Capítulo 1: Vestidos y Chicas
Samantha
Todo el mundo, sin importar si se trata del difunto Elvis Presley o la glamurosa Twiggy, tiene alguna afición muy arraigada en su ser.
A algunos les gusta escuchar novelas en la radio durante las tardes de ocio, otros viajan a la luna, manteniendo a todo el planeta expectante tras una avería técnica, y unos pocos participan activamente en la corrupción para luego tener que renunciar a su cargo como presidentes. Y aunque debo confesar que ganar siete medallas olímpicas bajo un seudónimo genial como el tiburón o construir una torre de 110 metros, que presumirle al mundo entero, tiene su encanto, a mí, Samantha White, me encanta usar mis ratos libres —que son bastantes—, a la ardua labor de reunir parejas.
He tenido una fijación con el tema desde que tenía dientes de leche y comía tierra, tal vez un poco después. Es como si una parte de mí detectara de inmediato cualquier señal de compenetración amorosa, y ¡zas!... no pudiese ver a dos personas, sino siendo parte de la vida del otro.
Debo acotar que nunca me he equivocado en mis predicciones. Cuando señalo a un par de personas con mi dedo del amor... es porque inevitablemente se tratan de almas gemelas. Pero claro, como todo don, este también tiene su desventaja: puedo ser muy buena prediciendo el destino amoroso de las personas, pero cuando se trata del mío... dudo mucho que siquiera exista.
Una celestina está condenada a fracasar en el amor siempre que se lo proponga.
—¿Anna y John? Eso es imposible, Samantha. Siempre están peleando.
Julia envolvió un mechón de cabello castaño en su dedo mientras hacía esa afirmación. Con su conjunto de pantalones acampanados en satén azul cielo, parecía una de las coristas de Mamma mia del grupo Abba. Muchas en el instituto lo parecían.
La moda es voluble, caprichosa y reincidente, como el amor. Es casi imposible resistirse a su influencia. Que fuera la tarde del 8 de septiembre de 1977 y acabaran de firmarse los tratados Torrijos-Carter para devolver el Canal de Panamá al país centroamericano tras 96 años de colonización, no cambiaría ese hecho.
Mis demás amigas se hallaban colocadas a mi alrededor mirándome expectantes. Mis poderes de predicción amorosa eran bien conocidos en el instituto, pero, por supuesto, siempre había una que otra que mostraba incredulidad. Allá Nadia Comaneci, con sus catorce años y su diez perfecto en las olimpiadas; mi talento natural era emparejar personas, y eso quedaría demostrado de una u otra manera.
Enderecé la espalda para mantener mi postura de convencimiento, mientras me detenía en uno de los escalones de concreto que llevaban a la escuela: una casa grande, de dos pisos, con un techo a dos aguas y una chimenea en el lado derecho. La casa, completamente pintada de blanco —de ahí su sobrenombre de edificio blanco—, estaba alejada de la calle, por varios escalones divididos en dos partes.
Me sorprendía no tropezar y caer mientras sostenía mi libro de literatura contra el pecho, de lo tan pegadas que las demás estaban de mí. Dove, mi tímida mejor amiga de piel color chocolate cremoso, permanecía a mi lado, tomando mi brazo igual de expectante.
Aquel era uno de esos días en los que llevaba el pelo lacio y esponjado por culpa de la humedad otoñal. Menos mal que mi madre era muy cuidadosa cuando le suplicaba que la peinara de esa manera. La labor de pasar una plancha doméstica por el cabello, ejecutada por manos inexpertas, sonaba como una labor muy peligrosa.
Desde mi punto de vista, a Dove le quedaba mucho mejor su afro redondo y tupido. Ese rasgo, añadido a sus pómulos marcados y su rostro fresco y dulce, la hacían la chica más linda e interesante de todo el minúsculo pueblo de Hollis. Comparado con ella y sus exóticos rasgos, yo solo era una rubia de pelo, ojos y acento aburrido.
—¿Imposible? Nada es imposible para el amor. Solo hay que tener fe y un poco de suerte —recité para la maravilla del grupo de cinco, poniendo a raya aquel impulso incontrolable de lisonjear a Dove.
Con el ánimo renovado, y los hilos del amor extendiéndose en torno a mí, usé uno de mis dedos para atraer a un chico que transitaba con su patineta, ansioso por llegar al salón de juegos y dedicar horas y horas a jugar Space Race, Tank o Gun Fight.
