Un mensaje en una botella.

A ti, esposo mío, dedico el que supongo será mi último día, pues a pesar de los muchos años y de que mi rostro ya no es el mismo, sigo aquí esperándote, a orillas de la playa de San Isidro. Sabe Dios muy bien que yo no pido demasiado; que nunca he acudido a él para que cumpla alguno de mis caprichos; por tanto, sería esta mi única petición egoísta: le imploro hoy, después de tanto tiempo, que sin importar dónde te encuentres, si es que estás cerca o lejos de él, haga llegar a ti mi humilde carta; esta que es mi confesión y último deseo.

El recuerdo de nuestro amor lo guardé bajo llave dentro de mi malherido corazón, y aunque alguna vez quise desterrarlo, no lo logré; aunque mucho lo intenté, no lo logré. Eras tú, con tus besos, tus caricias y tus bellas promesas, todo aquello que día y noche me atormentó y, a su vez, lo único que me mantenía con vida. La esperanza de un reencuentro era para mí un aliciente que me hacía volver al lugar donde una mañana te conocí, y donde una mañana, sin mirar atrás, me abandonaste.

Llegaste en un día soleado, cuando el mar lucía calmo, en una embarcación pequeña cargada con barriles de pescado; lucías cansado, con el rostro empapado y la piel enrojecida por el sol. Yo, que muy cerca de ti, sentada junto a mis hermanas y mi madre, preparaba el cebo para la próxima pesca, me acerqué tímida, sonrojada, como hechizada, para ofrecerte un pañuelo con el que pudieras secarte. Lo que ocurrió, pienso yo, fue amor a primera vista. Una sonrisa tuya y mi corazón brincó, mis piernas flaquearon y mis manos se entumecieron. Desde aquel día empecé a ir al muelle con más ánimo, impulsada por el incontrolable deseo de verte.

Al regresar del trabajo me buscabas para conversar, me narrabas apasionado tus aventuras en el mar y la cantidad de peces que lograban atrapar, así como las criaturas que en tu travesía alcanzabas a ver. A diario nos escapábamos para caminar por la orilla de la playa; nos sentábamos en la arena, con el agua fría y la espuma blanca bañándonos los pies, y allí nos acurrucábamos para ver el atardecer, que pintaba de amarillo, naranja y turquesa el horizonte. Esos momentos que compartía contigo me hacían sentir la joven más afortunada del mundo. No quería nada más, no necesitaba nada más. Solo éramos tú, yo y la inmensidad del mar, el arrullo de las olas y la oscura silueta de las aves sobrevolando las aguas.

El tiempo parecía detenerse, el corazón latía lento y una paz indescriptible acunaba el alma. Nada más que la llegada de la noche lograba perturbar aquellos instantes idílicos. Cuando la luna salía, nos despedíamos; un beso y un abrazo cargado de sentimientos, de deseo, era nuestra forma silenciosa de prometer que volveríamos al día siguiente, que nuestra despedida no sería por mucho tiempo. Y así, con esas visitas y alegres huidas, con aquellos besos salpicados de sal, fuiste metiéndote bajo mi piel, te alojaste en mi pecho y ya nunca saliste de allí.

Ya no éramos dos, nos convertimos en uno, y cuando se llega a ese punto, difícilmente puede revertirse; con el tiempo lo entendí. Mi corazón latía para mí, por ti, y cuando llegó aquella carta de una tía lejana, Mariela, que vivía en la capital, en la que me ofrecía cursar mis estudios allá, el corazón se me partió en un millón de pedazos, entendiendo que debía dejarte a ti, al muelle, a la playa y a los atardeceres. Quise rechazar su propuesta, quise pasar por encima de los deseos de mis padres; sabía que podría sobrellevar su desencanto, sus regaños, pero no me creía capaz de abandonarte.

Por mucho que mi padre se enfadó y pataleó, y por mucho que mi madre imploró, yo no quería irme a la capital. ¿Cómo podría?, ellos no lo entendían, seguían insistiendo sin saber que ya había tomado una decisión, y que, siendo yo una muchachita tan terca, nadie podría hacerme cambiar de opinión. Nadie podría, pensaba convencida, hasta que una tarde llegaste y me tomaste fuertemente por ambos brazos. Tenías las mejillas coloradas, los ojos llorosos y la respiración agitada; estabas apenas llegando de la pesca, a juzgar por tu rostro y tus prendas empapadas. Me miraste y en tus ojos vi reflejados un montón de sentimientos que no pude comprender, pero cuya magnitud logró conmoverme. De pronto me acobardé, quise correr y esconderme muy lejos, no quería enfrentarme a ti, pero no pude. Un segundo después pegué un respingo, el corazón se me detuvo y por un instante me sentí desfallecer, tu grito me había tomado completamente desprevenida, me habías llamado «estúpida», y pronto comenzaste a sollozar.

Temblando afirmé que no me iría, y tú me sacudiste y dijiste «claro que irás». Tu respuesta me dejó ciertamente sorprendida, ¿acaso no querías que me quedara?, te lo pregunté con un nudo en el estómago, y me respondiste «claro que te quiero aquí, pero no deseo que pierdas esta oportunidad. Deja tu terquedad y persigue un mejor futuro».

