Capítulo 3: el inmortal


Como parte de su preparación para el Eclipse Rojo, Deneb debía permanecer en sus aposentos y purificar tanto su cuerpo como su alma. Era importante lograr paz espiritual para que la transferencia de su magia a Cepheus tuviera éxito.

Sin embargo, los horripilantes sueños la distraían durante sus tiempos de meditación. Su mente no podía evitar regresar al momento en que asesinaba a Cetus o ella perecía bajo su daga. Contárselo a Orión había ayudado, pero no le abandonaba el pensamiento de que algo extraño ocurría con él.

El general se había hecho cargo de su protección y ahora sus hombres de confianza guardaban las puertas de sus cámaras y los corredores que accedían a ellas. Sin embargo, a él no había vuelto a verlo.

Sus doncellas se marcharon cuando terminaron de desvestirla y colocarle un fino y vaporoso camisón. Deneb caminó rápidamente hacia la cama, deseosa de tumbarse sobre el mullido lecho.

Al acercarse, comprobó que algo brillaba sobre su almohada. A la luz de la luna, pudo ver que se trataba de una pieza circular de acero con una piedra engarzada. Lo reconoció de inmediato: era el medallón imperial.

Acercó los dedos a su superficie y la sintió helada contra sus yemas. Pero aquella sensación duró tan solo un instante. De pronto, todo se volvió negro a su alrededor y su consciencia la abandonó.

Cuando volvió a abrir los ojos, se encontraba al final de un pasillo de roca negra e irregular. Confusa, miró a su alrededor, pero no reconoció el lugar donde se encontraba.

Al principio creyó que estaba teniendo uno de sus horribles sueños, sin embargo, podía sentir sus piernas cansadas y entumecidas. Se sentía como si hubiera caminado una gran distancia, y estaba helada. En sus sueños nunca había sentido cansancio o frío.

Tras ella, la negrura del pasillo no dejaba ver su final; en frente, una puerta nacarada rutilaba en la oscuridad. No tenía manillar ni bisagras, solo una pequeña muesca en su centro.

La mano que sostenía el medallón se alzó hacia la puerta como atraída por un imán. Sus dedos se movieron solos cuando colocaron la joya en la hendidura. Encajaba a la perfección.

Una luz se extendió desde la piedra del medallón, recorriendo el veteado de la puerta como si fueran venas palpitantes llenas de brillo. Su superficie fluctuó un instante y pareció fundirse con el aire. Deneb caminó hacia delante con las manos extendidas y comprobó con asombro que podía atravesar la superficie que antes había sido una roca sólida e impenetrable.

Inspiró hondo y se tomó unos segundos para reunir el valor de cruzar.

Al otro lado reinaba una penumbra absoluta. No había ventanas y los únicos focos de luz provenían de varias antorchas de fuego azul dispersas por la habitación.

Se encontraba en una sala circular abovedada con tres salidas arqueadas frente a ella. Habría estado vacía de no ser por el atril que sostenía un pesado libro.

Deneb se acercó a examinarlo. Debía de tener siglos de antigüedad; sus cubiertas estaban en muy mal estado y las hojas, amarillentas e hinchadas. Entrecerró los ojos para tratar de descifrar las palabras borrosas y a duras penas logró leer lo que ponía. Con cada palabra, algo oscuro y retorcido penetraba en su mente.

Horrorizada, apartó los ojos de sus páginas. Aquel libro era de nigromancia, una de las artes más antiguas y prohibidas del mundo. El conjuro que tenía delante atentaba contra la ley natural de la vida y la muerte, pues instruía acerca de cómo introducir el alma de un cuerpo en otro, suprimiendo la voluntad del segundo para vivir eternamente.

Que el medallón imperial fuera la llave para acceder a aquel rincón del palacio señalaba a una persona por encima de todos: Cetus. Por mucho que la idea le desagradara o le resultara imposible, él tenía que saber lo que había en aquel libro. Y lo que era aún peor, debía de ser el que hacía uso de él.

Como una culebra que serpentea por el suelo, le llegó el rumor de unos susurros ininteligibles. Miró el libro asustada, pero no provenían de él. Despacio, se aproximó hacia los tres arcos, agudizando el oído.

Una suave corriente de aire proveniente del túnel central le trajo unos lamentos claros.

—Ayudadme... Ayudadme... Ayudadme... —suplicaba la voz.

Tal era la desesperación y el dolor que transmitía que Deneb no dudó en adentrarse en la oscuridad.

Avanzó evitando las protuberancias de la roca. Tras caminar durante varios minutos, fue a parar a una sala alargada, también en penumbra. Tomó una de las antorchas que pendían de las paredes y siguió avanzando; solo la seguían el eco de sus pasos y el vaho que se concentraba frente a su rostro.

La sala terminaba en un extraño altar. Pasó los dedos por las inscripciones talladas en la piedra, pero las apartó con una sensación desagradable. Desvió la mirada, pero se topó con algo peor: un esqueleto encadenado a la roca. Horrorizada, retrocedió.

