Capítulo 5
Lea había proyectado un escenario futuro donde, asumiendo un rol pasivo como investigadora, absorbía y memorizaba las capacidades de su instructor, puente entre lo constitucional y adquirido y que, por tanto, podría poner en práctica, y el talento al que, de ningún modo, podía aspirar. Anticiparse era una manía que todavía no había aprendido a domesticar. Junto al coche, a punto de accionar la manija, Hale echó por tierra sus ilusiones. Le confiaba una operación en solitario, precisando las expectativas de rendimiento que esperaba de su incursión si no quería que su adiestramiento durara lo mismo que un pestañeo. No verbalizó la irritación por la que había empezado a transpirar, puesto que el detective había pisado el acelerador con tal de no escuchar sus quejas.
Después de un aburrido viaje en autobús y de recorrer varias manzanas a pie, Lea se recluyó en la vigilancia de Dustin Montgomery. A petición de Hale, tenía el encargo de descubrir si Macie Blossom era la única aventura de ese cincuentón o, por el contrario, había una larga lista de jovencitas con muy mal gusto en cuanto a hombres que lo habían metido en su cama.
—Las fotografías son parte de nuestro trabajo —le había dicho Hale—. Pero los vídeos son más esclarecedores —añadió con una sonrisa descarada—. Si obtienes una colección abundante de cada tipo, la señora Montgomery te lo agradecerá.
—¿Usted cree? —inquirió vacilante.
—Bueno —replanteó la cuestión—, el nulo autocontrol emocional de la deshonra que sentirá sí valorará lo que has hecho. Le estás concediendo luz verde para que pueda desollar a su marido, así que es posible que te recompense por ello. El boca a boca es lo que más clientes atrae. Y las referencias de una mujer como Alice Montgomery siempre son muy útiles. Quizá dentro de unos meses Lea Spencer abra su propio despacho.
No había encubierto el sarcasmo en sus palabras. Había sido deliberado y, lo que más le enfurecía, con una alevosía innecesaria.
Llegó a la residencia de los Montgomery justo cuando Dustin bajaba las escaleras del porche frontal sin despedirse de su mujer, a la que Lea había pillado in fraganti espiándolo a través de las cortinas de la segunda planta.
Se calzó la gorra de los New York Yankees que había tomado prestada sin una petición expresa de su hermano mayor y paró un taxi.
—Por favor, siga a ese taxi de allí —dijo señalando el vehículo amarillo en el que el señor Montgomery se había subido. El conductor se giró sobre su hombro y dispuso sobre Lea una mirada interrogante—. Es mi padre —respaldó su extraña petición—. Se le han olvidado unos documentos importantes de la reunión a la que se dirige y no me ha dado tiempo a alcanzarle. Si es tan amable de ayudarme...
La expresión lastimera que había aprendido a copiar de su madre diluyó la suspicacia del taxista. Encendió el botón que anunciaba a los viandantes que estaba ocupado y se situó cinco coches detrás del taxi del señor Montgomery.
En el silencio del coche, Lea suplicaba porque la decencia del hombre al que seguía hubiera limitado el cupo de amantes a solo una. No deseaba ajustar el objetivo de la cámara en una escena de sexo que le desagradaba, y todavía menos tener que grabarla.
—No me falle, señor Montgomery —susurró, recibiendo una hojeada breve del taxista a través del espejo central—. Demuestre que mi intuición no es infundada.
*
La estela de matices bermejos que anegaba el área este de la manzana había alterado los planes de Hale. Lea no había emitido impresión alguna respecto al fenómeno anómalo que perfilaba una silueta amorfa en el punto en el que confluían las avenidas. El impulso de ir tras ella se superpuso al resto de prioridades. La manera de no someterse a un interrogatorio de la detective debutante era dividiendo sus caminos.
Mientras Lea seguía de cerca al marido de Alice Montgomery, él se encargaría de Macie, aunque más tarde.
Perseguir un rastro translúcido por Nueva York estrechó los límites de la ventana de tolerancia de Hale. La impaciencia hacía que apretara el volante. Las palmas de las manos comenzaban a arderle con la fricción de la cubierta. Y es que, cuando el resplandor rojizo se encontraba a unos metros, la euforia de la caza desaparecía a la par que el espejismo. Buscarla se hacía interminable. Sin saber hacia dónde conducir, sus ojos erraban de un flanco a otro de la calzada, y la persecución se reiniciaba al otear la huella diseminada en el aire que solo él parecía ver.