«Un mejor futuro», eso me dijiste. Qué descaro de tu parte. ¿Quién te creías para decidir por mí? El futuro que yo quería lo veía contigo, ¿y me pedías que te abandonara? Fue difícil. Entiendo lo que querías, entiendo lo que querías para mí, y lo agradezco, pero que lo comprendiera no lo hizo menos doloroso.

El viaje ya estaba agendado y las maletas estaban listas, aquel último día te acompañé al muelle y me aferré a ti como si de ello dependiera mi vida. Los demás pescadores aguardaban por ti para zarpar, los minutos corrían y yo quería que el tiempo se congelara, que nos quedáramos así, abrazados, eternamente. Tú que tanto me conocías, que sabías que no te soltaría, que sabías lo que yo quería, que me amabas tanto como yo a ti, me murmuraste al oído una promesa que jamás olvidé: «estaré esperándote, no me iré a ninguna parte, y cuando tú regreses, me casaré contigo».

Escribo esto con el mismo dolor que sentí ese día, un dolor que no puede compararse con ningún otro. Cuando te separaste de mí, sentí que un pedazo de mi alma se iba contigo, y sin darme oportunidad de responder, sin mirar atrás, saltaste a la embarcación y me dejaste allí, destrozada, desesperada, embriagada de amor.

No hubo día en el que no te recordara, ni noche en la que no soñara contigo. Los días en la capital transcurrían angustiosamente lentos, pero el saber que me estabas esperando me daba la fuerza necesaria para continuar, para luchar y hacerte enorgullecer.

Cinco largos años habían pasado y muchas cosas maravillosas sucedieron, tenía tanto que contarte. Finalmente, después de tanto tiempo imaginando aquel momento, regresaba a San Isidro, a mi hogar, a ti, con el corazón latiendo enloquecido y la sangre hirviendo dentro de mí. Al llegar no me preocupé por bajar las maletas del coche; me despojé incluso del pomposo vestido que me regaló mi tía; boté las zapatillas, el sombrero, la sombrilla y las prendas, y corrí ligera, como antes, al muelle.

Qué hermoso sentimiento se apoderó de mí al verte llegar, desembarcabas del bote los barriles de pescado. Gritando tu nombre corrí a tus brazos, me lancé a tu encuentro y me pegué a tu cuerpo; acurrucada, me sentí por fin completa y en paz.

Luego de algún rato me alejé para verte, para ver tu expresión, para ver qué tanto habías cambiado con los años. Tus facciones se habían marcado y te habías dejado crecer la barba, tu enmarañado cabello negro te enmarcaba el rostro, curtido por el sol, y tus ojos, al encontrar los míos, brillaron con ternura; un brillo que logró calentar mi corazón y que, sin embargo, resultó muy fugaz.

Esa tarde, como en antaño, recorrimos la ribera, cubierta de conchas blancas que brillaban tanto como una perla; caminamos con manos entrelazadas, pero algo te inquietaba; no se sentía igual que antes; tú, quizá, ya no eras el mismo. ¿Qué te ocurría?, me atreví a preguntar, mas no respondiste; me despistaste con un beso y con ello se dio por zanjado el asunto, no obstante, persistió en mí el desasosiego.

Tenía la certeza de que algo te aquejaba, y sentí la impotencia de no resultarte útil; esto me atormentaba y no me permitía conciliar el sueño.

Una noche, ambos acurrucados en la cama, tratando de alejar el oscuro cúmulo de pensamientos que se arremolinaban en mi cabeza, decidí mencionar nuestra boda: el cómo y cuándo sería. Te pregunté entonces qué pensabas, si estabas tan entusiasmado como yo, pero tu respuesta, que no era la que esperaba, me entristeció. Dijiste «no es momento para atormentarme con eso. Ya habrá tiempo».

Desanimada por la crudeza de tus palabras, me dormí, y a la mañana siguiente no te encontré a mi lado; te habías ido al muelle, y todavía adormilada, confundida, me dijeron que estabas a punto de partir. Yo llegué justo a tiempo, momentos antes de embarcar, y una vez más me aferré a ti, indispuesta a dejarte ir, pues algo en mí sabía lo que auguraba el mar.

Quizá debí sujetarte con más fuerza; debí anclar mis pies al muelle para que no te fueras; quizá debí hacer más, pero tu voz me hizo languidecer, tu promesa hizo flaquear mi voluntad: una vez más juraste que al regresar nos casaríamos, que me quedara allí, que me ponías a mí y a Dios de testigos, que lo ibas a cumplir. Me plantaste un beso en la frente y te fuiste.

Y jamás regresaste.

No sé dónde te encuentres, y no sé si me recuerdes, lo cierto es que han pasado muchos años y yo aún guardo la esperanza de divisar tu bote surcando el horizonte. Confieso aquí que te amé, que te amo, y que te seguiré amando; que yo siempre esperé por ti, y que hoy decidí entregarme a la muerte con el vestido blanco que usaría en nuestra boda.

Si tú aún conservas algo del amor que sentiste por mí, cumple, por favor, mi deseo: no importa cuándo leas esto, no importa dónde estés o con quién, solo di fuerte que ya no debo esperarte, que me puedo ir en paz. De no hacerlo te seguiré esperando, allá entre las nubes, sobre el amplio y manso mar que era tu adoración.

Si es que ya no estás aquí, entonces espero poder decirte todo esto personalmente, allá arriba.

Con amor,

Yazmín Blanco, la desdichada novia de San Isidro.

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