Capítulo 2: Trajes y Chicos

Summer

Un enorme peso se apoderaba de cada centímetro de mi cuerpo a medida que ascendía las escaleras. Era como si más que de carne y hueso mis piernas fueran de titanio, como si el trayecto hacia mi habitación fuera un camino minado, jamás recorrido.

Llevé la mirada por encima de mi hombro y vi la sonrisa de Roy. No podía mostrar más felicidad. Me había acompañado todo el camino desde la sastrería a la casa, y cuanto se dio cuenta de que ni mi padre ni mi hermana estaban allí, sugirió galantemente que le mostrara mis apuntes de diseño, aunque ambos sabíamos que su verdadera intención era ingresar a mi habitación.

Había llevado a pocos amigos a mi casa, aún más a ese, mi lugar de inspiración privado, pero no podía negarme cuando le había prohibido acercarse a mí en lugares donde hubiera gente. La expresión de Sam cuando nos encontró besándonos bajo el puente me dio todas las razones que necesitaba para desear llevar aquello de una forma más discreta.

A pesar de eso, me faltaba aire en los pulmones. Apenas podía respirar. No sabía si estaba asustado, feliz o confuso. Ese no saber qué me pasaba se había vuelto parte de mí. Lo llevaba grabado en los huesos.

Roy no era así. Era tan seguro, tan confiado, tan libre. Sí, libre. El que fuera así de libre era lo que nos había llevado a ese momento en primer lugar.

—Puedes dejar tus cosas sobre la cama mientras yo... —No alcancé a terminar.

Roy pateó la puerta con la parte trasera de su talón y me rodeó con sus brazos. Estaba atornillado alrededor mío. Me besaba apasionadamente. Siempre me besaba apasionadamente.

—Espera... mi hermana llegará en cualquier momento. Al menos déjame cerrar bien la puerta.

—No te preocupes. Escucharé sus pasos cuando venga por el pasillo. —En ese momento Roy mordisqueaba mi cuello. Se me había erizado la piel al sentirlo.

Aunque una parte de mí me gritaba que debía pararlo, no hice más que tomar su rostro y besarlo con la misma intensidad. Nos halábamos de la ropa, mientras nuestras lenguas danzaban. Estaba demasiado extasiado.

Con mi primera novia no me sentía de esa manera. Siempre conseguía ser el prudente, pero Roy sabía exactamente qué hacer para enloquecerme. Sus manos se deslizaban a través de mi cuerpo como poseídas, continuaba quitándome la respiración con cada roce de sus dedos.

En esos momentos nos hallábamos tendidos sobre mi cama, y ni siquiera estaba seguro de como llegamos allí. Así de frenético era esto. Impetuoso, arrobado, sin sentido común.

¿No sabíamos que las personas nos odiarían por esto, que nuestros familiares no lo entenderían? ¿Por qué continuábamos entonces? ¿Por qué no podíamos alejarnos uno del otro?

La esbelta figura de Roy se irguió sobre mi cuerpo al tiempo que se deshacía de su camisa. Empezó a desnudarme también. Sus mechones dorados me rozaban la barbilla al tiempo que besaba mi pecho despojado por completo de cualquier cobertura.

Se había convertido en una especie de costumbre las últimas veces. Intentaba convencerme de que llegáramos al último piso. Yo siempre le decía que no. Aún no llevábamos ni un mes saliendo. Era demasiado pronto, ¿no? Ni siquiera me había acostumbrado a la idea de que me gustara otro chico. Necesitaba un poco más de tiempo... e intenté hacérselo saber.

Lo tomé de los hombros para detenerlo e intenté incorporarme. Un escalofrío polar recorrió cada centímetro de mi sistema. Los ojos de mi padre nos observaban desorbitados desde la puerta.

Nunca lo había visto tan pálido. Parecía que se iba a morir.

***

—El traje es el gran atuendo de la elegancia y la sobriedad masculina, desde los tiempos de George Bryan Brummell, conocido como Beau Brummell, el primer hombre en llevar lo que ahora conocemos como traje. Ya sea para ir a trabajar o para asistir a eventos especiales, es obligatorio tener un traje (o varios) en el armario; y si bien es cierto que este tipo de vestimenta ha cambiado mucho durante sus siglos de vida, hay normas básicas que cualquiera que intente ostentar el título de sastre debe conocer.