Cuanto más se adentraba en aquel lugar, más descubría que, en realidad, no sabía nada acerca del palacio. Había sido su hogar desde los nueve años y había resultado estar lleno de atrocidades.

A pesar de no poder apartar la mirada de la calavera, una luz tenue captó su atención en el techo. En lo alto, había grandes cápsulas luminiscentes similares a crisálidas.

Entrecerró los ojos y no pudo evitar soltar un grito de pavor. Sus dedos temblaron y la antorcha fue a estrellarse contra el suelo, donde sus llamas titilaron un instante antes de apagarse. Ni siquiera pestañeó cuando el estruendo se extendió por toda la sala, pues no podía apartar la mirada.

Cuerpos desnudos de mujeres jóvenes de piel pálida y largo cabello negro ocupaban el interior de las crisálidas, encogidas y con los ojos cerrados. Era como ver su propio cadáver almacenado.

Retrocedió unos pasos hasta chocar contra el altar de piedra. Sentía su corazón desbocado, como si fuera a salírsele por la boca.

—¿Qué...? ¿Qué está pasando? —murmuró con las pupilas dilatadas y llenas de pánico.

—Yasunar... —resonó una voz quejumbrosa, como una roca que se agrieta abandonada a la intemperie.

Deneb se volvió, topándose con el esqueleto. Las cuencas hundidas de los ojos la miraban y, en el fondo, podía ver un brillo plateado y vivaz. El pellejo, sucio y arrugado, se pegaba tanto a los huesos de aquel hombre que había llegado a confundirla.

—¿Quién eres? —preguntó sin valor para moverse, paralizada de nuevo.

—Tiempo atrás, me conocían como Cygnus Caelum —respondió, pronunciando las palabras con extrema lentitud.

—¿El hermano del emperador? —preguntó Deneb, reconociendo el nombre—. ¿El que murió durante la guerra? ¡No puede ser!

—Lo es y no lo es al mismo tiempo, joven Yasunar.

Ella lo miró con desconfianza. Se sentía al borde del colapso y lo último que necesitaba eran mentiras o acertijos.

—¿Intentas confundirme? —murmuró.

Su pecho desnudo se agitó y un sonido chirriante salió de su garganta: se estaba riendo.

—¡Por los dioses, Yasunar! Ya estáis confundida.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar.

—Cygnus Caelum —repitió—, hermano del que un día debió haberse convertido en vuestro emperador. Aunque también podría decirse que soy el hijo, el nieto, el hermano o el tataranieto de Cetus.

Lo que decía no tenía ni pies ni cabeza. Estaba claro que aquel anciano al borde de la muerte deliraba.

—Has estado mucho tiempo prisionero aquí, sin duda el encierro te ha nublado la mente —replicó con mordacidad.

—Podría decir lo mismo de vos. Lleváis tanto tiempo en este palacio que creéis que es vuestro hogar. Pero, decidme, ¿qué pensáis de esas mujeres? —dijo, apenas alzando la vista hacia el techo.

Deneb volvió a fijar la vista en ellas, pero la apartó rápidamente cuando el rostro de una flotó en su dirección.

—No sé qué son —contestó, encogiéndose de hombros como si tratara de restarle importancia al hecho de que todas ellas tenían su cara.

—Son dobles vuestras —le confió el anciano—. Marionetas creadas mediante nigromancia a partir de cuerpos de mujeres sacrificadas. La mayoría de ellas nunca despierta, pero algunas sí.

—¿Para qué son? ¿Quién las hace? —preguntó, temiendo la respuesta, aunque aún sin creerse del todo lo que aquel hombre le contaba.

Cygnus esbozó una sonrisa torcida y sin dientes.

—Son para sustituiros —respondió, como si fuera lo más obvio del mundo—. Cuando despiertan, se las llevan para educarlas y convertirlas en dobles vuestras. Al menos en apariencia; vuestra divinidad es inimitable —añadió, contemplando maravillado su piel plateada—. En cuanto a vuestra segunda pregunta... En ocasiones el emperador, pero la mayor parte de las veces estas prácticas las llevan a cabo los nigromantes a su servicio.

—No hay nigromantes a su servicio. La nigromancia fue abolida hace siglos.

—¡No seáis necia, Yasunar! —Su exclamación vino seguida de un terrible ataque de tos—. Debéis de haber sentido con claridad lo que os digo. Este lugar rezuma magia negra y el libro de nigromancia, que sin duda habéis encontrado, es el origen —dijo con ferocidad—. Cetus no es lo que parece —continuó como enloquecido—. Él es antiguo. Mucho más que vos o yo. Un ser que no debería vivir entre mortales, sino pudrirse en el fondo del abismo.

Deneb quería gritarle que aquello era mentira, que Cetus era un buen hombre que la había cuidado como a una hija y había velado por la seguridad de su pueblo. Pero también recordaba que había sido su medallón el que la había guiado hasta allí.