El muchacho no tardó en detenerse, entre temeroso y entusiasmado, y, acercándose a la reina de la preparatoria, —era fácil ser popular en un pueblo de no más de tres mil habitantes, si tu madre era la viuda más rica de la zona—, asintió complacido al tiempo que le contaba mi plan al oído. Las demás chicas intentaron escuchar también, pero me aseguré de hablarle en voz muy baja.
Los primeros vientos que acompañaban el cielo cenizo cargado de lluvia agitaron los mechones de mi pelo, mantenido en su sitio por una vincha multicolor, al tiempo que besaba la mejilla del muchacho en agradecimiento. Este casi pegó un salto de júbilo antes de irse corriendo a cumplir su misión, pero yo no sentí ni un ligero cosquilleo. Como lo pensaba. La maldición de la celestina no se podía romper.
El chico, tal y como le había solicitado, se subió en su patineta y pasó junto a Anna, a tanta velocidad que esta no pudo hacer otra cosa que echarse a un lado, tambaleándose. Sus libros y bolso terminaron tendidos en el suelo. Mis amigas se cubrieron los ojos. El escenario parecía nefasto.
Con los ojos centelleando debido a la satisfacción del deber cumplido, toqué el hombro de cada una para que miraran mi obra de arte. Al batir sus pestañas para aclarar la vista, se encontraron con una escena tanto maravillosa como romántica. Había funcionado.
—¿Estás bien, Anna?
La chica en cuestión, tendida en los brazos de John, no hacía más que balbucear al tiempo que sus mejillas se enrojecían. Al notar el cambio en su rostro, él también terminó por sentirse abrumado.
Era obvio que ni siquiera lo había pensado. Cuando ese chico le tocó el hombro en su carrera, tal y como yo le había solicitado, y luego se abalanzó hacia Anna con el objetivo de derribarla, su cuerpo actuó solo. Lo único en lo que pensaba era salvarla. Salvar a la persona que quería.
—Y esos son los ojos del amor, chicas. —Todas a una prorrumpieron en un aplauso. Lucían encandiladas. Con la celestina por excelencia a su lado, ¿qué podía salir mal?
—¿Qué pareja habrá este año diosa celestina?
Con el pasar de los meses, dejé de ser solo la celestina del pueblo y me ascendieron a diosa. Recibía a chicas, incluso de otros colegios, que venían en busca de consejos de amor, que yo no dudaba en proporcionarles sin ánimos de lucro.
—Primero, emparejar personas no es un don divino, es simplemente habilidad de observación y... Jennifer y James, el hijo mayor del zapatero Bill, de hecho, ya están prometidos, solo que ella no nos lo había contado.
La chica en cuestión se replegó sobre sí misma al tiempo que sentía la mirada de todas puesta sobre ella. Al final solo suspiró y se encogió de hombros con una sonrisa.
—Supongo que no se le puede ocultar nada a la diosa del amor.
—¡Oh, salve, Diosa! —gritaron todas a coro. En serio parecían una especie de secta.
Tal vez muchas personas se sentirían halagadas, e incluso complacidas, por contar con tanta admiración de parte de sus congéneres, pero no era mi caso. A pesar de toda la euforia que inicialmente me provocaba, a esas alturas hasta me parecía un poquito molesto.
Pasa algo muy curioso cuando te dedicas a emparejar a todas las personas posibles. A medida que ellas alcanzan la felicidad y encuentran el amor, te haces más consciente de lo sola que estás.
—Por cierto, Andrea. Este es tu regalo de cumpleaños.
—¡El vestido de graduación de la última colección de tu mamá! Me encanta. ¿Cómo supiste que lo quería?
«Además de porque me lo repetiste una y otra vez desde que salió en la revista Teen hace un mes...».
—Intuición —mentí. Parte importante de ser la diosa del amor del pueblo, era que debías maquillar la verdad en el noventa porciento de las ocasiones.
La chica dio un par de volteretas con el vestido beige con rayas cafés lleno de volantes plegado a su cuerpo, y todas suspiraron de admiración.
Cuando mi madre se quedó viuda y decidió usar la herencia que le dejó su difunto esposo para crear su propia línea de ropa estrafalaria y colorida, con tendencias deportivas, muchos de sus conocidos la tildaron de demente. ¿Quién utilizará la ropa que haces? Decían mientras procuraban disuadirla de pasar largas horas en un taller, situado en un sótano al que constantemente le fallaba la luz, con la única ayuda de una estudiante con solo los conocimientos básicos de costura.