Miré una vez más mi reloj de muñeca, un Casio digital de plástico que mi padre me había regalado en mi último cumpleaños, mientras escuchaba la voz pomposa y autoritaria de mi patrón, despotricando contra mi última obra.

«Sí, sí, viejo. Acelera tu discurso. Tengo que irme ya».

—¿Escuchó lo que dije, joven Clark?

—Por supuesto, mi señor. Ningún ser pensante puede perder palabra alguna cuando nos deleita con los datos históricos del buen vestir masculino. —Imité la posición de un soldado, irguiendo la espalda y colocando las manos tras mi espalda con las piernas separadas.

Si querías evitar que mi jefe te mandara al diablo, lo mejor era fingir que reconocías sus años de lucha en la segunda guerra mundial, gracias a lo cual tenía un vistoso parche que te hacía difícil mirar a otro lado.

—Entonces, ¿por qué este atuendo que hiciste para nuestro cliente está tan mal?

—Porque viola todos los estándares de la época, e insulta el sello de sobriedad y elegancia que enarbola esta sastrería. ¿A quién se le ocurre modificar el talle para que se ajuste al cuerpo de nuestro cliente, señor? Y mire esta tela —Extendí la mano sobre su superficie de algodón en vez de la típica lana, para dar peso a mis palabras—, ¿quién se pondría algo tan ligero y que no escueza al tacto?... Reprobable, altamente reprobable. Este traje debería terminar en el incinerador.

Cargué el maniquí en mi hombro dispuesto a meterlo de cabeza en la chimenea de una forma muy dramática, a lo que él reaccionó colocándose en medio. Lucía incluso asustado por mis acciones.

Este es el secreto que mi jefe no quiere que sepa: los trajes que hago son los primeros en venderse. Tal vez por eso aún no me ha despedido, o limpio los pisos tan bien que puede ver reflejado en ellos su cabeza de esfera de música disco.

—Ya usaste tela y otros materiales —dijo carraspeando—. Déjalo en el exhibidor, junto a tus demás intentos de moda moderna. Tal vez aparezca algún tipejo que de un par de monedas por él y así podamos al menos recuperar el costo de elaboración.

—Sí, mi señor. Gracias por tener paciencia con este lerdo ignorante. Mis manos... si no estuvieran a su servicio serían inservibles —solté mi última verborrea aduladora mientras caminaba de espaldas para salir del taller, ubicado justo detrás de la tienda Gentleman and Son, un nombre ridículo porque el hijo de mi señor jefe ni siquiera pasaba por ahí, y nadie creería que un hombre de mi color de piel era el hijo de un señor casi amarillo.

No me malinterpreten, no es que piense que mi jefe es un gilipollas chapado a la antigua sin visión del futuro —lo es un poco, pero si no tuviera razón no tendría una de las sastrerías más famosas de la zona desde hace cuarenta años y sin un ojo—; el problema es que tengo prisa, y que ya me conozco ese discurso de memoria.

En resumen, la perorata va así: La levita, una especie de abrigo negro que llegaba hasta las rodillas y tenía una sola abertura en la espalda, se dividió en dos tendencias durante la época victoriana: el chaqué, que mantenía los faldones, y el traje de salón, que los perdía. Tiempo después, en Escocia, en la década de 1850, comenzaron a elaborar trajes de salón de una tela más pesada, destinados a ser una prenda para ocasiones informales al aire libre... y seguía y seguía hasta hablar de las modificaciones que había sufrido el traje hasta convertirse en lo que actualmente conocíamos como el concepto de poder, ideado por Giorgio Armani: Una chaqueta ancha en los hombros, con un desfiladero bajo y un punto muy pequeño para abotonarse.

El tamaño de la estructura general del conjunto se redujo y se suavizó para el tacto, aunque se consideraba que los hombres debían llevar algo con hombros fuertes o grandes y una silueta desafiante. Un atuendo que mostraba a todas luces los excesos y la celebración del capitalismo, características de toda la década.

Yo, por mi parte, con mi última creación, quería lograr algo más parecido al estilo ajustado y minimalista de los años 40. Un conjunto más delgado y corto, con el punto de los botones más alto, los pantalones con dobladillos bastante cortos también y la chaqueta con solapas estrechas, y lo más importante de todo, en negro. Negro como su servidor.

Ahora que lo pensaba, si fuera un tipo blanco, tal vez mi jefe aceptaría mis ideas.