Después del enésimo desvanecimiento entre esquinas, vehículos y transeúntes, Hale acortó a través de una bocacalle secundaria. Justo al final de la vía colisionó con una imagen casi de carne y hueso similar a la de la exposición de la galería de arte.
Puso el freno de mano y se bajó del coche. El espejismo se había quedado parado, retándole a que lo capturara.
Crispado por el tiempo invertido y la necesidad de desvelar la identidad de la mujer, se precipitó hacia ella. Emergió en mitad de una calle abarrotada. Apartó a quienes le cortaban el paso y se instaló en el bordillo de la acera. No había rastro de la misteriosa mujer en los alrededores. En su lugar, y como compensación a sus esfuerzos, pensó Hale, a unos metros de distancia estaba Macie Blossom. Se introducía en un establecimiento cercano mientras descolgaba el teléfono.
De un modo enigmático, la figura espectral cuyo iris combinaba el azul del cielo con el verde exuberante de la naturaleza renacida en primavera le había guiado hacia su verdadero objetivo.
Se demoró unos segundos antes de situarse enfrente de la tienda, una mercería de las de la vieja escuela. El mostrador se hallaba escondido entre decenas de estanterías de madera, cada una destinada a diferentes tipos de productos relativos a la costura. Lo que las últimas generaciones habrían denominado vintage y, en vista de ciertos productos, antiguo, para muchos otros significaba abrazarse a la nostalgia. Una mercería de tal riqueza era la salvación de los apasionados a los productos de calidad fabricados hacía veinte años y de los que vivían a base de pequeñas dosis de otra época de la historia ajena a la digitalización.
Entre los pilares de tela y los nidos de oro para bordar, los estuches con tijeras con diseños brocados y los de plata vieja rococó, Hale distinguió a Macie. Sujetaba el teléfono al oído con el hombro, pues con las manos extendía una tela de satén de color aguamarina. Palpó la textura entre los dedos y luego la acarició con la palma, dejándola de nuevo en el cilindro del que colgaba y apropiándose de la siguiente, de una consistencia más rugosa.
Por el modo en que se dirigía a la persona con la que charlaba por teléfono, Hale dedujo que se trataba de Dustin Montgomery. Las risas, la forma en que se mordía la comisura del labio u olvidada la tela que segundos antes había estado estudiando y se recogía el cabello detrás de la oreja, comportamientos típicos de una enamorada más pendiente del hombre al que idealiza que de sí misma.
Se resguardó en la sección izquierda de la tienda para que Macie no pudiera reconocerle.
—¿Desea algo, señor?
En un espacio entre estanterías había una mujer sentada a un torno de hilar. Su aspecto no distaba más de los cuarenta. Los rasgos de su tez, aun con los realces de la edad, transmitían serenidad.
—Solo miraba, gracias.
—¿Esposa, hija, hermana o amiga? —indagó la mujer—. ¿O es para un varón? Aquí vendemos de todo, señor. Mis hermanas y yo somos las dueñas de esta mercería. Pida lo que desee.
—La avisaré si la necesito.
La mujer asintió ligeramente con la cabeza y accionó el pedal del torno.
De la puerta lateral de la tienda apareció la segunda encargada con una larga cinta métrica.
—¿Cómo vas con los colores que ha elegido? —le preguntó a su hermana.
Hale se entretuvo leyendo las etiquetas de los artículos de costura con el oído puesto en la conversación.
—Bien, hermana, bien... Aunque creo que estoy usando demasiado hilo negro.
—¿No es lo que te ha pedido?
—Sí, sí. —Espiró como si estuviera confusa—. Es que el resto de tonalidades ni se intuye. Ciertos bucles dorados, algunos detalles en perla... Pero el negro lo abarca todo.
—Siempre odiaste ese color, Chloe —le dijo dándole un achuchón—. Pero, a decir verdad, yo también tengo un problema con esa cliente. Me pide más tela de la que tenemos en tienda. Y por el inventario que hicimos el otro día, creo recordar que en el almacén tampoco nos queda.
