Capítulo 4: Labial y Detectives
Debía reconocer que, cuando se lo proponía, Samantha podía caminar bastante aprisa, y si hablamos de velocidad de conducción… ¡No sé cómo demonios no se ganó una sola multa tomando en cuenta la cantidad de luces rojas que se saltó en el trayecto!
Lo más extraño de todo era que no se había ido directo a su departamento como yo esperaba, sino que, tomando un desvío, terminó ingresando al pub irlandés recién inaugurado en la calle Kosciuszko.
El edificio de ladrillos rojos de cuatro niveles contaba con una estructura verde oscuro en la parte inferior, donde se regentaba el pintoresco restaurante.
Al ingresar en él, sus pisos de roble y mezcla de aromas a salmón, cebolla y cerveza artesanal te envolvían en una aura mágica y deliciosa. Casi como si hubieras viajado al siguiente continente en busca de aventuras.
El ambiente del pub era oscuro y acogedor, iluminado por luces suaves que creaban un ambiente íntimo. Una barra de bar en madera oscura con taburetes altos alineados frente a ella acogía a los primeros clientes de la noche, mientras algunas parejas, jóvenes y mayores, ocupaban las mesas distribuidas a lo largo del establecimiento para que aquellos que buscaban comida deliciosa antes que alcohol conservado en barriles.
Sí, señores, aquel era un lugar perfecto para una primera cita inolvidable, y, por tanto, un sitio al que solo iban las parejas, o aquellos que andaban en busca de una, y si ella estaba allí, sola, significaba que iba a encontrarse con alguien más.
¡Menuda picaflor en la que se había convertido! No encontraba a una presa, y se iba de inmediato al ataque de otra.
Me quedé a cierta distancia en una de las mesas cerca de la puerta de entrada y esperé pacientemente a que la otra chica apareciera y confirmara mis conjeturas.
Cualquiera que veía a Samantha allí, pensativa, agitando con gracia el líquido beige dentro de la copa entre sus dedos, podía pensar que se trataba de una desafortunada y cándida chica cuyo descuidado e infame novio la estaba haciendo esperar, o al menos eso parecían pensar el grupo de hombres que parecían querer devorarla con la mirada desde la barra.
Pobres ilusos desafortunados. No solo esa chica no estaba aguardando a ningún hombre, sino que le gustaban las colegialas. Seguro se les caería la quijada al suelo cuando al fin vieran a quien esperaba en realidad.
Transcurrieron quince minutos, media hora, tal vez, casi todos los clientes en el establecimiento se habían mudado para dar paso a nuevos adjunto con el sol que ya había decidido ocultarse, pero ella seguía allí, picando bocadillos con una mano y bebiendo de su copa con elegancia de la otra.
Yo apenas había pedido un diminuto entremés, solo porque a juzgar por la forma en que me miraba el encargado, que no paraba de limpiar vasos con su pañuelo, ya estaban pensando en llamar a la policía para denunciar a un pervertido espiando a una inocente chica de veinte.
«No, señor encargado, usted se equivoca también. Yo no soy de esos tipos que persiguen a todos lados a la persona que les agrada. Yo, señores, solo soy un humilde ejecutor de la justicia, que desea salvar a un indefenso corderito de las garras de un lobo disfrazado de oveja», pensé ensayando lo que diría en la comisaría si me atrapaban.
Lo que había en mi plato —ni idea de que tenía, pero era delicioso— estaba a nada de acabarse, y el mesero ya se disponía a llevar otra botella de Baileys (una especie de licor de crema preparado con whisky irlandés) a Samantha, quien no se había movido de su asiento, y que, si no me equivocaba, ya iba por la tercera de la noche.
Cansado de esperar, y seguro de que no quería dormir en la cárcel, me acerqué a su mesa con mi cara más intimidante, y la miré fijamente mientras ella hacía lo propio, dedicándome una sonrisa angelical en la que también caería si no la conociera bien.
—Conque al fin se acerca para acompañarme, joven Summer. Pensaba que me dejaría beber sola durante toda la noche.
—¿Quién te dijo que pensaba acompañarte? Solo me preguntaba qué hacía alguien como tú, aquí sola.
Samantha ensanchó su sonrisa. La falda plisada azul oscuro que llevaba puesta subió hasta su rodilla al entrecruzar las piernas. El escote de su blusa blanca de mangas largas y hombreras pareció hacerse más pronunciado al entrecruzar uno de sus brazos presionando sus pechos.