Todas esas opiniones negativas se convirtieron en halagos cuando llegaron las minifaldas, las enaguas largas con flores y las camisetas teñidas con colores psicodélicos y ácido con cloro. Así que para mí, la única hija de una empresaria que veía al fin los dividendos de su duro trabajo, y la chica más popular del vecindario, la vida era de lo más sencilla posible, o eso decían mis amigas.
—Bueno... Tenemos que irnos. John me llevará al parque de diversiones.
—A mí Dean me llevará al acuario.
—James y yo vamos a cenar en un restaurante.
—Como era de esperarse —suspiró Anna—. Tu novio ya es adulto y heredará el negocio de su padre muy pronto. ¡Qué envidia!
Jennifer sonrió tímidamente. Era muy modesta. Con razón había llamado la atención de un chico mayor.
El hermano de Dove solía estudiar con ese chico. Era en el mismo tiempo en el que venía por nosotras todos los días. Luego consiguió pareja y la cosa cambió. Nadie conocía quién era, excepto yo, quien los había sorprendido besándose cerca del río Merrimack.
Me había quedado pasmada entonces, pero ahora podía comprenderlo. No siempre podías elegir a quien querer, ¿verdad? Por mucho que esa persona fuera alguien de tu mismo sexo y la sociedad te mirara con malos ojos por eso.
—Adiós, chicas. Que sean felices —dije al tiempo que las veía dispersarse, dejándonos a Dove y a mí de pie en la acera.
Vivíamos cerca una de otra, así que caminábamos tomadas de la mano todos los días. Lo habíamos hecho desde los ocho años. Yo aún tenía dientes de leche y comía tierra de vez en cuando. ¿Qué? No me avergüenzo de haber necesitado más vitaminas que el resto.
—¿Y yo, Sam? ¿Crees que el amor me encontrara pronto?
Aquella pregunta me sorprendió tanto que contuve el aliento. Era la primera vez que Dove me consultaba sobre esas cosas. Mi corazón de quince años terminó volviéndose una marea desenfrenada de sangre y oxígeno.
Me detuve en la acera y la miré con los labios temblando. Se me hizo un nudo en la garganta. Mis manos empezaron a sudar.
Era la diosa del amor, ¿no es cierto? Debía tener el suficiente valor para tocar su rostro, mirarla a los ojos y decir: «Ya te encontró. Te encontró hace muchísimo tiempo».
Por fortuna o por desgracia, eso solo lo pensé. Ella no lo entendería. Me consideraría un adefesio. ¿Cómo entender que tu mejor amiga de toda la vida en realidad gustaba de ti?
—¡Dove!
La delgada chica, que ese día llevaba un vestido negro repleto de flores, de cuello blanco redondo y mangas largas, contuvo la respiración y se llevó las manos al pecho. Mi corazón dolió con la misma intensidad que debía estar latiendo el de Dove. Era inevitable, ¿no era cierto? No había un final feliz para mí desde el principio.
Cómo mejor amiga y celestina condecorada, ayudé a Dove a girarse —ya que estaba vuelta una piedra por los nervios—, y fue entonces cuando una sonrisa apareció en los labios de nuestro nuevo compañero de clase. Aquel chico había ingresado a nuestro curso hacía muy poco, pero ya se había ganado el corazón que hubiera deseado que fuera mío.
Cuando al fin estuvieron frente a frente, se quedaron allí, suspendidos, sin decir nada. Podía ver los corazones, el muérdago sobre sus cabezas... Todas las señales del amor apuntaban alrededor de ellos y tal vez... Ya era hora de dejar que el destino hiciera su trabajo.
—Yo también tengo que irme. Dylan, ¿podrías acompañarla a Dove a casa?
—¡Sam! —protestó Dove. Yo me limité a guiñarle el ojo y unir discretamente sus manos. Esa era la señal de mi bendición. Dylan era un buen chico. No podría elegir a nadie mejor para ella.
Fingiendo que hacer aquello no me había destrozado por dentro, me fui dando saltitos en la dirección contraria, tarareando "Can't help falling in love" del rey Elvis.
Una celestina debía estar, y siempre estaría, completamente sola. Era necesario para que los demás alcanzaran la felicidad.
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