Capítulo 1: De perros y perras.
El nueve de agosto de 1974 ocurrieron varias cosas: el trigésimo séptimo presidente de los Estados Unidos de América, Richard Nixon, dimitió; una nueva ola de manifestaciones inundó las calles de Washington; y la más importante de todas, en los jardines de la mansión de Frankie Russo amanecieron tres Rotweillers con un tiro limpio justo en el centro de sus sienes peludas. Así que, mientras esos hippies petulantes seguían quejándose del puto Vietnam y su inutilidad de presidente, en la casa de Frankie una nueva guerra comenzaba a raíz de los gritos de Skyler, una puta bastante decente que había divisado los cadáveres de los chuchos mientras cabalgaba encima de un muy sudoroso Frankie.
—¡Frankie!—gritó con su voz aguda y cansada. Tenía la cara totalmente pálida, haciendo contraste con su piel enrojecida y brillante por el sudor y una extensa capa de purpurina.
—¡Oh sí, muñeca! Así me gusta, grita más fuerte para papi—respondió él, apretando los dientes y la cintura de la chica. Tenía unas caderas muy grandes para estar tan delgada, lo que era de agradecer a la hora de agarrar y empujar. No había nada mejor en el mundo que una blanquita con culo de negra.
—¡Los perros, Frankie!—volvió a gritar, llevándose una mano a la boca.
—¿De qué perros hablas, nena? Aquí sólo estamos tú y yo—respondió un tanto confundido. Aquello empezaba a ser bastante extraño teniendo en cuenta que el repertorio de frases a la hora de tener sexo no era demasiado extenso.
De repente, Skyler se levantó a duras penas de la cama de agua, señaló de forma ansiosa a la ventana y miró a Frankie a ver si le volvían las jodidas neuronas y era capaz de diferenciar un grito de terror de uno de placer.
—Hablo de tus putos perros, Frankie. ¡Mira eso!
Frankie estaba agotado pero el nuevo grito de alarma de Skyler hizo que levantase su flácido culo de la cama, se ajustase sus enormes gafas de pasta y se acercase a la ventana para ver qué era lo que les había pasado a sus perros. ¿En serio esa puta estaba montando todo ese alboroto por unos malditos chuchos? Más le valía que fuese importante si no quería recibir una bofetada que acabase de golpe con todas sus gilipolleces.
Pero para su sorpresa se encontró con una escena de lo más bizarra. Los cadáveres de sus fieles perros de vigilancia yacían en un charco de sangre justo debajo de la ventana de su habitación, posicionados de una forma ridículamente sádica para que se percatase de que estaban, efectivamente, muertos. Y, para sorpresa de Skyler, la primera reacción de Frankie fue correr desnudo y desesperado hacia su mesita de noche, apartando todos aquellos estúpidos muebles que se topaban en su camino. Maldijo varias veces al genio que puso de moda las decoraciones metálicas y las mesas bajas puesto que le habían dejado medio cojo y adolorido. Pero, cuando al fin llegó a su destino, sacó una pistola de la mesilla y apuntó a Skyler como la única culpable de la escena que acababa de presenciar.
—¿Qué les has hecho a mis perros, puta?—gritó, quitándole el seguro al arma. Sin duda Frankie era de los que primero disparaban y después preguntaban, pero tratándose de un tema tan «peculiar» decidió darle a Skyler el «beneficio de la duda».
—Nada, gilipollas. Estoy tan sorprendida como tú—se defendió la rubia, sin parecer mostrar ni un ápice de temor por el arma que le apuntaba. Era una chica de armas tomar y sabía que aquel no sería el día de su muerte y mucho menos a manos de alguien como Frankie Russo, la viva imagen de la decadencia del crimen organizado; un hombre con aires de superioridad y mucho dinero, pero demasiado idiota como para ser un buen líder.
—Me cago en todo, joder—gritó, llevándose el arma a la cara para limpiarse el sudor con la culata. Skyler no pudo evitar abrir los ojos de par en par de puro asombro. Ese idiota tenía ganas de suicidarse aquel día. ¿A qué clase de retrasado se le ocurre quitarle el seguro a su arma y luego restregársela por la cara?—¡Nico!—gritó con su voz grave y gastada—. ¡Mueve tu culo hacia aquí!