—Es un lugar agradable en el que consigo una buena bebida con un grandioso ambiente. Y si hablamos de estar solos… es más raro verlo a usted aquí solo, que a mí que soy soltera.
Golpe bajo. Supongo que debía esperármelo conociendo su lengua de serpiente ponzoñosa.
Tomé asiento en la silla vacía junto a su mesa, y cruzando los dedos bajo mi barbilla, continué observándola, mientras refinadamente Samantha llenaba la copa frente a ella con la fragante bebida con notas de vainilla que desde hace un par de minutos degustaba.
—Pensé que la última vez que hablamos, había quedado clara mi postura con respecto a eso que haces, pero parece que aún insistes en seguir el mismo derrotero perverso de antes.
—Le confieso que me resulta muy interesante este juego del detective y el asesino, pero sin ánimos de hacerme la boba, no tengo ni la menor idea de a lo que se refiere —aseguró ella como respuesta a mis palabras, haciendo el amago de llenar la copa frente a mí, cosa que impedí colocando la mano sobre ella.
—A ti y a Ava, por supuesto — declaré sin rodeos, frunciendo exageradamente el entrecejo—. Cómo te dije la última vez, no es justo que te acerques a los demás ocultando tus intenciones, solo para ganarte su confianza. Si vas a hacer algo, que la otra persona sepa lo que pretendes o si no, solo limítate a alejarte.
A pesar de mi tono amargo y desaprobatorio, ella seguía sonriéndome plácidamente como si mi juego de palabras no solo fuera divertido, sino muy satisfactorio.
Imitó mi gesto de colocar sus dedos bajo su barbilla, mientras sus orbes azules se concentraban en los pozos ocres que eran los míos, y ensanchando aún más la sonrisa, me aseguró que nada era como yo lo estaba pensando.
—¿Y por qué la recoges en la fuera de la escuela de ballet todos los viernes a las cuatro quince de la tarde, si estoy equivocado? Como ex-alumno de la escuela de arte es mi deber informar a sus padres de todos los peligros potenciales que pueden estarla acechando.
—Contestaré su pregunta si me dice por qué no trajo al joven Roy con usted. Dove me dijo que le parecía muy raro que él viajara solo en sus vacaciones, así que, o su amor incondicional solo se limita a viajes locales o han tenido una pelea y aún ninguno de nuestros conocidos se ha enterado.
Arrugué la cara, deseoso de morder el odioso dedo que había puesto hacia mi rostro en un gesto socarrón y desafiante. Masajeé mi frente tratando de que sus comentarios no me afectaran.
No solo era una arpía asaltacunas de las peores, sino que sabía exactamente qué decir para evitar reconocer algo que no quería. Llevaba estudiando esa faceta suya durante los ocho años siguientes a su perturbadora hazaña en el cuarto de mi hermana, por eso, por mucho que Roy me había sugerido que conversara con ella y así saliera de dudas, nunca consideré la negociación pasiva como una resolución factible de aquel conflicto.
—Cómo sea, tanto esperar a que me hablara me ha dado hambre. ¿Qué tal si pedimos la cena mientras seguimos nuestra interesante conversación?
La vi agitar su mano para llamar a un camarero de uniforme color esmeralda, y la dejé elegir divertida lo que íbamos a comer, mientras me veía llenar por mí mismo la copa y beber su contenido de un solo trago.
Compararlo con el interrogatorio entre un detective y el criminal, era una forma atinada de ilustrar lo que allí pasaría. No sabía cuanto tiempo me tomaría, pero no me levantaría de esa mesa hasta que no la hiciera confesar sus oprobios, y prometer que nunca más llevaría aquella vida desviada.
***
—Oye, te dije que dejaras de colgarte de mí de esa manera, Samantha. Me estorbas —jadeé impulsándome a través de las escaleras.
A pesar de ser pasada la media noche y que la temperatura rondaba los veintiún grados centígrados, sentía tanto ardor en el estómago que mi cuerpo sudaba. Que el cabello de aquella rubia platinada insistiera en pegárseme en el rostro, no ayudaba a que me sintiera mejor.
Usé mis manos para apartar a la mujer colgada de mi cuello, mientras me arrastraba en la oscuridad de aquel complejo de apartamentos, pero fue inútil intentar quitarme de encima aquella masa de carne con tacones.
Estaba tan mareado que su perfume con olor a vainilla, antes agradable, me producía las náuseas más desquiciantes que jamás hubiera experimentado.