A pesar de haber transcurrido décadas desde la abolición del apartheid, los afroamericanos seguíamos siendo considerados por los blancos más tradicionalistas como seres tan inservibles y desagradables como el pan quemado y duro dentro de una alacena familiar.

De hecho, si me había permitido colocar las manos en la máquina de coser para algo más que limpiarla, era porque se lo había sugerido un blanco, y eso era absurdo porque los negros éramos la moda. Solo había que ver los populares que se habían vuelto Tina Tuner, Stevie Wonder, Whitney Houston, Michael Jackson... y la lista seguía y seguía.

Mi primera mentora, solía decir: quien no está dispuesto a habituarse al cambio, se quedará siempre estancado. Y creo firmemente que tenía razón. Para ella, trabajar en un solo ojal de algo que ya alguien hubiera vestido antes era una perdida de tiempo. Deseaba innovación, excentricidad, carisma, algo que pudieras usar en la calle y que quien te viera dijera: Hoy tuve un día super aburrido, pero, ¡hey!, vi a una chica con un vestido increíble.

Esa era su marca. Y confieso que terminé un poco —más que un poco—, influenciado por su modo de ver la moda. Tal vez por eso me arriesgo a imprimir mi marca en los trajes que hago, aun sabiendo que me espera una reprimenda.

Una vez superada la cortina de flecos que llevaba al mostrador de la sastrería, corrí a dejar mi delantal en el perchero, y salí del local con mi chaqueta de mezclilla y los cascos del Walkman atornillados en los oídos. Aquella calle, con sus edificios de ladrillos construidos con los estilos art decò, neoclasicos y modernistas, eran en sí mismos una oda al cambio. A la creatividad, a la mejora del estilo de vida.

La humanidad tenía la tendencia irracional de querer seguir anclada al pasado, cuando la realidad era que el pasado solo debía servir como plataforma del futuro, como destellos luminosos y nostálgicos de una realidad que era bella, pero efímera. Como un sendero escabroso que no se debía repetir.

Al salir a la calle, bajo el tenue atardecer de inicios de verano, no había ni un solo niño en la calle. Claro, eran las cinco de la tarde y seguramente estaban delante de un televisor viendo dibujos animados.

¡Cómo cambiaban los tiempos en un abrir y cerrar de ojos! Cuando yo era niño, entre el 1970 y el 76, solo había un televisor en la cuadra y era él de la señora White. Ser rico de cojones le permitía esos lujos, y como mi madre era su mejor amiga, nos dejaba dar uno que otro vistazo a esa caja con personas dentro.

¿Se imaginan que llegue el momento en que hagan aparatos de esos tan pequeños que puedas llevar contigo en un bolsillo del pantalón? ¡Nos comerían el cerebro!

Menos mal que el efecto 2000 hará que todos los ordenadores dejen de trabajar, haciendo colapsar aviones, fábricas, centrales eléctricas, sistemas de control de misiles y satélites de comunicación y provocando un apocalipsis digital, que a su vez hará que la humanidad retroceda varios siglos a un periodo similar a la edad media, en donde no habrá manera de comunicarnos y tendremos que empezar de cero.

Sí, lo sé. La gente se inventa cada cosa.

—¿Escapando del amo temprano?

Y hablando de blancos.

—Hola, Roy. No esperaba verte por aquí —mentí forzando una sonrisa.

¿Cómo no voy a esperar que mi atento novio me espere a unas cuadras del trabajo? Lo que no esperaba era que estaría aquí dos horas antes del momento en el que le dije que saldría, ni que se acercaría de más a mí e intentaría besarme allí, frente a los demás transeúntes, y a plena luz del día.

Usé mis manos para detenerlo y envolver mi antebrazo alrededor de su cuello, tal y como si fuéramos un par de compinches. Su barba empezó a escoserme la mejilla. No me acostumbraba a verlo con ella. 

Roy actuó tan relajado como siempre mientras me escuchaba replicar entre dientes:

—Aquí todos conocen a mi jefe, sabes lo que me pasará si descubre que trabaja con un hombre negro gay, ¿verdad?

—Lo sé, es solo que te he extrañado mucho. Ha pasado tiempo.

Sí, sí. Sé que es demasiado tierno y yo un desalmado por negarme a darle amor.

Seguramente se estarán preguntando que ocurrió luego de que mi padre nos encontrara... siendo cariñosos.

