. Éste estaba fumándose un cigarrillo cerca de la entrada. Parecía cansado y lo entendía. No sabía cómo podía aguantar a Frankie tanto tiempo. Era un hombre demasiado complicado y a veces sus decisiones eran muy extremas. Admitía que él mismo se había reído de Nico con lo del tema de chuparle la polla a Frankie pero en el fondo le daba pena. Era alguien que estaba demasiado atado a su jefe. Nico era el verdadero perro de Frankie.

Cuando Nico se acercó, Frankie mandó a todos a que ocupasen de nuevo sus puestos y se llevó a éste dentro de la casa, subieron por las escaleras y se metieron dentro de la habitación de Frankie. Entonces éste cerró la puerta, se sentó en la cama y se quitó el peluquín.

—Nico, sabes que eres la única persona en la que puedo confiar. Eres algo más que un simple empleado para mí, ya lo sabes...—ante aquella declaración Nico se sonrojó y se rascó detrás de la nuca, no sabía qué decir—. ¿Crees que he hecho bien no diciendo nada? —preguntó Frankie, cabizbajo. Estaba molido y dudaba de todo. Habían pasado tantas cosas y tenía tantas dudas en la cabeza que ni si quiera sabía cómo actuar, qué decir o en quién confiar.

Nico se sentó a su lado y le acarició suavemente el muslo a modo de consolación.

—Claro que sí, Frankie. Entiendo que hayas hecho eso. Querías protegerte, protegernos... Eres una buena persona.

—Gracias Nico—respondió el castaño, devolviéndole la caricia a su guardaespaldas—. ¿Qué debería hacer ahora?

—Podrías buscar un investigador privado ajeno a todo esto. No sé por qué... no me fio de Thomson.

—Yo sólo sé que puedo confiar en ti, Nico. Te haré caso... Ahora, creo que necesito echarme un rato. Ha sido un día muy largo. ¿Por qué no cierras la ventana y te echas aquí conmigo? Creo que ambos necesitamos un descanso.

—Claro—dijo el ruso sonriente. Se alegraba de que Frankie confiase tantísimo en él. En el fondo sabía que, pese a todas sus estupideces y su temperamento, se escondía una buena persona que sólo deseaba vivir tranquilo mientras intentaba demostrarse a sí mismo su propia valía.

Entonces Nico se quitó los zapatos, dejándolos junto a la cama. La ventana estaba justo en uno de los laterales así que sólo tuvo que dar unos pasos para acercarse y poder cerrar la persiana para que la habitación quedase totalmente a oscuras. Antes de hacer esto último se asomó, tomó una bocanada de aire y dejó que la brisa chocase contra su rostro durante unos instantes mientras observaba el paisaje. Estuvo unos segundos contemplándolo. Notaba algo extraño, pero no lograba saber qué. Todo estaba en perfecta armonía e incluso resultaba sobrecogedora. Y entonces se percató de que faltaba aquel elemento estrella, los causantes de todo aquel entuerto sin sentido...

—Frankie...

—¿Sí? —respondió cansado. Ya se había acomodado en la cama, había adoptado una confortable postura fetal y estaba cerrando los párpados.

—Los perros...han desaparecido.

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