—¡Qué extraño! —exclamó Chloe—. ¿Te has cerciorado correctamente? Ya sabes cómo se pone Alida si...
—¡Oh, por Dios! —Apostó las manos en las caderas, molesta por la indirecta—. Esa vieja se cree la autoridad aquí, y la tienda es de las tres, ¡de las tres!
—Layna, solo te saca cinco años.
—Pues aparenta el doble —contestó alzando los hombros—. Y me parece que esa chiquilla no le cae en gracia. Antes le ha echado una mirada... ¡Y todo porque le ha pedido que cortara unos centímetros más de tela! Me he tenido que dar la vuelta para que no me viera reír, pero es que la chica ni se ha percatado de que Alida le ha hecho la cruz.
—No tiene remedio esta mujer —expresó Chloe con desazón—. Cuando se le mete entre ceja y ceja que un cliente no precisa más tela de la que ella estima pertinente, no hay quien la saque de su razonamiento. Espero que la chica no discrepe mucho con ella o la tenemos hecha.
—Yo también rezo porque sea lista.
Hale se alejó de las hermanas rodeando la estantería. Desde aquel ángulo las oía cuchichear y tenía a Macie a la vista. Como habían estado conversando, la tercera dueña de la mercería clavaba en Macie, que había guardado el móvil en el bolso y gesticulaba con las manos las dimensiones a las que quería adaptar la tela, unos ojos letales. No parecía soportar que una rubia guapa y joven cuestionara sus años de experiencia en el sector textil.
Se desplazó a lo largo de la estantería para no activar la voz de alarma en las dueñas y que lo confundieran con un acosador. Echó un vistazo a las piezas de costura y los adornos de decoración, un surtido de tachuelas, borlas y galones dorados a los que dedicó un mohín insípido.
Justo en el rincón de la balda central, el bordado de una de las pilas de tela captó su curiosidad. Representaba a una pareja en una cuadriga tirada por caballos blancos. El hombre, retratado de perfil con barba y cabello castaños, poseía una corona en forma de hojas. La mujer, de pelo cobrizo y mirada radiante, levantaba la mano en un saludo.
Durante un momento, Hale tuvo la sensación de haber visto aquel bordado en otro sitio. Dubitativo, acarició la representación de la pareja.
—¿Ha visto algo de su interés?
Hale se volvió hacia una de las encargadas de la tienda, aquella de nombre Layna. La templanza de su compostura la hacía ver unos años más madura.
—No todavía —respondió.
—¡Pero qué has hecho!
El grito provino del mostrador, donde la hermana que había estado entrelazando los hilos del vestido que confeccionaba para Macie discutía con la mayor, en cuya mano derecha relucían unas tijeras.
—¡Has cortado el hilo dorado sin mi permiso! —le reconvenía—. No estaba terminado.
—Era un hilo suelto, Chloe, no seas dramática. Sobraba.
—Eso no lo decides tú —dijo alzando los puños, enervada.
—Te lo dije antes y te lo digo ahora: ese vestido tiene suficiente tela. Es que, de verdad, Chloe, cuando te pones a tejer pierdes la noción del tiempo. ¡Ni un centímetro más! O el vestido le saldrá más caro.
—Eres malvada, Alida. Debes respetar los deseos de tus clientes. Mira, la chica que se acaba de ir no te ha tirado el vestido a la cara porque tiene modales.
—Sí, soy terrible —dijo con los ojos en blanco—. Por eso soy yo la accionista mayoritaria y la que lleva la tienda por el buen camino.
—Mis hermanas siempre igual —dijo Layna para cortar la escucha de Hale—. Discúlpelas. Es lo malo de un negocio familiar. La confianza saca lo peor de nosotras.
—No se preocupe. Por cierto, ¿cuentan con alguna otra salida de la tienda? —le preguntó, pues Macie no había atravesado el pasillo central hacia la puerta principal o se habrían encontrado de frente y se las tendría que haber arreglado para explicar su presencia en la tienda.
—Sí, en la zona de atrás. La mayoría de los clientes entran por una de las puertas y salen por la otra. ¡Una práctica corriente entre los compradores habituales! —expuso con una risita.
Hale se despidió con un ademán y apuró el paso hacia la retaguardia de la tienda.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top