¿Qué cómo terminé borracho, a las afuera de Manchester y con la perniciosa mejor amiga de mi hermana menor pegada a mí como garrapata? Les contaría… pero ahora estoy más interesado en quitarme de encima a esta loca ahogada en Whisky.
—Que te quites, Samantha. ¿Es que no me oyes?
—No lo hago porque quiera, Summer. Me temo que si me suelto, voy a estrellarme contra el suelo —lloriqueó ella afianzando su agarre de mi cuello hasta el punto de casi estrangularme.
El sonido metálico de un ascensor abriendo sus puertas a nuestras espaldas, cuando al fin llegamos al penúltimo escalón, me hizo caer en cuenta de que no era posible que un edificio tan alto y lujoso solo tuviera escaleras.
Quise tirarme del cabello, lanzarme escalones abajo o cualquier cosa que me hiciera librarme de aquel terrible destino, pero contrario a eso, corriendo hacia la baranda del extenso balcón, afortunadamente vacío, hice el amago de vomitar sobre un auto estacionado en la acera, con el lema del estado de New Hampshire: «Vive libre o muere» escrito en su matrícula.
Levanté la mirada hacia el horizonte, y a pesar de que los mechones de mi cabello castaño apenas me dejaban ver, pude distinguir, casi como un punto en la distancia, el Monumento a la Victoria Alada del Liberty Park. Un recordatorio silente de que algunos hombres morían con honor, y otros estrangulados por una borracha muy lejos de su hogar.
—Samantha, por lo que más quieras, ya tienes que soltarme.
—¿Por qué? ¿Acaso le preocupa que su novio piense que tenemos algo? Porque como sabe, no acostumbro a traer hombres a mi casa, solo a hermosas colegialas.
Le dediqué una mirada despectiva ante su sarcasmo, mientras me sentía tentado a recordarle que, a diferencia de ella que andaba dando tumbos por la vida detrás de cualquier niña incauta que se dejara engatusar, yo sí tenía una relación estable con mi novio, Roy; o al menos así era antes de que se marchara a Concord indefinidamente, pidiéndome antes que usara su ausencia para aclarar mis sentimientos.
Tal pensamiento hizo que me doliera aún más la cabeza. Ni siquiera sabía cómo llegaría a mi propio hogar esa noche, mucho menos cómo pondría en orden mi vida amorosa.
—Si llego así de borracho a la casa, papá pensará que tengo una crisis de edad —lamenté a la vez que recordaba su cara de preocupación, la primera, y última vez, que bebí de esa manera, tras mi primera ruptura amorosa.
Entonces creía que me moriría de dolor, que jamás podría recuperarme de aquella decepción amorosa. Solo cuando mamá murió, había llorado de esa manera. Era curioso como funcionaban las cosas del corazón. Ahora que reflexionaba en ello, no sentía nada más que vergüenza por lo iluso que había sido entonces.
Una hilera de dedos se deslizó a través de mi camisa semiabierta (tuve que desanudarme la bufanda para no asfixiarme en el trayecto), y miré a Samantha como quien observa la más asquerosa cuchara.
—Pues no tiene que ir a su casa hoy —la escuché susurrar muy cerca de mi oído. Las farolas de la calle alumbraban lo suficiente para que pudiera apreciar la expresión descarada y sugerente de su cara. Sentir su aliento caliente en mi nuca aumentó las náuseas que sentía—. Quédese y hágame compañía. Conozco un buen remedio para las penas del corazón.
Entorné los ojos y solté un bufido, que ella respondió con un suspiro lleno de resignación. Tal vez le gustara fastidiarme, pero hasta ella sabía que jamás me tragaría esa mala actuación digna de una ramera barata.
—Bien, no se quede esta noche, pero al menos acompáñeme hasta mi cuarto. Tampoco acostumbro a beber de esta manera, y me temo que si camino sola terminaré por...
Un par de arcadas interrumpieron su explicación, mientras yo rogaba al cielo que no terminara por regurgitar sobre mí, seguro de que eso me incitaría a hacer lo mismo, convirtiendo aquel impecable pasillo en un mar de fluidos desagradables.
Miré a través del balcón, hacia aquella populosa ciudad, a veinticinco millas de mi hogar en Hollis, que ahogaba con su luz artificial el fulgor de las estrellas del firmamento, y concluí que, con lo jodido que ya estaba, no perdería nada por asegurarme de que no terminara tendida en el suelo sobre su propio vómito. Ja, gran error.
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