Me gustaría decir que se lo tomó con calma y hasta le alegró que encontrara el amor a pesar de las barreras raciales y morales de la época, pero no fue así. Nunca lo he visto tan alterado como ese día. Fue la conversación más emotiva y acalorada que tuvimos en mis veintiocho años de vida y con razón.

Cuando yo era niño, los gays y lesbianas eran prácticamente forajidos, vivían en secreto y con miedo. Eran etiquetados de locos por los médicos, de inmorales por los líderes religiosos, de incontratables por el gobierno, de depredadores por los noticieros y de criminales por la policía, incluso había una ley que prohibía a los establecimientos venderles bebidas alcohólicas. Que tu hijo tuviera una de esas etiquetas representaba una tragedia para cualquier padre.

Aún así, el mío prometió aceptar lo que había decidido con la condición de que fuéramos discretos.

«Se puede amar sin llamar la atención. No quiero que sufras la crueldad que pueden mostrar las personas cuando alguien es diferente a ellos», me aconsejó entre lágrimas.

Mi padre hablaba desde la experiencia. Él había nacido libre, pero sus abuelos no. La segregación racial afectó muchísimo la forma de vida de sus padres y él habían sufrido en carne propia todas las repercusiones del racismo aún años después de hacerse adulto. Casarse con una mujer blanca había sido otro golpe. Quería protegerme de sufrir una suerte similar por algo que las personas no entendían.

Era cierto que luego de que los clientes del popular bar homosexual Stonewall Inn del barrio de Greenwich Village se enfrentaran a la policía en 1969 la aceptación general había mejorado, pero el asesinato del supervisor Harvey Milk junto al alcalde George Moscono dejaba claro que la tolerancia total estaba lejos de ser un hecho.

Aún así, el amor y apoyo incondicional de mi padre me mantuvieron en pie cuando los padres de Roy, quienes no fueron tan condescendientes al respecto, lo enviaron con sus familiares a Francia, donde fue internado en un psiquiátrico tratando de curar el "problema mental" que lo hacía fijarse en otros hombres.

Cuatro años más tarde, Francia dejó de clasificar la homosexualidad como una enfermedad mental, por lo que dieron de alta a Roy, pero sus padres lo obligaron a permanecer allí buscando liberarlo de lo que entendían eran las influencias nocivas que lo habían llevado a dicho comportamiento.

En fin, se suponía que en Estados Unidos la homosexualidad había sido sacada de la lista de enfermedades mentales desde 1971, pero parecía que en otros países todavía sostenían que gustarle a alguien de tu mismo sexo era algo antinatural y nocivo. El que se desatara la GRID (Inmunodeficiencia Relacionada con Gays), muriendo un montón de gente por ello recientemente, había fortalecido la idea de muchos de que Dios castigaba con dureza a quienes llevaban ese tipo de vida.

Aun así, a pesar del aislamiento y el rechazo de su familia, Roy jamás dejó de contestar mis cartas, incluso me llamó por teléfono un par de veces.

Durante diez años, aguantó con firmeza por los dos, y ahora, estaba allí, frente a mí, dispuesto a retomar lo que habíamos dejado inconcluso y vivir nuestro amor plenamente. Diez años viviendo en diferentes continentes sí que era bastante, y por eso, si bien seguíamos manteniendo correspondencia durante todo ese lapso, siendo sincero... jamás creí que Roy de verdad regresaría por mí.

A esas alturas no había duda de que me amaba muchísimo y tal vez... yo debería dejar de ser tan quisquilloso y corresponderle de la misma manera.

Lo tomé de la mano y lo atraje a un callejón dónde lo obligué a ponerse de cuclillas en un punto muerto. Estabamos junto a la escuela de ballet en la que estudié hacía más de una década. La sonrisa de Roy no tardó en volverse descomunal al sentir como tomaba su rostro y me acercaba a sus labios como en antaño.

Allí nadie nos vería. Las demás bailarinas usaban ese escondite para fumar o verse con sus novios. El que hubiera un enorme contenedor de basura que escasamente se usaba, pero dónde perfectamente cabría un cadáver, hacía las cosas sencillas.

Desde el día en el que Roy apareció en la puerta de mi casa y saltó a mis brazos con uno de sus besos abrasivos y deliberados, no le había dado más que excusas y evasivas.

Diez años no me habían hecho más valiente, ni me habían convencido de que teníamos el derecho natural de amar cómo lo estábamos haciendo. Seguía sintiéndome inseguro, amedrentado y ansioso, ¿por qué no podía dejar de ser tan cobarde?

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