De repente entró a la habitación un hombre alto, delgado, de ojos pequeños y mirada intensa. Tenía la cabeza completamente rapada y una enorme cicatriz cruzaba su rostro dándole un aspecto amenazador. Se llamaba Nicolai Petrov y había conseguido su trabajo de guardaespaldas personal de Frankie gracias a su acento ruso y a ocultar que esa cicatriz fue producto de una deshonrosa pelea con el gato de su madre.
—¿Qué pasa, Frankie?—preguntó algo sonrojado, intentando desviar la mirada para no toparse de frente con el pene flácido de su jefe.
—¿Por qué tienen mis perros un tiro en la cabeza, Nico?
—¿Cómo?—Nico pestañeó varias veces, intentando averiguar el significado de aquella pregunta.
—Pregunto que por qué están los cadáveres de mis perros frente a mi ventana y me he tenido que enterar por la puta de Skyler—Frankie lanzó una mirada amenazadora a su guardaespaldas, que no sabía cómo reaccionar ya que se esperaba que saliese cualquier cosa de la boca de su jefe menos eso. Skyler frunció el ceño ante la forma que tuvo Frankie de referirse a ella.
—¿Sabes? Tengo otras cualidades, no sólo soy una puta. También podrías referirte a mí como «belleza exótica», «Afrodita», «reina de...»—Frankie apuntó al techo y disparó. Odiaba cuando Skyler se ponía así de petulante. Era cierto que esa chica era todo un bombón y lo volvía loco, pero cuando abría la boca perdía todo su encanto.
—¡Cállate Skyler! Por el amor de dios, cállate—gritó Frankie para luego soltar un sonoro suspiro y dirigir su mirada de nuevo a Nico—. Quiero saber qué ha pasado en menos de cinco minutos o te prometo que pondré a todos en fila y les meteré una bala a cada uno por sus culos de maricas. ¡¿Me has entendido?!
—Sí, Frankie. Llamaré a todo el mundo—respondió Nico, sumiso. Cuando Frankie se enfadaba y además iba armado más valía no tocarle las pelotas si no querías acabar con un tiro entre ceja y ceja.
Cuando el ruso se retiró, Frankie comenzó a vestirse de forma torpe. Ya había cumplido sus cuarenta hacía alguna que otra primavera y los años no pasaban en balde. Estaba en una forma física lamentable y, pese a no estar excesivamente obeso, la piel le colgaba y las arrugas empezaban a hacerse notar en su rostro. Los primeros signos de calvicie masculina empezaban a hacer estragos en su cabeza y, aún teniendo una melena de tamaño decente, tenía que ocultar con un peluquín sus grandes entradas. Pero al menos no tenía muchas canas y su pelo seguía conservando un bonito castaño pese a estar siempre desgreñado.
Se puso aquellos pantalones altos de cuadros esmeralda que tanto le gustaban y se abotonó una camisa amarillenta dejando su pecho al descubierto. Skyler también había comenzado a vestirse. Llevaba un vestido rosa y ajustado de estampado psicodélico que no dejaba nada a la imaginación, acompañado de unas grandes y brillantes botas de plataforma y unas medias de rejilla.
Cuando salieron de la habitación lograron vislumbrar, a través de la barandilla del primer piso, que efectivamente Nico había llamado a todos los subordinados de Frankie. Estaban formando una hilera desordenada, haciéndose pregunta entre ellos y sembrando cierto caos entre la confusión que generaba la supuesta razón que los había agrupado allí.
—¡Silencio!—gritó Frankie mientras bajaba las gigantescas escaleras que llevaban hacia el hall de la casa.
La imponente voz de Frankie hizo que todo el mundo dejase de gritar para centrarse en lo que tenía que decir su jefe. Todas las miradas se posaron en el castaño y éste posó sus ojos en los de todos los presentes.