—Yo descubrí su secreto —continuó Cygnus, ajeno a su dilema—. Su nombre real es Corvus y nació hace más de mil años. Fue rey de un pequeño reino. Dicen que un día encontró a Caelum, un muchacho hecho de plata y estrellas, el primer yasunar que pisó la tierra. A ojos de sus súbditos, Corvus le cedió el trono, porque todos consideraban que el enviado de los dioses sería mejor gobernante. —Deneb asintió, conocía esa historia—. Pero lo que nadie sabe es que le robó el cuerpo y lo sometió, convirtiéndose en rey de nuevo. Es más, ha ido saltando, apoderándose del cuerpo de todos aquellos destinados a reinar, sin excepción. Se ha servido de la magia de todos los yasunares para doblegar a las naciones que se oponían a él. Durante el Eclipse Rojo, os arrebatará vuestro poder, os asesinará y pondrá a una de estas aberraciones en vuestro lugar para evitar sospechas. No debéis permitírselo. Tenéis que matarle antes de que él acabe con vos —le advirtió con ojos enloquecidos.

—Eres tú... —dijo Deneb comprendiendo—. ¡Tú eres el que me ha estado atormentando con pesadillas!

—¡No! Trataba de advertiros, ¿es que no lo veis? He estado encerrado tanto tiempo que no sabía ni en qué día vivía. Pero hace unos meses los nigromantes comenzaron a bajar aquí. Cuando les vi preparar los cuerpos de mujeres para sus retorcidos experimentos, supe que había una nueva yasunar y que el Eclipse Rojo estaba cerca. Intenté advertíroslo —lloriqueó—. He resistido todo este tiempo para advertiros.

Su mirada cargada de sufrimiento y odio no podía compararse a nada que hubiera visto antes. Sin darse cuenta, Deneb se había arrodillado frente a él y lo escuchaba atentamente, sintiendo una ínfima parte de su dolor.

—Mi hermano, mi pobre hermano... —se lamentaba Cygnus sin lágrimas para llorarlo—. Sometido por ese monstruo...

—¿Vuestro hermano aún está vivo? —preguntó la joven, horrorizada.

—Si a eso lo llamáis vida... —siseó con rencor—. Cetus era el heredero y desde joven fue sometido por el que creíamos nuestro padre, el emperador Celeno. Vi cómo mi hermano se convertía en un títere sumiso y sin sentimientos. Vivía por y para Corvus, que ya se había apoderado del cuerpo de nuestro padre antes siquiera de nacer nosotros. Durante el Eclipse Rojo de hace un siglo, se hizo con el de Cetus y nuestro padre pereció durante el ritual, desechado como una carcasa vacía.

Deneb se concentró en el aura de Cygnus y pudo sentir que decía la verdad. Su angustia, su sufrimiento... todo ello era real.

—¿Qué puedo hacer? —preguntó, tal vez esperando que, después de todos esos años de encierro, aquel maltrecho anciano hubiera dado con la clave para derrotar a Corvus.

—Depende de vos. ¿Qué haréis? ¿Huiréis antes del Eclipse Rojo y le daréis la espalda al mundo? ¿Os enfrentaréis a Corvus y pondréis fin a su maldita existencia? Debéis decidiros pronto; si no me equivoco, el eclipse está cerca. —La miró indeciso unos segundos, debatiéndose, antes de volver a hablar—. Antes de que os marchéis, desearía pediros algo.

—¿El qué?

—Poned fin a mi vida, Yasunar, os lo suplico.

Tras observarlo de nuevo, Deneb se percató de que era imposible que estuviera vivo. Esquelético como estaba, sin comida ni agua... ¿Cómo había logrado sobrevivir tanto tiempo?

—¿Cómo es que estás vivo? —le preguntó, dando voz a sus pensamientos.

—Los dioses así lo quisieron. Corvus intentó matarme en multitud de ocasiones, pero no fue capaz de extinguir la llama de los yasunares que corría por mis venas. Deseé morir tantas veces... Pero los dioses no me lo permitieron —suspiró—. Ahora, por fin, sé que fue por vos. Ellos querían que os revelara la verdad. Los dos somos especiales de alguna manera. Vos porque sois la primera de vuestra especie nacida fuera de la Dinastía Caelum; yo porque soy el primer miembro de la familia imperial en descubrir la verdad acerca de Corvus. En vuestras manos está derrotarlo ahora que disponéis de todas las piezas del rompecabezas. Pero antes, dadme el descanso que ansío, Yasunar.

La joven se inclinó hasta poner sus rostros a la misma altura y lo miró a los ojos.

—Mi nombre es Deneb —le confió.

Cygnus Caelum sonrió.

—El nombre de la estrella más brillante de la constelación Cygnus —murmuró—. Sabía que era el destino.

Ella también sonrió. Consus labios jóvenes, besó su frente arrugada. Él se sacudió un instante, y elbrillo plateado de sus ojos se extinguió como la llama de una vela abandonada ala intemperie.

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