—¿Alguien me puede explicar por qué mis putos perros están muertos? ¿Para qué os pago? ¿Para que folléis entre vosotros mientras duermo, panda de maricas?—inmediatamente varias miradas se posaron en Nico y rieron por lo bajo. El ruso se limitó a gruñir y a desviar la vista hacia el suelo. Desde el día en el que Frankie lo obligó a hacerle una mamada delante de todo el mundo como castigo por insultar a Skyler, se había vuelto la comidilla de todo el equipo. Así que cuando alguien decía algún chiste relacionado con pollas, automáticamente miraban a Nico, quién había pasado de ser un ruso peligroso al guardaespaldas homosexual de Frankie.
—Son los perros de seguridad, Frankie—se atrevió a decir Juan, el joven hispano encargado de abrir o cerrar la verja de la casa y evitar que se colasen intrusos no deseados—. Se supone que ellos están ahí para vigilar que nadie entre en la casa, no para que nosotros los vigilemos a ellos.
—¿Eso significa entonces que alguien se ha colado en mi casa matando a mis perros?—inquirió Frankie, acercándose de forma amenazadora a Juan, quién a cada paso del mayor se iba arrepintiendo poco a poco de sus palabras.
—Como mucho han podido estar en el jardín. La casa está fuertemente vigilada. Nadie puede entrar dentro sin que nosotros lo sepamos—aseguró Juan, intentando evitar el contacto directo con los implacables ojos de Frankie.
—Ya... Hoy habéis hecho un gran alarde de vuestras capacidades—dijo Frankie en tono sarcástico, torciendo su boca y mostrando sus dientes amarillentos en lo que parecía una especie de mueca de asco—. Llamad a Thomson, quiero llegar al fondo de este asunto—sentenció.
—¿Vas a llamar a la poli?—preguntó incrédulo otro de los chicos de Frankie a quien llamaban El Tuerto por razones evidentes.
—¿Y quién si no va a resolver este asunto? ¿Vosotros, panda de ineptos? ¿Acaso tenéis un equipo científico y sabéis identificar huellas? ¿Sois la puta CIA? ¿Lo sois? Porque si hay algún genio entre vosotros que sepa decirme aquí y ahora quién coño ha matado a mis perros que hable porque estoy muy interesado. Tal vez incluso le haga una mamada delante de vosotros como agradecimiento—y de nuevo, varios ojos volvieron a posarse en Nico, quién empezaba a cansarse un poco de aquel asunto. Pero luego todo se sumió en un incómodo silencio al cuál Frankie respondió con un bufido—. Lo suponía. Ahora que alguien llame a ese poli gordo y que se encargue de que ponga su enorme culo aquí en menos de media hora, cueste lo que cueste.
Entonces Frankie se retiró agarrando con violencia la muñeca de Skyler, la cual observaba la escena con cierta indiferencia mientras se encendía un cigarrillo.
—Ten cuidado, Frankie. Esta manicura es incluso más cara que tu peluquín—se quejó la rubia, intentando zafarse sin éxito del agarre del viejales. Incluso se tropezó varias veces con sus grandes plataformas doradas ya que éste parecía tener cierta prisa en volver con ella a la habitación—. Maldita sea, lo de romperme los tobillos no va incluido en la tarifa. Anda más lento, esos putos chuchos no se van a mover de donde están y el gordo de Thomson va a tardar más de tres horas. No hay ningún coche en la ciudad capaz de trasladar su enorme culo hasta aquí en menos tiempo.
Frankie tornó los ojos y suspiró, intentando ignorar a esa irritante voz llamada Skyler. A veces se preguntaba cómo conseguía esa chica tenerlo tan rendido siendo tan insoportable. Pero luego, al verla desnuda sobre su cama y observar sus voluptuosas y perfectas nalgas meciéndose suavemente, al contemplar sus labios finos y su gran sonrisa provocándole de forma seductora... al sentir sus excitantes gemidos sobre su oreja... Frankie pensaba que, tal vez, incluso estuviese enamorado.
Así que, durante las siguientes horas intentó relajarse, olvidarse del asunto. Cogió de su mesilla uno de esos afrodisíacos de moda y dejó que Skyler hiciese su magia. Algún día aquella veinteañera loca le traería más problemas que los que lograba solucionar. Pero mientras tanto, nada mejor para olvidarse de los perros que la mejor perra de toda la ciudad a cuatro patas sobre la tupida moqueta carmesí esperando a ser montada.
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